Polonia cuenta entre sus hijos numerosos hombres ilustres. Para nombrar sólo algunos, recordemos los nombres de los santos mártires Josaphat Kuncewicz y Maximilien Kolbe. El gran músico Chopin, el joven jesuita Stanislas Kostka y, no menos importante, Juan Pablo II. La congregación de los oblatos, por su parte está orgullosa de haber dado a la Iglesia a un humilde religioso polaco que, sin conocer la notoriedad de los demás, un día se hará célebre, lo esperamos, recibiendo los honores de la beatificación. Se trata del hermano Antoine Kowalczyk, cuya vida edificante ha sido contada por el padre Paul-Émile Breton, o.m.i., en un libro cautivador: Le forgeron de Dieu (El herrero de Dios).

Su vida (1866-1947)
Nace en Dzierzanow, diócesis de Poznam, el 4 de junio de 1866. Después de haber ejercido el oficio de herrero durante algunos años, entra en los oblatos en 1891 y, cinco años más tarde, es enviado al Oeste Canadiense. Antes atado a la misión del lago La Biche, es víctima de un grave accidente mientras trabaja en el molino de sierra del lugar. Es golpeado por una correa en movimiento. Su brazo derecho es terriblemente triturado y los médicos tienen que amputárselo. A pesar de esta enfermedad, el hermano Antoine vivirá aún cincuenta años. En el juniorado San Juan, en Edmonton, conocerá una vida muy activa y se convertirá en un modelo de coraje, humildad y piedad para algunos estudiantes. En abril de 1952, cumple los primeros pasos canónicos en vista de su beatificación.

“Yo decir un ave”
El padre Breton confiesa que ha vacilado en titular su libro Forgeron de Dieu. El hermano Antoine había desarrollado tal devoción a María que habría podido presentarle a sus lectores como un sembrador de aves. Pero el autor explica su elección: “He querido sobre todo mostrar el aspecto viril de su vida espiritual. Este humilde hermano no se contentaba con recitar aves almibarados, exornados de sentimentalismo. Tuvo una existencia dura, como la de un herrero. Luchó y sufrió. Fue obligado a forjar su alma a golpes de sacrificios, pruebas, renuncias”.

A pesar de esto, es verdad que el hermano Antoine tenía una extraordinaria confianza en la santa Virgen. Le confiaba todos sus trabajos, todas sus dificultades. Sus penas y sus alegrías, sus intenciones personales y las de los demás llegaban invariablemente a María. Hablando con dificultad francés, prometía simplemente: “Yo, decir un ave”. He contado ya en el Apostolado su aventura con una piara, cómo había logrado hacerla atravesar un campo de hermosa avena, sin daño, gracias a las aves que había recitado antes. He aquí otro ejemplo de su potencia de intercesión.

En un pantano
Un día de junio de 1896, una caravana de once coches cargados de provisiones de todo tipo, hacía camino hacia el lago La Biche. Había llovido abundantemente desde un mes. Las calles estaban mojadas y agrietadas de surcos profundos. Se avanza con dificultad. A veces hay que enganchar seis caballos a un mismo carrito para despejarlo del barro. Debajo de un declive, el primer coche del convoy se vuelve a empantanar. Los viajeros están todos inmovilizados por un pantano de unos cientos de pies de largo. Todos se preguntan cómo podrán salir esta vez. El hermano Antoine, sin embargo, ya ha saltado del coche y se aventura en el pantano. Ya que el agua le llega hasta las rodillas, avanza, con una pequeña rama y una estampa en la mano.

Llegado del otro lado, se pone de rodillas en un montículo y empieza a recitar algunas aves. Una media hora pasa y sigue rezando, los carreteros empiezan a protestar. “Todo este tiempo perdido inútilmente. ¿Piensa hacernos salir de aquí con las oraciones?”. El padre Henri Grandin toma su defensa: “Mis buenos amigos, no os burléis. Este pequeño hermano es un santo”. Después de una hora, el hermano polaco se despierta. “Es el momento, grita a los viajeros, de atravesar…”. ¡Adelante entonces! Se vuelven a poner manos a la obra. ¡Sorpresa! El carrito rueda como en un terreno duro. En menos de un cuarto de hora, toda la caravana atraviesa sin dificultad el pantano. “Veis, dice el padre Grandin, os equivocabais al murmurar contra este pequeño hermano”. “Es verdad, pero ¿cómo podíamos saber que era un santo?”.

André DORVAL, OMI