La familia Cannizzaro, con quienes Eugenio de Mazenod vivió tres años (de octubre de 1799 a octubre de 1802), se componía de cinco personas: Baldassare-Platamone, duque de Cannizzaro; su esposa Rosalía Moncada Branciforte, princesa de Larderia y sus tres hijos. El mayor, Miguel, nació en 1783; su hermano Francisco, en julio de 1784 y la única hija, Concepción era la menor. Era una familia siciliana típica, una especie de miniatura de la alta sociedad de Palermo cuyos palacios no traían a la mente más que imágenes de placer y de voluptuosidad.

Eugenio fue acogido entre ellos a comienzos del mes de octubre de 1799, pues su primera carta a su padre, escrita sin fecha desde la villa de los Cannizzaro en Colli, cerca de Palermo, puede ser fechada según el contexto a mediados de octubre de 1799. Los Cannizzaro necesitaban para sus dos hijos, muy indisciplinados, un mentor de más edad, que pudiera acompañarlos y, a la vez, sacarlos de la indolencia a la que tendían por su carácter y por los malos ejemplos de la alta sociedad de Palermo. El viejo duque no era muy distinto a sus hijos; gastaba su dinero en fiestas y diversos juegos de sociedad. La excepción era la princesa Larderia (1758-1802), mujer piadosa y muy caritativa, a la cual aquella sociedad de costumbres disolutas rodeaba de una aureola de santidad.

Una vez instalado con la familia Cannizzaro que tenía una lujosa villa en la llanura de Colli, Eugenio escribió una carta a su padre para informarle de su nuevo estilo de vida. A mediados de octubre de 1799, escribe: “Querido papá, soy tratado a cuerpo de rey. Una cama excelente, un dormitorio encantador, sala de baño, etc., un ayuda de cámara a mis órdenes, que sacudió mis trajes esta mañana (cosa importante)… Esta mañana al levantarme, me creía en medio del campo. Mi habitación tiene una vista maravillosa. Tanto los amos como los sirvientes se adelantan a satisfacer lo que yo pueda desear.” A las exquisitas cenas, realizadas en el palacio de los Cannizzaro, se agregaban las frecuentes recepciones. Éstas se prolongaban hasta medianoche y, a menudo, estaban acompañados de bailes, de carreras de caballos y de diferentes juegos de azar. Una recepción que dio la duquesa al rey de las Dos Sicilias costó 500 onzas de oro, es decir 6500 francos de oro (lo que hoy día equivale a unos 70.000 euros). Tal despilfarro de dinero era el precio a pagar, para figurar entre las familias de la alta sociedad de Palermo.

Mientras Miguel y Francisco permanecieron en compañía de Eugenio, se comportaron bastante bien, pero después de su partida a Francia, estando solos, dieron libre curso a sus pasiones y al libertinaje. En la correspondencia con su padre, de 1802 a 1805, Eugenio bosqueja un cuadro muy sombrío de la familia Cannizzaro.

Miguel se casó en 1803, a los 20 años con cierta Carolina, pero no renunció a cortejar a otras jóvenes. Por sus infidelidades conyugales, fue encerrado en un convento de los capuchinos. Liberado, unos meses más tarde, se mostró más juicioso: “Se le ve, escribe el presidente de Mazenod a su hijo, el 5 de septiembre de 1805, como un buen muchacho. Agregaría, que es de esos buenos muchachos que no son buenos para nada”. Finalmente, logró entrar al servicio del rey de Nápoles. El 29 de diciembre de 1841, con motivo de la muerte de su hermano Francisco, Monseñor de Mazenod lo invita a “santificarse en la corte cumpliendo los deberes de su estado y de su condición”. Se ignora la fecha de su muerte.

Francisco no se portaba mejor. A la partida de los franceses, a finales de 1799, entró en el cuerpo de granaderos reales, o sea la guardia palatina, y se sumergió hasta el cuello en una mala vida. En 1811, se casó en Londres, con una inglesa rica, que le aportó 600.000 libras tornesas de ingreso. En 1816, el abate de Mazenod, al necesitar dinero para pagar la compra del convento de las Carmelitas, se dirigió a Francisco, recordándole que sigue siendo “siempre su amigo fiel y que ruega cada día por el”. Y termina con estas palabras significativas: “Ojalá hubiese aprovechado el tiempo en que tenía tanto poder sobre tu espíritu, como el que tú tenías sobre mi corazón, para inspirarte por la religión el mismo respeto y el mismo cariño que yo experimentaba en el fondo de mi corazón, pero que ahogaba a menudo […] Pero, ¡ay! a los 17 o 18 años, no siempre se escucha a la razón.” No sabemos si “ese ricachón” repondió favorablemente a la petición del Fundador de los Oblatos. Murió en diciembre de 1841, a la edad de cincuenta y siete años.

Eugenio, por el contrario, sólo tiene elogios para la princesa Larderia, tanto durante su estadía en Palermo, como después de su retorno a Francia. Era su madre adoptiva, a quien amaba más que a su propia madre. El era su “galán” y el distribuidor de sus numerosas limosnas a los pobres. Citemos, al respecto, lo que él escribirá más tarde, en sus memorias entre 1840 y 1850 a partir de las notas tomadas en Palermo: “La Providencia, que siempre ha velado por mí desde mi más tierna infancia, me abrió las puertas de una familia siciliana, donde fui recibido desde el principio como un hijo de la casa. Era la familia del duque de Cannizzaro. Su esposa, la princesa de Larderia, era una santa. Ambos me tomaron gran afecto y parece que se consideraban felices de dar a sus dos hijos, que eran un poco más jóvenes, un compañero que pudiera convertirse en su amigo y que les diera ejemplo de buena conducta, cosa muy rara, especie de fenómeno en un país como el suyo. A partir de esa época y hasta mi vuelta a Francia, yo formé parte de la familia: mis cubiertos estaban siempre en la mesa. Yo iba con ellos al campo en la buena temporada y recibía en la casa la misma atención que sus hijos, que me consideraban como hermano. En efecto, me había convertido en su hermano por el cariño; y su madre, que decía que un tercer hijo le había llegado, me había inspirado tanto cariño por sus bondades, que sus hijos no la amaban ciertamente más que yo. Esto lo probé en su muerte, en que todos pudieron juzgar que mi dolor fue incomparablemente más sensible y más profundo que el de sus hijos. La princesa, a quien yo llamaba con justicia mi madre, nos fue arrebatada repentinamente; el golpe fue cruel y la herida profunda; me afectó durante mucho tiempo, incluso estuve enfermo. Me han contado que a la vista de su cadáver, yo me eché de rodillas al pie de su lecho, lanzando muchas veces este grito lastimoso: ¡he perdido a mi madre, he perdido a mi madre!. Los lazos de la estrecha amistad que me unían a la familia se afianzaron aún más, a raíz de este acontecimiento espantoso. Nos hicimos inseparables hasta el día en que tuve que abandonar Sicilia para volver a Francia” (Diario, en Ecrits Oblats I, t. 16, p. 87 [Diario,I, p. 56-57]).

La princesa de Larderia murió el 1° de mayo de 1802, a los 44 años. Se había confesado el viernes para poder comulgar el sábado y el presidente de Mazenod concluye: “Y ese mismo sábado, en lugar de recibir a su Creador, es su Creador quien la recibió en su seno, pues era una santa reconocida por todos” (el presidente a su esposa, el 14 de mayo de 1802). Eugenio sufrió a tal punto por la muerte de “su madre”, que se temía por su salud mental y física, se necesitó mucho tiempo para que recuperara el ánimo y se repusiera de su grave enfermedad.

En cuanto al duque de Cannizzaro, se ignora la fecha de su muerte. Eugenio de Mazenod en carta a su padre, el 31 de octubre de 1803, hace la siguiente caricatura: “La familia de Cannizzaro es verdaderamente una fuente inagotable de locura, del más perfecto ridículo… Encuentro en el duque al cómico serio, en su hijo [Miguel] al cómico escandaloso, todo esto mezclado con farsa, formando un revoltijo del más extravagante ridículo. Veo al duque despilfarrando por un lado y aprovechándose por otro […]: 28 domésticos y 20 caballos, ¡vaya, qué gran mérito!”

Tal era la familia Cannizzaro donde Eugenio pasó los años más críticos de su juventud atormentada, de los 18 a los 20 años.

JOSÉ PIELORZ, O.M.I.