En nuestros días aún hay azotes que diezman nuestras poblaciones. Guerras fratricidas, como las de Ruanda y Bosnia, resultan desastrosas e interminables. El cáncer y el Sida constituyen serias amenazas para la humanidad. En el siglo pasado la gente estaba más preocupada por las calamidades causadas por el cólera y las fiebres tifoideas.

Nada más llegar a Ceilán (Sri Lanka) en 1847, los misioneros oblatos tuvieron que combatir una larga epidemia de cólera. De 1850 a 1855, este terrible azote devastó casi todas sus misiones. Los pescadores profesionales de la gran ciudad de Jaffna fueron los primeros en ser afectados. Arrastró a unos mil católicos de los seis mil con que contaba la ciudad. Los cristianos dirigían al cielo sin cesar sus suplicas ardientes.

Mons. de Mazenod se preocupaba de sus oblatos trabajando bajo dichas calamidades. El 8 de diciembre de 1854, asistía en Roma a la Proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción. Cuando volvió a Marsella, escribió inmediatamente al Padre Etienne Semeria. Rebosaba de entusiasmo cuando sugería redoblar el fervor en la devoción a la Virgen María. “Tenga confianza – escribió – exhorte a sus fieles a una mayor devoción hacia nuestra patrona, que es dulce y todopoderosa”. Se declararon tres días de oraciones marianas para pedir el cese de esta demasiado prolongada epidemia.

El Padre Duchaussois, en su libro “Sous les Feux de Ceylan” (“Bajo los fuegos de Ceilán”) rememora este triduo mariano: “Había una procesión cada día. Las oraciones se elevaban fervorosamente, pero el cólera persistía. En la tarde del tercer día, tras haber enterrado a dos víctimas más, comenzó la procesión final. Católicos, protestantes y paganos habían decorado sus viviendas a lo largo de la ruta por la que pasaba María. Cuando el Padre Semeria, en nombre de todo el pueblo, finalizó el Acto de Consagración a María, una ola de felicidad parecía brotar del trono de María y envolver a la asamblea. La gente corrió a los hospitales. Todos los pacientes de cólera estaban sonriendo. Al día siguiente, se dio el alta a 40 de ellos, a quienes pronto siguieron otros 300. El milagro de la Inmaculada Concepción había devuelto la vida. La proclamación fue unánime.

“Mucho después, en ciertas ocasiones, volvería el cólera. Pero nunca alcanzó regiones tan vastas como la de 1850. Si bien las epidemias continúan azotando los cuerpos, al menos los misioneros siempre tendrán el tiempo de salvar las almas”.

André DORVAL, OMI