Léon FOUQUET

Entre los grandes misioneros oblatos que han dejado su marca en la Colombia Británica, cabe mencionar el nombre del padre Léon Fouquet. Este francés, excelente teólogo, fue el primer sacerdote en celebrar la misa en Vancouver, en 1860. Consagró cincuenta y tres años de su vida al servicio de los Amerindios de esta región de Canadá. Con fuerza y dulzura y un hilo de originalidad, supo hacer respetar las exigencias de la moral católica.

Unidos por la vida
Su mayor dificultad fue hacer aceptar a estas tribus indígenas la indisolubilidad del matrimonio. Un día se le ocurrió recurrir a la astucia para prevenir un divorcio. Semejante método probablemente no tendría éxito hoy en día, pero el padre Fouquet podía permitírselo. Después de diversos años de esfuerzos, para hacer entender a sus Amerindios que tenían que quedar fieles a una sola mujer, después de haberla legítimamente casado, nuestro misionero tuvo al fin la consolación de bendecir la unión de una vieja pareja que ofrecía, aparentemente por lo menos, garantías serias de perseverancia en las relaciones de matrimonio. Los recién casados probaron una gran alegría de poder por fin recibir la santa Eucaristía, ya que su unión estaba ya aprobada por el padre Fouquet. El oblato podía, él también, alegrarse: “Esta primera boda es sólo un comienzo, decía con orgullo a sus hermanos. El ejemplo arrastra… habrá otros”. ¡Ay de mí! El buen padre olvidaba que ¡el zorro pierde el pelo pero no las mañas!

¿Es demasiado difícil?
Desde la primavera siguiente, al volver de las primeras ocas, la pareja acude a la misión. “Padre, dice el viejo, dando la mano al misionero, tenía prisa de volverte a ver. El invierno fue difícil, sabes… ¡difícil y largo! La mujer que me has dado se ha hecho insoportable. Imposible permanecer aún más con ella. ¡Tienes que anular el matrimonio ya!”. “Sí, padre, añade la vieja, anula el matrimonio lo antes posible… ¡no puedo más!”. Los dos empiezan a desplegar una larga letanía de quejidos y de motivos los dos igualmente insignificantes.

El padre Fouquet, que ha tenido el tiempo para reflexionar durante estas jeremiadas, contesta con tono grave: “¡Mis pobres hijos! Anular el matrimonio, puedo intentarlo… pero será largo… ¡y difícil!” “¡Menos difícil que seguir viviendo juntos, que gritarse los dos viejos! ¡Rápido, anula el matrimonio!”. “Bueno, reanuda el padre, ya que os interesa, id en seguida a la capilla. Os sigo”. Los alcanza entonces unos minutos después. Ha tomado el tiempo para proveerse de su breviario y de un aspersorio. Los dos viejos se han puesto de rodillas delante del altar. El padre Fouquet se sienta en una silla enfrente de ellos, hace un gran signo de la cruz y empieza a rezar los salmos. Después de cada uno de estos salmos, toma el aspersorio, lo hunda en la pila y da un pequeño golpe seco en la cabeza del viejo y otro en la cabeza de la vieja. ¡Quince salmos… quince golpes de aspersorio! De vez en cuando, llevan instintivamente una mano al lugar golpeado, pero sin ninguna reflexión, ninguna pregunta. Nada indica un cambio en las disposiciones de los casados.

Es muy razonable
“Esperarme aquí unos instantes, les dice entonces el padre, no salgáis… ¡vuelvo en seguida y seguiré anulando vuestro matrimonio…!”. Cuando acaba de fumar en buena pipa, vuelve, llevando esta vez un libro de lectura. En el momento en que hace el gesto de coger el aspersorio, el viejo aferra el brazo del padre y le dice vivamente: “¿Faltará todavía mucho para anular el matrimonio?”. “Depende de la resistencia de tu cabeza y de la de tu mujer. Ves, ya que el matrimonio se puede anular sólo con la muerte de uno o del otro, tengo que seguir hasta que uno de vosotros dos se caiga en el suelo”. “¡Ah! Como es así, padre, ¡creo que lo mejor es que nos quedamos como estamos! ¿Qué te parece, mi vieja?”. “Sí, es mucho mejor, contesta la vieja. Es bueno lo que te decía antes, en ausencia del padre”.

Se fueron entonces felices y nunca más un Amerindio vino a decir al padre Fouquet: “¡Anula nuestro matrimonio!”.

André DORVAL, OMI