Este es el nombre que se dio el mismo padre Nicolas Laverlochère. Sin embargo, este oblato fue un verdadero gigante del apostolado entre los algonquinos de la Bahía James. Dotado de una estatura ventajosa, un espíritu vivo, un corazón generoso y una energía poco común, se puede decir de él que en realidad fue el “fundador” de las misiones oblatas de esta región. Desde 1845, visita el lago Abitibi y Albany en la orilla oeste de la Bahía. Los amerindios pronto le ponen un sobre nombre: “Mino-Tagossite”, el que ama oír. A pesar de su parálisis que le afecta dolorosamente a los treinta y nueve años, hace una hermosa y larga carrera en Témiscamingue, donde se muere, en 1884, a los setenta y tres años. Admiremos en este breve relato su gran caridad y su fe inquebrantable que le ha salvado la vida varias veces.

Atravesó la “gran agua”
Un día que explicaba a los amerindios de Fort Albany el largo viaje que tuvo que hacer para llegar hasta ellos, le preguntaron: “¿Entonces atravesaste la gran agua?”. “Sí, hijos míos, la atravesé para vosotros, para enseñaros la oración del Gran Espíritu. Es así que pensé hacer, dejando mi país y dando un beso a mi madre… y mi madre lloraba”. “¿Qué? ¿Tienes una madre? ¿Vive todavía? ¿Y ella lloraba cuando la dejaste? ¿Entonces no la quieres?”. “¡Oh! Hijos míos, la quiero más que yo mismo, pero quiero aún más a vuestras almas, a causa del Gran Espíritu”. Y añadía: “No veré más a mi madre en la tierra, pero la volveré a ver en el cielo y es para conducir allá a vosotros también que he venido entre vosotros”.

Convirtió a un brujo
Otro día, conoce a un brujo afectado por una lepra horrible que acababa de corroerle todo el cuerpo. Este viejo de ochenta años no quiere renunciar a su brujería. Mino-Tagossite se pone a su cabecera. Multiplica para él curas y atenciones de todo tipo. Toda la noche, la instrucción sigue a pesar del olor repugnante que desprenden las llagas purulentas de la enfermedad. Por tres veces el padre debe salir de la cabaña para respirar mejor. El moribundo empieza entonces a confesarse en voz alta, acusando culpas y maldades que todos ya conocían. Finalmente la gracia se le lleva. En un acto de fe sincera, con una voz temblorosa, pide el bautismo. ¡Qué alegría para el oblato! Después de una difícil lucha contra el demonio, puede al fin pronunciar delante de la familia del convertido, echándole el agua en la frente embargada del moribundo: “Joseph, te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

 

Consagró su vida a la salvación de las almas
Cuando se trataba de salvar un alma, el padre Laverlochère no vacilaba en correr numerosos peligros. Afortunadamente para él, la divina Providencia era más fuerte que los elementos de la natura y que la malicia de los hombres. Un día que bajaba un río tumultuoso en un pequeño bote de corteza, en compañía del padre Hercule Clément y de un amerindio, la corriente les lleva a tiro hecho hacia el abismo. Frente a la amenaza de ser tragado, el padre entona el Ave Maris Stella. Al mismo tiempo un árbol se cae a través del río y la ligera embarcación para, salvando así la vida de los viajeros.

Otra vez, el misionero suplica con fuerza a un algonquino que le deje bautizar a su pequeño hijo a punto de morir. Impaciente, furioso, el hombre coge su fusil, encañona y apunta el vestido negro. El golpe está a punto de partir. En este momento, el padre coge su crucifijo y lo presenta en modo llamativo a su adversario. “Para”, grita con una voz fuerte. En seguida el cañón del fusil baja hacia el suelo. El golpe parte… pero la bala va a rayar el suelo a los pies de el que tenía que matar. Aún una vez el misionero se salva. Resultado: un hijo es bautizado y un empedernido es ganado en el resentimiento.
Este es el apóstol acerca del que Mons. de Mazenod podía escribir al padre Etienne Semeria: “Dios asiste visiblemente a nuestro padre Laverlochère. Mientras vive en medio de estos hombres…, todo devorado por los piojos y los mosquitos, les instruye y hace de ellos fervorosos cristianos. Se consagra a un servicio que está sobre las fuerzas humanas”.

André DORVAL, OMI