Joseph Moffet

Llegado a Témiscamingue a la edad de veinte años, el hermano José Moffet vivió en aquella región durante cincuenta y siete años (1872-1929). Allí se hizo célebre sobre todo por su gran ayuda al desarrollo de Ville-Marie y de las parroquias del entorno. A lo largo de toda su carrera hizo gala de organizador ingenioso y hábil capataz, sin rendirse jamás ante las tareas más difíciles y para llevar a cabo las empresas más audaces. Los múltiples servicios que prestó a los colonos le hicieron acreedor del título de “padre de Témiscamingue”, mientras que los amerindios lo llamaban Maïakisis, “el hombre que se levantaba antes que el sol”.

Los tiempos eran duros y los caminos horribles. En sus numerosos viajes entre Mattawa y Ville-Marie, el hermano tuvo que afrontar, en verano y en invierno, toda clase de dificultades. Conocido en cien leguas a la redonda, fue durante veinte años el proveedor de colonos y compañías madereras de la región. Se recurría a su competencia para la compra y el transporte del forraje, del grano y de las mercancías. Al no existir sucursales en Témiscamingue, los empleados de banca de Mattawa tenían la costumbre de confiar al hermano Mofet la delicada misión de llevar el dinero necesario para el salario de millares de leñadores del Norte. Para despistar a los eventuales ladrones, el Oblato recurría a la astucia. Se podían ver en su trineo, mezclados con vulgares sacos de grano, bultos repletos de dinero, ordinarios en apariencia, pero de los cuales él no apartaba su atenta mirada. Los transportistas no sospechaban nada de esos valiosos depósitos. En las diversas paradas, el hermano retiraba personalmente de la carga las bolsas de dinero y las confiaba al hotelero recurriendo a un subterfugio: “Ponga esto en lugar seguro, le decía, contienen remedios para los caballos”. La consigna se respetaba escrupulosamente y, de parada en parada, el dinero proseguía su camino sin obstáculos.

Un agente de la compañía McLaughlin vino un día a preguntar al hermano Moffet si aceptaría transportar desde la orilla del lago Témiscamingue hasta el lago de Quinze una inmensa caldera para un barco a vapor. El padre Eugenio Nadeau nos cuenta la aventura en estos términos: “El trayecto suponía 75 millas (120 kms) de camino, de las cuales 50 sobre el lago y el resto por tierra. Ofrecían al hermano 50 dólares. Él, juzgando escaso el importe en proporción a los riesgos de la empresa, pidió 75. Intentaron entonces confiar el contrato a otro. Al día siguiente, nueva visita del agente que le promete el precio que pedía. “Señor, replica el Oblato, usted sabe que un día menos en marzo, eso cuenta: ¡ahora son 100 dólares!” Nuevo rechazo. Ya se encontrará a quien encargar la empresa. Pero a penas se ponen en marcha, la caldera se detiene sobre el lago. Nuestro hombre, confundido, tuvo que abordar al hermano por tercera vez. Se le daría ahora los 100 dólares si todo llegaba bien y a tiempo. “¡Señor, redarguyó el hermano, frunciendo el ceño, el asunto es grave! Me temo un fracaso. ¡Ahora son 200 dólares!” « ¡De acuerdo, se los daremos!» Como responsable de la caldera, el hermano comenzó por cerrarla herméticamente en los extremos, metiendo tantas cuñas de madera cuantos orificios tenía. De este modo, caso de que cediera el hielo, la caldera flotaría necesariamente. Entrecruzó después sobre los brazos de su trineo toda una serie de sólidos troncos de árbol, transformándolo en una especie de gran raqueta con el fin de aguantar la carga en caso de que alguno de los patines llegara a romper el hielo. Cuatro caballos arrastraban la pesada masa de fundición. En tres días, la caldera llegaba a destino y de buena gana le entregaron al Oblato los 200 dólares convenidos, convencidos, en el fondo, que su gesto audaz ahorraría miles a la compañía McLaughlin!”

André DORVAL, OMI