1. La correlación entre acción y contemplación antes del siglo XIX
  2. Acción y contemplación en la vida y las obras de eugenio de mazenod
  3. Acción y contemplación en la congregación de 1861 a nuestros días
  4. Hacia una síntesis personal de la cuestión

Este artículo sobre uno de los valores de la espiritualidad oblata de ayer y de hoy trata un tema de suma importancia tanto para el carácter misionero de la Congregación como para el oblato deseoso de vivir lo más fielmente posible la vocación que ha recibido. La cuestión se plantea así: ¿cómo establecer un equilibrio entre la acción en la que debemos empeñarnos y la búsqueda de la contemplación que forma parte integrante de la llamada universal a la santidad?

Pocos oblatos tienen dificultad en captar el sentido de la palabra acción. Desde el origen de la Congregación hemos sido misioneros en todos los sentidos de la palabra. La comunidad apostólica es un rasgo esencial e innegable del carisma y del carácter de los oblatos.

La palabra “contemplación”, al contrario, tiene un sentido mucho más incierto, no solo para los oblatos, sino prácticamente para todos. A lo largo de toda la historia de la Iglesia, la contemplación ha sido objeto de hipótesis muy diversas. Por eso, la primera parte de este artículo tratará de identificar ciertos significados a fin de discernir más justamente sus relaciones con nuestra misión.

LA CORRELACIÓN ENTRE ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN ANTES DEL SIGLO XIX

La palabra contemplación no existe como tal en la Sagrada Escritura. Cuando los teólogos buscan en la Biblia indicios de lo que en general se entiende por contemplación, nos suelen hablar de conocimiento de Dios, especialmente del conocimiento espiritual del creyente. La noción de contemplación se aproxima entonces a la visión, a la profecía o a la experiencia de una revelación particular[1].

Sin embargo, numerosos elementos conectados con el sentido que hoy se da a este término se hallan en expresiones bíblicas tales como “quien viene”, “quien escucha”, “quien mira”, “heme aquí”>. Se descubren en la Escritura ejemplos de contemplación que ninguna palabra designa expresamente. Cuando, por ejemplo, en medio de toda la actividad que rodea el nacimiento de Cristo, Lucas escribe: “María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (2,19), posiblemente habla de la contemplación del misterio de la Encarnación por María. Marcos se refiere probablemente a la contemplación de Jesús cuando, en el contexto de una actividad intensa , indica: “A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto y allí oraba” (1,35).

La palabra griega para contemplación es theoria cuyo primer significado expresa la acción de mirar con asombro y delicia un espectáculo, como un desfile o una ceremonia religiosa. Por extensión se puede aplicar a la meditación , a la reflexión o al razonamiento filosófico. El término latino contemplatio se deriva de templum que, en su origen, designaba un lugar indicado por los augures para la observación de los presagios. En su forma verbal, indica así la concentración, sea de los ojos, sea del espíritu. En ambas lenguas la contemplación adquiere un matiz místico cuando significa ver a Dios con los ojos del corazón.

Durante la época patrística[3], la escuela de Alejandría parece haber sido la primera en relacionar entre sí acción y contemplación en el contexto de la vida espiritual. Con todo, tanto en Clemente como en Orígenes, aparece cierta jerarquía entre las nociones: una es inferior a la otra y un paso para alcanzarla. Orígenes es el primero que presenta a Marta y María e igualmente a Pedro y Juan como ejemplos de vida activa y contemplativa.

San Agustín propone tres maneras diversas de entender la vida activa y la vida contemplativa. Aquí abajo vivimos la vida activa, mientras que estamos destinados a la vida contemplativa en la eternidad. En este sentido, se da una separación radical entre las dos. El obispo de Hipona las ve también como dos aspectos, dos funciones o dos fuerzas en la vida de todo cristiano. Estas fuerzas pueden entrar en conflicto en la medida en que, en un momento dado, ciertas acciones son incompatibles con la contemplación. Sin embargo, hay algo de ambas funcionando habitualmente en el conjunto de la existencia humana. En este contexto habla él de la superioridad objetiva de la contemplación sobre la acción. Subjetivamente, con todo, y hablando de modos habituales de vida, Agustín presenta tres géneros de vida cristiana auténtica: la contemplación o el estudio sereno de la verdad, el compromiso activo en la gestión de los asuntos humanos y una combinación de ambos, cierta vida mixta.

San Gregorio Magno desarrolla las ideas de Agustín con el siguiente matiz: la vida activa comprende la ejercitación directa de las virtudes morales (justicia, templanza, fortaleza, etc.), así como las obras de misericordia corporales (alimentar a los hambrientos, educar a los ignorantes, atender a los enfermos, etc.). En este contexto, corresponde a lo que más tarde los teólogos llamarán vía purgativa y vía iluminativa. En cambio, la vida contemplativa se caracteriza por la acción de las virtudes teologales y constituye así lo que los escolásticos posteriormente describen como vía unitiva. Más que sus predecesores, Gregorio sostiene que la vida contemplativa es para todos, prescindiendo de clase y de vocación. Considera los dos géneros de vida como etapas normales en el crecimiento espiritual de cada uno y admite así la posibilidad de la contemplación para todos.

Santo Tomás profundiza la teología de San Gregorio y San Agustín[4].Por una parte, ve en la vida activa y la contemplativa dos estados de vida, de donde surge la división de los institutos religiosos en activos y contemplativos. Por otra parte, considera la acción y la contemplación como aspectos, funciones y fuerzas intrínsecas en el contexto del desarrollo de una persona. Entonces, son posibles tres clases de relaciones entre la acción y la contemplación: la acción puede disponer para la contemplación¸ la una puede alternar con la otra, y la acción puede emanar de la contemplación. La acción tiene así valor de ascesis en relación con la gracia mística de la contemplación. La acción puede también tener un valor espiritualizador propio en cuanto expresión de amor a Dios y al prójimo en el apostolado. Vista de este modo, la dimensión activa de la vida pone el acento en la ascesis, el comportamiento y el aspecto práctico; mientras que la dimensión contemplativa subraya su carácter místico, estético y especulativo. Según Tomás de Aquino, que en su definición de la contemplación se inspira en el carisma de la Orden de Predicadores, el objetivo de aquélla sería el compartir con otros sus frutos mediante alguna actividad: contemplata aliis tradere (comunicar a los otros lo que uno ha contemplado)[5].

San Ignacio de Loyola revoluciona completamente la teología y la práctica de la vida activa o apostólica a la vez que sus relaciones con la vida interior. Además, utiliza los términos de meditación y de contemplación en forma distinta a la de sus predecesores. La meditación consiste en reflexionar muy activamente sobre un punto del evangelio; la contemplación, en cambio, pone el acento en la participación en una escena del evangelio, tratando de imaginar, ver, sentir, etc., lo que sucedía en el tiempo de Jesús. Así, aunque más receptiva y afectiva que la meditación, la contemplación , para él, permanece altamente discursiva, es decir activa[6].

San Juan de la Cruz penetra en el núcleo mismo de la cuestión. Siguiendo a San Gregorio de Nisa, al Seudo-Dionisio, a los místicos renano-flamencos, al autor de La Nube del no saber, etc., Juan pone de relieve que la contemplación, mirada desde Dios, es la acción inmediata y directa, transformante y purificadora del Padre, del Hijo y del Espíritu en nosotros[7]. De parte del ser humano, consiste en un estado de apertura amorosa a la intimidad divina y de abandono de sí mismo en el amor de Dios. Así, la contemplación resume todas las formas de la oración discursiva a la vez que se distingue radicalmente de ellas. Según el doctor místico, tanto la manera tomista como la ignaciana de abordar la contemplación serían de naturaleza fundamentalmente discursiva. Para Juan de la Cruz, no solo la vida contemplativa debe favorecer a la contemplación, sino que la contemplación de Dios es la única razón de ser de aquella. Cada detalle de la vida contemplativa toma su sentido del fin al que ella tiende : permanecer amorosamente en presencia del Amado”[8]

ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN EN LA VIDA Y LAS OBRAS DE EUGENIO DE MAZENOD

Cuando C.J. Eugenio de Mazenod entra en escena, las nociones arriba indicadas sobre la contemplación y sus relaciones con la acción se hallaban difundidas. En la Iglesia, ambas palabras recibían, según las tradiciones, interpretaciones diversas, que no siempre eran inmediatamente reconciliables.

En el Fundador, la palabra contemplación no formaba parte del vocabulario cotidiano. En efecto, la empleaba muy raramente. No obstante, lo que se ha dado en designar como la cuestión de la acción y la contemplación está siempre presente en su vida y en sus escritos. Los principales textos en que usa la palabra contemplación son los de las Constituciones y Reglas de 1818, 1826 y 1853.

¿Cómo vivía y comprendía él el problema de la acción y la contemplación? En otras palabras ¿cómo enfocaba él la cuestión del equilibrio armonioso entre vida exterior y vida interior, entre las exigencias del ministerio y las observancias de una vida religiosa regular, entre la ayuda que prestar al prójimo y la santificación personal?

1. ADOLESCENTE Y JOVEN ADULTO

En Venecia, donde vivió de 1794 a 1797 [9], en el curso de las largas sesiones que tuvo con su mentor Don Bartolo Zinelli, fue donde se planteó de verdad y por primera vez a Eugenio una parte de la cuestión de la acción y la contemplación. Don Bartolo era miembro de la Sociedad de los Padres de la Fe [10], un grupo de sacerdotes deseosos de hacerse jesuitas cuando se restableciera canónicamente la Compañía. Su espiritualidad era, pues, ignaciana. El sacerdote estableció para su joven alumno un programa de vida de tipo monástico. Aparte de los cursos, el estudio y el recreo, se asignaba un tiempo determinado a la oración, que comprendía no solo fórmulas de rezos sino también tiempos de meditación silenciosa y probablemente una forma simplificada de contemplación ignaciana. Esto iba unido a un régimen ascético estricto. Eugenio ayunaba todos los viernes y en la cuaresma tres veces por semana. Todos los sábados dormía en el suelo de piedra con una simple manta. Incluso pasaba algunas noches tendido sobre trozos de leña. Eugenio se entregó a esta disciplina, a esta frugalidad y a esta regularidad con la holgura de un pez en el agua. El régimen era riguroso y exigente, pero ante el desafío el muchacho se sentía espontáneamente en su elemento.

Vino luego un año de disipación en Nápoles, seguido de una vida de lujo en Palermo, de 1799 a 1802 [11]. En Sicilia, llama la atención un hecho interesante. Exteriormente, su tenor de vida era completamente opuesto al de Venecia. Gustaba de lleno del confort principesco y del brillante prestigio de que gozaba la familia Cannizzaro. El conde de Mazenod, como le gustaba que le llamaran, dormía en apartamentos suntuosos, saboreaba platos refinados y hasta tenía un chalet con servidores a su disposición. Era la vida a lo grande de los ambientes aristocráticos. A los 18 años, pasaba largas horas estudiando la heráldica y la genealogía con la esperanza de remontar a los orígenes de su nobleza. Le gustaba mucho la compañía de la princesa María Amelia así como las fiestas de la alta sociedad siciliana.

Con todo, el vivir en medio de tantas riquezas, placeres y prestigio despertó en el joven de Mazenod el sentimiento de cierto vacío. Sus memorias aportan un ejemplo concreto: el incidente de la fiesta de Santa Rosalía, patrona principal de Palermo. El contexto de este pasaje da a entender, sin embargo, que los sentimientos que expresa no eran algo aislado, sino que estaban insertos en una percepción íntima que lo atenazaba: “[…] ¡cosa extraña! Cuando me encuentro en medio de esta disipación, del ruido de los instrumentos y de esa alegría totalmente mundana, mi corazón se encoge, se apodera de mí la tristeza y escojo un lugar apartado o separado de todo ese mundo que me parece loco; me entrego a pensamientos serios, incluso melancólicos, hasta el punto de verme tentado de llorar […] No estaba en mi elemento. Me hallaba en el mundo como a la fuerza. Este no tenía atractivo ninguno para mí. Yo condenaba esa disipación de la que era testigo, la cual repugnaba a todos los sentimientos de mi alma, que aspiraba a una alegría muy distinta. Cuanto mayor era la disipación de los otros, más violento era el contraste y dominaba todas mis sensaciones. Así es como me explico a mí mismo ese extraño fenómeno”[12].

Eugenio no era esquizoide. No tenía la doble personalidad del regalón por un lado y del asceta inflexible por otro. Como todo joven normal, el conde de Mazenod se sentía atraído por la vida, pero lo creado comenzaba a abrirle el corazón al Increado. Lo finito le volvía cada vez más consciente del Infinito[13].

En 1802 Eugenio volvía a Francia, donde empezaba un nuevo capítulo de su vida. Fue entonces cuando el viernes santo de 1807 tuvo un encuentro profundamente personal y conmovedor con el Salvador crucificado. Entre otros efectos, esta experiencia de conversión tuvo un fruto considerable reconciliando su vida exterior con la interior. Esto no quiere decir que en aquel momento haya quedado resuelto teórica ni prácticamente el problema de la acción y la contemplación. No. Pero su ministerio y su oración adquirieron un carácter radicalmente personal. Desde entonces, las dos aspiraciones de su vida convergieron directamente sobre la persona de Jesús con una adhesión íntima. Eugenio había amado siempre a Jesús. Ahora ese amor alcanzaba una intensidad y una amplitud del todo nuevas.

2. SAN SULPICIO

Los años que el joven Eugenio pasó en San Sulpicio, de 1808 a 1812, fueron decisivos respecto a la cuestión de la acción y la contemplación. El servicio de los otros en sus diversos aspectos y una vida interior intensa encontraron allí un marco teológico. En San Sulpicio adquirió una formación eclesiástica de las mejores que entonces se ofrecían en Francia. En cuanto a la teología ascética y mística y a su práctica, quedó sin duda profundamente imbuido de la espiritualidad de la escuela francesa[14].

Por lo que toca a la correlación entre el ministerio y la oración, probablemente se le expuso el punto de vista sulpiciano sobre la contemplación. No poseemos sus notas de curso sobre el tema, pero razonablemente podemos suponer que se le inculcó lo que se entendía por contemplación “natural y sobrenatural”, “adquirida e infusa”[15]. Muy verosímilmente se le enseñaron también “los actos de la contemplación”: el rezo, la lectura y la meditación[16].

En San Sulpicio Eugenio aprendió además que no era él solo quien trataba de comprender y solucionar la tensión que caracterizaba sus fracasados intentos de equilibrar la acción y la contemplación. Se enfrentaba con un problema universal . Todos tenían dificultades parecidas, cada cual según su experiencia y su carisma.

En el curso de esos cuatro años, el Fundador llegó probablemente a identificar la palabra contemplación con todo lo que atañe a una vida espiritual o interior dinámica. El punto de vista tomista clásico le hizo ver además en los frutos de la contemplación, es decir en los que pudo recoger en el curso del estudio, de la meditación y de la plegaria, dones de los que servirse directamente para provecho de los otros.

Vista a esta luz, una vida apostólica verdadera sería necesariamente una vida mixta: una combinación de acción y de contemplación. Gracias a la doctrina escolástica, las verdades enseñadas por Don Bartolo, experimentadas en Palermo y asimiladas cuando su conversión en 1807, encontraban un contexto teológico de realización.

Sin embargo, dos factores en especial volvían inadecuado ese contexto, a pesar del valor que podía contener. En primer lugar, no ofrecía a los interesados el medio de llegar a la armonía deseada. Sin duda, se enseñaba que una actividad llena de celo debe ser compatible con una contemplación intensa, puesto que muchos santos las habían conciliado; pero, para la mayoría, la solución práctica parecía consistir en aplicarse ora a una ora a la otra en forma paralela. Además este enfoque escolástico tenía sus raíces en un problema más profundo: la teología de la época se inspiraba todavía en una visión del mundo fundamentalmente estática, con sus dicotomías básicas entre lo natural y lo sobrenatural, el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu. Así, todo lo que era exterior, físico o activo se percibía como amenaza para lo que es interior, espiritual o contemplativo.

3. VACILACIONES ENTRE LA VIDA APOSTOLICA Y LA VIDA MONASTICA

Ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1811, Eugenio volvió a Provenza en octubre de 1812. En marzo del año siguiente estaba empeñado a fondo en sus primeras iniciativas apostólicas que comprendían instrucciones sencillas en provenzal a los pobres de la región y la fundación de la Asociación de la juventud cristiana de Aix. Este ministerio era nuevo por partida doble: primero, para él mismo, ya que acababa de salir del seminario, y luego para la región, pues ningún otro, que entonces se recordase, lo había intentado.

Sin embargo, el joven sacerdote tenía dificultad para realizar la transición entre la vida de seminarista y la de misionero. Lo muestra el horario cotidiano que sigue y que observó meticulosamente durante los meses de enero y febrero de 1813: “Seis horas de cama, seis para los ejercicios de piedad, ocho para el estudio de la literatura y la teología, el resto [4 horas] para las comidas y el recreo”[17].

Aunque se preparaba para un ministerio activo de plena dedicación, Eugenio llevaba una vida casi monacal. Como para echar leña al fuego, compartía entonces su casa con un monje. El Hermano Mauro era, en efecto, un camaldulense expulsado en 1811 de su monasterio de Grosbois, disuelto por Napoleón, a quien molestaba la adhesión de aquellos monjes a Pío VII en exilio.

Solo podemos adivinar la influencia que este monje trasplantado debió de ejercer en las aspiraciones de Eugenio a la vida monástica. Comoquiera que sea, el Hermano regresó a su monasterio aproximadamente en el momento en que el Fundador resolvía la crisis de vocación que vamos a describir.

En lo recio de su actividad intensa y de sus tentativas igualmente intensas de vida casi monacal, Eugenio revela, en dos cartas a su íntimo amigo Carlos de Forbin-Janson, sus inclinaciones por la vida comunitaria claustral[18].

En la primera da las razones por las que no puede ir a juntarse con él en París: su padre y su tío le necesitan, y él está absorbido por el apostolado. Luego añade: “No sé si él [el apostolado] me hará cambiar de vocación. Suspiro a veces por la soledad; y las órdenes religiosas que se limitan a la santificación de los miembros que siguen su regla sin ocuparse de la de los otros más que por la oración, comienzan a ofrecerme algún atractivo. No me opondría a pasar así el resto de mis días […] ¡ Quién sabe! Puede ser que termine por eso. Cuando no tenga ante los ojos las necesidades extremas de mis pobres pecadores, sentiré menos pena al no socorrerlos. Puede muy bien darse además que me persuada de serles así más útil de lo que de hecho lo soy. Mientras tanto, sin embargo, mi tiempo y mis cuidados son para ellos”[19].

Este pasaje parece darnos las reflexiones de un hombre que, empeñado en un proceso de discernimiento, pesa el pro y el contra de las cosas. El abate de Mazenod pone seriamente en tela de juicio la orientación actual de su vocación que dos factores le llevan a reconsiderar. Pasa en primer lugar por una crisis de conciencia: su ministerio acapara el tiempo y la energía que él piensa deber consagrar a la profundización de su vida interior y no logra conjugar ambas cosas. Además experimenta un atractivo innato, a decir verdad una necesidad, por la vida regular en el sentido escolástico y religioso de la expresión. A no ser observando una regla, no solo según el espíritu sino también a la letra, no se siente enteramente a gusto. Su amor por los horarios y los reglamentos, por la disciplina y la estricta observancia, amor ya evidente en Venecia en casa de Don Bartolo, le acompañará toda la vida.

Por entonces, Eugenio evalúa así la situación: la estricta observancia de una regla equivale a llevar una vida que conduce a la santidad. Ahora bien, para él, donde mejor uno podía someterse a semejante regla era en ciertos monasterios. Era preciso, pues, plantearse esa posibilidad.

Hay que notar que Eugenio no se refiere a la vida contemplativa tal como la entendía San Juan de la Cruz. Habla más bien de la regularidad de las órdenes religiosas dedicadas a la santificación de sus miembros por medio de lo que Juan de la Cruz llamaría prácticas ascéticas. Canónica e institucionalmente, muchas de esas órdenes son consideradas como focos de vida contemplativa.

En su segunda carta a Forbin-Janson, que apremiaba al joven sacerdote a entrar con los Misioneros de Francia, Eugenio responde: “No conozco todavía lo que Dios exige de mí, pero estoy tan resuelto a cumplir su voluntad cuando me sea conocida, que saldría mañana para la luna si hiciera falta. No tengo nada oculto para ti. Así te comunicaré sin reparo que estoy flotando entre dos proyectos: el de ir lejos a enterrarme en alguna comunidad bien regular de una orden que siempre me ha gustado, y el de establecer en mi diócesis precisamente eso que tú has hecho con éxito en París […] Me sentía más inclinado hacia el primero de esos proyectos porque, a decir verdad, estoy un poco cansado de vivir únicamente para los otros […] El segundo, sin embargo, me parecía más útil, dado el horrible estado al que están reducidos los pueblos”[20].

Poco después se comprobó que Dios había escogido para Eugenio el segundo proyecto. Desde que se dio cuenta de la voluntad de Dios se puso a ejecutarlo con alma y corazón. Un año después, el 23 de octubre de 1815, daba a Carlos de Forbin-Janson la explicación siguiente: “Yo te pregunto y me pregunto a mí mismo cómo yo, que hasta este momento no había podido determinarme a tomar partido sobre este asunto, de repente me encuentro con que he puesto en marcha esta máquina, con que me he comprometido a sacrificar mi descanso y a arriesgar mi fortuna para efectuar un establecimiento cuyo valor percibía bien pero hacia el cual no sentía más que un atractivo combatido por otras miras diametralmente opuestas. Es un problema para mí y es la segunda vez en mi vida en que me veo tomando una de las resoluciones más serias como por una fuerte sacudida externa. Cuando pienso en ello, me persuado de que Dios se complace así en poner fin a mis irresoluciones”[21].

Como sabemos, la fundación de los Misioneros de Provenza había tenido lugar tres semanas antes, el 2 de octubre de 1815, fecha en que el abate de Mazenod había adquirido una parte del antiguo Carmelo de Aix para erigir allí la primera casa de la Congregación. Allí fue donde, con el abate Enrique Tempier, fijó oficialmente su residencia el 25 de enero de 1816. Dada la inclinación del Fundador por la vida monástica ¿no resulta irónico que la primera casa oblata haya sido un antiguo monasterio? Sin duda, las razones de esa compra eran de orden práctico: las dimensiones, el sitio, el precio, el momento, todo convenía para su proyecto. Pero esto debió de suscitar en su corazón un gozo muy especial. Tenía ya finalmente su monasterio; allí podría vivir, y partiendo de allí, irradiar en su campo de acción apostólica.

La expresión “sacudida externa” aducida en la mentada carta, indica una fuerza ajena a sus intereses personales o a cualquier decisión tomada. Esta sacudida ha brotado del fondo de su ser con un sentido innegable de vocación. Algo semejante había ocurrido probablemente en 1808, cuando había tomado la decisión de orientarse hacia el sacerdocio a pesar de las tenaces objeciones de su madre.

4. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE LOS MISIONEROS DE PROVENZA (1818)

En octubre de 1815, Eugenio ha resuelto el problema de su vocación. Pero solo tres años después, al redactar las Constituciones y Reglas, hallará la respuesta a la cuestión de la acción y la contemplación. La formulación a la que entonces llega permanecerá fundamentalmente la misma durante toda su vida y seguirá esencialmente intacta en la Congregación hasta el concilio Vaticano II. A pesar de cierto dualismo subyacente, marca un paso valioso adelante[22].

La primera edición de las Constituciones y Reglas nos muestra a un Padre de Mazenod a la vez maduro y espontáneo. El documento mismo es un conjunto unificado de principios fundamentales, de reglas generales, de reglamentos explícitos, de un horario cotidiano y de un ceremonial para las misiones. Dos puntos precisos conciernen especialmente a la cuestión de la acción y la contemplación, a saber, el fin que se da a la Congregación de suplir a las órdenes destruidas bajo la Revolución francesa, y el reparto de la vida del misionero entre una actividad intensa y una observancia exacta de la vida regular.

a. Suplir la ausencia de los cuerpos religiosos

Tras una breve introducción, el Fundador inicia el primer capítulo tratando del fin del instituto, según el uso tradicional tomista de empezar siempre por la causa final. El fin de la Congregación es predicar a los pobres la palabra divina.

En el segundo párrafo, en vez de hablar de fin secundario, el Fundador escribe: “ Artículo 1. El fin de esta agrupación es también suplir en la medida posible a la falta de tantas hermosas instituciones que han desaparecido desde la Revolución y han dejado un vacío horroroso del que la religión es cada día más consciente.

“ Artículo 2. Por eso tratarán de hacer revivir en sus personas la piedad y el fervor de las Ordenes religiosas destruidas en Francia por la Revolución; se esforzarán por ser continuadores de sus virtudes así como de su ministerio y de las más santas prácticas de su vida regular, tales como el ejercicio de los consejos evangélicos, el amor del retiro, el menosprecio de los honores del mundo, el alejamiento de la disipación, el horror de las riquezas, la práctica de la mortificación, el rezo público y en común del oficio divino, la asistencia a los moribundos y lo demás”[23].

Este aspecto del fin de la Congregación formará los artículos 3 y 4 de la versión latina oficial de las Constituciones y Reglas de 1826, donde, en típico estilo eclesiástico romano, pasa a ser el “fin segundo” de la Sociedad. La idea del Fundador se recoge en las ediciones de 1853 y 1928. Desde la de 1966, ya no se menciona expresamente.

En la mente del P. de Mazenod reflejada en las primeras Constituciones y Reglas francesas, no hay dos fines de la Congregación y menos todavía un fin que dimane del otro o le esté subordinado. No se trata más que de un mismo y único fin de nuestra vida apostólica, enfocado desde dos puntos de vista complementarios. Importa destacarlo, pues esto pone de relieve la armonía profunda que todo misionero debe empeñarse en realizar entre la acción y la contemplación. Para el oblato, el celo en el ministerio y una intensa vida interior constituyen así los dos aspectos de una misma realidad.

El género de obras al que se refiere el P. de Mazenod a propósito de esas Ordenes tiene una fuerte resonancia monástica. No hace distinción alguna entre una y otra categoría canónica, pero podemos leer entre líneas. El P. Aquiles Rey, uno de los primeros biógrafos del Fundador, explica así lo que se le enseñó a mediados del decenio de 1840: “Se me dijo cuando se me admitió al noviciado que uno de los fines de nuestra Sociedad era imitar, en la medida de lo posible, los ejemplos que dejaron las antiguas congregaciones, hoy desaparecidas en Francia: la pobreza del franciscano, la obediencia del jesuita, el celo del dominico, el amor al retiro del cartujo y la mortificación del trapense”[24].

El 8 de octubre de 1831 el Fundador hacía circular un breve comentario de algunas expresiones y artículos escogidos de las Constituciones y Reglas. He aquí lo que escribía acerca de la acción y la contemplación: “Dios mío, dame la gracia de comprender lo que significa ese tercer artículo De fine Societatis que demasiadas veces se ha leído sin reflexión […] Pasad en revista todas las órdenes religiosas que ha destruido en Francia la Revolución; recordad los diversos ministerios que ejercían y las virtudes que practicaban, unos en lo escondido de la casa de Dios, en la contemplación y la plegaria; los otros, al servicio del prójimo, con todas las obras del celo más constante, y sacad vosotros mismos la conclusión de ese artículo 3”[25]. La lección que nuestro fundador quiere que saquemos de ese texto no es que algunos oblatos sean contemplativos y otros activos. Pide más bien que cada oblato esté lleno de celo apostólico, lo cual exige que trate de responder totalmente a la necesidad de contemplación que lleva en sí.

Otro detalle que toca a la restauración de las antiguas órdenes: el monasterio de las carmelitas que fue la primera casa de la Congregación, realiza

simbólicamente, a sabiendas o no, el deseo del Fundador. Confiscado por los antimonárquicos durante su insurrección, declarado bien nacional y vendido al mejor postor, el edificio cambió de manos al menos dos veces entre la Revolución y el 2 de octubre de 1815, fecha en que Eugenio compró una parte. Poniéndolo de nuevo al servicio de Dios, el abate de Mazenod restablecía visiblemente algo sagrado que había suprimido la Revolución.

b. Las dos partes de la vida del oblato.

En la 2ª parte de la Regla de 1818, que trata de las obligaciones particulares de los misioneros, el Fundador insiste en esto: “A imitación de estos grandes modelos [Jesús y los Apóstoles] emplearán una parte de su vida en la oración, el recogimiento interior y la contemplación en lo secreto de la casa de Dios, donde habitarán en común.- La otra estará enteramente consagrada a las obras exteriores del celo más activo, como las misiones, la predicación y las confesiones, la catequesis, la dirección de la juventud, la visita a los enfermos y a los presos, los retiros espirituales y otros ejercicios semejantes”[26].

El proceso de revisión de los párrafos sobre los fines de la Congregación volvía a asumirse a propósito de las dos partes de la vida oblata. Las consideraciones ya hechas pasaban a ser, en las ediciones latinas de 1826 y 1853, los artículos 1 y 2 del capítulo 3º de la 2ª parte: “De las otras principales observancias, nº 1: caridad, humildad y huida del mundo”. En la edición de 1928, esos artículos, con el mismo título, llevan los números 288 y 289. Las revisiones de 1966 y 1982 no hacen ya mención de ello. Pero, como luego veremos, conservan el espíritu de dichos artículos en lo que tiene de más positivo.

El texto que acabamos de citar es, sin duda alguna, la expresión más significativa del pensamiento del fundador acerca de la relación entre acción y contemplación; resume, en cierta manera, todos sus debates anteriores sobre el tema. Además, prácticamente, todo lo que posteriormente escribe sobre el asunto, o bien dimana de ahí o conduce ahí. Aunque no ofrezca la solución más armoniosa posible a la cuestión de la acción y la contemplación, ese texto no deja de marcar un umbral importante tanto en la vida personal del fundador como en la del Instituto. A pesar de sus límites, sigue siendo, en los anales de la Congregación, una de las descripciones más impresionantes de lo que el Prefacio llama “hombres apostólicos”.

Para la mayor parte de los espíritus contemporáneos, la noción de las dos partes parece dualista, y lo es hasta cierto punto. La imagen que presenta está fragmentada. En misión, uno se da enteramente, hasta el agotamiento. Luego, vuelto sano y salvo a la casa, adopta una existencia casi monástica hasta que se le envíe de nuevo a la misión y así sucesivamente, por turno. Es posible que el P. de Mazenod haya querido establecer para los otros lo que él conseguía hacer, o al menos lo que él pensaba que podía conseguir. Sin embargo, en lo que él insistía no era la fusión de dos modos de vida, sino más bien en la concentración total de los esfuerzos ora en la una ora en la otra parte de igual importancia. Un oblato que llevara al extremo este paralelismo llegaría a agotarse doblemente, tanto en su ministerio como en su vida espiritual.

Pero no seamos demasiado críticos; aquí hay algo más que un dualismo. Hay también una perspicacia y un sentido práctico, la voz de la experiencia y las sentencias de un profeta.

Perspicacia y sentido práctico. El concepto de las dos partes tiene sentido en el contexto inmediato de su formulación, a saber, la evangelización intensa de una región circunscrita del sur de Francia. Los oblatos sabían bien lo que les esperaba. Para soportar las laboriosas jornadas y las largas semanas dedicadas a ese ministerio, les hacía falta un medio igualmente intenso de rehacer sus fuerzas no solo espirituales, sino también físicas, emotivas y psicológicas. El Fundador había retenido el ejemplo de Jesús y de los Apóstoles. En lo recio de su ministerio, Jesús “se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba” (Lc 5, 16). “El les dice: ‘Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco’. Pues los que iban y venían eran muchos y no les quedaba tiempo ni para comer” (Mc 6, 31).

 

Voces de la experiencia y sentencias de un profeta Las personas más celosas necesitan una distribución del tiempo, un programa, un ritmo, algo que les impida dejarse arrastrar por su dinamismo, que contenga su entusiasmo dentro de los justos límites. Las necesidades son ilimitadas, pero hay un límite en lo que Dios pide a cada uno de nosotros. El Salvador mismo no combatió todos los males al mismo tiempo. Y el oblato es salvador en Cristo Salvador; así su ministerio es necesariamente limitado: limitado por Dios, limitado por el sentido común, limitado porque le hace falta estar con sus hermanos y estar a solas con su Señor.

Que yo sepa, el fundador no atribuyó valor cuantitativo a ese ideal bipartido. Nunca dio a entender que debiera repartirse en la proporción de 50/50 o de 70/30. Sin duda, tenía en la mente jornadas de 24 horas y semanas de 7 días, pero hablaba esencialmente de un ritmo análogo al de la inspiración y la expiración, ritmo naturalmente diferente de un misionero a otro y de un ministerio a otro. De hecho, la posibilidad de observar a la letra esta regla fue disminuyendo a medida que se iban diversificando los ministerios en la Congregación: misiones extranjeras, enseñanza en los seminarios, parroquias, etc. Sin embargo, el espíritu de dicha regla siempre es de actualidad, pero de una manera diferente y más asimilable.

En 1818 los oblatos no tomaban vacaciones ni días de asueto semanales. Si sumamos todos los días que, por término medio, pasa hoy un oblato fuera de su ministerio, incluyendo retiros, seminarios y reuniones de distrito, el total se eleva probablemente a unos tres meses por año. Lo que hacen los oblatos durante su tiempo libre, no es tal vez lo que pensaba el fundador al redactar la Regla, pero se sitúa, esperamos, en el mismo espíritu.

5. DE 1818 A 1861

Un relato somero de los ensayos intentados para conciliar acción y contemplación en la vida del Fundador y en la de la Congregación mientras él vivió ocuparía fácilmente un centenar de páginas. La primera parte de la bibliografía aducida al final de este artículo proporciona algunos ejemplos patentes. Baste subrayar aquí la mejoría progresiva que resultó tanto en el plano personal como en el comunitario a pesar de la subsistencia de una actitud sutil que tendía a mantener el dualismo y a subordinar un elemento a otro.

Un ejemplo llamativo de la tensión continua que las dos partes de la vida oblata hacían pesar sobre el Fundador es el incidente ocurrido, después de 1818, entre el P. de Mazenod y uno de sus amigos íntimos, el P. Mario Suzanne. Se habían encontrado en 1816 e inmediatamente se habían comprendido. El Fundador se interesó tanto por él que quiso encargarse personalmente de su formación. Tenía grandes proyectos para aquel joven bien dotado. Le preparaba para ser superior del escolasticado donde iba a tener en sus manos el porvenir de la Congregación.

Ordenado en 1821, el P. Suzanne fue puesto al frente de uno de los centros misioneros más importantes: el Calvario de Marsella. Predicador entusiasta, tenía el don de atraer a la gente. A más de su cargo de superior y su intensa actividad misionera, tenía la responsabilidad de construir una iglesia nueva y de reunir los fondos necesarios. Evidentemente, le resultaba imposible acudir a todos los ejercicios de la comunidad. Cuando esto llegó a los oídos del Fundador, éste irrumpió personalmente en la comunidad y convocó una reunión de “culpa”. Allí se vio claro que el P. Suzanne faltaba a muchos ejercicios comunitarios, entre ellos al rezo del oficio en común. Temperamento de fuego, el P. de Mazenod explotó y en una escena cargada de emoción depuso al superior. Anunció además que desde entonces él mismo desempeñaría las funciones de superior local para poner remedio al desorden. El P. Suzanne, humillado y aterrado, quedó con la única tarea de predicar misiones. La decisión, tan inesperada como brutal, hirió al joven religioso en forma indeible. Recibió el golpe con humildad y se aprovechó de su nueva libertad para intensificar esfuerzos en su tarea de evangelización. Pronto su salud se quebró; murió en Marsella el 31 de enero de 1829, teniendo a su lado a su amigo y padre espiritual cargado de remordimientos[27].

Uno podría comprender que la conducta del p. Suzanne haya irritado al Fundador, pero nada podría justificar su furor ni su comportamiento despiadado. Tal vez pensaba que eso serviría de ejemplo. Sabe Dios. De cualquier forma que se considere el incidente, parece, sin embargo, que Eugenio fue quien sacó la mejor lección. Aprendió a no volver a hacer jamás algo semejante y aprendió también que debía de haber una forma más cristiana de conciliar acción y contemplación. Todo indica que tomó en cuenta ambas lecciones.

Al fin de su vida, Mons. de Mazenod nos dejó su último testamento: “Practicad bien entre vosotros la caridad…la caridad…la caridad… y fuera, el celo por la salvación de las almas”[28].

Esta última voluntad atestigua la serena armonía a la que había llegado personalmente, al menos en su lecho de muerte, entre los dos aspectos de la vida de un apóstol. La caridad en casa, el celo por los otros. La caridad es la esencia misma de la contemplación que consiste en amar y servir a Dios y a los otros en él. El ágape, el amor a Dios, el amor a sí mismo y el amor a los otros es el corazón de la vida apostólica en todas sus dimensiones.

ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN EN LA CONGREGACIÓN DE 1861 A NUESTROS DÍAS

Después de la muerte de Mons. de Mazenod, el texto sobre la suplencia de las órdenes desaparecidas tras la Revolución siguió prácticamente sin cambiar en nuestras Constituciones y Reglas hasta el concilio Vaticano II. Sin embargo, salvo desde el punto de vista de la historia de los orígenes de la Congregación, ya ampliamente internacional en 1861, esa referencia a la revolución francesa tenía poco interés. A medida que entrábamos y avanzábamos en el siglo XX, el acento se ponía más en la necesidad de adaptarse a los cambios considerables que se efectuaban y en el esfuerzo que se había de hacer para renovarse en función del futuro. Con todo, como muestran los dos ejemplos siguientes, las dimensiones ministeriales y espirituales de ese fin se han conservado.

Dimensión ministerial. “La Congregación entera es misionera y su primer deber es ir en socorro de los más abandonados […] Según su tradición viva, ella está dispuesta, en la medida de sus posibilidades, a responder a las urgencias del mundo y de la Iglesia, mediante toda clase de trabajos y ministerios” (C y R de 1966, c 3).

Dimensión espiritual. “[…] los oblatos lo dejan todo para seguir a Jesucristo. Para ser sus cooperadores, se sienten obligados a conocerle más íntimamente, a identificarse con él y a dejarle vivir en sí mismos. Esforzándose por reproducirle en la propia vida…” (C y R de 1982, C 2).

El ideal binario del Fundador se ha conservado también intacto, prácticamente a la letra, en nuestras Constituciones y Reglas hasta el Vaticano II. En una circular el P. J. Fabre, segundo superior general, subrayaba estos puntos: “¿A qué estamos llamados, mis queridos hermanos? A hacernos santos, para poder trabajar eficazmente en la santificación de las almas más abandonadas […] Somos sacerdotes, somos religiosos; esta doble condición nos impone deberes […] No perdamos de vista que precisamente para alcanzar esa meta nuestras santas Reglas nos prescriben pasar una parte considerable del año en el interior de nuestras casas a fin de aplicarnos ahí a convertirnos, mediante la práctica de todas las virtudes religiosas, en dignos instrumentos de las gracias de Dios”[29].

Tres puntos resaltan en este texto: nuestra vida interior está al servicio del apostolado, pero no se dice nada de la santificación alcanzada en y por el ministerio, verdad sobre la que hoy se insiste mucho; las expresiones “sacerdotes” y “religiosos” parecen reemplazar las de acción y contemplación, aunque éstas no desaparecen completamente; se sigue insistiendo en la división de nuestra vida en dos partes que funcionan a la par con una doble sospecha, a saber, que la vida contemplativa es de suyo superior a la activa y que la contemplación está en cierto modo amenazada por el ejercicio del ministerio.

Este último punto creaba un dilema cada vez más enojoso, como atestigua en informe del P. Fabre al Capítulo general de 1887: “Uno de los grandes obstáculos a la observancia de la Regla, es la multiplicidad de las obras exteriores. Según nuestras Constituciones, después de habernos entregado a nuestro ministerio activo durante una parte del año, debemos pasar la otra parte en el interior de nuestras comunidades, viviendo una vida de oración y de estudio. Sin duda, en varias de nuestras casas, sobre todo fuera de Francia, el ministerio que ejercitamos dura todo el año. Pero donde no podemos observar la Regla al pie de la letra ¿ nos imbuimos bien de su espíritu y nos esforzamos por conciliar nuestros trabajos del todo excepcionales con lo que es la esencia misma de nuestra vida?”[30].

En el texto la expresión “nuestros trabajos del todo excepcionales” no es clara. ¿Quiere decir el P. Fabre que cumplimos nuestro ministerio en forma excepcional, o que las actividades proseguidas a lo largo del año son una excepción a la Regla?. Es claro, no obstante, para él que la observancia de este punto del ideal fijado por el Fundador no era bastante “regular”.

Las Constituciones y Reglas de 1982 conservan bien el espíritu que el P. Fabre y todos los demás oblatos sinceros deseaban perpetuar. Tres realidades han dado ocasión a su expresión renovada.

Una de las razones por las que ya no podemos regresar a nuestras casas respectivas para pasar en ellas gran parte del año, es que éstas son, como tales, cada vez menos numerosas. Desde el decenio de 1970, la mayoría de las comunidades locales oblatas se han constituido en distritos más bien que en casas en el sentido canónico de la palabra.

Hoy más que nunca nos damos cuenta de que la oración, especialmente la contemplación, es no solo una ayuda esencial para el ministerio, sino que en sí misma es también un ministerio auténtico en la Iglesia[31]. Además, el ministerio constituye un excelente medio de santificación personal no solo para los beneficiarios de nuestra labor sino también para nosotros mismos[32]. El ministerio es una fuente continua de desafío, de purificación y de transformación para quienes están a la escucha de Dios presente en los otros[33].

El Fundador pensaba en la división bipartida de la vida del oblato. En el curso de un año determinado, el oblato debía concentrar sus esfuerzos por turno en la misión y en la observancia de una vida casi monástica. En el decenio de 1980, el espíritu de esa dialéctica de la vida apostólica ha revestido una forma nueva más flexible: ritmo armonioso de ministerio y de oración, de trabajo y de descanso, de compartir con el pueblo de Dios y con nuestros hermanos, de participación en reuniones, asambleas o encuentros.

Algo de este ritmo se da a sentir cada día: “Viviremos de modo que podamos celebrarla [la eucaristía] dignamente todos los días […] En la oración silenciosa y prolongada de cada día, nos dejamos modelar por el Señor” (C y R de 1982, C 33).

Este ritmo es también periódico: “Nos reservaremos cada mes y cada año tiempos fuertes de oración personal y comunitaria, de reflexión y de renovación” (ib. C 35).

Este ritmo cotidiano o periódico se asemeja al código binario utilizado en informática. Las relaciones digitales cero/uno y viceversa determinan interacciones sumamente simples dentro de un conjunto increíblemente complejo. En la vida apostólica el ritmo de comunión con Dios y de servicio a los otros puede compararse también a la actividad mutua de las estrellas binarias. Estas son dos masas de energía cuya rotación armónica es mantenida por la fuerza de su gravitación mutua.

El Fundador insistía en que cada oblato fuera a la vez un misionero y un santo (Prefacio). Las Constituciones y Reglas de 1982 expresan de dos modos esta dimensión de la vida de fe: en forma de un principio general y de seis sugerencias concretas para ponerlo en práctica:

Principio general: “Los Oblatos realizan la unidad de su vida solo en Jesucristo y por El”. Este principio presupone una relación íntima y permanente con la persona de Jesús “que por ellos se da a los otros, y por los otros, a ellos” (C 34)[34].

Sugerencias concretas: (1) “Manteniéndose en una atmósfera de silencio y de paz interior, (2) buscan la presencia del Señor en el corazón de los hombres (3) y en los acontecimientos de la vida diaria, (4) lo mismo que en la Palabra de Dios, (5) la oración (6) y los sacramentos. Como peregrinos, caminan con Jesús en la fe, la esperanza y el amor” (C 31)

En lo que toca a la observancia diaria de nuestra cadencia binaria acción/contemplación, las Constituciones y Reglas de 1982 no imponen lista detallada de reglamentos. Insisten más bien sobre la honradez en el discernimiento. Por un lado, “condiciones concretas que favorezcan el recogimiento, y un ritmo personal de oración” que permita armonizar ambos movimientos. Por otro lado, “cada uno dedicará a este aspecto de su vida toda la atención necesaria, con la ayuda de su superior o de un director espiritual: de ello dependen la eficacia de su ministerio y el desarrollo de su vida religiosa” (R 22).

HACIA UNA SÍNTESIS PERSONAL DE LA CUESTIÓN

La cuestión de la acción y la contemplación es difícil: difícil en el plano personal por razón de lo que exige de don de sí y de honestidad en el discernimiento; difícil en el plano teológico, porque toca problemas numerosos y muy complejos cuyo alcance es grande. Abarca toda la vida, del nacimiento a la muerte.

Me gustaría compartir con mis hermanos algunos pensamientos que me han ayudado a comprender y a vivir en un equilibrio sereno mi vida oblata de oración y de ministerio. Ojalá este bosquejo pueda ayudar a otros oblatos a vivir este misterio en forma más consciente y más espontánea.

En virtud de la vocación universal a la santidad, toda persona, y con más razón todo oblato, está llamado a la contemplación[35]. Dios invita a cada uno de nosotros a abandonarse amorosamente a él, al menos en el momento de la muerte.

La dinámica de toda oración contemplativa incluye un movimiento hacia ese abandono amoroso que los místicos llaman contemplación. Además, en toda vida humana, va apareciendo poco a poco un gusto por la contemplación, una propensión siempre creciente a permanecer, en lo íntimo del corazón, receptivos a la iniciativa divina[36]. A medida que ese gusto o afición se va intensificando, se acrecientan la conciencia que tenemos de su presencia y la voluntad de dejarnos invadir por él.

Pero tenemos que distinguir tres nociones ligadas entre sí, a saber, la oración contemplativa, el atractivo o propensión a la contemplación y la vida contemplativa. La oración contemplativa es la manera afectiva y receptiva de orar hacia la cual tiende espontáneamente toda oración. El atractivo hacia la contemplación se refiere a la apertura amorosa a Dios de todo el ser y de todas las actividades de la vida terrestre. La vida contemplativa es una vocación en sí; solo algunos son llamados a ella. Es un género de vida relativamente autónomo. Abarca y unifica armónicamente todos los aspectos de la vida y su única razón de ser es la contemplación de Dios[37]. En cuanto tal, la vida contemplativa no es mejor, ni más elevada, ni más perfecta que cualquier otro género de vida cristiana auténtica. Es la elección de Dios para algunos, aunque algo de su dinámica interna penetra a través de toda vida humana.

Cuando consideramos nuestra vocación de Misioneros Oblatos, el modo de vida comunitaria que nos es propio es claramente apostólico más bien que contemplativo o eremítico. Somos religiosos apostólicos y no monjes ni ermitaños[38]. Pero Dios es libre de llamar a uno u otro oblato de la vida apostólica a la vida contemplativa o, en casos rarísimos, a la vida eremítica. Por ser una Congregación espiritualmente viva, es preciso que esperemos eso de vez en cuando de parte del Señor. Sin embargo, un candidato en busca de vida contemplativa o eremítica no podría ser admitido normalmente en nuestras filas.

A la luz de lo que acabamos de afirmar, ya no tenemos que calificar nuestra vida de mixta. Por el hecho de nuestra vocación, nuestro estilo de vida es apostólico, con todo lo que eso implica. Además, nuestras vidas están animadas por una búsqueda de contemplación, estemos velando o durmiendo, trabajando o rezando, cumpliendo o padeciendo alguna cosa. Este atractivo por la contemplación viene de la acción inmediata y directa, en nuestro interior, de Dios que nos conduce inexorablemente, en toda nuestra evolución y en todos nuestros actos, a la unión transformante con él.

Nuestra oración formal difiere ciertamente de nuestro apostolado. Los dos son, no obstante, ministerios a los que hemos de consagrar algo de nuestro tiempo y de nuestra vida. Con todo, cualquiera que sea el carácter discursivo de nuestra oración y la intensidad de nuestra actividad apostólica, al final, una y otra serán transformadas en un acto eminentemente contemplativo de abandono amoroso a Dios en la muerte[39].

Esto vale para una teología de la acción y la contemplación. Por lo que toca a su puesta en práctica, básteme citar una observación hecha en 1924 por el P. Teilhard de Chardin. Sus palabras atestiguan una conciencia universal creciente de la armonía que debe existir entre acción y contemplación, de la cual nuestras Constituciones y Reglas son testimonio elocuente: “Que trabaje o rece, que abra laboriosamente mi alma por el trabajo, o que Dios la invada por las pasividades de fuera y de dentro, tengo consciencia igualmente de unirme […] Primero soy in Christo Jesu; solamente después, obro, o sufro, o contemplo”[40].

Francis Kelly Nemeck