A principios de nuestro siglo, la supervivencia de las misiones oblatas en las riberas del Mackenzie dependía sobre todo de la habilidad y la devoción heroica de los hermanos, justamente apodados “Apóstoles desconocidos”. Conseguir la comida para centenares de personas, religiosos, religiosas y alumnos de los internados, exigía cazadores y pescadores muy hábiles.

Cazadores eméritos
Entre el número de los hermanos que destacan por sus golpes de fusil, el hermano Olivier Carour está a la cabeza de la lista. Este pequeño bretón, achaparrado y robusto, tenía una manera original de matar el caribú o el lobo que se presentaba en su campo de visión. Incapaz de cerrar un solo ojo, desplazaba el gorro de lana en su ojo izquierdo, ajustaba la mira de su fusil más grande que él y, en el momento justo, dejaba partir el golpe. Nueve veces sobre diez daba en el blanco.

Otro hermano también hábil en entrampar el zorro fue el hermano Olivier Leroux. Este otro hijo valiente de Finisterre tuvo el honor y el placer de gratificar al papa León XIII con el pelaje más rico de todas estas regiones árticas: un zorro negro. Mons. Emile Grouard, entonces vicario apostólico del Mackenzie, se encargó él mismo de presentar el precioso paquete al Pontífice, durante una visita en Roma, el 18 de octubre de 1898. Cuenta así a sus misioneros la memorable audiencia.

“Después de haber hablado con el Papa de la situación de mi vicariato, abordé la cuestión del zorro negro que quería ofrecerle. Conté cómo el hermano Olivier Leroux había cogido este zorro en una trampa; en fin, la generosa abnegación de este doctor MacKay que declaraba: “Y bien, ya que es para el Papa, le dirá que renuncio a mis derechos en su favor”. León XIII fue visiblemente conmovido: “Usted dirá a este buen doctor que el Papa le bendice, a él y a su familia, y que esta bendición le dará suerte”. Entregué entonces al Santo Padre el hermoso pelaje que le agradó: “Lo guardaré para mí”, dijo acariciándolo.

El padre que me acompañaba daba explicaciones sobre la dificultad para capturar este animal, sobre la manera en que se preparan las trampas, haciendo la mímica del zorro que oye el señuelo, está alerta, se acerca, da vueltas, araña la nieve, etc. El buen Papa seguía con los ojos todos estos gestos, riéndose de los detalles, reproduciendo en sus rasgos los sentimientos de desconfianza que debe sentir don zorro. Es muy fascinante, delicioso ver al santo Padre que deja un instante de lado las preocupaciones y las graves cuestiones que le asedian continuamente… “Dirá a sus misioneros que el viejo Papa les bendice”, repitió todavía para acabar.

Despidiéndome del Soberano Pontífice, estaba tan conmovido y emocionado que tenía sólo una oración en el corazón y en mis labios: “¡Qué nuestro Señor me reciba tan bien como su Vicario! No pido nada más”.

André DORVAL, OMI