En calidad de obispo, san Eugenio de Mazenod en Marsella encontró un sitio perfectamente adecuado al ejercicio de su fervor apostólico. Esta ciudad, importante por su situación geográfica y por su puerto activo, se había convertido en la segunda ciudad de Francia, con una población de 260.000 habitantes, según el censo de 1861. El aumento de la inmigración sobre todo causaba muchos problemas de tipo religioso y social: reclutamiento del clero, educación de la fe, trabajo, alojamiento, pobreza, etc. En tal situación, el obispo de esta gran diócesis manifestaba un interés constante por el desarrollo general de la ciudad. Sin actuar directamente en los ámbitos de tipo económico, industrial, agrícola y financiero, se esforzaba en animar las diferentes empresas de sus diocesanos. Todo se convertía para él en ocasión para iluminar los espíritus y para orientar los corazones hacia las “cosas de arriba”: cartas pastorales, bendiciones de iglesias, hospitales, barcos, monumentos, bancos, etc.

“Monseñor, le rogamos que bendijera”
El 8 de enero 1848, le invitaron a la ceremonia de inauguración del ferrocarril que comunica Marsella con Avignon. Un largo túnel de cuatro kilómetros y medio, construido en las laderas de la Nerthe, el macizo de 279 metros de altitud, en el norte de Marsella, acababa de abrir el camino de París a Marsella. El acontecimiento revestía una importancia capital para la época. Los promotores deseaban contar con la bendición del obispo. En la nueva estación San Carlos, se erigía un gran podio y un altar con una cruz encima. Sobre los carriles puestos otra vez en el patio cercano, se alineaban las locomotoras sobre las cuales debía descender la bendición del obispo.

 

El presidente del consejo municipal presenta a los invitados de honor e, inmediatamente después, le toca tomar la palabra a Mons. de Mazenod. Aprovecha para hacer entender a sus auditores el sentido religioso de esta ceremonia. “La Providencia, dice, no se contenta de añadir nuevas ventajas a la existencia material de los pueblos, quiere también acercarles, unirles en el orden moral. Multiplicando las relaciones recíprocas, se acelera el movimiento hacia la unidad misteriosa de todos los hijos de la familia humana bajo un mismo Dios, una misma fe. Que los que recorran este camino sean protegidos por el Ángel del Señor que les acompaña siempre y les reconduce, a sus familias, felices por su regreso”.

Monseñor, entonces, entona el Veni Creator, bendice el agua y pronuncia las oraciones de la bendición de las locomotoras, adaptando por la circunstancia las oraciones del itinerario de los clérigos. Baja con capa magna y mitra hasta los carriles en los que tienen que pasar majestuosamente diez locomotoras nuevas decoradas con banderas y hojas.

Dilema embarazoso
Sin embargo, esta ceremonia da lugar a un episodio particularmente espinoso que habría podido poner al desgraciado obispo de Marsella en una situación muy embarazosa. De hecho, entre las diez locomotoras recién estrenadas, que llevaban nombres poéticos como “Mistral” y “Tromba”, una de éstas llevaba el nombre “Lucifer”, ¡el nombre del diablo! ¡Vaya a bendecir, entonces, un aparato al que se ha puesto semejante nombre! Afortunadamente se encuentra una solución: un poco antes del desfile, se intenta enviar la arrogante locomotora a hacer maniobras en la extremidad de la estación, en un carril de desvío. Así, Lucifer no tuvo repercusiones de agua bendita con la que el prelado asperjó abundantemente las otras nueve locomotoras, mientras se paraban delante del altar. Terminada la ceremonia, como refiere un historiador de la época en un estilo ampuloso, “las diez máquinas animadas empezaron a correr y desaparecieron pronto a lo lejos, dejando detrás de ellas un largo penacho de humo”.

André DORVAL, OMI