Jean-Ovide Védrenne

Se ha convertido en un hecho banal algo que los periódicos traen regularmente: muchos jóvenes, desalentados por la vida, quieren poner fin a su vida con el suicidio. ¡Qué tristeza! ¡Cómo les necesita el mundo! ¿Por qué no siguen el ejemplo de Ovide Védrenne? He aquí su historia: cuenta la misericordia de Dios y la materna protección de María.

¡Un diablo de hombre!
Nacido en Francia, en 1831, Ovide entra muy joven como adepto en la masonería. Alumno brillante, dotado de una inteligencia poco común, pero perezoso, aprovecha la revolución de 1848 para lanzarse a estos motines. Metido en la cárcel y luego puesto en libertad, entra en la escuela militar donde se abandona a todo tipo de extravagancia. A los veinte años, se enrola en los zuavos [1] de África. Se distingue tanto por su coraje como por su falta de disciplina: “Era un diablo de hombre”, dirá de él un compañero. Tres veces nombrado sargento, tres veces degradado por insubordinación, le quedan sólo sus numerosas citaciones y sus medallas que llama ¡”batería de cocina”! Cuando las epidemias afectan al ejército, en Crimea, se dedica a los enfermos y contrae el tifus. Ante de la gravedad de su estado, el capellán intenta asaltar su alma. Es rechazado con arrogancia. Con su dulzura, una religiosa de la Caridad logra hacerle aceptar una medalla de la Santa Virgen, que llevará fielmente y que le dará la salud del cuerpo y del alma.

Un suicidio fracasado
El día en que se firma la paz, nuestro tarambana, alejado de los campos de batalla y disgustado por la vida civil, decide dispararse en la cabeza. Su mejor amigo, que ha tomado la misma decisión, utiliza primero la única pistola que tienen. Védrenne está a punto de tirar el golpe fatal cuando los amigos, acudidos a la primera detonación, le retienen el brazo y le hacen renunciar al suicidio. Unos días después, mientras pasea en la Cannebière, en Marsella, sin dinero y desesperado, encuentra a un cura. A bocajarro, le increpa: “Señor cura, quiero confesarme, pero no con usted, pues es demasiado joven”. El sacerdote, entonces, le conduce al padre Louis Genthon, un oblato, capellán de la iglesia del Calvario.

Misionero sin iguales
Una vez terminada su confesión, el raro penitente examina a este religioso. “¡Pero usted no es como los demás curas! Lleva un crucifijo en el cinturón como si fuera una pistola…”. “Lo que pasa es que pertenezco a una orden religiosa que se llama los Misioneros Oblatos de María Inmaculada”. “¿Qué? ¿Pero qué está diciendo? Misioneros… Suena a lejano y tosco… Y María, ¿es la General?… ¿No habría una manera de entrar en vuestro cuerpo religioso?”. “Puede ser, pero de esto se ocupa el Provincial”. “¿El Provincial? ¿O sea el capitán del alistamiento?”. “Eso es”. El provincial es precisamente un ex misionero de América, el padre François-Xavier Bermond. Acoge al convertido con simpatía y, después de algunos días de reflexión, le orienta hacia el noviciado Nuestra Señora de Osier. A pesar de sus treinta y cinco años, Védrenne empieza decididamente a practicar la Regla y se doblega a las exigencias de la vida religiosa. Después de su ordenación sacerdotal, este ex militar es enviado a Ceylan. Durante unos veinte años, edifica a hermanos y fieles. “Dios mío, perdóname. ¡Oh! ¡Si le hubiera conocido antes!”, repetía a menudo. En 1888, una grave enfermedad le afecta; la muerte está cerca. A un hermano que intenta consolarle preguntándole: “Padre Védrenne, usted quiere mucho a la Santa Virgen, ¿no es verdad?”, contesta: “¡Eh! ¿Quién le ha dicho lo contrario? Un zuavo no tiembla delante de la muerte. Esta mañana he avisado al buen Dios que hoy recibiría a un famoso balarrasa…”. Se murió con coraje y valientemente, como había vivido, a los cincuenta y siete años.

André DORVAL, OMI

NOTES

[1] Uno de los cuerpos militares franceses destinados a Argelia.