Zacarías Lacasse, o.m.i. (1845-1921, “Uno de los autores más leídos desde finales del siglo XIX” (Dictionnaire des œuvres littéraires du Québec, 1978, p. 139), se presenta.

Aquel año una de mis hermanas fue contratada por los funcionarios provisionales para dar clase. No me gustaba ir a clase con mi hermana: ¡Yo presumía de saber tanto como ella! Pero cuando llegó el día de comenzar las clases, como mi padre me amenazaba de llevarme de la mano, agarré mi mochila y fui al colegio refunfuñando. Tras invocar al Espíritu Santo, mi hermana dirige algunas palabras de introducción a sus alumnos: “Con mucho gusto he aceptado dar clase aquí a unos muchachos que ni conozco ni me conocen. Espero que os portéis bien”. Yo la interrumpí diciendo: “Sí, mouman”. Dos de mis compañeros se rieron a carcajadas. “Zacarías Lacasse, me dijo, tu me respetarás como los otros”. “Pero si la respeto a usted como los otros; yo la llamo mamá”. “¡Agarra tus libros y sal fuera, grosero!” “Sí, mouman, lo estaba deseando”.

Salir del colegio es cosa fácil, pero ¿Cómo volver a casa habiendo sido expulsado? Mi padre estaba allí. Comí en un bosque, a base de arándanos. Pero viene la noche. Llego a casa temblando; la familia estaba cenando. Después de las oraciones y el rosario, mi padre me llama: “Tráeme aquella vara que está en el rincón”. Mi padre agarró la vara, la dejó en el suelo y me mandó sentar. “Hijo mío, me dijo con calma, me tienes que decir con franqueza qué piensas hacer en el mundo”. “Quiero ser un labrador como usted, papá”. “Muy bien, hijo mío. Pero ¿no sabes que para ser labrador hay que trabajar duro?” “Yo puedo trabajar por dos; usted va a sorprenderse”. “Está bien, muchacho. Vete a la cama para trabajar bien mañana” Me levanto despacio y echo una mirada de victoria a la vara de cerezo. Al pasar por delante de mi hermana, le hice una mueca burlesca, mientras le decía: “Buenas noches, mouman”.

Al día siguiente, temprano, aún no había amanecido, mi padre me llama: “Arriba, de prisa. Después de rezar, irás a trabajar a la tierra de Claudio. Hay que hacer una cerca de 25 arpents (unos 2.500 pies). Y ya sabes que yo no quiero vagos en mi casa”. Yo me fui y me puse decididamente manos a la obra. Durante una hora estuve intentando arrancar un varal de cedro, pero no lo conseguía. Sudaba la gota gorda. Me fallaban las fuerzas, cuando veo llegar a papá a caballo con una cacerola colgada del brazo. “Toma, me dice, te traigo el desayuno”. “No tengo hambre, no voy a comer”. “¡Como quieras! Un labrador que no come se hace rico rápido. Te aseguro que morirás como el gran señor de la parroquia de Saint-Jacques-de-Montcalm”.

Mi padre trajo una maza de madera de olmo. Remueve una estaca. “Pero, muchacho, para que una cerca detenga los animales salvajes, las estacas tienen que estar bien clavadas. Aquí tienes una maza y un banco que te ayudarán a llevar a cabo tu obra”. Y luego se alejó. Yo me subí al pequeño banco. El mazo, pesadísimo, tenía un mango largo. Intento levantarlo a la altura de mi cabeza. Una de las patas del banco cede y caigo en la zanja llena de fango. Me eché a llorar a lágrima viva. De repente un grito agudo penetra en mis oídos: “A trabajar, muchacho, que todavía no es mediodía”. ¡Maldición! veo a mi padre que corre hacia mí con la famosa vara de cerezo en la mano. Caigo de rodillas y le digo que yo no estaba hecho para ser labrador y le pedí que me dejara ir a la escuela, que iba a escuchar muy atento a mi hermana. “Vete a desayunar, me dijo, irás a la escuela y, de rodillas, le pedirás perdón a tu hermana. Pero recuerda bien esto: Si tú quieres volver a empezar tu juego, yo retomaré el mío. Y esta vez será la definitiva”. Volví a la escuela, pedí públicamente perdón a mi hermana que me mandó ir a mi sitio. Estaba dando la lección de la regla de tres. El alumno que estaba ante la pizarra se sentía abrumado. “¿Quién puede hacer el cálculo?” Yo tomé la tiza: “Multiplico 328 por 4, señorita Lacasse; 4 por 8 son 32, señorita Lacasse; pongo 2 y me quedan 3, señorita Lacasse”. “Oye, tú, déjate de señorita Lacasse, y limítate a hacer solamente el cálculo”.

En la escuela ya no había ninguna mamá, sino una profesora propuesta por mis padres y representante de su autoridad a quien yo debía el respeto que en adelante le tuve. Éste ha sido uno de los primeros medios de los que Dios se sirvió para hacerme llegar a ser sacerdote. Si mi padre hubiera abdicado de su deber por condescender con mis caprichos, yo hubiera seguido en casa, apagando en mi corazón el atractivo de la gracia.

André DORVAL, OMI