La historia de los oblatos comprende algunas conversiones improvisadas, como la de san Pablo, en el camino de Damasco. La vida del hermano François Leriche es un ejemplo típico para nosotros.

La santa Virgen le llama
Desde los quince años, este crío de Mayenne, cerca de Bretaña, se empeña en un equipo de circo y se convierte en saltimbanqui de profesión. Toca el violín, ejecuta juegos de manos, va de bufón y hace reír a la gente. Esta vida de aventura le hace olvidar su vida de cristiano. Durante muchos años, termina toda práctica religiosa. No entra más en la iglesia. Un día sin embargo asiste, un poco por casualidad, a un sermón sobre la santa Virgen que le hace reflexionar seriamente. “Mira la estrella e invoca a María”, había repetido el predicador con convicción. François se decide a cambiar vida. Se convierte entonces en un modelo de piedad y de devoción a las obras de su parroquia. Pero esta vida religiosa y tranquila no le alcanza. Desea hacer más para “redimirse completamente”, como decía.

Mons Grandin le acepta
En 1867, Mons. Vital Grandin, obispo misionero de Canadá está de paso en Aron, parroquia natal de François. Nuestro recién convertido entonces tenía cuarenta y cinco años. Asiste a una profesión religiosa de jóvenes oblatos. El que tenía por sobre nombre “el obispo sucio” habla de vocación: “Mis buenos amigos, dice, si queréis venir conmigo no olvidéis que vuestra vida no será más que un largo martirio. Si venís por amor a mí, no resistiréis nunca. Pero si venís por Dios, sólo Él os recompensará, como lo ha prometido”. Esto no es suficiente para llamar la atención del viejo saltimbanqui. Va a ver a Mons. Grandin y se ofrece a seguirle. El prelado vacila, ya que el aspirante es mayor y debe cuidar de su vieja madre enferma.

François insiste. Se hace con las Hermanas de los Pobres. Ellas estarían listas para alojar a su madre mediante una renta de 100 francos al año hasta su muerte. Monseñor quiere hacerse garante de esta renta, pero sigue vacilando. El día siguiente por la mañana, con su gran sorpresa, ve a Leriche conducir a su madre, con infinitas precauciones, en una carretilla, hasta el hospicio. Profundamente emocionado, Mons. Grandin acepta en seguida a este candidato: “Se puede contar con él, piensa interiormente, ya que quiere a su madre”.

La gracia hace lo demás
La salida debe tener lugar en el puerto de Brest. Pero, delante de la inmensidad del océano, Leriche se asusta. Piensa en volver a su casa. Gracias a Dios, una santa inspiración le conduce a la iglesia cercana para pedir un último consejo al cura del lugar. Éste, viendo al pobre hombre tan asustado delante de lo desconocido, iba a enviarle en paz cuando se le ocurre la idea de preguntar con quién va a embarcarse. “Con Mons. Grandin”, contesta Leriche. “¿Mons. Grandin? ¡Es distinto! Mi valiente amigo, salga sin vacilar, porque Mons. Grandin es un santo”. Este asunto le arrastra y Leriche sale para las misiones del Norte.

 

Ya hábil en el oficio de herrero, se inicia rápidamente en el de carpintero, estañador, cazador, jardinero y sacristán. Por su simplicidad, su buen humor, su devoción y su destreza, se granjea la confianza de los amerindios de la misión. Hecho hermano oblato, aprovecha sus encuentros con ellos para enseñarles el catecismo y sus oraciones. El domingo sobre todo, durante la recreación, se despierta el saltimbanqui que hay en él. Vestido con una camisa de colores llamativos, acompañado de su violín, improvisa espectáculos de otros tiempos, imitando a los comerciantes ambulantes, recitando cantilenas, cantando y danzando.

Durante treinta y dos años, este valiente misionero da la razón a Mons. Grandin por haberle aceptado en la Congregación. Se muere tranquilamente, el 12 de junio de 1899, en San Alberto. El hermano Leriche llevaba bien su nombre: era pobre de bienes materiales, pero rico de méritos y virtudes.

André DORVAL, OMI