P. Constant Kienge Kienge, OMI
Procurador general ante la Santa Sede

Convertirse en “peregrinos de esperanza en comunión” es el llamamiento que nos lanza nuestro 37º Capítulo general. Es el punto de partida de toda la dinámica de este Capítulo general para llevarnos a la nueva conciencia de nuestra identidad y de nuestra misión como oblatos en el mundo de hoy y en el contexto de “la Iglesia sinodal, comunión, participación y misión”. Nos enfrentamos a la realidad de un mundo donde la gente continuamente experimenta momentos de oscuridad, angustia y desesperación ante las múltiples crisis que amenazan su existencia. Las pandemias, las guerras, la inseguridad, la miseria social, son hechos elocuentes de la desesperación de nuestro pueblo en su marcha hacia la plenitud de la vida. En nuestros días, las noticias que vienen de los medios de comunicación y las diferentes experiencias de vida, ¿nos hacen levantar los ojos al cielo con insistencia como los salmistas para preguntarnos de dónde nos vendrá auxilio (Sal 121)?

En este contexto de múltiples retos existenciales, el mundo necesita una presencia que le devuelva la esperanza, una palabra que confirme a las personas en su elección de vida, un testimonio que aclare las dudas para actuar y comprometerse de forma más convincente, en definitiva, nuestros contemporáneos necesitan un peregrino que, caminando con ellos, sea testigo y portador de esperanza. Es en esta marcha de los hombres y mujeres del mundo que el oblato, peregrino con sus hermanos y hermanas, acepta ofrecerse como presencia de Cristo y de la esperanza, y la congregación OMI como una institución de esperanza, para reconfortarlos y dar testimonio de la presencia de Dios en este camino hacia la plena comunión con Él. Un misionero de la esperanza es en sí mismo esperanza del pueblo en marcha.

Esta realidad nos sitúa en el marco del llamamiento a la sinodalidad marcado por los cambios (de época) en la sociedad y por la renovación en la vida de la Iglesia. El papa Francisco nos lo recuerda cuando afirma que “la tragedia global como la pandemia de Covid-19 despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos” (FT n. 32). La vida humana es un viaje, mejor dicho, una peregrinación que se debe realizar en equipo y con compañeros de camino cuya presencia da sentido, alegría y apoyo en la búsqueda de nuevas metas que tienden hacia el infinito. Caminar juntos por el camino de la vida se impone hoy como una necesidad para la misión. Y de manera especial para el oblato, esa marcha actualiza y refuerza la importancia de su vida en comunidad, (con un estilo de vida particularmente comunitario), la conciencia de su pertenencia a su familia religiosa y a la Iglesia para permanecer en comunión por la vida y la misión de la congregación. 

En efecto, peregrinar con otros, revela la voluntad de participación a la vida de la comunidad.

En efecto, peregrinar con otros, revela la voluntad de participación a la vida de la comunidad, la comunión con las aspiraciones de cada uno de los peregrinos, compartir las propias esperanzas con los otros. También es la expresión de su actitud de acoger y escuchar las esperanzas de los demás y portarlas juntos; igualmente es la voluntad de ser parte de una comunidad en construcción; es de hecho estar en comunión y vivir la sinodalidad. Esto simboliza la esperanza de cada uno de los peregrinos en el tiempo y en el espacio de su existencia, pero también impone a cada uno la exigencia de definirse y ser consciente de estar en un camino común. El oblato es peregrino de esperanza en comunión, llamado a cultivar la intimidad con Cristo de cuyo amor es testigo. Está invitado a permanecer en la fidelidad a su carisma y en comunión con la Iglesia, asumiendo en su persona la peregrinación de Cristo en el camino de la existencia de la humanidad en la tierra. Como Jesús en su camino de vida con sus discípulos, el oblato se define como el que es aliado de la esperanza, en marcha con sus hermanos y hermanas angustiados, afligidos, desesperados, experimentando momentos de oscuridad, caminos tortuosos y tribulaciones que sacuden la esperanza y la perseverancia del pueblo que camina hacia la plenitud de su comunión con Dios. Es de hecho el camino de la Iglesia que “«va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.” (L.G. n. 8)

Desde esta perspectiva, el 37º Capítulo General, asamblea privilegiada de nuestra gran familia que reunirá todas las fuerzas vivas de la congregación bajo la moción del Espíritu Santo, nos conducirá a esta renovación de nuestra identidad para responder a los llamamientos de nuestro pueblo y de la Iglesia en el contexto del mundo actual.

En este sentido, el tema “peregrinos de esperanza en comunión” define los parámetros o  marcos de referencia para la relectura de nuestras experiencias misioneras, orienta nuestras reflexiones con discernimiento desarrollando en nosotros las disposiciones para escuchar los diferentes gritos de los pobres de hoy, con el fin de crear nuevas condiciones para el desarrollo de una identidad misionera oblata, peregrino de esperanza en comunión, capaz de responder con una sensibilidad particular a las expectativas de la misión evangelizadora de la Iglesia. Esta dinámica nos llama a someter a la criba del discernimiento la vida de la congregación y sus estructuras para un nuevo impulso del instituto.  Se trata de un llamamiento para que el instituto viva de manera eminente el estilo sinodal con un compromiso concreto de caminar juntos, de hacer opciones, inspirados por el Espíritu Santo y el carisma del instituto, para la vida de cada oblato y de toda nuestra familia religiosa.

Esta noble tarea se debe cumplir en un ambiente de oración, de caridad fraterna y de disponibilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo que pueden ser contrarias a nuestras expectativas humanas. En este sentido el Capítulo general es una prueba de sumisión a lo inesperado de Dios. Porque es una experiencia de Pentecostés en la que el Señor permanece como el único guía por medio de las personas de los capitulares, para la refundación y la renovación de la identidad carismática del instituto a la luz de los retos que hay que afrontar en su recorrido histórico. Esto requiere una actitud de escucha recíproca, de discernimiento individual y comunitario, con una atención sostenida hacia todo aquello que es bueno y digno de la vocación oblata, lo que es verdadero, respetable, justo, puro, agradable y honorable (Flp 4,8). Es un proceso que deberá concluir con la toma de decisiones valientes para la vitalidad del carisma y la renovación del dinamismo misionero en el seguimiento de Cristo según el modelo de los Apóstoles y de san Eugenio de Mazenod.

En esto el Capítulo es verdaderamente un momento de gracia concedida por el Señor. Nos toca acogerlo con la esperanza de una renovación espiritual eficaz para una actualización creativa del carisma en las nuevas exigencias de la vida en sociedad. Nos toca soñar, como nos estimula con frecuencia el papa Francisco, no sueños pequeñitos, personales y autosuficientes, sino soñar juntos, grandes sueños. “Rechazar el “para qué” de los que no quieren cambiar nada por miedo a perder lo que han adquirido sin escuchar el grito de los pobres ni el de la tierra[1].” En concreto, la renovación del Espíritu se espera en el hecho de tener una vida más profunda y gozosa en la consagración a Cristo y su Iglesia, despegada de todo egoísmo, comprometida a vivir en el marco de una vida comunitaria y de la corresponsabilidad en la misión.

Este esfuerzo de renovación implica que cada miembro del instituto, en virtud de su vocación y como congregación, se ofrezca a nuestro mundo y a la Iglesia de hoy como “los buenos y valientes soldados de Cristo, los sembradores de su vida entre los hombres, los heraldos incansables de la Palabra divina” [2]. Vamos a vivir el 37º Capítulo general como un acontecimiento importante y eminente, como un gran punto de inflexión en la evolución histórica de la congregación. Necesitamos ir hacia él como buenos peregrinos y acogerlo desde la fe y la esperanza, contando con el socorro maternal de la Virgen María, nuestra Madre, de san Eugenio de Mazenod, nuestro fundador, y los Beatos oblatos.

Para ampliar la meditación.

¿Cómo piensan integrar la realidad de la renovación del espíritu oblato, ser peregrino de esperanza en comunión, en su propio camino vocacional durante y después del Capítulo general?


[1] François, Un temps pour changer. Conversations avec Austen Ivereigh, Flammarion, 2020.p. 7.

[2] E.de Mazenod, Circular del 19 de marzo de 1850. Texto original : « Boni strenuique milites Christi, salutis hominum satores, verbique divini praecones indefessi. »