Cuando el hermano Antonio Kowalczyk llegó a Saint-Paul-des-Métis (San Pablo de los Mestizos) en 1897, esta pequeña localidad de Alberta apenas había nacido. La formaban cincuenta familias como máximo. El “Herrero de Dios”, como certeramente lo apodó el P. Pablo Emilio Bretón, no era en absoluto un misionero vigoroso. Pequeño de estatura, tímido y molesto, ese hermano polaco sólo chapurreaba el francés y para colmo era manco. Un año antes, trabajando en una serrería, en Lago La Biche, la correa de transmisión le había pillado el brazo derecho y machacado todos los huesos de la mano. Para evitar males mayores, se le tuvo que amputar el antebrazo. A pesar de ello, en el plano moral y religioso, la adquisición del hermano Antonio era valiosa para esa joven colonia de mestizos. Ya lo había precedido su fama de santidad. Se le llamaba el “Hermano Ave”, porque tenía la costumbre de arrodillarse y decir un Avemaría antes de emprender una tarea difícil, para llevarla a cabo con éxito. En muchas ocasiones se le había visto hacer cosas extraordinarias.

A pesar de su invalidez, el hermanito oblato se puso resueltamente manos a la obra. Durante unos diez años se convirtió en el servidor de los “cris” y “mestizos” de la región. Ingeniero, mecánico, jardinero, herrero…, acude en ayuda de todos y cada uno. Gracias a su ingenioso trabajo la misión prospera. Pronto llegarán las Hermanas de la Asunción que abren una escuela-internado para un centenar de niños. El P. Adéodat Thérien, en calidad de superior, se considera responsable de los recién llegados. Para proporcionarles comida abundante y barata, decide criar cerdos. El porquerizo lo encuentra a mano: será el humilde hermano Antonio.

Nuestro buen hermano manco acepta gustoso estos nuevos pensionistas. En caso necesario, se quitará algunas horas de sueño para ocuparse de la piara. El superior cuenta también con una granja para completar la alimentación de esos cuadrúpedos comilones. Desgraciadamente el granizo destruyó parte de lo sembrado. Avanza el verano y ya no hay grano para los puercos. Los pobres animales van tirando malamente. Es verdad que hay un campo de nabos, alimento exquisito para esos animales, y están en su punto para ser comidos. Pero para llegar él, hay que atravesar un campo de avena que todavía no está como para segarse. ¿Qué hacer? Esperar sería condenar a los cerdos a morir de hambre. ¿Llevarlos al campo de nabos? Sí, pero ¿Cómo llegar allá sin echar a perder la cosecha de avena?

Tras una seria reflexión, el P. Thérien se decide a asumir el riesgo. Hace venir al hermano Antonio y le da la orden de llevar los cerdos hacia el campo de nabos. “Cuidado, añade, que yo no oiga que sus animales se detienen por el camino para tocar la avena.” “Pero, Padre, eso es imposible” “¿Imposible? Esa palabra no existe en francés. ¡Vaya! » “Muy bien, Padre, si usted querer, yo llevar los cerdos. »

El hermano va a la pocilga. Antes de entrar, se arrodilla y reza su Avemaría. Se levanta, abre la cancilla: “¡Kiú, kiú, kiú! Seguidme, venid a comer”. Los cerdos se lanzan afuera del cercado. Son como unos ciento cincuenta los que corren al trote hacia el campo de avena casi en sazón. “¡Kiú, kiú! Os prohíbo tocar esta avena. Vamos, hay que ir más lejos; seguidme ». Entonces el superior, las hermanas y los mestizos que miran de lejos el desfile de los cochinos famélicos, son testigos de un espectáculo casi milagroso. El hermano Antonio echa a andar por el angosto sendero, entre dos hileras de avena. Por un momento los cerdos titubean, parece que se consultan. Después, en fila india, se ponen a seguir dócilmente a su amo. No tocan ni una caña de avena. Llegan todos al campo de nabos donde ¡se atiborran como c…!

André DORVAL, OMI