La devoción a la santa Virgen figura entre las principales características de la congregación de los Oblatos de María Inmaculada. Desde el principio, apenas dos años después de la fundación, en Aix, el padre Eugenio de Mazenod aceptaba, a la petición del obispo de Digne, el servicio en el santuario de Nuestra Señora de Laus. Con los años, decenas de otros lugares de peregrinaje a la Virgen fueron aceptados, restaurados y animados por los oblatos. El Apostolado de enero de 1988 nos recordó la historia de unos veinte de ellos todavía servidos por los hijos del bienaventurado Mazenod.

Los misioneros, por su parte, se mostraron fieles en anotar en su correspondencia algunos rasgos edificantes para hacerlos conocer y amar a nuestra buena Madre del cielo. El padre Casimir-Eugène Chirouse, misionero en Oregon y en la Colombia Británica de 1847 a 1892, cuenta esta historia conmovedora llegada de la tribu de los Snohomish, en Tulalip, Oregon.

Pierre reniega su bautismo
Después de muchas semanas de catecismo, el padre Chirouse había ganado a la fe católica una buena decena de estos niños de bosque. Durante una gran fiesta, había hecho correr el agua bautismal en la frente de sus catecúmenos fervorosos. Una salva de golpes de fusil, unos cánticos y una excelente comida, mojada con un poco de aguardiente indispensable para estos queridos amerindios, aumentan la vitalidad de la ceremonia. Todo el mundo irradia alegría. Un hombre vigoroso, bautizado bajo el nombre de Pierre, parece el jefe del grupo. Durante más de tres meses, no teme manifestar públicamente sus convicciones religiosas. Pero, tan pronto como el oblato deja la misión, la pobre natura humana vuelve a adquirir sus derechos. Pierre vuelve a sus viejas costumbres de alcoholismo y poligamia. Se había convertido en un escándalo para toda la tribu. Vivía así desde hace siete años, cuando una enfermedad mortal le afectó fuertemente.

Su amigo Léon interviene
Con mucha pena, su amigo Léon asiste a la decadencia del renegado. Intenta ayudarle con todos los medios. Consiente también en prestarle una importante suma de dinero. Un día, le hace una visita, más preocupado por su salud que por el reembolso de su deuda. Sentado en su jergón, coge la mano del enfermo: “Pierre, amigo mío, te vas a morir pronto, sabes. Es cuestión de unos días. Ten piedad de tu alma, ¡te suplico! ¡No se la des al diablo! Si pierdes el cielo, a qué tormentos te condenas… La primavera pasada, ¡quisiste hacerme asesinar! Te perdono de todo corazón si quieres volver a Dios. Y para que no te preocupes de tu alma, te doy todo el dinero que me debes. Pero, te ruego, no te mueras sin confesarte”.

La gracia actúa a su vuelta
La conversación sigue en este tono durante más de una hora. Al fin, el moribundo, conmovido por su arrepentimiento, ruega a su compañero hacer venir al sacerdote. Sin perder un instante, Léon se apresura hacia la iglesia: “Padre Chirouse, ¡ven rápido! Pierre está a punto de morirse y quiere encontrarte. Llora”. “Llegado cerca del enfermo, cuenta el oblato, le dirijo algunas palabras de ánimo y le pregunto si se acuerda todavía de las oraciones aprendidas antes de su bautismo”. “Las olvidé todas, contesta, salvo una que no dejé de recitar todos los días, también cuando estaba borracho. Es Ave María”.

Pronunciando el nombre de María, dos gordas lágrimas corren de sus ojos. Se golpea el pecho y se cubre la cara con sus manos descarnadas. Manifiestamente la gracia le había tocado. Le preparé lo mejor que pude para recibir la santa comunión. Su arrepentimiento no ponía ninguna duda. El día siguiente, cuando regresé a su logia, acababa de expirar. De rodillas, cerca de su camastro, Léon, profundamente recogido, recitaba el rosario por el reposo de su alma.

André DORVAL, OMI