Léon NADEAU

Ha acabado el tiempo en que los misioneros oblatos viajaban en las líneas de ferrocarril, vestidos con su sotana negra y llevando con orgullo un gran crucifijo en su cinturón. Algunos autores, como los padres Pierre Duchaussois, Paul-Émile Breton y Eugène Nadeau, nos han hecho conocer a los más ilustres entre ellos. En cambio, una multitud de estos valientes oblatos han caído en el olvido a pesar de una larga carrera llena de fervor y devoción. El padre Léon Nadeau es uno de estos. Nada espectacular en su vida, pero han sido cincuenta años de fidelidad al servicio de los Blancos, de los Mestizos y de los Amerindios del Oeste Canadiense.

¿Quién era el padre Léon Nadeau?
Nace en Chapleau, en Ontario, el 10 de diciembre de 1891. Muy joven, frecuenta a los empleados del ferrocarril, ya que su padre trabaja como responsable de los frenos a bordo de los trenes. Habiendo terminado los estudios secundarios en el juniorado de Ottawa, el joven Léon entra en el noviciado de los oblatos, en Ville La Salle. El 18 de mayo de 1918, Mons. Ovide Charlebois, o.m.i., le confiere la ordenación sacerdotal. Después de algunos años pasados en la Universidad de Ottawa y en Hull, el padre Nadeau se instala en Kapuskasing, encargado de las misiones repartidas a lo largo de la vía férrea.

Durante siete años, hace muchos viajes, muy a menudo a bordo de los trenes de mercancías. Los ferroviarios lo conocen bien. Es jovial, encantador y muy simpático. A pesar de una cierta distinción natural en su conducta y su lenguaje, no vacila en ponerse al alcance de todos. Una buena palabra aquí, una historia ahí, se granjea pronto amigos.

El padre Nadeau más tarde es enviado a una región lejana de Grouard, donde pasa los últimos cuarenta años de su vida, luego cura del Río de la Paz, Falher y Girouxville. Se muere el 25 de abril de 1972, después de una larga y penosa enfermedad.

Viernes, no comerás carne…
Si se vuelve sesenta años atrás, los católicos en Canadá observaban rigurosamente este mandamiento de la Iglesia. La ley obligaba seriamente a todos los adultos en estado de ayuno. Hacía falta una razón seria para ser eximido de la abstinencia. Un buen viernes de junio, nuestro joven padre Nadeau viaja a bordo del Canadien National. Toma asiento en el vagón de cola y se entretiene familiarmente con los empleados. El conductor, un valiente protestante, le dice amistosamente: “Father Nadou… te invito a cenar con nosotros. Podemos ofrecerte nada más que un poco de carne. A menos que no hagas un pequeño milagro para cambiar esta carne en pescado, tendrás que hacer como nosotros”. Al decir esto, lanza un guiño lleno de complicidad al cocinero ocupado cerca de la sartén. El padre Nadeau se contenta con sonreír y añade, socarrón: “Acepto”. ¿Aceptaba simplemente cenar o hacer un milagro? Tal vez las dos cosas, ¡ya que era tan astuto como hambriento ese mediodía!

Un juego de manos
Unos minutos después, el tren se inmoviliza cerca de un arroyo. El tiempo para hacer provisión de agua para la locomotora. El padre echa un vistazo por la ventana y entreve a un chico a punto de lanzar su sedal al agua. Discretamente, salta abajo del tren y aborda al pescador. Este último le cede con mucho gusto algunas truchas frescas. El oblato vuelve rápido a su asiento en el tren. Sólo ahora en el vagón, nuestro taumaturgo hace desaparecer la carne de la cacerola y le deja el pescado.
El cocinero pronto de vuelta, cree soñar. En cuanto al conductor que había lanzado el desafió, mira atónito. El padre Nadeau vigila con atención la escena, disimulando. Está demasiado absorbido por su lectura. “¡Father! ¡Look! ¡Miracle!”. Por respuesta, el oblato esboza una pequeña sonrisa socarrona y carraspea ligeramente.

De esta manera se difunde la noticia, entre los ferroviarios, que el pequeño padre misionero ¡había claramente cumplido un milagro, ese viernes, a bordo del Canadien National!

André DORVAL, OMI