SERVICIO GENERAL DE ESTUDIOS OBLATOS

(Homilía del P. Fabio Ciardi, OMI, en la Misa de la Casa General en Roma el 1 de noviembre de 2019)


Para nosotros los oblatos el primero de noviembre es un día importante: cada año nos traslada a Aix-en-Provence. Si el 25 de enero es el inicio de la comunidad, el 1º de noviembre recuerda el inicio de nuestra oblación y por tanto de la vida religiosa

El primer grupo de los Misioneros de Provenza que enseguida se convertirían en los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, había recién terminado su primer Capítulo general el 24 de octubre de 1818 en el cual se había aprobado la Regla escrita por san Eugenio de Mazenod.

Al Capítulo siguió el retiro de una semana que concluye el 1 de noviembre de 1818. El P. Suzanne y el P. Moreau, dos jóvenes misioneros (¡aunque en ese momento eran todos jóvenes!) escribieron el acta de la memorable jornada.

“Desde las tres de la madrugada los miembros del Capítulo están despiertos. Antes de las cuatro están en la capilla, postrados ante el altar, preparándose para el más bello, el más loable de todos los sacrificios.

Después de haber invocado la iluminación del Espíritu Santo con el canto del Veni Creator, el superior (san Eugenio) dirige una conmovedora exhortación a la asamblea (toda la Sociedad estaba compuesta por 7 padres, 3 escolásticos y 6 novicios). Era tierna y corrían las lágrimas de alegría al escuchar esas palabras que parecían nos estaban dirigidas directamente por Nuestro Señor Jesucristo a través de los labios del amado padre

Una vez terminada la exhortación, el padre (Eugenio), revestido con los hábitos sacerdotales, se postra a los pies del altar, toma una vela en la mano diestra y dice en voz alta e inteligible: En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, en presencia de la Santísima Trinidad, de la Santa Virgen María, de todos los ángeles y de todos los santos, de todos mis hermanos aquí reunidos, yo, Carlos José Eugenio de Mazenod, hago profesión, prometo a Dios y hago voto de castidad y obediencia perpetua. Igualmente hago voto de perseverar hasta la muerte en el santo instituto y sociedad de los Misioneros de Provenza. Que Dios me ayude. Amén”

Después comienza la misa… al momento de la comunión, mientras el superior tenía en sus manos el Cuerpo adorable de nuestro Divino Salvador, avanzamos uno tras otro con una vela encendida en la mano y pronunciamos nuestros santos votos con un sentimiento de gozo inefable…

Se hubiera dicho que era una de esas asambleas de los primeros fieles que se reunían en las catacumbas, a la luz de las velas, en las tinieblas de la noche, para cantar las alabanzas de Dios, lejos de los idólatras.

Después de la misa el Superior general entonó el himno Te Deum en acción de gracias. Después, todos los miembros de la comunidad fueron al altar de la Santa Virgen para poner bajo su protección los santos compromisos que acababan de contraer. Se pusieron también bajo la protección de todos los santos recitando las letanías.

¡Con cuanto entusiasmo se abrazaron todos cuando estuvieron en la sacristía! ¡Qué efusión del corazón! ¡Cuánta ternura! ¡Qué afecto más conmovedor! ¡Ahora, se decían, somos hermanos!; ¡Ahora somos una sola cosa! ¡Ahora nos amamos de verdad!”

El Capítulo general de 1826 decidió que esta ceremonia se repitiese cada año.

“La repetiremos también hoy y, eso espero, con la alegría de aquel entonces.
¿Por qué la oblación? Porque es nuestro camino de santidad”.

Eugenio, el primero de todos, ha alimentado un deseo cada vez mayor de santidad. La ha deseado para él mismo y para todos a los que se dirigía su ministerio: quería conducir a las personas a ser seres razonables, luego cristianos y finalmente ayudarles a convertirse en santos. La ha deseado para los oblatos a los que suplicaba: “En el nombre de Dios, seamos santos”[1].

Ha creado la comunidad oblata como un lugar de santificación. Nos ayudaremos en nuestra “santificación común”, había escrito a su futuro compañero el P. Tempier ya en 1815[2].

Mientras el superior tenía en sus manos el Cuerpo adorable de nuestro Divino Salvador, avanzamos uno tras otro con una vela encendida en la mano y pronunciamos nuestros santos votos con un sentimiento de gozo inefable…

Ha abrazado la vida religiosa como medio eficaz de santificación, ha elegido la misión como el ministerio en el cual santificarse y santificar. Ha comprendido y constantemente subrayado el vínculo intrínseco entre la santidad y la misión. Ha vivido de manera que pudiese alcanzar la santidad.

Para él, de hecho, la santidad es un proceso dinámico, un camino constante que dura toda la vida. Los oblatos, leemos en el Prefacio, “deben trabajar seriamente por ser santos… vivir… en el empeño constante de alcanzar la perfección” “Ningún límite a nuestra santidad personal”, exclamaba uno de nuestros superiores generales, el P. Leo Deschâtelets, leyendo este texto[3].

Ya en la Súplica dirigida a los vicarios generales capitulares de Aix, el primer documento programático de la nueva comunidad (25 de enero de 1816), Eugenio había escrito: “El fin de esta sociedad no es solamente trabajar para la salvación del prójimo dedicándose al ministerio de la misión”, sus miembros “trabajarán en la obra de su propia santificación conforme a su vocación”[4].

El Prefacio de la Regla de 1818 lo confirma: “trabajar más eficazmente por la salvación de las almas y por la propia santificación”, “para la propia santificación y para la salvación de las almas”.

Al final de su vida, casi como para sintetizar su propio ideal de vida, escribe a los misioneros de Canadá: “Por eso ruego cada día que su gracia os mantenga a todos en la más alta santidad. No comprendería en otras proporciones la vida de sublime abnegación de nuestros misioneros”[5].

Su ideal no se ha quedado en un sueño. Se ha convertido en una realidad: “¡Santos sacerdotes, he ahí nuestra riqueza!” [6]  , decía contemplando su familia religiosa.

Estas palabras testifican que la santidad en la Congregación de los oblatos no es solo un ideal. Ha sido vivida por muchos de sus miembros. La Iglesia lo ha reconocido oficialmente en 25 de ellos y otro grupo está esperando ser proclamado santo. Para san Eugenio era normal considerar que en su familia “todos los miembros trabajan por hacerse santos en el ejercicio del mismo ministerio y en la práctica exacta de las mismas Reglas”[7]. La muerte santa de los oblatos era para él la certeza de que su ideal de vida podía ser realmente vivido: “La certeza de que están en el cielo, escribía a la muerte de Victor Arnoux en 1828, y de que han llegado allá por el sendero que estamos siguiendo”[8].

Otras veces, contemplando a sus oblatos, escribe: “Me alabaré en mis hermanos, en mis hijos, porque en ausencia de virtudes que me sean propias y personales, estoy orgulloso de sus obras y de su santidad”[9].

Que el ejemplo de santidad de Eugenio y de tantos oblatos mantenga despierto en nosotros el deseo y el compromiso hacia la santidad. “Nobleza obliga, escribía otro superior general, Mons. Dontenwill, en el primer centenario de la congregación, hijos y hermanos de santos, debemos trabajar para ser nosotros santos”[10].


[1] A los oblatos, 18 de febrero de 1826.

[2] 13 de diciembre de 1815, EO, 6, 14.

[3] Circular 191, 15 de agosto de 1951, Circulaires, V, 320.

[4] Ecrits du Fondateur, fasc. 4, Rome 1953, p. 269-270.

[5] Al P. Végreville, en l’Ile à la Crosse, 17 de abril de 1860.

[6] 18 de agosto de 1825, EO, vol. 6, 191.

[7] Al P. Courtès, 13 de marzo de 1830.

[8] Al P. Guibert, 29 de julio de 1828.

[9] 3 de marzo de 1822, vol. 6, n. 95

[10] Circular n. 113, 25 de diciembre de 1915, Circulaires, III, 287.