De todos los misioneros oblatos que llevaron la Buena Nueva a los amerindios de la Colombia Británica, parece que ninguno ha dejado en ellos una huella tan profunda ni les ha sido tan respetado como el P. Juan María Lejacq. Todavía hoy, después de dos o tres geraciones, los descendientes de la tribu de los “porteurs” (portadores), de los “babines” (morros) o de los “sekanis” están totalmente convencidos de que ese hombre era un auténtico santo.

De origen bretón, nacido en Finisterre en 1837, entra en los Oblatos, en Nuestra Señora de l’Osier, en 1860, es ordenado sacerdote en Marsella en 1862, y fue enviado a Canadá al año siguiente. Además del francés y del inglés, hablaba cinco o seis dialectos amerindios. Su abnegación no conoce límites. Para visitar a los amerindios recorría kilómetros y kilómetros, cargando sobre sus espaldas mantas, altar portátil, comida y otras muchas cosas. Se le dio el título de “Príncipe de los misioneros amerindios”.

El P. Lejacq fue para los amerindios de la Colombia Británica lo que había sido San Patricio para los irlandeses de Irlanda. Bautizó a centenares y la fe que les comunicaba quedaba profundamente arraigada. “Han sido vacunados católicos”, afirmaba con despecho un ministro protestante, hablando de los amerindios del P. Lejacq. Si preguntáis a los amerindios de Kamloops o del lago Stuart: “¿Quién ha sido vuestro mejor misionero? ¿Quién fue el que más bien os ha hecho?”, responderán sin titubeos: “El P. Lejacq”.

Las historias que cuentan de él casi suenan a leyenda. La anécdota que más cuentan es la del oso que acompañaba al padre por un sendero. Hela aquí. Un día el buen padre y cuatro amerindios se pusieron en marcha para una gira de 240 kilómetros en dirección al lago Ootsa.

Los amerindios encabezan la marcha mientras el P. Lejacq se queda un poco atrás totalmente absorto en la lectura de su breviario. De repente, el cabeza de fila ve un gran oso de las Montañas Rocosas que se dirige hacia ellos. Los cuatro sekanis huyen a toda prisa mientras que el túnica negra sigue caminando, ajeno al peligro. El oso se sigue acercando. Cuando los dos se dan de bruces, el padre sin inmutarse levanta los ojos de su breviario y se lo acerca al hocico, como para invitarle a olerlo. El plantígrado resopla ruidosamente, da la espalda al misionero y se pone a caminar delante de él, como para indicarle el camino. No lo abandonó hasta que no se acercaron al poblado. Durante todo ese tiempo, los amerindios observaban la escena con curiosidad, siguiéndolos cautelosamente de lejos. Al llegar al campamento, se apresuran a contar, con todo detalle, esta increíble aventura del P. Lejacq y su oso.

Otra vez llamaron al misionero, en plena noche fría, para que fuera a bautizar a una amerindia de Soda Kreek. Esta pobre mujer no había podido recibir antes el bautismo porque vivía en concubinato con un blanco. El padre sale a caballo con un frío de 30 grados bajo cero. A mitad del camino se apea en un campamento para calentarse un poco. Sus piernas están tiesas y cubiertas de sabañones. Los amerindios tratan por todos los medios de convencerle que pase la noche con ellos. No hay nada que hacer. El padre se empeña en llegar esa misma noche hasta la pobre enferma. A su llegada unos hombres le salen al encuentro para decirle: “Llega tarde. Se ha muerto”. En efecto, el padre encuentra a la mujer inconsciente, en estado de muerte aparente. “¡Ágata, amota!” “¡Ágata, levántate!”, le grita. La anciana amerindia abre los ojos y se sienta en la cama. El Oblat o la bautiza y comienza a rezar. De repente, Ágata cae de espaldas: ha muerto.

La entrega del buen padre conquistó todos los corazones. La sonrisa sobre todo era su primer saludo, hasta el punto que un amerindio decía: “Antes que el P. Lejacq dijera buenos días, nos mostraba hasta su último diente”.

Internado en el hospital de New Westminster a causa de un cáncer de intestino, el humilde y valeroso misionero oblato murió el 23 de enero de 1899, con harto pesar tanto de los amerindios como de los blancos de toda la provincia.

André DORVAL, OMI