P. Diego Saez Martín, OMI (Service général de postulation oblate)


Era el 15 de agosto de 1822, hace 200 años. La Congregación de los Misioneros de Provenza (conocida luego como Misioneros Oblatos de María Inmaculada), había sido fundada solo 6 años antes. Sin embargo, ya estaba pasando por la primera crisis de su corta existencia. Hoy podemos estar seguros de que si somos Oblatos y miembros de la Familia Oblata es gracias a esta experiencia especial que recibió san Eugenio.

En efecto, tras los primeros meses y años de vida ya comenzaban las tensiones normales de la convivencia en el día a día. En los primeros días de la sociedad de misioneros todo era hermoso. Al ideal tan excelso de vida que se habían propuesto se añadía la novedad para todos de un nuevo modo de vida en común. Esta novedad aportaba también su contribución de entusiasmo, energías y ganas de hacer las cosas bien.

Algunas experiencias de nuestra propia vida nos ayudan a entender aquella situación: por ejemplo, cuando somos enviados en misión a un nuevo país o a un nuevo contexto cultural o social o cuando debemos abrir un nuevo ministerio, el entusiasmo llena el corazón del misionero, pues quiere conocerlo todo, quiere entregarse a todas las gentes y ofrecer sus mejores recursos para empezar esa nueva obra. Otro ejemplo nos lo ofrecen los matrimonios de nuestra Familia Oblata; en efecto, los primeros años (¿tres?, ¿cinco?, ¿ocho?) años de vida matrimonial son años de entusiasmo por la nueva vida que la pareja está estrenando: la convivencia, con sus nuevas costumbres y horarios, el deseo de construir un futuro en común, los cambios en los trabajos, el nacimiento de los primeros hijos…

Pero, inevitablemente, pasados los primeros entusiasmos y pasada la sensación de novedad luego llega la vida ordinaria con sus tensiones habituales del día a día… Y es ahí donde comienza la prueba de la fidelidad y el amor verdadero: la generosidad en una misión que ya no resulta nueva y con unas personas cuyos defectos conocemos ya bien (y ellos conocen los nuestros), la convivencia de los esposos en la que cada día se parece mucho al día anterior, etc. Con la vida ordinaria, el ideal tan claro y evidente de los inicios fácilmente comienza a alejarse y parecer ser sólo una ensoñación.

Pero, además, también unos factores externos alimentaron estos pensamientos y estas pruebas de los misioneros: se habían restablecido una serie de diócesis que, pocos años antes, como consecuencia de la Revolución Francesa, habían sido eliminadas y, ahora, los obispos de estas nuevas diócesis necesitaban que volvieran los sacerdotes que habían tenido que abandonar esos territorios, entre ellos, los sacerdotes que habían decidido fundar los Misioneros de Provenza. ¿Qué voz expresaba de verdad la voz de Dios sobre cada misionero, la del obispo o la del superior de los Misioneros, Eugenio de Mazenod?

Así que, por un lado, las tensiones internas de la sociedad de misioneros irían creciendo, a medida que las novedades de la vida en común y la vida misionera iban ya desaparecido. Por otro lado, las circunstancias externas metían a los misioneros en una presión extenuante. Comienzan los problemas. De hecho, estas tensiones se manifestarán claramente unos meses después, cuando el Santo Padre Pío VII elija al tío de san Eugenio, el canónigo Fortunato de Mazenod, como obispo de Marsella y éste ponga como condición que su sobrino, Eugenio de Mazenod, y su más íntimo colaborador, Henri Tempier, sean sus Vicarios generales. Las tensiones ya presentes de forma latente entre los misioneros se convirtieron entonces en una explosión abierta de acusaciones y de reproches mutuos.

Pero, por providencia de Dios, la Santísima Virgen Inmaculada había decidido preparar el corazón de san Eugenio, y por medio de él también los corazones de los misioneros más fieles a la vocación oblata, por medio de la gracia singular que hoy conmemoramos. En efecto, ante todas estas pruebas y tensiones de la vida ordinaria que ya iban surgiendo, podemos imaginar fácilmente la pregunta que podría surgir en la cabeza y los corazones de san Eugenio y de los primeros oblatos: ¿no nos habremos equivocado cuando fundamos la Congregación? ¿No será que fundar esta sociedad no era en realidad la voluntad de Dios, sino nuestra presunción humana?

Lógicamente, la consecuencia natural de estas preguntas, podría haber sido que los san Eugenio cerrara cuanto antes la casa de los misioneros y que estos se separaran, regresando cada uno a sus lugares de origen. Es la pregunta que con mucha facilidad surge también en nosotros cuando nos llegan las pruebas…

Pues bien, San Eugenio escribió el 15 de agosto de 1822:

Creo deberle [a nuestra Madre, la Santísima Virgen] también un sentimiento especial que he experimentado hoy, no digo precisamente más que nunca, pero sí ciertamente más que de ordinario. No lo definiré bien porque abarca varias cosas, aunque todas se refieren a un solo objeto: nuestra querida Sociedad. Me parecía ver, palpablemente, que ella encerraba el germen de muy grandes virtudes y que podía operar un bien inmenso; la encontraba buena, todo en ella me gustaba; estimaba sus reglas y sus estatutos; su ministerio me parecía sublime, como lo es en efecto. Encontraba en su seno medios de salvación seguros y hasta infalibles, tal como se me presentaban (Al padre Tempier, EO 6, nº 86). 

En cierto sentido, creo la Virgen Inmaculada concedió a nuestro Fundador durante algunos instantes mirar la Congregación con la misma mirada de Jesús, que ve no sólo el presente sino también que nos permite ya entrever el futuro, como Jesús mismo hizo con sus discípulos: “¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna” (Jn 4, 35-36).

¿Y qué vio san Eugenio cuando la Virgen le concedió mirar así? Eugenio vio que, a pesar de todas las pruebas y dificultades, la Congregación por él fundada iba a tener un futuro bendecido por la gracia de Dios, que nuestra sociedad iba a dar mucho fruto y que iba a permanecer en el tiempo. Y así san Eugenio comprendió que nuestra Congregación era verdaderamente la obra de Dios. Podemos decir que, de algún modo, la Virgen concedió a San Eugenio vernos a nosotros, Oblatos y Familia Oblata en 2022. Nosotros somos la confirmación de esa visión que tuvo san Eugenio y que le animó a seguir adelante. En mayor o en menor medida, nuestros países, nuestras ciudades y pueblos han sido evangelizados por los Oblatos. De hecho, han habido, y aún hoy los hay, países enteros (o, al menos, poblaciones enteras) en los que los Oblatos hemos sido la única presencia de la Iglesia. Nosotros hemos sido evangelizados por los Oblatos que hemos conocido y nosotros hemos sido llamados también a colaborar en la evangelización de otros.

Por ello, al recordar la experiencia del 15 de agosto de 1822, creo que la Virgen María hoy nos dice a todos, Oblatos y miembros de la Familia Oblata, que el Señor sigue contando con nosotros. El Señor ya conoce nuestras debilidades, nuestra pobreza humana y quizá también material, nuestras tensiones en la vida en común, nuestro cansancio en la vida rutinaria del día a día… Estas situaciones no son sino la confirmación de que es el Señor, y sólo El, para nada nuestra inteligencia o audacia misionera, quien hace fecunda nuestra vida y nuestra misión, y quien tiene el poder de seguir haciendo fecunda nuestra Familia al menos durante otros 200 años, o los que el Señor quiera darnos.

Ante las dificultades de la misión y de nuestro estado de vida vienen espontáneamente a nuestra mente y a nuestro corazón el desánimo y la pregunta de si vale la pena tanto esfuerzo. La experiencia de san Eugenio hace 200 años nos invita hoy a mirar no sólo nuestro mundo por medio de los ojos de Cristo Crucificado (cf C.4) sino también a nuestra misma Congregación, a mirar más alto y más profundo todo el bien que Dios ha hecho y sigue haciendo por medio de nosotros, a pesar de nuestras debilidades, y a dar gracias a Dios por todo ello. Así, esta fiesta es una ocasión para descubrir el valor de nuestro voto más específico como oblatos, el de la perseverancia (cf. C. 29), pues viviendo nuestras alegrías y sufrimientos en íntima unión con nuestra Madre (cf C. 10) encontraremos la fuerza necesaria para perseverar aún en medio de las dificultades y contradicciones que forman parte de la vida.

Que esta celebración nos llene de gozo y de esperanza, presentando ante la Virgen María todas nuestras necesidades, y Ella, Madre de Misericordia, Madre y Reina de los Oblatos, las presentará ante su Hijo, nuestro Señor.

¡Feliz fiesta de Nuestra Madre!