El padre Albert Lacombre, o.m.i., de sobre nombre “el hombre de buen corazón” por los amerindios del oeste, vivía con los Cris, cerca del lago Santa Ana, en Alberta. Una tarde charlaba con ellos y fumaba la pipa de la paz. De repente, un grupo de jóvenes guerreros se acerca lanzando gritos de victoria. Llegados al campamento, empiezan a danzar su ronda alrededor de una desgraciada criatura a la que maltrataban brutalmente.

Capturada por los Cris
Es una mujer de la tribu de los Pies Negros. Su marido acaba de ser desollado vivo bajo sus propios ojos. Al ver el vestido negro, la pobre prisionera logra liberarse de las manos de sus verdugos y se lanza a los pies del padre Lacombe. Grita con todas sus fuerzas: “¡Kimotit minna!”. “¡Sálvame, ten piedad!”. El oblato entonces se acerca al grupo: “¿A quién pertenece esta mujer?”. Un joven guerrero Cri avanza, pone la mano en el hombro de la mujer: “A mí, dice, he matado a su marido… ella me pertenece”. “Ya que te pertenece, ¿quieres venderla?”. “No, porque sé que los Vestidos Negros no cogen a las mujeres”. “Además, no te la pido para mí; quiero entregarla a su familia que la llora. Tú, podrás elegir a una mujer en tu propia nación”. “No, es mi mujer… la he ganado, nadie tiene el derecho de reñírmela”.

Rescatada por Vestido Negro
El misionero no se da por vencido. Después de un instante de silencio, vuelve a levantar la voz: “Muy bien, mis queridos Cris y tú, joven guerrero que te niegas a acceder a mi petición, me acordaré de esto. Cuando alguien venga a robar a vuestras mujeres y vuestros caballos y no pueda más defenderos, entonces vendréis a suplicarme que os proteja. Estaré obligado a contestar: “¿Qué puedo hacer? Los Cris no tuvieron piedad de los demás… Ahora, no puedo hacer nada más por ellos, pues, nunca olvidéis: el Gran Espíritu no tiene piedad de los que quieren el mal de los demás… he dicho”.

 

Este pequeño discurso produce un efecto maravilloso. El joven hombre, que temía la maldición del hombre de oración, se apresura a entregarle a su cautiva, a condición de obtener en cambio tres caballos y un fusil. Todo el tiempo de la discusión, la pobre Pies Negros se ha quedado ahí, asustada y temblorosa, sin entender el idioma de los Cris. El misionero entonces la coge por la mano y la llama diciéndole: “No temas, hija mía, ven, eres mía, te he rescatado. Pronto, te entregaré a la gente de tu nación que estará muy contenta por volverte a ver, ya que te creían perdida para siempre”.

Encontrada por los suyos
El padre deja a su protegida en una buena familia mestiza y empieza su educación religiosa. Inteligente y llena de veneración por su salvador, la joven mujer no tarda en hacerse bautizar. La primavera siguiente, el oblato decide intentar una misión en los Pies Negros, considerados hostiles a nuestra religión. Cuenta con la cautiva para que le prepare los caminos. La trae consigo pero, al llegar a su campamento, le recomienda que se esconda hasta que la llame. Avanza hacia las tiendas desplegando la bandera blanca con la que se hace reconocer. En unos minutos, toda la tribu se agrupa alrededor del misionero, dispensándole saludos de uso. Una pareja sin embargo se acerca sollozando: “Hombre de oración, nosotros no podemos alegrarnos como los otros, ya que lloremos a nuestra hija y a nuestro yerno, masacrados por los Cris. ¡Nuestra pobre hija! “¡Era todo lo que teníamos! Rompen a llorar.

Entonces, el padre Lacombe llama con una voz fuerte: “¡Marguerite!”. En este instante, Marguerite sale de su escondite y se lanza a los brazos de sus padres que no pueden contener las lágrimas. “Queridos padres, exclama, ¡cómo estoy de contenta por encontraros! Dad las gracias al hombre de oración. Es él el que me ha liberado de las manos de los Cris. Sabed que ahora soy cristiana”. La que hablaba de esta manera venía desde demasiado lejos para no ser escuchada. El misionero aprovecha para echar una abundante semilla del Evangelio entre los Pies Negros.

André DORVAL, OMI