Hoy en día las epidemias son más bien raras. Las modernas medidas asépticas y el poner en cuarentena a los portadores de un virus contagioso consiguen dominar casi totalmente esas calamidades. No era así en el siglo XIX. El joven sacerdote Eugenio de Mazenod fue él mismo víctima del tifus, en 1814, al ocuparse de los prisioneros de guerra austriacos. Él atribuirá su curación a las oraciones de sus queridos hijos de la Asociación cristiana de jóvenes que había fundado en Aix.
La India sobre todo, debido a su excesiva población, ha conocido, en diversas ocasiones, crueles epidemias. Los misioneros oblatos, que llegaron a Ceilán en 1847, tuvieron que hacer frente al cólera, a los tres años de instalarse en Jaffna. Durante los cinco años que se ensañó, ese mal cruel devastó casi todas sus misiones. La población se quedó aterrada. Las escuelas se quedaron vacías, el trabajo paralizado. Los misioneros hacían cuanto podían para auxiliar a los enfermos, enterrar a los muertos, animar a los supervivientes. Iban por las calles tocando una campanilla para recordar a los moribundos que pasaba la gracia de Dios. Cuando el cólera llegó a la gran ciudad de Jaffna, en noviembre de 1853, la casta de los pescadores fue la primera que sucumbió. Mil católicos, entre los seis mil que contaba entonces esa ciudad, perecieron. La mayor parte de los Oblatos se contagiaron, pero sólo uno murió en medio de los enfermos, el padre Víctor Lacombe.

El padre Juan Bescou, por su parte, fue un dechado de entrega. Un día abordó a una mujer no cristiana que se estaba muriendo, abandonada de todos. Él quería hablarle del verdadero Dios y de la dicha eterna de la que podría gozar después de la muerte, pero ella lo rechazó airada. Sin embargo, alejándose, el padre encomendó esa alma a la Santísima Virgen: “Tú que eres refugio de los pecadores, sálvala, Madre buena”, gritaba en su corazón. Apenas terminó esta petición, la mujer lo llamó. Se había transformado. La instruyó brevemente, la bautizó y, ante sus ojos, su alma subió al cielo.
Los cristianos, animados por los Oblatos, no cesaban de elevar ardientes súplicas a Nuestra Señora. Conmovida por las numerosas preces de sus hijos, la Santísima Virgen extendió por fin su brazo poderoso y, de repente, cesó el cólera. Los pormenores de este favor extraordinario quedaron grabados en la memoria de los misioneros que vivieron esos hechos. Veamos cómo lo cuenta el padre Pedro Duchaussois:

Etienne Semeria, OMI

“Pío IX acababa de definir en Roma el dogma de la Inmaculada Concepción. Monseñor C. J. Eugenio de Mazenod, obispo de Marsella y fundador de los Oblatos, se encontraba entre los 200 cardenales y obispos que acompañaban al Papa con ocasión de esa proclamación solemne. De vuelta a casa, escribió inmediatamente a sus misioneros de América, África y Asia. Su carta llega a manos del padre Esteban Semeria, superior de Jaffna, el 17 de febrero de 1855, fecha de la aprobación de las Constituciones de los Oblatos por parte de León XII. Después del saludo fraterno a sus hermanos, reunidos con ocasión de esa fiesta, el padre Semeria leyó dicha carta. El Fundador concluía: No nos queda más que alegrarnos de haber proclamado por adelantado, por el nombre que llevamos, Oblatos de María Inmaculada, esta grande e incomparable verdad y reduplicar nuestra confianza con nuestro amor hacia la Patrona toda hermosa, todo bondad, omnipotente.

El superior propuso entonces recurrir, mediante un triduo, a la Inmaculada para pedirle que cesara esa interminable epidemia. Se fijaron para esas fiestas marianas los días 5, 6 y 7 de marzo. La catedral de Jaffna, previamente dedicada a María, acogería una mesa de altar más en el presbiterio en la que se colocó, entre luces y flores, la imagen de la Inmaculada. Todos los días se hacía una procesión. Se rezaba con fervor, pero el cólera seguía implacable. La tarde del último día, al volver de enterrar dos muertos más, comenzó la última procesión. Amenazaba tormenta. A pesar de ello, salieron. Católicos, protestantes, fieles de otras religiones habían decorado las casas por donde pasaba la Virgen María. Cuando el padre Semeria, en nombre de todo el pueblo, hizo el acto de consagración a María, una ola saludable, que se sentía procedía del trono de la Virgen, envolvió la asamblea. Corrieron a los hospitales. Todos los afectados de cólera sonreían. Al día siguiente recibieron el alta cuarenta enfermos y los seguirían los trescientos restantes. El milagro de la Inmaculada Concepción había devuelto la vida. Los seguidores de otras religiones, protestantes y católicos lo proclamaban al unísono”. (Bajo el sol ardiente de Ceilán, pág. 89)

André DORVAL, OMI