En 1821 México sacudió el yugo de España y reivindicó su independencia, constituyéndose como república. Sin embargo, durante unos cuarenta años tuvo problemas con la rivalidad que con frecuencia degeneraba en toda clase de delitos. Los oblatos, en Brownsville, Texas, desde 1849 estuvieron en la orilla izquierda de Río Grande, pero era muy difícil para ellos poner un pie en México. En 1859 los oblatos Pierre Parisot y Rigomer Olivier lograron ofrecer una primera misión en Cruillas, así ligeramente enardeciendo los pobres habitantes de una zona en donde la ignorancia era una condición de la mayoría. Un año más tarde, a petición del obispo de Monterrey, los padres Olivier y Sivy se instalaron en Victoria, capital de la provincia de Tamaulipas, a 500 kilómetros al sur de Brownsville. En 1863 los oblatos se hicieron cargo de un santuario mariano dedicado a Nuestra Señora del Refugio. Sin embargo, en 1866, una nueva ola de persecuciones los obligaron a regresar a Texas. No fue sino hasta 1902 que los oblatos pudieron regresar a Puebla donde se ocuparon de la universidad local y sirvieron a dos parroquias cerca de la ciudad de México. Una vez más, por tercera vez, una persecución religiosa los obligó a regresar. Finalmente en 1942 se pudo establecer una residencia permanente. Desde 1998 tenemos una vice provincia en México con 40 oblatos.

La Medalla Milagrosa
En 1866, durante la persecución, un joven español que había luchado con el ejército texano terminó siendo prisionero y fue encarcelado en Matamoros, México. Dado que el joven había sido condenado a muerte y negaba obstinadamente la intervención del regular capellán militar, se realizó una apelación a los oblatos para que tratarán de persuadirlo. El Padre Joseph-Marie Clos dialogó con él. Todos los temas parecían inútiles, por lo que el sacerdote terminó diciendo: “Amigo mío, tengo la intención de permanecer a tu lado durante toda la noche. ¡Ahora que todo el mundo te ha abandonado, puede ser reconfortante tener en cuenta que por lo menos el ministro de Jesús Cristo todavía te ama!”. Poco a poco el oblato trajo a colación el tema de la confesión. Fue en vano. Él no quería oír nada acerca de la religión. Antes de salir para la cena, el sacerdote le preguntó si él aceptaría una pequeña medalla de la Beata Virgen. Él inmediatamente respondió: “Con eso, no tengo ningún problema”. E incluso se la puso él mismo alrededor del cuello.

Mientras el sacerdote estaba ausente, los pensamientos que había compartido con el oblato, y aún más, la fuerte influencia de la Medalla Milagrosa, tuvieron efecto sobre este pobre joven. Perdió parte de su orgullo. Esto permitió que el sacerdote se pudiera acercar a él con más confianza. Finalmente, el preso no pudo resistir durante más tiempo. Cayó de rodillas y reconoció todas las faltas que había tenido sobre su conciencia durante muchos años. Aproximadamente a la una de la mañana recibió la sagrada comunión en la mejor de las disposiciones. Tres horas más tarde, fue llevado hacia su pena de muerte. “A medida que recorríamos el camino” recordó el sacerdote, “le pregunté si amaba a la Beata Virgen”. “¿Cómo no podría amarla?” me contestó, “Ella es mi única esperanza”. Dichas palabras, pronunciada con la fe en tales circunstancias fueron, sin lugar a dudas, sinceras. Sus últimas palabras empezaron con el dulce nombre de María: “Santa María, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.