La cordillera de los Andes está en Chile, mientras que las Rocosas están en Canadá. Estas dos cadenas montañosas con nieves permanentes ofrecen a la vista espectáculos maravillosos, pero a veces pueden ser peligrosas a causa de los aludes repentinos que sobrevienen frecuentemente. Un grupo de oblatos lo ha experimentado en el mes de julio de 1963.

Excursión de vacaciones
Aprovechando las vacaciones del invierno, algunos estudiantes dejan Santiago para una excursión a la nieve en la cordillera de los Andes, a unos sesenta kilómetros de la capital. Después de tres días de temperatura inclemente, con nieve y lluvia, los seis alegres compañeros vuelven en camioneta hacia las nueve de la noche. Un poco antes de llegar al pueblo “Volcán”, una pared de nieve cierra el camino. Para evitar el obstáculo, el conductor da un volantazo a la derecha y la camioneta cae boca abajo hacia un barranco cercano. Afortunadamente queda inmóvil en el borde de la cresta. A parte algunas contusiones, los viajeros pasan un buen susto. Cuatro entre ellos se van a pié para buscar socorro en el pueblo cercano. Los otros dos, el padre Joseph Massé y el escolástico Roch Gendron, esperan su vuelta, sentados tranquilos en el vehículo.

De repente, oyen un ruido sordo y lejano, como el fragor del trueno. Un alud acaba de producirse en la montaña. Anochece y no se ve completamente nada. El ruido se acerca, se amplifica, se hace amenazador. El vehículo entonces es sacudido violentamente. El techo y un lado se han hundido. En menor tiempo de lo que hace falta para escribir, los dos hermanos son enterrados bajo toneladas de nieve.

Entre la vida y la muerte
Un silencio sepulcral los rodea. La angustia se apodera de ellos. ¿Subirán vivos de ahí? Esta es la pregunta que se ponen. Sin tardar, reaccionan y se ponen manos a la obra. Rompen una ventanilla y, con una pala, intentan perforar una chimenea vertical. La nieve es echada a medida que la camioneta se llena rápidamente. Excavan a una altura de al menos dos metros. ¡Nieve! ¡Siempre nieve! Nada que hacer, piensan. Interrumpen momentáneamente su trabajo, entreven cristianamente la muerte. Con fervor, rezan algunas oraciones y se encomiendan sobre todo a la santa Virgen. ¿Les ha oído? No hay dudas, ya que les sugiere la idea de recuperar las fuerzas. Quince minutos más de excavación febril durante los cuales la confianza y el desaliento les invaden alternativamente. ¿Lo lograrán alguna vez?

Roch GENDRON

Libres al fin 
¡Sí! La pala termina perforando la superficie. Un aire fresco penetra en el interior. Espontáneamente, un grito se les escapa del pecho: “¡Salvados… estamos salvados! ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, santa Virgen!”. Una vez fuera de esta tumba glacial, constatan con asombro que más de tres metros de nieve cubren la camioneta. Nunca verían la muerte tan cerca. Se pueden imaginar fácilmente las manifestaciones de alegría exuberante al volver de los cuatro compañeros. Dos días después, en el escolasticado San Pío X, en Santiago, toda la comunidad oblata se reúne para cantar una misa de acción de gracias.

Epílogo
Roch Gendron tenía sólo veintisiete años en la época de esta aventura. Un cáncer de estómago ya minaba su salud. Unos meses después, tuvo que regresar a Canadá para hacerse curar. Los médicos no pudieron hacer nada para detener el mal. Frente a la inminencia de una muerte segura, se adelantó su ordenación sacerdotal. La ceremonia tuvo lugar en su parroquia natal, en San Samuel de Frontenac, el 31 de julio de 1965. Se murió nueve meses después, el 22 de abril de 1966. En cuanto al padre Joseph Massé, todavía sigue entre nosotros y puede confirmar la autenticidad de este accidente en el que fue enterrado vivo.

André DORVAL, OMI