Joseph GÉRARD

Joseph Gérard, el apóstol de Basotho, nace en Lorena el 12 de marzo de 1831. Aún niño, cuida las ovejas de su padre, “charlando con el Buen Dios”, siguiendo el ejemplo de Jean-Marie Vianney. Después de una conferencia misionera del padre Nicolas Laverlochère, entra en los oblatos, el 10 de mayo de 1852. Entretanto, estos oblatos han aceptado las misiones en Natal. Mons. De Mazenod estima que el joven hermano Gérard sería un compañero de calidad para Mons. François Allard, vicario apostólico. Los misioneros sufren antes una serie de fracasos entre los Zulúes. Sólo en 1862 obtienen de Mocees, rey de Basutoland, el permiso de instalarse en el valle de Roma.

Durante cincuenta y dos años, el ardiente padre Gérard recorre este país en todas las direcciones para consolar a los pobres, curar a los enfermos, instruir a los pastores, confundir a los brujos, fundar parroquias, crear escuelas. En algunas circunstancias, se le ocurre cumplir acciones extraordinarias que tienen carácter milagroso. Su reputación de “hombre santo” se difunde en todos los pueblos. Se le llama “Ramehlolo”, el “padre de los milagros”. Desde su muerte, el 29 de mayo de 1914, los cristianos han tomado la costumbre de ir en peregrinaje a su tumba y de llevar un poco de tierra considerada milagrosa.


¡Rezar en la capilla!
Con la edad, la vista del padre Gérard se debilita más y más. Recitar su breviario se hace entonces muy difícil. Como visita a los enfermos y hace el catecismo a sus pastores antes de todo lo demás en la jornada, la mayoría del tiempo tiene que rezar su oficio a la luz de una tenue vela. ¡Ay de mí! Se le ocurre dormirse. Más de una vez, la llama le quema un mechón de pelo. Deseoso de hacerlo mejor, recurre a todos los tipos de medios para evitar el sueño durante su oración. Se recuerda todavía, entre los oblatos del Lesotho, esa noche de Navidad en la que la ingeniosidad del padre Gérard triunfa sobre su cansancio.Esa noche, una vez terminadas las ceremonias y que los nuevos bautizados se van a descansar, nuestro viejo enciende su vela y empieza su oración, de rodillas en el santuario. Pero pronto la cabeza se hace pesada y la vela vacila. ¡Se despierta de sobresalto! Para mantenerse despierto, decide circular con pasos pequeños en el estrecho pasillo de la capilla. “El hombre de Dios” entonces coge su palmatoria con una mano y su breviario con la otra y se pone a vagar en el silencio de la noche. Pero la palmatoria es pesada y el breviario molesto ¡con sus pequeñas letras! Termina produciéndose la desgracia. La vela precipita en el suelo y el libro de oraciones bajo los bancos. Hace falta volver a encender la vela, encontrar el breviario, recoger las estampas esparcidas aquí y allá, volver al santuario y empezar de nuevo.

Rezar al son de la música
De repente, una idea luminosa le pasa por la mente. Ahí, cerca del altar, hay un viejo órgano de Barbarie desde el que todavía se pueden oír viejos cánticos. ¿Por qué no utilizarlo para disipar el sueño? El oblato acerca la silla y el antiguo instrumento de música. Todo está listo… Un par de vueltas de manivela y, en cadencia, empieza la salmodia siguiendo más o menos la variedad de los sonidos. Todo funciona de maravilla, cuando de repente se abre la puerta del oratorio y avanza a ciegas un indígena, bautizado por la mañana. En el séptimo sueño, había oído un ruido insólito y lejano, que se parecía a las melodías de la fiesta. Llega en la oscuridad, sorprendido por no ver a nadie más que el padre Gérard. Este último reconociendo a su neófito, deja plantado el órgano y el breviario y va a ponerse de rodillas a lado de su joven cristiano.

“Ves, hijo mío, ya que tu alma es bella hoy y que estamos solos delante del Hijo Jesús, hagámosle una buena oración”. Y nuestros dos viejos empiezan a hacer subir al cielo invocaciones ardientes, hasta que al fin el joven Mosotho desploma pesadamente entre los bancos, arrastrado por un sueño profundo. Pero el apóstol de Basotho, el aedo de Dios, vuelve a ponerse a su órgano y ¡pasa la noche ahí!

André DORVAL, OMI