Gabriel BREYNAT

En el Mackenzie, durante la primera mitad del vigésimo siglo, un oblato, destacado por su barba rizada, su lenguaje florido y sus numerosas iniciativas, dejó un recuerdo imperecedero tanto entre los amerindios como entre los blancos. Gabriel Breynat, que fue apodado “el obispo volante”, nace en Saint-Vallier, en el sur de Lyón, el 6 de octubre de 1867. Hecho oblato, recibe el sacerdocio de las manos de Mons. Emile Grouard, en el mes de febrero de 1892. Dos meses después, se embarca con él para las misiones del Noroeste Canadiense. Apenas se instala entre los Comedores de Caribúes de Fond-du-Lac, en el lago Athabaska, el primer correo llegado de Francia le anuncia la muerte de su padre y el correo siguiente, la muerte de su madre y de su hermana. Al enterarse de estos lutos que afectan a su misionero, los amerindios de la misión van a verle para decirle: “¡Y bien! Ahora que eres huérfano, nos querrás más, ya que ¡te serviremos de padre y de madre! Entonces enjuga las lágrimas de tus ojos”.

Bienhechor generoso
En poco tiempo, el padre Breynat domina el idioma y se familiariza con las costumbres del país. Sus superiores notan sus talentos y sus cualidades superiores. En 1902, es nombrado obispo del Mackanzie. Organiza su vicariato desde todos los puntos de vista. En sus trabajos apostólicos puede contar tanto con la asistencia de sus hermanos oblatos como con las hermanas Grises y numerosos bienhechores. Sin embargo, es uno que supera a todos los demás por el apoyo indefectible que a él le ha concedido siempre: san José.

En sus memorias, condensadas en tres volúmenes, Cinquante ans au pays des neiges (Cincuenta años en el país de las nieves), Mons. Breynat lo reconocía honestamente: “Si las misiones del Mackanzie han prosperado, es gracias a san Patriarca que se ha ocupado de todas nuestras necesidades. Hemos podido construir cuatro escuelas-internados, seis hospitales, una decena de iglesias y unas veinte misiones nuevas. Hemos podido comprar una media docena de barcos y un avión para el abastecimiento y la visita de estas misiones. Muchas veces, san José nos ha maravillosamente ayudado cuando los víveres hacían falta. Es sobre todo nuestra escuela fundada bajo su patrocinio, en Fort Resolution, que recibe los más clamorosos testimonios de su solicitud paterna”.

Una caza milagrosa
En el mes de marzo de 1917, la hambruna amenazaba literalmente el orfanato San José. La pesca y la caza en autumno fueron insuficientes. Cien huérfanos, una decena de religiosas y otros tantos oblatos sentían los retortijones del hambre. Una noche, el padre Alphonse Duport, superior de la residencia, reúne a los niños y les habla seriamente: “Veis, estamos en la miseria… pronto nos hará falta la comida. Me parece que no rezáis a San José con bastante fervor. ¡Y bien! Poneros de rodillas, empecemos hoy mismo una novena de oraciones”.

 

La hermana superiora, encargada en fijar el número de caribúes necesarios para sobrevivir hasta la primavera, contesta que hacen falta cien, ni uno menos. Añade, con las lágrimas en los ojos, que dos días después las reservas se habrían agotado. El padre Duport entonces hace venir a dos cazadores. “Id hacia esta dirección en el gran lago. Nos hacen falta cien caribúes, ni uno menos”. “Pero, sabes bien padre que no hay nada más en esta dirección. No se ha visto ninguna pista”. “Salid, os digo, id a matar cien caribúes. San José nos lo debe, ya que se lo pedimos. Nos los enviará”.

Los dos hombres salen, seguros de que será un fracaso. Después de dos días de camino, un grupo de caribúes sale a la vuelta de una punta del lago. Antes sorprendidos por ver semejante abundancia en este sitio, los cazadores no pierden un instante. Cada uno coge su carabina y su bolsa para cartuchos. Se ponen a hacer fuego. A cada disparo, un animal cae y a veces dos. Disperso el rebaño, se cuentan los muertos. ¡Son ciento tres! Era en el momento en que las hermanas y sus huérfanos, reunidos en la capilla, suplicaban a san José que les diera los cien caribúes… ni uno menos.

André DORVAL, OMI