Anatolio, el nombre de un amerindio de Stuart Lake, en la Columbia Británica, fue el nombre que recibió de bautismo. Era un bachiller graduado a la edad de veinte años. El Padre Claude Bellot OMI, el misionero local, quería que se casara, para su propio bien y el de otros. Pero Anatolio, indeciso por naturaleza, dudaba y no dejaba de decir: “Dunno, puede que esté bien”. Ésta era toda su respuesta. Una noche, en la quietud de la noche, Anatolio vino a ver al padre. Encendió su pipa y durante más de una hora no dijo una sola palabra. Como suele ser entre los amerindios, cuanto más importante sea el tema a tratar, mayor y más profundo ha de ser el silencio que precede a la conversación.

¿Qué eliges?
Sospechando que quería tratar el tema del matrimonio, el P. Bellot se animó a romper el prolongado silencio: “¿Has considerado, Anatolio, lo que te pregunté? ¿Has decidido casarte?”. “Puede que sí, padre, pero…”, fue todo lo que pudo responder. “¿En quién has puesto los ojos?”. “Dunno, dime qué mujer debería tomar”. Tuvo que llegar hasta a eso. “Vamos, Anatolio –dijo el sacerdote – no faltan jóvenes casaderas. Entonces, por nombrar algunas, conoces a la joven Anastasia, que siempre lleva un hermoso pañuelo sobre su cabeza. Es verdad que tiene los ojos bizcos, pero no importa. Y está Genie, que cojea, pero que fuma en una pipa tan hermosa. Y está Adelaida… y Enriqueta, tan joven para ser viuda”. Tras todos estos nombres el sacerdote preguntó a quién escogería él. “Dunno… Padre, decida usted por mí”. No se logró nada. Era obstinado. Cansado de esta charla infructuosa el oblato le aconsejó escoger a Adelaida, una mujer joven sin una pierna que era una gran trabajadora, aunque ingenua, y poco más brillante que él. “Bien, Padre, si usted lo dice… Creo que encajará. ¡Pregúntele por mí!”.

El día de la boda
“Y he ahí que, en nombre de Anatolio, le pregunté a Adelaida”, cuenta el Parde Bellot. “Dado que se respuesta fue favorable, se fijó el día del matrimonio. La pareja y los testigos se presentaron en la iglesia. El prometido, por primera vez en bastante tiempo, se había lavado bien. Pero, ¡zas!, ¡qué traje para el día de la boda! Sus pantalones estaban llenos de remiendos. Por encima de todo, su mugrienta camisa nunca había sido lavada desde que dejó la tienda. Y he ahí eso. La prometida era un poco más coqueta y llevaba un pañuelo nuevo en su cabeza. ¡Pero qué cara tan triste! Podría pensarse que asistía a un funeral”.

A pesar de todo, el sacerdote hizo las preguntas acostumbradas. Anatolio respondió lo bastante bien. “Y tú, Adelaida, ¿tomas a Anatolio, aquí presente, como tu marido?”. “No”, respondió. Hizo la pregunta por segunda vez. “Dunno, padre…” ¿Quieres decir que no sabes? ¿Qué haces aquí si no sabes?” En ese momento Anatolio la dio un golpe con el codo y gritó: “Pues di que sí, pues si no nos casarán”. “Sí, sí, sí. Quiero casarme, pues te dije que lo haría”. El sacerdote hizo todo el esfuerzo del mundo para permanecer serio al oír estos tres “sí”. Empapó a los recién casados con agua bendita. Y así es como Anatolio se convirtió en el marido feliz de Adelaida. Sus posesiones ahora eran sus viejos pantalones, su camisa sin lavar, un arma y… Adelaida.

André DORVAL, OMI