Plagiando unas palabras de Pío XI, podríamos decir: “El jardín más apto para despuntar en frutos de santidad es sin duda una familia verdaderamente cristiana”. Tomemos por ejemplo la familia de Eulalia Durocher a quien Juan Pablo II ha declarado beata el 23 de mayo de 1892. Esta familia ha dado a la Iglesia tres sacerdotes y dos religiosas. Además de Eulalia, la menor de diez hijos, que será la fundadora de las Hermanas de los Santos Nombres de Jesús y María, es justo mencionar también a su hermano mayor, Flavián, Oblato de María Inmaculada. Fue primero misionero de los amerindios en Oka y en la Costa Norte, en 1853 funda la parroquia de San Salvador en Québec. Cuando muere en 1877, a la edad de setenta y siete años, su fama de santidad se extendió, no sólo en San Salvador, sino también en toda la ciudad. Se le llamaba “el santo padre Durocher”

Flavien DUROCHER

Eulalia y Flavián no hicieron más que seguir el ejemplo de sus padres. El señor Olivier Durocher, su padre, sabía hacer la caridad discretamente y ayudaba a las personas en sus necesidades. Hombre de honradez cabal y recto como la espada del rey, se fiaba plenamente de los demás, negándose a creer que “canayens” (canadienses) como él pudieran engañarle. Se fiaba de la palabra dada. El P. Zacarías Lacasse, o.m.i., lo ratifica con una anécdota digna de recordarse. Con ocasión de una conferencia que daba en Sainte-Emmélie-de-Lotbinière, se encontró con un patriota de 1837. A ese valiente labrador, de ochenta y cinco años, le gustaba evocar algunos recuerdos de aquella época turbulenta.

Mantener la palabra
“En broma, dice, yo tomé las armas y me fui hasta San Antonio de Richelieu. Me retiré a casa de un tal Durocher, justamente el padre del reverendo Flavián Ducrocher, párroco de San Salvador. Yo había visto buen trigo por esos parajes. Diez años más tarde, estando casado, dije a mi familia que tenía intención de ir a por trigo, “del gran honrado”. Yo no tenía dinero. Partí igualmente y me fui a San Antonio. Llamo a la puerta y entro: “¿Saludos a la compañía! ¿Se acuerdan de mí? Yo soy uno de los soldados que se hospedaron aquí hace diez años”. “Nadie me reconoce, a excepción de una hija que se fijó en mi cara más que los otros. Me reconoció y dijo al señor Durocher: Es aquel que nos decía que vendría a buscar trigo y una mujer por aquí. Exactamente, repliqué, y vengo a cumplir mi promesa, al menos en lo que se refiere al trigo”. Esta última palabra pareció chinchar a la hija que rondaba los treinta. “Pero, señor Durocher, no tengo dinero; yo le prometo que se lo pagaré el año que viene, por ejemplo, el día de Todos los Santos”. “Oh, no se preocupe, me respondió, no importa el dinero; tendrá usted el trigo que quiera”. Él me dio el trigo y yo le di mi palabra. Lo uno por lo otro, ni papel ni nada, yo regresé a casa, olvidándome incluso de darle mi nombre. Pues bien, al año siguiente, la víspera de Todos los Santos, yo volví con el dinero.

Palabra de honor
¡Sí, justo la víspera de Todos los Santos, lo creáis o no! Por mi parte, nada extraño verme allí: yo tenía que estar. Pero lo que demuestra el caso que se hacía de la palabra de un hombre, fue que al entrar vi una cama preparada para un forastero y todo el mundo con traje de domingo. “¡Ah, señor, me dijeron, estábamos seguros de que iba a venir; le esperábamos desde esta mañana; de lejos o de cerca, un canadiense no falta nunca a la palabra dada”.

Al llegar a este punto de su relato, el P. Lacasse no pudo disimular dos lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Un anciano con canas se dio cuenta. Se levantó se subió a la silla y proclamó solemnemente: “¡Teníamos muchos defectos, pero, por dar un ejemplo, éramos honrados!”

André DORVAL, OMI