1. La caridad en la experiencia del fundador
  2. La caridad, rasgo distintivo de la familia oblata
  3. Los superiores generales
  4. La pedagogía de la caridad

LA CARIDAD EN LA EXPERIENCIA DEL FUNDADOR

No podemos hablar de la caridad de Eugenio de Mazenod únicamente en el sentido de apreciación moral o de virtud. El amor en su vida es mucho más que un simple comportamiento moral. No es una virtud sino una Persona, Dios mismo.

1. EN MARCHA HACIA UNA RESPUESTA DEFINITIVA AL AMOR

No estudiaremos aquí el esfuerzo moral realizado por Eugenio o el itinerario que recorrió para adquirir esta virtud. Veremos más bien el proceso seguido por Dios, el mismo Amor, para entrar progresivamente, en forma cada vez más radical, en su vida, apoderarse de su corazón e inflamarlo.

a.”Creado únicamente para amar”

Eugenio no vino santo al mundo [1]. Sin embargo, justamente al reflexionar sobre su vida, descubrirá, al comienzo de ella, la presencia activa de Dios. Le gusta subrayar que Dios le ha dado gratuitamente ciertas actitudes que han determinado su forma de ser: “Es difícilmente comprensible que, a pesar de un carácter como el mío que acabo de describir, mi corazón sea tan sensible: lo es en exceso. Sería demasiado largo citar aquí todos los rasgos de mi infancia que me han contado: son de verdad sorprendentes. Era corriente que diera mi desayuno, aun cuando sentía mucha hambre, para aliviar la de los pobres; llevaba leña a los que se quejaban de frío y de no tener medios para comprarla. Un día hasta llegué a despojarme de mi ropa para vestir a un pobre, y mil otras cosas parecidas. Cuando había ofendido a alguien, aunque fuera un criado, no quedaba en paz hasta el momento en que pudiera reparar la falta haciendo algún regalo o algún gesto de amistad o incluso alguna caricia a aquellos que tenían motivo de queja contra mí. Mi corazón no ha cambiado con la edad” [2]. Como vemos, Eugenio ha sido “creado por Dios con un alma sensible, un corazón tierno, amante y generoso” [3]. Al mismo tiempo, desde que él se recuerda, encuentra en su corazón un atractivo extraordinario por Dios que abraza toda su vida: “Dios había puesto en mí, diría, casi como una especie de instinto para amarle; cuando todavía no estaba formada mi razón, me gustaba estar en su presencia, elevar a él mis débiles manos , escuchar su palabra en silencio como si la hubiera comprendido. Siendo de natural vivo e impetuoso, bastaba llevarme ante los altares para obtener de mí la mansedumbre y la más perfecta tranquilidad, tanto me encantaban ya entonces las perfecciones de mi Dios por instinto como he dicho, porque a esa edad no podía conocerlas” [4].

Según el contexto, este amor para el que Eugenio se siente creado no se limita a los sentimientos, sino que supone una consagración total al servicio de Dios: “Quiso dar un sacerdote a la naturaleza, quiso crear un ser que tuviese relaciones con él […], que pudiera amarle. Ese ser, me he dicho, ese ser soy yo. Mi alma es una emanación de la divinidad, que tiende naturalmente hacia ella, que nunca hallará descanso fuera de ella; ha sido creada únicamente para amar a Dios. Y mi cuerpo igualmente solo ha sido formado para servirle, para rendir gloria y homenaje a Dios” [5]. Puede decirse: ahí está Eugenio tal como ha salido de las manos del Creador. Todos estos rasgos le han sido confiados gratuitamente, como “un talento” (Mt 25, 15) que debe hacer fructificar durante su vida.

b. “Una continuación de la creación”

Eugenio tiene 9 años cuando empieza para él el período de once años de emigración que él considera como continuación de la acción creadora de Dios: “ He recorrido así las diversas situaciones en que el Señor me ha colocado […] He considerado estas gracias como una continuación de la creación, como si Dios, después de haberme formado, tomándome de la mano, me hubiese colocado así sucesivamente, diciéndome: te he creado para que me ames, para que me sirvas […] hago más: débil criatura como eres, te coloco aquí y allí para que logres más fácilmente ese fin […]” [6].

Intentemos descubrir los acontecimientos y las personas de las que se sirve la mano creadora de Dios para continuar su obra en Eugenio. Según los testimonios, la estancia en Turín es sin duda para él un tiempo fuerte de encuentro muy personal con Cristo en la Eucaristía [7]. Eugenio estaba lejos de sus parientes, en un país extranjero, obligado a comunicarse y a estudiar en una lengua que no era la suya. Dios era su único amigo. Aprendió entonces que Dios solo basta y aprendió bien esta lección [8]. En el colegio de los Nobles, se levanta “cada día una hora antes que los otros alumnos” para rezar él solo en su cuarto [9]. En Venecia, Don Bartolo Zinelli [10] traza para él una espiritualidad apropiada a su edad y a su temperamento. Le propone la actitud llena de ternura que le va a permitir sumergir en la vida espiritual toda su personalidad. Le enseña a amar a Dios con un amor verdadero, vivo, tierno, capaz de expresarse también en signos exteriores [11]. Está libre del sentimentalismo, pero también del jansenismo y del rigorismo moral. Pasa gran parte del tiempo leyendo y estudiando algunos temas escogidos. En efecto, no solo conoce su fe, sino que la profesa con orgullo y está dispuesto a defenderla [12]. Por otra parte, la fe no es para él solamente una cuestión de corazón ni una cuestión de convicciones, sino una relación muy personal con Dios.

Hasta entonces Eugenio había tenido ocasión de familiarizarse con el misterio de Dios. Por el momento, debe integrar su vida interior en su vida social de cada día. Llega a Palermo. Hasta esa ocasión, había sido obligado a vivir “sin haber tenido nunca la ocasión de encontrar a un solo niño ni de aprender ninguna diversión que fuera mínimamente mundana” [13]. Sin exagerar, podemos considerar como providencial su estadía en Palermo. Si tomamos en serio la confesión de Eugenio de que “de los 12 a los 16 años el alejamiento de las personas del otro sexo tenía algo de salvaje” [14], y que no quería “dar la mano a las damas, excepto a las viejas” [15], hay que reconocer que su permanencia en Palermo aportó un complemento esencial a su formación humana. En este caminar Eugenio no está solo. Dios, “que ha velado siempre por [ él] desde [su] tierna infancia, le abre ahora las puertas de la familia de Cannizzaro. El duque y la duquesa lo acogen ambos con gran afecto” [16].El encuentro con la duquesa de Cannizzaro sobre todo fue providencial. Esta mujer de unos 40 años, feliz esposa y madre de tres hijos, considera a Eugenio como su propio “hijo”, y él la llama su “segunda madre”. “La ama”; siente por ella mucha “ternura” [17] y aprende a manifestar sus sentimientos a través de pequeñas señales, pensando por ejemplo en ofrecerle “un ramillete” [18].

Por su parte, la duquesa se siente responsable de la formación humana y espiritual de Eugenio. Le lleva al teatro y de paseo. Algunas tardes, lee con él, por ejemplo, “las tragedias de Racine” [19]. Al mismo tiempo, comparte “a menudo” con Eugenio su fe, le da consejos [20]. El padre de Eugenio llama a la duquesa “la madre de los pobres y de los afligidos” que “sin reservarse nada para sí” hace “inmensas caridades”. Eugenio pasa a ser “el confidente de todos sus proyectos, el cooperador y distribuidor de todas sus buenas obras” [21]. Él participa igualmente en la vida social. La duquesa le ha presentado a su hermana, la princesa de Ventimilla. Su hija, “hermosa como un ángel”, le cuenta “en el número de sus más queridos amigos”, y él “la ama con toda la ternura de un hermano” [22]. Sin embargo, Eugenio no se comporta como un atolondrado. Según sus propias palabras, experimenta “constantemente […] una especie de horror por todo género de disipación” y la deplora “con disgusto en los otros”. Aspira “a una alegría bien diversa” [23]. Al dejar Palermo, Eugenio parece haber conservado la lección. Se presenta como una persona madura, abierta a Dios, aunque también al mundo. Ve en el hombre “la obra más hermosa del Creador” [24]. No tiene vergüenza de llorar [25], ni de amar tiernamente [26], ni de ser débil, o de que su mano “tiemble un poco” [27]. Es capaz de reírse de sí mismo [28]. Siente “mucho gusto por la música” y queda prendado de “los soberbios fragmentos de Paisiello, Cimarosa, Guglielmi, etc.” [29]. Tiene interés por los libros de historia y de literatura, pero conoce también los Coloquios con Jesucristo en el santísimo sacramento del altar [30] y siente necesidad “de un libro de oraciones que pertenecía a [su] madre” [31].

El 34 de octubre de 1802, Eugenio vuelve a Francia y vive entre la diversión y la melancolía. Durante el carnaval de 1803, se le ve bailar y participar en conciertos. A su padre le describe cómo se divierte [32]. No obstante, su corazón no está sereno. El joven se vuelve cada vez más sarcástico, incluso a veces agresivo y cínico [33]. “A menudo” hace “paseos solitarios” [34]. Permanece “algunas veces por tres semanas” “triste” y sin visitar a nadie [35]. A partir de 1804, entre los conciertos, picnics y vodeviles, va encontrando cada vez con más frecuencia tiempo para visitar las iglesias. Los documentos atestiguan que en este período se opera en su interior una evolución interesante. En el mes de mayo de 1804 anota: “Cuando entro en una iglesia para poner a los pies del Eterno mis humildes súplicas, el pensamiento de que soy un miembro de esa gran familia cuyo Jefe es Dios mismo, el pensamiento de que en esa circunstancia yo soy, por decirlo así, el representante de mis hermanos, de que hablo en su nombre y por ellos, parece dar a mi alma un vuelo, una elevación que es difícil expresar. Siento que la misión que cumplo es digna de mi origen [36].

Semejante texto manifiesta sin duda una gran madurez espiritual. Y luego tenemos las 17 páginas de “Notas sobre el Genio del Cristianismo del Sr. de Chateaubriand”. Estas notas son de enero de 1805. Leyéndolas “podemos reconocer el buen juicio de Eugenio y especialmente admirarnos de su interés y de sus conocimientos sobre el cristianismo, la apologética” [37] y la patrística. Vemos que la fe no es para él cuestión de poesía, de emoción, de humanismo o de promoción de la libertad, sino el asunto “esencial de la vida eterna” [38]. Tiene también viva conciencia de la alta dignidad de la proclamación de la Palabra de Dios, de la vocación sacerdotal y del puesto central que ocupa el mensaje de la Cruz en la transmisión del Evangelio [39]. Finalmente, en los últimos meses de 1805 o al comienzo de 1806 se compromete en el apostolado. Va “de chabola en chabola” para atender a los pobres y a los enfermos. Si es preciso, hace la cama a los enfermos, barre sus cuartos, venda sus llagas, llama al sacerdote en el momento oportuno y cierra los ojos “de aquellos a quienes había cuidado hasta el último suspiro”. “Varias veces por semana” se dirige al hospital adonde dice que va “a honrar y servir a Jesucristo en sus miembros sufrientes” [40]. El 30 de diciembre de 1806, el alcalde de Aix le propone ser administrador de prisiones. Eugenio acepta, y hace luego esta consideración: “No le diré cuánto le cuesta a un corazón como el mío vivir, por decirlo así, en medio de todas las miserias y los sufrimientos de todas clases y sobre todo cuando considero el endurecimiento y la perseverancia en el mal” [41].

2. EUGENIO RESPONDE AL AMOR

Hemos visto cómo “muchas veces y de muchos modos” (Hb 1,1),a través de las personas y de los acontecimientos, Dios se hizo presente en el itinerario de Eugenio. Llegamos ahora al año 1807. El análisis imparcial de los escritos de Eugenio muestra que se trata de un momento decisivo de su marcha. En ese momento, aunque ignoremos cómo ocurrió todo exactamente, Dios “le habló por su Hijo” (Hb 1,2), dibujando a sus ojos los trazos de “Jesucristo Crucificado” (Ga 3,1). Se puede decir que ese Viernes santo es el día de la victoria de Dios en la vida de Eugenio. Dios que desde hacía mucho tiempo le había perseguido sin tregua, le conquistó finalmente y le convirtió en su amador. Ante la revelación del amor de Dios en Cristo crucificado, Eugenio, despojado e impotente, pero lleno de un atractivo indecible en la búsqueda infatigable de los pecadores que él lleva con delicadeza extraordinaria, no puede quedar indiferente. Debe responder. Y es ,en primer lugar, su corazón quien responde.

a. Una respuesta del corazón

Al principio, hay silencio y lágrimas que brotan del corazón [42]. Luego viene la admiración. Eugenio es consciente de que las palabras son incapaces de expresar lo que “esa infinita, esa incomprensible bondad” le hace experimentar [43]. Pero al mismo tiempo siente la necesidad imperativa de contarlo. La primera cosa que le asombra es la profusión con que Dios derrama “sin medida” sus favores sobre él [44]. Su asombro crece cuando comprende que Dios en un bienhechor del todo desinteresado. Profundamente maravillado exclama: “Me ha aguantado, ha hecho como si no se diera cuenta de los ultrajes sangrientos que yo no dejaba de inferirle; siempre el mismo, me abría su corazón amoroso […] ¡Cuánto tiempo ha durado esa escena prodigiosa de amor por un lado, de barbarie, de locura por otro?” [45]. Se da cuenta de que Dios, a pesar de su “majestad soberana” [46], no toma en cuenta las ofensas, no quiere actuar con él “como dueño, como podría” [47] sino que se muestra “como padre tierno y querido” que lucha por la felicidad del hijo. Así el estupor de Eugenio sobrepasa el nivel de la inteligencia e impregna todo su ser, convirtiéndose en adoración: “[…] glorificabo nomen tuum in aeternum quia misericordia tua magna est super me [glorificaré eternamente tu nombre, porque tu misericordia ha sido grande conmigo]” [48].

La adoración no es “un ejercicio de piedad” en la vida de Eugenio; es toda su vida que está llena de encanto y de asombro. Busca, como los enamorados, el nombre más digno para llamar a Dios. Lo llama “Dueño excelente, rico, generoso” y lo invoca: “¡Oh mi Salvador, oh mi Padre, oh mi Amor!”, “mi buen Jesús”. Pero, siempre insatisfecho de su búsqueda, prefiere “admirar su bondad” [49]. En su vida, la adoración se vuelve así “la feliz necesidad de pensar únicamente en este divino Salvador, de servirle con más ardor y de amarle sin interrupción” [50]. Sin hablar mucho de sus experiencias, a Eugenio le gusta permanecer en silencio ante el santísimo Sacramento, “conmovido e impregnado de amor”. Su adoración es la presencia silenciosa de los enamorados, uno al lado del otro. Con gran familiaridad, desahoga “su corazón en el seno de aquél que [le] ama”, se complace en “pasar unos instantes en su compañía” [51] y se maravilla del “exceso de su ternura” [52].

Otro sentimiento “embarga” el corazón de Eugenio: es el agradecimiento de quien se siente perdonado y amado a pesar de sus faltas. Mostrarse agradecido se vuelve gradualmente una de las preocupaciones principales de Eugenio. Parece que Dios se sirvió justamente de este sentimiento para introducirlo cada vez más en su intimidad. A Eugenio que afirma apreciar hasta “el más pequeño servicio que brota del corazón”, Dios le ha mostrado simplemente su corazón magnánimo, con lo que conquistó su “eterna” gratitud. [53] Contrariamente a lo que se hubiera podido prever, la relación de Eugenio con Dios no fue una relación de deudor a bienhechor ni de ofensor a ofendido. Nada de eso. La relación fue la de un tierno amor de amistad [54]. He aquí una de sus numerosas notas de retiro: “Dios mío, esto se acabó ya y para toda la vida. Vos, solo vos seréis el único objeto al que tiendan todos mis afectos y todas mis acciones. Agradaros, obrar por vuestra gloria será mi ocupación cotidiana, la ocupación de todos los instantes de mi vida. No quiero vivir más que por vos. No quiero amar más que a vos y todo lo demás en vos y por vos. Desprecio las riquezas, pisoteo los honores. Vos sois todo para mí, me hacéis las veces de todo. ¡Dios mío, mi amor y mi todo! […]” [55].El deseo expresado en esta oración no es de ningún modo marginal, un deseo entre tantos. Eugenio es suficientemente claro cuando dice: “¡Oh Salvador mío, oh Padre mío, oh amor mío! Haced que os ame. No pido otra cosa, porque sé bien que ahí está todo. Dadme vuestro amor” [56]. No menos elocuente es el hecho de que celebró su primera misa con la intención de obtener “el amor de Dios sobre todas las cosas” [57]

b. Una respuesta de la vida

Es sin duda el amor lo que da a la vida de Eugenio su dinamismo. Sin embargo, él está muy lejos de encerrarse en el sentimentalismo o el intimismo espiritual. Es impulsado a expresar su amor en la vida cotidiana.

Después de la experiencia del vienes santo, se da en él una preocupación especialmente fuerte por ser fiel a Dios. Simplemente es la expresión del amor de quien desea no tener más que una sola voluntad con el Amado y es feliz cuando el Amado se siente libre para hacer de él todo lo que le agrada. Eugenio quiere actuar en todo “únicamente por Dios” sin búsqueda alguna de sí mismo ni de la opinión de los hombres [58]. No se contenta con una obediencia exterior; desea amar sinceramente la voluntad de Dios: “[…] trataré de llegar a amar más lo que es conforme a la voluntad del Señor, la única que debe dirigir no solamente mis acciones sino también mis afectos” [59]. En esta búsqueda de la voluntad de Dios, podemos ver otra característica de aquellos que caen en el enamoramiento; al lado de su docilidad, se da en él el deseo del “abandono total”. En este abandono quiere ser radical hasta “el sacrificio de sí mismo” y el “renunciamiento a sí mismo” [60]. Si es cierto que Eugenio busca y sigue la voluntad de Dios, hay, con todo, momentos en que confiesa que “la marcha de la Providencia es un gran misterio para [él]” [61] y en que los “decretos” y los “secretos” del Señor le resultan “impenetrables” [62]. Entonces su actitud siegue siendo la misma: “adoremos los designios de Dios”.

Siguiendo la dinámica del amor, Eugenio ha llegado todavía más lejos; ha sentido el deseo de hacerse cargo de la misión del Amado. Consciente de que Jesús fue enviado especialmente para evangelizar a los pobres, quiere “seguir las huellas de Jesucristo” (Prefacio) y ser el cooperador del Salvador, el corredentor del género humano [63]. Escoge como divisa de la Congregación las palabras con las que Jesucristo describe su propia misión (Lc 4, 18). El deseo de “seguir a Cristo” hace de Eugenio el misionero de los pobres”. Ahora bien, este deseo le lleva aún más lejos. No se contenta con compartir la misión de Cristo; quiere estar unido a él. Este deseo abarca toda su vida y hasta los más íntimos repliegues de su ser. Eugenio sueña con unirse a Cristo hasta identificarse con él. El término “la conformidad con Jesucristo” se repite continuamente en sus escritos. Desea ser “semejante” a él, imitarle con todas sus fuerzas y “vivir” su vida [64]. Al prepararse para el sacerdocio, anota: “me apliqué a considerar a N.S. Jesucristo, amable modelo al que debo y quiero, con su gracia, conformarme” [65]. “¡Ay!, exclama, cómo puedo decir Vivo ego jam non ego, vivit enim in me Christus [ y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)]. No hay término medio, si quiero ser semejante a Jesucristo en su gloria, es preciso que antes le sea semejante en sus humillaciones y en sus sufrimientos, semejante a Jesús Crucificado; procuremos, pues, conformar en todo mi conducta con ese divino modelo a fin de poder dirigir a los fieles estas palabras de San Pablo: Imitatores mei estote sicut et ego Christi [sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo: 1 Co,11, 1] [66]. Este deseo de unión a Cristo hasta la identificación alcanza su apogeo en el martirio al cual aspira. Estando aún en el seminario, quiere “seguir al Maestro hasta el Calvario” [67]. Desde que es sacerdote, “cada día en la elevación del cáliz” pide la gracia de morir como “mártir de la caridad” [68]. Desea “ardientemente” esa clase de muerte [69] y envidia la suerte de quienes pudieron “sacrificarse por las almas de sus hermanos como nuestro divino Maestro que murió por la salvación de los hombres” [70]. En el primer artículo del primer texto de las Constituciones y Reglas, Eugenio trasmite su ideal a la Congregación: “El fin del Instituto […] es en primer lugar […] imitar las virtudes y los ejemplos de nuestro Salvador Jesucristo” [71]. Cuando después desarrolla su pensamiento, es todavía más fuerte y más audaz: “En una palabra, procurarán hacerse otros Jesucristo” [72]. Es difícil decir más. Para Eugenio “todo está ahí” [73].

Antes de morir, el 21 de mayo de 1861, dijo a sus oblatos: “Practicad bien entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad, y fuera el celo por la salvación de las almas”. En esto se ha reconocido espontáneamente el testamento espiritual que resume el verdadero espíritu del que deseaba imbuir la vida de la Congregación [74]. Para captar toda la riqueza de ese testamento, no podemos contentarnos con el aspecto moral del amor. Hay que considerarlo en la perspectiva de la “historia del amor” que Eugenio vivió con Dios: “Quien no ha experimentado en la propia vida lo que es el haber sido amado por Cristo y el haber costado el precio de su sangre, no podrá jamás comprender perfectamente todo el contenido de la vocación oblata […] Ahora bien, no hay hombre apostólico, no puede haberlo, si ese hombre no ha encontrado primero personalmente el amor de Cristo hacia él. Esta fue la experiencia primera del Padre de Mazenod” [75]. Esta experiencia del amor de Cristo es el manantial mismo de donde brotó el carisma.

Kazimierz LUBOWICKI

LA CARIDAD, RASGO DISTINTIVO DE LA FAMILIA OBLATA

Eugenio de Mazenod hizo partícipe de su experiencia de amor a toda su Congregación, de tal suerte que la caridad vino a ser el rasgo distintivo de los oblatos.

El conectó indisolublemente la caridad fraterna con la obra misionera de su Instituto. El testamento del Fundador constituye una de las cimas de su enseñanza. En efecto, si nuestra relación personal con Cristo es la fuente de nuestra vida y de nuestro apostolado, la caridad fraterna es el fruto y el signo de la vida nueva que nace de él.

1. LA CARIDAD FRATERNA EN EL CENTRO DE NUESTRO CARISMA

Es la caridad fraterna la que nos hace comunidad, la que nos hace testigos, la que nos hace oblatos. Ella está en el centro de nuestro carisma; es parte esencial de nuestro espíritu de familia; es característica de nuestra identidad [76]. Conocemos todos las últimas palabras del Fundador: “Entre vosotros, la caridad…,la caridad…,la caridad”. Pero no fue solo al fin de su vida cuando tuvo esa visión de sabiduría; la asumió, en efecto, desde el principio como fundamento de la formación y de la animación del Instituto. En 1830, visita a la comunidad de N.D. de Laus; la falta de regularidad que allí encuentra le apena. En la carta que escribe luego desde Friburgo vuelve a tocar el tema. Recordando la observancia de las Reglas, indica el principio unificador de toda nuestra vida: “[…] es preciso que haya un espíritu común que vivifique este cuerpo particular. El espíritu del cisterciense no es el del jesuita. El nuestro también nos es propio. Los que no lo han captado, por no haber hecho un buen noviciado, son entre nosotros como miembros dislocados. Hacen sufrir a todo el cuerpo y ellos mismos no están a gusto. Es indispensable que se sitúen en su lugar”. Para ilustrar este espíritu, habla de la caridad en su triple expresión: para con Dios, para con los compañeros y para con los otros. “La caridad es el eje sobre el que gira toda nuestra existencia. La que debemos tener para con Dios nos ha hecho renunciar al mundo y nos ha consagrado a su gloria por toda clase de sacrificios, incluso el de nuestra vida […] La caridad para con el prójimo forma también parte esencial de nuestro espíritu. La practicamos primero entre nosotros amándonos como hermanos, considerando a nuestra Sociedad solo como la familia más unida que existe en la tierra, alegrándonos de las virtudes, de los talentos y de las demás cualidades que poseen nuestros hermanos como si las poseyéramos nosotros mismos, aguantando con mansedumbre los pequeños defectos que algunos no han superado todavía, y cubriéndolos con el manto de la más sincera caridad, etc. ; y para con el resto de los hombres, considerándonos solo como servidores del Padre de familia encargados de socorrer, de ayudar y de conducir a sus hijos con el trabajo más asiduo […]” [77]

La caridad no es algo exclusivo de los oblatos. Es el mandamiento nuevo dado por Jesús a sus discípulos. El Vaticano II define la vida religiosa misma en función de la caridad. Esta es también la regla última en el ejercicio de la misión, como recuerda Juan Pablo II en su encíclica misionera” [78].

Entonces ¿qué hay de nuevo en la caridad oblata? El Fundador nos quería ante todo cristianos auténticos, verdaderos religiosos, misioneros celosos. Deseaba que nuestras comunidades fueran reflejo de la comunidad cristiana primitiva como está descrita en los Hechos de los Apóstoles. La expresión “un solo corazón y una sola alma” nos remite a ese ideal vinculado al testimonio y a la fecundidad apostólica. Quería que continuáramos el espíritu y las obras de las órdenes religiosas suprimidas. En otros términos, quería que viviéramos el alma de la vida consagrada: “Movidos por la caridad, que el Espíritu Santo derrama en sus corazones, viven más y más para Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia” [79]. Quería que fuéramos misioneros celosos, es decir, imbuidos de amor activo y creativo hacia las almas amadas y salvadas por Cristo.

Con todo, el Fundador exigía algo de más específico en nuestro modo de vivir la caridad. Esta peculiaridad es observada por los otros. Quienes frecuentan los capítulos y congresos de diversos institutos, y vienen entre nosotros dicen haber notado algo de diferente justamente en nuestro modo de vivir la fraternidad y de comportarnos unos con otros, en la cordialidad siempre sencilla y abierta, en la vida de familia. Esta coloración fraternal tiene su incidencia en la obediencia y en nuestro modo de vivir la vida comunitaria. Aunque no podamos decir con precisión lo que en concreto nos distingue de los otros religiosos, lo importante es que seamos lo que somos y que vivamos integralmente aquello a lo que somos llamados.

El P. Mauricio Gilbert, fundador de Vie Oblate Life y gran especialista del Fundador, concluía así su artículo sobre las últimas palabras de San Eugenio: “Tomás Merton […] nota simplemente esta reflexión: ‘El ideal franciscano de pobreza parece desempeñar en la vida espiritual el mismo papel que el del silencio y la soledad en las órdenes puramente contemplativas’. Las dos vías, en efecto, coinciden en el término: la purificación del alma y su unión a Dios. Es lícito preguntarse en forma parecida cuál es para el oblato el camino de la santidad, su forma peculiar de tomar parte en el misterio pascual de Cristo. No es ciertamente el silencio y la soledad del contemplativo ni tampoco la pobreza del franciscano. ¿No sería justamente su ideal de caridad fraterna y apostólica? […] Recogiendo la frase de Tomás Merton, creemos que se puede decir: ‘el ideal oblato de caridad parece que puede desempeñar el mismo papel que el silencio y la soledad en las órdenes puramente contemplativas’. El ‘testamento del corazón del Fundador’ expresa bien ‘el alma de nuestra alma’” [80]. Estoy de acuerdo con esta conclusión y yo añadiría el celo a la caridad. El ideal oblato de caridad y de celo es una característica de nuestro carisma. Es la vía privilegiada de nuestra purificación interior y de nuestra unión a Dios, nuestro camino hacia la santidad. Es nuestra manera de transmitir el misterio pascual.

Las Constituciones de 1982 subrayan aún más las exigencias de la caridad. Presentan un ideal de comunidad que, antes de ser funcional y estructural, es evangélica, esto es, animada por la caridad. La palabra “caridad” se emplea para indicar las relaciones fraternales animadas por la fe, mientras que “amor” designa, con preferencia, las relaciones con Dios [81]y con la Iglesia. Siguiendo el pensamiento del Fundador, el término caridad va asociado al de obediencia [82] para indicar una complementariedad significativa. Se emplea el término “hermano” o “fraternal” para designar a todos los oblatos [83] y su tipo de relaciones [84].

La constitución 37 indica la relación esencial entre caridad, comunidad, testimonio y misión. “A medida que va creciendo nuestra comunión de espíritu y de corazón, damos testimonio ante los hombres de que Jesús vive en medio de nosotros y nos mantiene unidos para enviarnos a anunciar su Reino”. Caridad y testimonio están conectados de modo especial con el voto de castidad [85].

El libro de las Constituciones y Reglas de 1982 presenta dos textos antiguos de la Regla sobre la caridad fraterna. El que se ha insertado en la sección sobre la comunidad apostólica es de 1825. Subraya el soportarse mutuo, la caridad gozosa y el respeto de unos a otros (p. 44). El otro, de 1850, se pone al final, como una especie de síntesis de las Constituciones y Reglas. Invita a renovarse en el espíritu de la vocación y en la audacia apostólica. Termina así: “Que, guardando en su memoria estas palabras (resumen admirable de toda nuestra Regla) ‘todos unidos por los lazos de la más íntima caridad bajo la dirección de los superiores’ formen un solo corazón y una sola alma” (p. 141).

2. CARIDAD Y UNIDAD DE LA CONGREGACION

Para el Fundador, la caridad no se limita a la comunidad local, haciendo de ella un hogar íntimo y dinámico para la misión. La caridad debe abarcar a toda la Congregación, a todos sus miembros y a todas sus comunidades. Debe crear una unidad que permita superar las dificultades y haga misionera a toda la Congregación [86]. En los escritos de San Eugenio hay un hecho sorprendente que manifiesta su sentido profético. En un tiempo en que casi todos los oblatos eran franceses y se conocían entre sí, él vinculaba con insistencia caridad y unidad. Hoy tal unidad asume gran importancia dada nuestra extensión geográfica y nuestra diversidad cultural.

Eugenio de Mazenod quería que su Congregación fuera una familia unida, un cuerpo, un edificio, un árbol. Hacia el fin de su vida escribía a los oblatos del Canadá: “A cualquier distancia que os encontréis del centro de la Congregación, pensad que debéis vivir la vida de la familia de la que formáis parte. Es consolador en las extremidades de la tierra donde os encontráis pensar que vivís de la misma vida y en la comunión íntima con vuestros hermanos repartidos por toda la superficie del globo” [87]. Y también: “Congratulémonos, pues, mutuamente de todo el bien que se realiza por los nuestros en las cuatro partes del mundo. Todo se hace solidariamente entre nosotros. Cada uno trabaja por todos y todos por cada uno. ¡Oh, qué hermosa y qué conmovedora la comunión de los santos!” [88].

De este lazo de unidad es un elemento central la persona de Eugenio. Su paternidad espiritual, fruto de su carisma peculiar de fundador, une a todos los oblatos entre sí [89]. El menciona a menudo las relaciones que se dan entre ellos y él, “relaciones que parten del corazón y que forman entre nosotros verdaderos lazos de familia […] esto no lo he encontrado en ninguna parte […] Digo que es este sentimiento, que reconozco venido de Aquél que es la fuente de toda caridad, el que ha provocado en los corazones de mis hijos esta reciprocidad de amor que forma el carácter distintivo de nuestra querida familia”. Antes había dicho en la misma carta: “Que los hermanos oblatos se imbuyan todos del espíritu de familia que debe existir entre nosotros” [90].

Es bien conocida su última consigna antes de morir: “Entre vosotros la caridad, y fuera el celo por la salvación de las almas”. Menos conocido pero igualmente significativo es el encargo que hizo a Mons. Guibert, en el momento en que éste le llevaba el santo viático, de que dijera en su nombre a los oblatos: “[…] dos cosas: que nos había amado siempre y siempre nos amaría, y que quería que, a nuestra vez, nosotros nos amáramos como hermanos; que este mutuo afecto nos haría dichosos, santos y fuertes para el bien” [91]. Tomaba muy a pecho la caridad entre los oblatos y veía en ella el espíritu común que vivifica a la Congregación.

El Fundador dio ejemplo amando intensamente a sus oblatos. Ciertos lectores apresurados han llegado incluso a escandalizarse del tono afectuoso de sus cartas a algunos de sus hijos. San Eugenio, al contrario, veía en este amor a los oblatos – y no solamente a ellos – un don de Dios, una actitud semejante a la de Cristo, un medio de verdadera santidad. Escribía al P. Carlos Baret: “Sabes, muy querido hijo, que mi gran imperfección es amar apasionadamente a los hijos que Dios me ha dado. No hay amor de madre que lo iguale” [92]. Y al P. Antonio Mouchette: “Amo a mis hijos incomparablemente más que ninguna criatura humana podría amarlos. Es un don que tengo de Dios y que no ceso de agradecerle porque dimana de uno de sus más hermosos atributos […]” [93]. Dos años después escribía al mismo: “A menudo le he dicho a Dios que, puesto que me ha dado un corazón de madre y me ha dado hijos que merecen por tantos títulos mi amor, es preciso que me permita amarlos sin medida. Es lo que hago muy conscientemente. Me parece que cuanto más amo a personas como usted, mi querido hijo, más y mejor amo a Dios, principio y vínculo de nuestro mutuo afecto” [94].

En su Diario explica las razones de sus sentimientos tan intensos: “Declaro que no concibo cómo pueden amar a Dios aquellos que no saben amar a los hombres dignos de ser amados. […] Que quien se sienta tentado de censurarme sepa que me atemoriza poco su juicio y que yo triunfaría probándole que tengo plena razón para agradecer a Dios el haberme dado un alma capaz de comprender mejor la de Jesucristo, nuestro Maestro que ha formado y anima e inspira la mía, mejor ,digo, que todos esos fríos y egoístas razonadores, que parecen colocar su corazón en el cerebro y no saben amar a nadie porque, en último análisis, sólo se aman a sí mismos […]. No hay término medio. ‘Hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano’ (1 Jn 4,21). Que se estudie a San Juan y que se sondee el corazón de San Pedro y su amor a su divino Maestro, que se profundice principalmente todo lo que emana del corazón tan amante de Jesucristo no solo para con todos los hombres, sino en especial para con sus Apóstoles y sus Discípulos, y después que tengan la osadía de venir a predicarnos un amor especulativo, ayuno de sentimiento y sin afecto” [95].

Debido a su profundo amor, el Fundador exigía de sus oblatos que tuvieran correspondencia regular con él. Reaccionaba con muestras de afecto o con reproches. Se relacionaba con ellos en la oración, se alegraba con sus visitas y sufría por sus faltas contra la caridad fraterna, sobre las cuales emitía juicios muy severos [96]. Aunque sus enseñanzas teóricas sobre la caridad son solo ocasionales, no por eso son menos ricas [97].

LOS SUPERIORES GENERALES

Los superiores generales han vuelto a insistir constantemente en el tema de la caridad fraterna [98]. El P. José Fabre, sucesor de San Eugenio, escribe: “Nuestra vocación nos llama a no tener entre nosotros más que un solo espíritu, y debemos sentirnos felices por ello; pero ella pide también que no haya más que un solo amor y nos ordena que nos amemos todos como verdaderos hermanos, hijos del mismo Padre. Sin duda, al entrar en la vida religiosa, traemos nuestros defectos y nuestras miserias personales; la vida de comunidad nos ayuda a hacerlos desaparecer y nos enseña por lo menos a soportarlos; justamente por el afecto que nos tenemos unos a otros se debe reconocer que somos verdaderos Oblatos de María Inmaculada. Ese es el signo por el que nos reconoceremos entre nosotros y por el que debemos ser reconocidos fuera. Es preciso, pues, que nos estimemos y nos amemos unos a otros; ciertamente este afecto no puede ni debe llegar a forjarnos ilusiones acerca de nuestros defectos demasiado reales, ni acerca de cualidades que no tenemos. […] Reanimémonos todos en el amor a nuestra querida familia, a todos nuestros hermanos, y en una sumisión afectuosa a todos nuestros superiores y a todas nuestras Reglas, a fin de que cada vez más se realice entre nosotros el deseo de nuestro muy amado padre moribundo: ‘El celo por las almas… la caridad… la caridad…la caridad…” [99]

En sus cartas circulares vuelve a mencionar a menudo el amor como rasgo característico del oblato. “Una palabra acerca de la virtud, escribe en 1863, que debe caracterizar al Oblato de María Inmaculada, la caridad fraterna y la caridad por las almas: esa es nuestra virtud especial: Sicut fratres habitantes in unum… arctissimis charitatis vinculis connexi (Const.). Nuestro venerado Padre nos recomienda en todas las formas la práctica de la caridad. Durante su vida nos dio los más admirables ejemplos de ella […] Y ¿qué nos recomendó con sus labios moribundos? La caridad, siempre la caridad” [100]. “Estrechemos, pues, mis queridos hermanos, escribe en 1865, los lazos que nos unen entre nosotros y que nos vinculan a nuestros superiores: no formemos más que una sola y misma familia, organizada según la voluntad de Dios” [101].

La caridad es “la virtud predilecta de sus oblatos ; que siempre se les pueda reconocer por esa señal como se reconocía en otro tiempo a los primeros cristianos, y que se pueda decir de ellos lo que se decía de éstos” [102]. “Que en todas partes y siempre se nos reconozca por esa señal” [103].

La última exhortación del P. Fabre, en 1892, concuerda con toda su enseñanza: “Amémonos unos a otros, como Nuestro Señor Jesucristo nos ha amado. Recordemos cada vez más la recomendación de nuestro Padre venerado; que la caridad nos anime siempre en la tierra para seguir uniéndonos en el cielo. Así sea” [104].

El P. Luis Soullier continúa en la misma línea cuando afirma: “Que el espíritu de amor y de caridad, que debe ser el carácter distintivo del Oblato de María Inmaculada reine siempre más y más […]” [105].

El P. Casiano Augier recoge nuevamente el tema de la caridad que caracteriza a los oblatos, cuando pregunta a la Congregación: “¿En qué punto estamos acerca de esta virtud de caridad que nos ha sido legada como el rasgo característico, en cierto modo, como el aire de familia de los oblatos? ¿cómo nos juzgamos ? ¿cómo hablamos unos de otros?” [106]. En Francia, la supresión de las congregaciones religiosas y la dispersión de sus miembros dan ocasión al superior general para recomendar más la unidad, fruto de la caridad: “La unión, una unión más fuerte, más íntima de los espíritus y de los corazones. Es la gracia que Nuestro Señor pedía para sus Apóstoles: Ut unum sint, sicut et nos unum sumus (Jn 17,22). Que sean uno como nosotros somos uno […] Permanezcamos unidos y seremos fuertes, y los más violentos ataques nada podrán contra nosotros. Esta unión existe […] Las circunstancias deben estrechar y fortalecer estos lazos de caridad. Más que nunca, hemos de ser solamente un corazón y un alma con nuestros superiores y con nuestros hermanos” [107].

El deseo del P. Augusto Lavillardière es igualmente el ver a la Congregación unida, en fidelidad a su vocación. “¡Ojalá esta unión sea siempre la nota característica de nuestra querida Congregación! Unión de las inteligencias, unión de los corazones, unión en nuestras relaciones mutuas, unión en la observancia de nuestras santas Reglas, unión en nuestras tradiciones apostólicas […] Ella nos permitirá alcanzar el fin de nuestra misión sublime ¿no es ella la fuente de la fortaleza, de la paz y de la santidad?” [108].

Ante el desarrollo de la Congregación y su constante expansión, Mons. Agustín Dontenwill siente la necesidad de reforzar los lazos de unidad, sobre todo por una mejor comunicación de noticias. El ve en la revista Missions uno de los instrumentos más adecuados para el conocimiento mutuo, elemento indispensable para la unidad, para “evitar que la distancia [sea] causa de una lenta disolución de los lazos de la caridad fraterna. […] Estaríamos tentados de decir que el incremento providencial de nuestro instituto aumenta aun más los motivos de informarnos unos a otros acerca de lo que ocurre en cada una de sus partes. Nos resulta grato, cuando vamos a visitaros, oír en todas partes esas preguntas afectuosas acerca de la actividad de nuestros hermanos que han sido enviados lejos a quienes hemos tenido la dicha de ver los años anteriores. Pero nos resulta doloroso percibir, bajo la afluencia de esos interrogantes, la ansiedad o la pena que se ocultan o tratan de ocultarse, disimulando mal esta reflexión que a veces se ha escapado ingenuamente a alguno: ‘¡La Congregación crece tanto! Ya no sabemos nada unos de otros’ […] Ya hemos indicado la solicitud que hemos encontrado en todas partes por conocer las noticias de la Congregación. Gracias a Dios, hemos podido visitar casi todas las provincias y vicariatos y podemos dar fe de la unión estrecha que existe entre todas las ramas de la familia. La obra de Mons. de Mazenod se ha desarrollado admirablemente; su actividad se ha extendido por las cinco partes del mundo y nunca podremos agradecer bastante a Dios y a nuestra Madre Inmaculada ese incremento, signo indudable de bendición. Pero no debemos olvidar que semejante prosperidad solo se nos ha dado por añadidura: la última oración de nuestro venerado Padre tenía por objeto el celo y la caridad. Antes que la multiplicación indefinida de los Oblatos de María Inmaculada, tenemos el deber de desear y asegurar la entrega sobrenatural de ellos y su unión fraternal” [109].

El P. Teodoro Labouré subraya una vez más el nexo entre el carácter internacional de la Congregación y su unidad. “Para quienquiera que haya viajado, es evidente que en todas partes, cualquiera que sea su nacionalidad, los Oblatos son oblatos, hijos amantes y entregados de Mons. de Mazenod. Este amor de la familia ha sido una de las características más llamativas y más consoladoras de nuestro Capítulo de 1932” [110]. En su informe sobre ese Capítulo, escribe que el mismo se ha mostrado “solícito de conservar e incluso de desarrollar la vida de la familia oblata […] Ha recurrido a las obras de prensa , a las publicaciones oblatas y a los escritos de familia. Estas publicaciones se clasificarán naturalmente en dos categorías: unas tendrán como objetivo unir fuertemente entre sí y con el jefe de la familia a los Oblatos de todos los países, de todas las razas, de todas las naciones; las otras permitirán a la Congregación sumergirse de nuevo en sus orígenes participando más abundantemente en el pensamiento, en el espíritu y en la vida misma de nuestro Fundador y de sus primeros compañeros” [111].

En sus escritos, los Padres León Deschâtelets y Fernando Jetté han profundizado de nuevo la visión tradicional de la caridad como elemento característico de la vida oblata. Los textos abajo citados sobre la pedagogía de la caridad expresan bien el pensamiento del P. Marcelo Zago. La misma se recoge en la carta que sobre la caridad fraterna dirigió a los oblatos en formación primera.

LA PEDAGOGÍA DE LA CARIDAD

La caridad, escribe el P. Zago, no es algo automático o espontáneo. No es como cierto amor humano que es con frecuencia ciego. Es el fruto de una conquista, de una ascesis. Es participación en el misterio pascual que es muerte y también resurrección. Es don del Espiritu [112].

1. LAS CARACTERÍSTICAS DE LA CARIDAD

Hay dos características de esta virtud que son como las dos caras de la misma medalla. La caridad oblata debe ser encarnada y debe ser consagrada, es decir, debe responder a las exigencias de las personas consagradas a Dios y dedicadas a la misión. Decir que la caridad debe ser encarnada es decir que ella debe ser concreta e integral. Comprende la inteligencia y el espíritu, el corazón y los sentimientos, lo interno y lo externo. Debe ser afectiva y efectiva, sensible y servicial, reflexiva e inventiva. Exige el respeto y aprecio recíproco, la mutua ayuda en el crecimiento personal y en la fidelidad a la vocación, el compartir de la propia vida, también de la vida interior. Se vuelve comunión e interdependencia que no se limitan a sectores particulares sino que se abren fundamentalmente a todas las dimensiones de nuestra vida, sobre todo a las más importantes como la misión y la consagración, la vida de fe y de oración, el progreso personal y las exigencias humanas. “No os digo: quereos mucho unos a otros, esta recomendación sería ridícula; pero sí que os diré: cuidaos unos a otros y vele cada uno por la salud de todos” [113].

Nuestro amor fraternal debe ser a la vez consagrado. Es decir que sus modalidades deben expresar nuestra consagración especial a Dios. Tiene, por tanto, exigencias y manifestaciones distintas de las propias del amor de los casados o de los que viven solteros en el mundo. Para amar como consagrados hay que dejarse modelar por la Palabra de Dios que ilumina e indica el camino. No solo los textos acerca de la caridad [114], sino toda la Palabra de Dios nos lleva a entrar en las actitudes de Cristo. Comparándonos con ella y cultivando una amistad verdadera con Jesús, nos volvemos “aptos para amar con el corazón de Cristo” (R 12). Y justamente la identificación progresiva con él nos habitúa a ver “a través de la mirada del Salvador crucificado […] el mundo rescatado por su sangre” (C 4) y, por tanto, a amar, como él, a todos los hombres, empezando por nuestros hermanos. Así los oblatos están “dispuestos a sacrificar bienes, talentos, descanso, la propia persona y vida por amor de Jesucristo, servicio de la Iglesia y santificación de sus hermanos” (Prefacio).

En su amor, el Fundador se dejó modelar por la Palabra de Dios, leída y meditada cada día, y por su experiencia de Cristo renovada en la oración constante. En su primer comentario a la Regla escribía: “Intimamente unidos a Jesucristo, su cabeza, sus hijos no serán más que una cosa entre sí, muy estrechamente unidos por los lazos de la más ardiente caridad, viviendo bajo la obediencia más perfecta, para adquirir la humildad que les es tan necesaria, arctissimis charitatis vinculis connexi. No deben, pues, ponerse mala cara, no deben contristarse con signos de indiferencia o de frialdad. Arctissimis charitatis vinculis connexi, omnes sanctae obedientiae sub superiorum regimine exacte subiicientur. Aquí no se trata solo del superior general. ¿qué decir entonces de las murmuraciones? ¿qué decir de las prevenciones?” [115]

En el campo de la caridad, los aspectos más difíciles en la práctica son el perdón recíproco cuando hay heridas y la corrección fraterna. Tradicionalmente existía entre nosotros un ejercicio comunitario llamado “la culpa”. Se perdió el uso del mismo tal vez porque se había perdido su sentido profundo.

El documento Testigos en comunidad apostólica tiene, en efecto, afirmaciones que han impresionado a más de uno: “No es apenas posible evitar las heridas que provienen de la vida o del ministerio; de ahí que la comunidad tiene un papel de curación y de reconciliación. Si no se presta este servicio, las incomprensiones acumuladas destruirán la confianza y harán las relaciones comunitarias superficiales y formales” (n. 23, 4).

En efecto, no existe comunidad ideal ni caridad perfecta, ni siquiera entre consagrados que viven en comunión cotidiana con el Señor. Frente a las dificultades y las incomprensiones que surgen en comunidad y entre los hermanos, solo hay una solución: perdonarse y reanudar el camino de los discípulos de Jesús. La vía evangélica está en la reconciliación, empezando de nuevo a amarse como hermanos. En esas circunstancias vale también para nosotros el dicho de Jesús: “Si amáis a los que os aman ¿qué recompensa vais a tener? […] Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 43-48). Entonces se podrá disfrutar mejor incluso que en las experiencias idílicas de los primeros tiempos aquello de : “¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!” (Sal 132, 1).

Por lo demás, el ayudarse mutuamente a llevar las cargas (cf Ga 6,2), el dar la vida (cf Jn 15, 13), el perdonarse mutuamente (cf Ef 4,32) y el prestarse mutua ayuda para crecer y superar nuestros defectos forman esencialmente parte de la caridad fraterna. La comunidad es verdadera cuando se ayudan unos a otros con el perdón y la corrección fraterna. El Fundador escribía al director del seminario de Ajaccio: “[…] seamos humildes y que la caridad de Cristo nos inspire, sin eso corremos el riesgo de ser solo fariseos, muy hábiles para ver la paja en el ojo de los hermanos y ciegos para descubrir la viga que nos lastima a nosotros mismos” [116].

2. UN TESTIMONIO PARA EL MUNDO DE HOY

La caridad tiene una importancia especial en nuestro mundo así como en la vida de la Congregación hoy. Nos volvemos, en efecto, cada vez más una Congregación internacional y multicultural. Solo gracias a la caridad nuestras comunidades multiétnicas pueden ser auténticas y dar un testimonio en nuestro mundo. Las comunidades internacionales van siendo cada vez más frecuentes en las casas de formación en América Latina y en Africa e incluso en Norteamérica y en Europa, porque las sociedades modernas se hacen cada vez más pluralistas y pluriétnicas. Esta situación plantea evidentemente desafíos concretos para una vida común eficaz que sabe superar no solo los choques sino también la superficialidad de las relaciones. Esta situación empuja a nuestras comunidades a construirse sobre el Evangelio. Nuestra vida común no encuentra su origen y su crecimiento en los lazos de la carne, de la sangre o de la cultura, sino en el llamamiento de Jesucristo (cf C 1) y en la caridad evangélica (cf C 3), que hacen de nosotros misioneros (cf C 37).

La comunidad que vive en la caridad es una respuesta a nuestro mundo dividido, cerrado en sí mismo, dominado por los egoísmos y las injusticias [117]. “Impugna de forma profética el individualismo del mundo y lo arbitrario del poder, fuente de desdicha para tantos pobres. Al mismo tiempo, da a este mundo razones para esperar, en su esfuerzo por salir de su disgregación y dispersión. Al estilo de Cristo que siempre atento invita a su banquete, así nuestra vida comunitaria tendrá la humilde autoridad de una propuesta que nunca abusa ni fuerza” [118].

Una comunidad donde reina la caridad es signo de la vida nueva que Cristo nos ha traído. La caridad comunitaria es motivo de credibilidad en nuestro ministerio, que invita a la reconciliación, a la superación del egoísmo, a la solidaridad y a la justicia. Ella suscita normalmente conversiones y vocaciones porque permite al Señor actuar en nosotros y a través de nosotros. Concluyamos como hacía el Fundador en su primera circular del 2 de agosto de 1853, cuando resumía todas sus recomendaciones y sus deseos con estas palabras del Apóstol San Pablo a los Corintios: “Por lo demás, hermanos, alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo…La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co 13, 11-13) [119].

Fabio CIARDI