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L.J.C. et M.I.

Queridos hermanos Oblatos y todos los que viven el carisma de san Eugenio de Mazenod,

¡Felicidades en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María! Esta fiesta nos trae alegría y esperanza a todos, mientras continuamos extrayendo las nuevas comprensiones y descubrimientos del 200º aniversario de la Regla, escrita por san Eugenio de Mazenod para los Misioneros de Provenza, y de los primeros votos de aquellos mismos misioneros el 1 de noviembre de 1818. ¡Esta  fiesta de María tiene también una importancia especial en este año de las Vocaciones Oblatas en el que cada Oblato renueva su compromiso de trabajar por las vocaciones!

La Inmaculada Concepción de María es una celebración que nos atrae porque estamos fascinados por la belleza del llamado a la santidad. El papa Francisco escribe: “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (GE 9). La Inmaculada Concepción también es un misterio del amor de Dios que nos llama a profundizar en nuestra fidelidad a nuestro compromiso  misionero. En este sentido, como diré en esta carta, la fiesta que estamos celebrando está estrechamente conectada con el Sínodo sobre los Jóvenes, el Discernimiento y la Vocación.

La Inmaculada Concepción proclama nuestra fe en que María fue liberada del pecado original desde el mismo momento de su concepción, y fue llena de gracia, completamente amada y apreciada por la Santísima Trinidad. Lo que Dios realizó agraciando a María, el mismo Dios quisiera hacerlo con toda la humanidad: transformarnos en santas y santos por el don de la gracia que es la mismísima vida de Dios. ¡Este don es gratuito, libre, inmerecido, no ganado! El papa Francisco escribe que el don de la gracia “nos invita a vivir con una gozosa gratitud por ese regalo que nunca mereceremos” (GE 54).

Al celebrar la Inmaculada Concepción de María celebramos la vocación creada por la Santísima Trinidad para cada seguidor de Jesús: el llamado a la santidad. San Eugenio situó este llamado en el centro de nuestro carisma: “En el nombre de Dios, seamos santos”. En su entusiasta Prefacio de 1825, repetidamente nos invita a luchar con todas nuestras fuerzas para ser continuamente convertidos, trasformados y trasfigurados por el don de la gracia. Escribe que si fuéramos celosos y santos apóstoles, centrados en Jesús, habría razones para pensar que en poco tiempo el mundo se convertiría a Cristo.

Esto es lo que constantemente debemos tener en nuestra mente: hay una relación directa entre la santidad de nuestras vidas y la eficacia del ministerio que hacemos en nombre de la misión de Dios. San Eugenio deseaba ardientemente que viviéramos en comunidades apostólicas para incitar la santidad entre nosotros: ¡no mechas humeantes! Si los Oblatos fueran santos, entonces habría un motivo para creer que, en poco tiempo, la sociedad, que tantísimo se ha alejado, regresaría al Evangelio. La rica  fecundidad de la predicación del P. Domingo Albini fue atribuida a la santidad de su vida.

Con frecuencia tenemos ideas anticuadas sobre la santidad, más bien ideas medievales de lo que significa ser santo. La reciente exhortación apostólica del papa Francisco aproxima la santidad a la tierra. Él habla de una santidad ordinaria de la vida cotidiana: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega”. (GE 14). ¡Vivir con alegría nuestra entrega! Qué revolución, cuando con demasiada frecuencia vivimos esto con mediocridad, egoísmo, divisiones entre nosotros y con falta de integridad.

El llamado a la santidad se encuentra en simples gestos de amor, perdón, aceptación mutua en la comunidad apostólica; viviendo nuestro voto de pobreza con un estilo de vida sencillo y compartiendo lo que ganamos y recibimos con mi comunidad; viviendo la castidad, cultivando un corazón puro, con transparencia y amor incondicional por todos; buscando perseverar en el amor, incluso frente a debilidades, desánimos, conflictos y desilusiones. La santidad se fundamenta en una vida de oración y se alimenta en la Eucaristía de todos y cada uno de los días. La santidad es servir a los pobres con paciencia y generosidad en el ministerio.

Tantas cosas pequeñas son invitaciones para vivir en santidad amando. La Inmaculada Concepción de María nos recuerda este increíble llamado del Señor, que somos trasformados por el don de la gracia de Dios. Esta fiesta, no solo nos recuerda que nuestra vocación es ser santos, sino que también las oraciones de María nos asisten en nuestro camino de santidad. Como Misioneros Oblatos de María Inmaculada estamos llamados a alimentar una tierna devoción hacia ella, a la que llamamos Madre de Misericordia. Ella nos ayudará a crecer en santidad.

Quisiera enfatizar que la fiesta de la Inmaculada Concepción también es una celebración misionera. María fue rescatada de todo pecado y llena de la gracia con vistas a la misión que la Santa Trinidad tenía para ella desde la eternidad: ser la Madre del Hijo único. ¡Qué similitud misionera para nuestras vidas! Dios nos invita a la santidad para que en nosotros, a través de nosotros y con nosotros, el amor de Dios sea revelado. Llevamos a Cristo al mundo y nos convertimos en su presencia para otros, especialmente para los pobres y los más abandonados.

¡La Inmaculada Concepción de María no es tan solo un lindo honor y privilegio para ella, por el cual nosotros estamos a su alrededor aplaudiendo y vitoreando! No, el maravilloso regalo de la gracia de María es, por encima de todo, el misterio que Dios escondió en los siglos pasados y ahora ha revelado al final de los tiempos: el misterio de amor por toda la humanidad. Llevamos el nombre de la Inmaculada Concepción y estamos encargados como misioneros de llevar a Cristo al mundo, no conformándonos con una existencia insípida y mediocre (GE 1), sino recargados completamente con la gloria, el amor y la misericordia de Dios. ¡Qué maravilloso llamado de ser cooperadores en el plan salvador de Dios!

Una última palabra: en nuestro día de fiesta no podemos pasar por alto el último Sínodo sobre los Jóvenes, Fe y Discernimiento vocacional. La celebración de la Inmaculada Concepción de María también celebra la realidad que Dios eligió para su morada el cuerpo de una pobre, joven, mujer judía: María de Nazaret. ¡La gloria de Dios salió del Templo y tomó su morada en el seno de una joven doncella de una familia marginada! En María Dios eligió revelar su amor preferencial por toda la humanidad comenzando con los pobres.

La Inmaculada Concepción de María compromete a los Oblatos en su misión de predicar el Evangelio a los pobres, a y con los jóvenes, y a aquellos más excluidos por la sociedad. En nuestro 200º aniversario, el Capítulo General de 2016 confirmó y fortaleció este llamado en fidelidad al carisma. El último Sínodo de 2018 reitera esta vocación: debemos escuchar los signos de los tiempos en los excluidos, los pobres y todos los marginados de nuestra sociedad. Allí vemos los rostros de los pobres que claman por la salvación que sólo en Jesucristo pueden encontrar. Este es el lugar en el cual la Trinidad nos revela hoy el llamado de Dios a la misión.

La Inmaculada Concepción de Nuestra Señora no es un dogma triunfalista de una teología, piedad o espiritualidad obsoleta. Es una creencia de la Iglesia, cristocéntrica y llena de fe misionera, que nos recuerda a los Oblatos que como María, estamos llamados a una profunda santidad de vida y esto está íntimamente conectado con la misión por y con los pobres.   No podemos jamás dejar de creer en este ideal de santidad porque es la graciosa iniciativa de la Trinidad. Nuestra fiesta patronal nos llama a luchar de nuevo por la santidad y a renovar nuestro compromiso misionero por los pobres.

Conocemos cuánto deleite encontraba san Eugenio en esta fe en la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora que aprendió cuando era un niño en las clases de catequesis en Aix-en-Provence, incluso antes de que el dogma fuera definido por la Iglesia. Él defendió con pasión la definición de este dogma y se regocijó, con el entusiasmo y la alegría de un niño, cuando el papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854. ¡Allí estaba san Eugenio! Como familia que somos de Eugenio, llenémonos también nosotros de gozo y regocijo en este día, celebrando nuestra Madre y honrándola con gran alegría y felicidad. ¡Feliz fiesta para todos!

¡Alabado sea Jesucristo y María Inmaculada!

Louis Lougen OMI
Superior general
8 de diciembre de 2018