1. Las Constituciones Y Reglas En General : Naturaleza Y Aprobación De La Iglesia
  2. Las Constituciones Y Reglas De Los Oblatos De María Inmaculada: Evolución
  3. Constituciones Y Reglas De 1982
  4. El Fundador Y Las Constituciones Y Reglas
  5. Los Superiores Generales Y Las Constituciones

LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS EN GENERAL : NATURALEZA Y APROBACIÓN DE LA IGLESIA

En la literatura religiosa de los primeros siglos, la palabra “regla” (regula) designa una manera de vivir según un modelo determinado: el de los monjes o el de un maestro espiritual, pero sobre todo y siempre el de Cristo y de los Apóstoles. Gradualmente, la “regla” irá tomando un sentido más formal para aplicarse a un conjunto de textos a la vez espirituales y normativos destinados a organizar y a animar la vida de una comunidad: Reglas de San Basilio, de San Benito, de San Agustín.

Posteriormente, en el s. XVI, los clérigos regulares (jesuitas, teatinos) se hacen aprobar no ya a partir de una regla sustentada por el prestigio de santidad de su autor y por su duración multisecular, sino a partir de una “fórmula de vida” (formula vitae, forma vivendi) que expresa la inspiración inicial y la experiencia espiritual y pastoral de un pequeño núcleo fundador. Pero pronto esos fundadores pasarán a redactar “constituciones” (constitutiones) que plasmarán en forma más completa y sistemática su carisma y la ejecución del mismo. Luego, al lado del texto fundamental de las constituciones, irán surgiendo “reglas” que lo explicitarán y lo adaptarán a las circunstancias. Así desde el s. XVII las nuevas congregaciones de votos simples (vicentinos, pasionistas, y más tarde los oblatos de María Inmaculada) establecerán sus “Constituciones y Reglas”, aprobadas luego por la Santa Sede.

El Código de derecho canónico de 1983 presenta las constituciones como “el código fundamental” que debe contener las normas esenciales “acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada Instituto”(can. 578), y además sobre “su gobierno, la disciplina de sus miembros, la incorporación y formación de éstos, así como el objeto propio de los vínculos sagrados” (can. 587,§ 1). Los demás elementos más móviles, o “reglas” deben recogerse en otros códigos (can.587, § 4).

Si la formulación de una regla o de constituciones emana de la experiencia espiritual de un fundador o de un grupo original de discípulos, sin tardar suele intervenir la autoridad de la Iglesia para dar un sello de autenticidad a la inspiración divina inicial. “La Jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, las aprueba auténticamente después de haberlas revisado y asiste con su autoridad vigilante y protectora a los Institutos erigidos por todas partes para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y florezcan según el espíritu de los fundadores” [1].

La aprobación de la Iglesia, en los comienzos del monaquismo y de otras formas de vida consagrada, era dada por el obispo cuya autoridad se unía a veces a la del fundador y redactor de la regla. Vemos que después intervienen los concilios, y en oriente el poder secular, estableciendo normas que han de observar todos aquellos y aquellas que se comprometen con votos al seguimiento de Cristo. Más tarde, ya en el siglo IX y más frecuentemente desde el s. XII, se desarrolla la institución de la “protección pontificia” y la dependencia directa de la Santa Sede otorgada a los monasterios para sustraerlos de la sujeción a los señores temporales y a ciertos obispos, y permitirles así conseguir mejor sus fines. En adelante, la legislación oficial de los religiosos emanará ya sea de los papas, ya de los grandes concilios, y la aprobación pontificia vendrá a reconocer la autenticidad del carisma fundador, a garantizar la legitimidad de las fundaciones y la conformidad de las reglas con la legislación de la Iglesia.

La aprobación de la Santa Sede tomó en el pasado formas más o menos solemnes: bula, breve, decreto. Al extender así su “protección” a las congregaciones religiosas, la Santa Sede acentuaba la dependencia en que aquéllas estaban respecto de ella y la necesidad de que los institutos revisaran periódicamente sus constituciones según la evolución del derecho común de la Iglesia: esto sucedió especialmente tras la promulgación del Código de 1917 y a raíz del concilio Vaticano II y de la revisión del Código en 1983. A continuación de la Lumen Gentium donde el concilio ponía de relieve el significado teológico y eclesiológico de la vida religiosa [2], el decreto Perfectae caritatis invitaba a los religiosos a efectuar una renovación adaptada que comprendiera “a la vez, un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos” [3].

En 1966, el motu proprio Ecclesiae sanctae daba directrices concretas para llevar a cabo esa reforma, directrices que llevarían a eliminar elementos de las constituciones caídos en desuso y a adaptar “la manera de vivir, de orar y trabajar […] a las actuales condiciones físicas y psíquicas de los miembros y, en cuanto lo requiere el carácter de cada instituto, a las necesidades del apostolado, a las exigencias de la cultura, a las circunstancias sociales y económicas, en todas partes, pero señaladamente en los lugares de misiones” [4].

Por encima de todo, estas directrices de la legislación posconciliar quieren poner de relieve la realidad profunda del “seguimiento de Cristo” (sequela Christi) y mostrar cómo las normas concretas que rigen la vida religiosa emanan de consideraciones teológicas y espirituales. Por su parte, la autoridad eclesial afirma ahí su deber de velar por la fidelidad de las constituciones al carisma de los fundadores, pues éste es un don otorgado no solo a una familia religiosa particular sino a la Iglesia entera, de la cual es uno de los frutos más preciosos.

LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE LOS OBLATOS DE MARÍA INMACULADA: EVOLUCIÓN

1. EN EL TIEMPO DEL FUNDADOR

a. Primer esbozo: 1816

Ya en su primera carta al abate Henry Tempier, el 9 de octubre de 1815, Eugenio de Mazenod esbozaba a grandes rasgos su programa apostólico. Precisaba: “Viviremos juntos en una misma casa que he comprado, bajo una regla que adoptaremos de común acuerdo, cuyos elementos tomaremos de los estatutos de San Ignacio, de San Carlos para los Oblatos, de San Felipe Neri, de San Vicente de Paúl y del beato Ligorio” [5].

El joven fundador, hombre de acción ante todo y no teórico, no establecía, pues, de entrada un programa definitivo e inmutable. Aunque manteniendo firme su postura sobre lo que le parecía esencial, sabría permanecer flexible y abierto a las inspiraciones del Espíritu a través de los reclamos, las necesidades y las circunstancias diversas de la vida de su “pequeña Sociedad”, “pequeña”, como le gustaba indicar, no solo por el número, sino en su intención primera.

El primer texto oficial de la Sociedad está firmado el 25 de enero de 1816, el mismo día en que se reunieron los primeros compañeros en el antiguo Carmelo de Aix: es la Solicitud de autorización dirigida a los Señores Vicarios generales de Aix [6]. Ahí podemos ya descubrir las grandes líneas de las futuras Reglas: el Prefacio (situación deplorable de Provenza); la parte 1ª, sobre el fin de la Sociedad (misiones populares y santificación de los miembros); la parte 2ª o reglamento de vida (ministerio y vida comunitaria); y la 3ª parte, sobre el gobierno de la sociedad. No hay vida religiosa todavía, pero ésta se sugiere discretamente como un ideal. Notemos finalmente el compromiso de “perseverar toda la vida” en la Sociedad. Además, algunos estatutos y reglamentos se van a elaborar los años 1816 y 1817, como atestiguan varios documentos de la época: cartas del Fundador, diversos registros de costumbres y la Petición de autorización legal presentada al Ministro del Interior, en nombre de la “Sociedad de los Misioneros para las regiones meridionales de Francia” [7].

b. Primera redacción completa: 1818

La llamada del obispo de Digne para atender a Nuestra Señora de Laus, el 16 de agosto de 1818, marca un hito en la vida de la Sociedad. Una nueva fundación en otra diócesis traía un cambio al proyecto inicial que no preveía más que una casa. El asunto era de tal importancia que el fundador resolvió reunir a todos los que entonces componían su minúscula Sociedad, incluyendo a los más jóvenes que todavía no habían recibido las órdenes sagradas. “Era, escribe, para darles a entender que, al habérseles llamado a otra diócesis para formar un nuevo centro, era necesario ampliar el reglamento que nos regía y ocuparse de hacer unas constituciones más extensas, establecer una jerarquía y, en una palabra coordinar todas las cosas de forma que no hubiera más que una voluntad y un mismo espíritu de conducta. Todos fueron de ese parecer y se me rogó que me ocupara seriamente y con prontitud de redactar la constitución y la regla que tendríamos que adoptar” [8].

A fin de redactar esa Regla en una soledad propicia, Eugenio se retiró al castillo que poseía su familia en San Lorenzo de Verdon [9]. Luego, de regreso en Aix, presentó el testo a los miembros de la Sociedad durante el retiro anual que se tuvo del 23 de octubre al 1 de noviembre de 1818, retiro que predicó él mismo comentando cada día la Regla propuesta.

La introducción de los votos levantó serias dificultades en varios socios.

La mayor parte de los sacerdotes querían mantener en la Sociedad el carácter de simple asociación de sacerdotes diocesanos y conservar entera libertad para permanecer o retirarse. Habiendo llamado a los tres escolásticos, Eugenio les leyó la Regla, especialmente el párrafo relativo a los votos, y les preguntó qué pensaban sobre ello. Luego, concediéndoles voz deliberativa en una asamblea de la comunidad, sometió su proyecto a todos los miembros. Fue el primer Capítulo general de la Congregación y entonces fue cuando, por 6 votos contra 4 , se aceptaron los votos religiosos en la Congregación [10]. El 1 de noviembre de 1818 todos, menos dos, hicieron la profesión religiosa mediante los votos de castidad, obediencia y perseverancia ante el fundador, debidamente autorizado para recibirla. El 13 de noviembre de 1818, el fundador obtenía de la curia episcopal de Aix una nueva y definitiva aprobación del Instituto y de la Regla adoptada. Este texto de 1818 lleva el título de “Constituciones y Reglas de la Sociedad de los Misioneros de Provenza”. Se compone de un prólogo y tres partes: I. El fin del Instituto y sus ministerios; II. Las obligaciones especiales de los misioneros: el espíritu de pobreza, los votos de castidad, de obediencia y de perseverancia, y las observancias comunitarias; III. El gobierno de la Sociedad y la formación de los candidatos.

Ya en su carta del 9 de octubre de 1815 a Tempier Eugenio de Mazenod indicaba las fuentes de donde quería tomar los elementos que inspiraran la vida y el ministerio de los futuros misioneros. De hecho, la Regla de los redentoristas es la fuente principal de nuestra Regla de 1818, a la que se pueden añadir las otras reglas mencionadas en la carta al P. Tempier, los usos de la Compañía de los sacerdotes de San Sulpicio, la obra de Alfonso Rodríguez Práctica de la perfección cristiana, y algunos otros autores.

La Regla de Eugenio de Mazenod tiene también un sabor bíblico y, en particular, asume a veces muy claramente acentos paulinos. A pesar de estos préstamos numerosos, la primera Regla se distingue por pasajes salidos directamente de la pluma y del corazón del fundador. Algunos temas centrales como el amor a la Iglesia, la verificación de las necesidades de salvación, el celo por las almas, el espíritu de reparación y la búsqueda de la perfección van a desembocar unos años más tarde en ese monumento tan mazenodiano que será el Prefacio de 1826 y que hoy todavía sigue siendo la más clara expresión del carisma oblato.

c. Primer texto aprobado en Roma: 1826-1827

El texto de 1818 contiene, pues, ya la substancia de las redacciones posteriores; pero los archivos conservan varios manuscritos de los años siguientes que manifiestan un trabajo continuo de corrección y de adaptación del primer texto [11]. Así se añadió un párrafo sobre los “Hermanos conversos”, tras el ingreso del primer hermano en 1820. El voto de pobreza se introdujo en octubre de 1821 por el segundo Capítulo general. El Prefacio aparece ya en su forma casi definitiva en 1824 y 1825. Por último en 1825 la Congregación sale de los límites de Provenza, al fundarse en Nîmes la cuarta casa, y adopta el nombre de “Oblatos de San Carlos”

Frente a los peligros, internos y externos, que amenazaban el porvenir del joven Instituto, se tomó la decisión de solicitar la aprobación pontificia. A este fin, el texto de las Constituciones y Reglas fue revisado, corregido y completado por el fundador, y luego confiado a latinistas, especialmente a los PP. Albini y Courtès. El fundador fue personalmente a Roma para implorar la aprobación deseada [12]. El texto no sufrió más que algunos menudos retoques de parte de la comisión cardenalicia encargada de su examen. El cambio principal fue el del nombre de la Sociedad que en adelante se llamaría “Congregación de los Misioneros Oblatos de la Santísima e Inmaculada Virgen María”. El 17 de febrero de 1826 , el Papa León XII aprobaba la Congregación y sus Constituciones. El fundador exulta: “Aun siendo, en cierto modo, abortos por nuestra debilidad y por nuestro escaso número, no por eso tenemos en la Iglesia una existencia inferior a la de los más célebres cuerpos…Ya estamos constituidos” [13].

Las Constituciones y Reglas aprobadas por León XII se imprimieron y se distribuyeron a todos los oblatos ya al año siguiente. Conviene anotar un cambio que tiene su importancia con relación a los anteriores textos franceses. Estos decían: “No se encargarán de la dirección de los seminarios”. El texto de 1826-1827 omite adrede estas palabras, pues entonces se planteaba la cuestión acerca del seminario mayor de Marsella. Este detalle revela la disponibilidad del fundador a responder a las nuevas necesidades y su obediencia al Papa que había hecho incluir ese ministerio en su Breve pontificio. Con todo, el párrafo sobre la dirección de seminarios no se incorporará hasta más tarde, en 1850, tras un tiempo de experiencia.

d. Modificación de 1843

El Capítulo de 1843 (10-13 de julio) introdujo una sola modificación en las Constituciones de 1826-1827; concernía a la frecuencia de los capítulos generales, que hasta entonces se tenían cada tres años. Ante las dificultades que presentaba el reunirse a intervalos tan cortos y ante el desarrollo que acababa de adquirir la Congregación al establecerse en las islas Británicas y en Canadá, el mismo fundador propuso que se espaciaran los capítulos hasta seis años y que se diera la misma duración al mandato de los oficiales elegidos. La modificación se aprobó unánimemente y fue confirmada por un decreto de la S. Congregación para los Obispos y Regulares del 14 de marzo de 1846 y un Breve apostólico del 20 de dicho mes.

e. Primera revisión: 1850-1853

La primera verdadera revisión de las Constituciones y Reglas se hizo en el Capítulo general reunido en Marsella del 26 al 31 de agosto de 1850. Fue motivada por el deseo de armonizar el texto con la creciente extensión de la Congregación y con las nuevas obras que había aceptado. La revisión fue preparada por una comisión especial compuesta por los PP. Enrique Tempier, Hipólito Courtès, Casimiro Aubert, Ambrosio Vincens y Carlos Bellon.

Las modificaciones aportadas se dividen en dos grupos: 1. Adición de nuevos párrafos sobre la dirección de seminarios mayores y sobre la división de la Congregación en Provincias, y de un anexo sobre las misiones extranjeras; 2. más de 200 modificaciones, adiciones y cambios de artículos en el texto existente.

El fundador mismo, acompañado del P. Tempier, se dirigió a Roma en enero de 1851 para obtener la aprobación de las Constituciones y Reglas revisadas. Esta fue otorgada por un decreto de la S. Congregación para los Obispos y Regulares, el 20 de marzo de 1851, al que siguió un Breve apostólico del 28 de marzo que aprobaba de nuevo la Congregación y sus Constituciones. Por diversas razones, la promulgación no se hizo en Marsella hasta el 17 de febrero de 1853; luego se hizo en toda la Congregación por una circular del 2 de agosto que acompañaba al volumen de las Constituciones nuevamente impreso [14].

La importancia del Capítulo de 1850 pareció tan excepcional que el P. Aquiles Rey lo llama “un Capítulo general fundador”. De hecho, Mons. de Mazenod pudo ver en él el coronamiento de su obra: esta revisión de las Constituciones fue la última hecha durante su vida.

2. DESPUES DEL FUNDADOR

a. Segunda revisión: 1867-1894

Poco después de la muerte de Mons. de Mazenod, su primer sucesor, el P. José Fabre recibió de Roma la noticia de que la Congregación no gozaba del privilegio de la exención, como siempre había creído el Fundador. En consecuencia, cierto número de puntos de las Constituciones y Reglas señalados por el prosecretario de la S. Congregación para los Obispos y Regulares y discutidos en una audiencia con Pío IX, el 14 de agosto de 1863, se indicaron al superior general a través del procurador general P. Ambrosio Tamburini, y fueron objeto de un decreto fechado el 5 de enero de 1866. Se procedió a una revisión del texto en el Capítulo general tenido en Autun del 5 al 18 de agosto de 1867.

El resultado comprendía especialmente dos nuevos párrafos: el primero sobre la dirección de las parroquias, y el segundo sobre el procurador ante la S. Sede. Además se hicieron aquí y allá unas treinta adiciones y cambios de menor relieve.

Las actas del Capítulo de 1867 con las modificaciones de las Constituciones se presentaron en Roma en 1868. La S. Congregación emitió un

juicio bastante severo acerca de la conformidad del texto con sus observaciones de 1866. La Administración general tuvo, pues, que revisar las actas del Capítulo antes de someterlas de nuevo a la S. Sede. Finalmente, el 10 de enero de 1870, un mes después de la apertura del Concilio Vaticano I, fue firmado el decreto de aprobación [15].

Los Capítulos de 1873, 1879 y 1887 no añadieron más que simples precisiones a la revisión de 1867. Por diversas razones hubo que esperar hasta después del Capítulo de 1893 para que se imprimiera la nueva edición de las Constituciones y Reglas. Salió en Mame, Tours, en 1894 y lleva como prefacio una carta del nuevo superior general, P. Luis Soullier, fechada el 17 de febrero, que explicaba que estas nuevas Reglas eran una reedición de las de 1853, modificadas por el Capítulo general de 1867 y aprobadas por la Santa Sede en 1870. Contenían 903 artículos y algunos documentos, ya en la introducción ya como anexos. Finalmente en la circular n. 70 del 19 de marzo de 1899 el P. Casiano Augier, superior general, promulgó las actas capitulares revisadas en el Capítulo de 1898 y presentadas según el orden de las Reglas a las que aportaban precisión y complemento.

b. Tercera revisión: 1908- 1910

El texto impreso de 1894 no tuvo larga vida. Nuevas normas acerca de los institutos de votos simples se multiplicaron al fin del pontificado de León XIII y al comienzo del de Pío X, a la vez que se desarrollaba la jurisprudencia de la S. Congregación para los Obispos y Regulares. Como, por su parte, el Capítulo de 1906 había introducido algunas modificaciones en el texto de las Constituciones, se elevó una súplica a la S. Sede para obtener su aprobación [16]. La respuesta no fue la que se esperaba. Se volvía a poner en duda la fidelidad de la revisión de 1867 a las observaciones hechas por la S. Congregación en 1866, y se pedía sobre todo que, para conformarse a la reciente legislación, se emprendiera una revisión completa de las Constituciones. Así fue como el Capítulo de 1908, convocado para elegir un nuevo general, vendría a ser, como el de 1850, uno de los grandes Capítulos de revisión de las Constituciones y Reglas.

La tarea del Capítulo había sido preparada por una consulta lanzada a toda la Congregación y por trabajos de los PP. José Lemius y Simón Scharsch, que fueron los principales artífices de la revisión. Este trabajo fue animado por el deseo de conformarse a las normas canónicas de la Iglesia y de ser a la vez fiel a la obra del Fundador.

El resultado se caracteriza por la adición de dos párrafos importantes, uno sobre las misiones extranjeras, y el otro sobre los escolasticados; por la supresión de otros párrafos importantes, el del directorio de misiones y el que trataba del moderador de los escolásticos; y por un centenar de enmiendas a los otros artículos.

La aprobación de la S. Sede se dio primero en forma de un decreto de la S. Congregación para los Obispos y Regulares del 21 de diciembre de 1909 y luego por un Breve apostólico del 7 de setiembre de 1910. El nuevo texto pudo así editarse en 1910 a nombre de la Casa general en Roma. Comprendía 839 artículos divididos en tres partes, numerados por vez primera en forma continua. El volumen contenía también unos cuantos anexos, especialmente los Breves de aprobación anteriores y dos cartas del Fundador. Fue la tercera revisión de las Constituciones [17].

c. Cuarta revisión: 1920-1928

Cuando salía a la luz el texto de 1910, se estaba elaborando la redacción del Código de derecho canónico empezada por Pío X y terminada por su sucesor Benedicto XV en 1917. El Código trataba ampliamente de los religiosos. En el canon 489 abrogaba toda prescripción de las Constituciones de los Institutos religiosos que le fuera contraria. Poco después de su entrada en vigor, la S. Congregación de los Religiosos ordenaba a los Institutos que en el plazo de 5 años revisaran sus Constituciones de manera que se conformaran al Código. Esto requería que nuestras Constituciones se pusieran de nuevo en el telar, cuando hacía apenas 10 años que se habían revisado. Dos Capítulos generales, los de 1920 y 1926, consagrarían a esa tarea lo mejor de su tiempo.

En efecto, la revisión emprendida por el Capítulo de 1920 resultó ser de tal envergadura que se vio imposible realizarla en el tiempo previsto y con el cuidado requerido. Esto llevó, pues, a la creación de una comisión poscapitular compuesta por miembros de la Administración general [18]. El resultado de su trabajo se sometió en julio de 1925 a la crítica de los miembros del Instituto, lo que permitió preparar un proyecto definitivo para el Capítulo de 1926. Este “Capítulo del centenario”, el 21º de nuestra historia, fue el de la cuarta revisión de la Regla. Duró del 20 de setiembre al 18 de octubre. Ciertos cambios propuestos eran exigidos por el nuevo Código de derecho canónico; otros eran pedidos por el espíritu del Código y explicitaban artículos ya existentes; la tercera clase de retoques respondían a la adaptación exigida por los tiempos nuevos o simplemente a una redacción mejor del texto.

Una comisión poscapitular, formada por los PP. Eulogio Blanc, Augusto Estève y Alberto Perbal, dio la última mano al texto para presentarlo a la Santa Sede, a fines de abril de 1927. La S. Congregación de los Religiosos impuso solamente tres modificaciones y emitió el decreto de aprobación el 2 de julio de l927. El Consejo general, sin embargo, encontró demasiado modesto ese decreto, habida cuenta de la importancia de la revisión. Por eso solicitó de la benevolencia del Papa una aprobación más solemne, la cual fue concedida por Carta apostólica de Pío XI y luego bajo forma de Breve el 21 de mayo de 1928 [19].

d. Quinta revisión: 1959-1982

Edición provisional de 1966. De todos los textos fue el de 1928 el que tuvo más larga duración. Con todo, las nuevas condiciones políticas, sociales y religiosas creadas por la segunda guerra mundial y el notable desarrollo de la Congregación suscitaron en el Capítulo de 1953 el tema de otra revisión [20]. Una comisión poscapitular presidida por el P. José Rousseau fue encargada de prepararla [21].

El Capítulo general de 1959 comenzó el examen del texto presentado [22] y se puso con empeño a rehacerlo; pero ante la magnitud del trabajo y tal vez presintiendo los cambios profundos que iba a traer el Concilio recién convocado, suspendió los trabajos y confió a una nueva comisión poscapitular el encargo de elaborar otro texto para el Capítulo siguiente, recomendándole en particular que hiciera distinción entre las Constituciones y Reglas, distinción que luego fue pedida por los documentos conciliares sobre la vida religiosa [23]. Esta comisión, presidida por el P. Gerardo Fortin, invitó a la Congregación a colaborar con ella enviándole deseos y sugerencias. Salió a la luz un primer proyecto que, profundamente modificado tras las observaciones de la Congregación, dio lugar en 1965 al segundo proyecto llamado Textus revisus [24].

Pero he aquí que el Capítulo, que se abría el 25 de enero de 1966, llegaba menos de dos meses después de la clausura del Concilio. Una nueva visión de la Iglesia y de sus relaciones con el mundo reclamaba una mirada nueva sobre la vida religiosa y la actividad misionera. Así el Capítulo prefirió emprender por sí mismo la redacción de un texto y durante dos meses los capitulares realizaron un enorme trabajo [25]. Jamás había osado antes un Capítulo efectuar una revisión tan radical de nuestras Constituciones y Reglas. De hecho, la nueva redacción se vio más como una verdadera reforma que como una simple revisión de un texto antiguo, a tal punto que muchos pudieron hablas de “nuevas” Constituciones. Respecto al texto del Fundador, solo se conservó el Prefacio en su forma primitiva, como tesoro de familia y expresión fundamental

del ideal oblato; en cuanto a lo demás, hubo empeño por traducir el pensamiento del Fundador en términos contemporáneos. Y además el texto pone el acento en ciertos valores a los que el mundo contemporáneo es especialmente sensible y de los que se hizo eco el Concilio: diálogo, participación, corresponsabilidad, autoridad-servicio [26].

Las Constituciones y Reglas, adoptadas por un voto casi unánime, fueron promulgadas el 2 de agosto de 1966 por el P. León Deschâtelets, superior general [27]. La S. Sede las aprobó a título provisional. Como iba a ser en todos los

Institutos religiosos, el siguiente Capítulo debería revisarlas a la luz de la experiencia con vistas a una revisión y a una aprobación definitiva.

—Hacia el texto definitivo: 1966-1980 . Los capitulares de 1972 juzgaron, no obstante, que la experimentación permitida por Ecclesiae Sanctae (1966) no había durado bastante y decidieron prolongarla hasta el Capítulo siguiente. Como continuación lógica del Capítulo de 1966, el de 1972 elaboraría

cuatro documentos que mostrarían la evolución de la Congregación y de la Iglesia durante los primeros años del posconcilio y de la experimentación de las Constituciones provisionales [28]. Recibidos favorablemente por la congregación, estos opúsculos constituirían una nueva fuente para el texto definitivo que aún estaba por venir.

El Capítulo extraordinario de 1974, provocado por la dimisión del superior general, llegaba demasiado temprano. La S. Congregación de los Religiosos nos autorizó entonces a prolongar la experimentación de las Constituciones de 1966, enmendadas en 1972 y 1974, hasta el siguiente Capítulo, que sería en 1980. El Capítulo de 1974 decidió, pues, crear una comisión poscapitular encargada de preparar un texto revisado, basado en el de 1966, que se sometería al Capítulo de 1980 para luego ser presentado a la Santa Sede [29].

La comisión se constituyó al año siguiente, en febrero de 1975 [30]. Contó hasta 8 miembros: los PP. Alejandro Taché, presidente, Pablo Sion, secretario, Mario Bobichon, Juan Drouart, Rubén Elizondo, Teobaldo Kneifel, Miguel O’Reilly, y Federico Sackett. Recibió también, en 1979, la colaboración de los PP. Luis Felipe Normand y Alfredo Hubenig, expertos que la asistieron para la redacción final del texto. En conco años la comisión tuvo siete reuniones plenarias. La revisión se hizo en tres etapas: primero, se hizo una encuesta preliminar (1975.1976) [31]; luego se redactó el primer proyecto (1977-1978) [32]; y finalmente se redactó el proyecto precapitular (1979) [33], que fue seguido por la última consulta a la Congregación (1979-1980). La comisión recibió numerosas observaciones, críticas y sugerencias de los oblatos; pudo también sacar provecho de las conclusiones del congreso sobre el carisma del Fundador en mayo de 1976 [34] y de la reunión intercapitular de los provinciales en abril de 1978. Tuvo en cuenta además las recomendaciones de los comités permanentes de la formación y de las finanzas, y las del consejo general con el cual mantuvo contacto regular a lo largo de sus trabajos.

—El texto definitivo de 1982. El examen del proyecto de las nuevas Constituciones ocupó al Capítulo de l980 desde el 6 de noviembre hasta el 3 de diciembre, día en que el texto final fue aprobado por unanimidad. Una comisión poscapitular compuesta por los PP. A. Taché, presidente, P. Sion, secretario, Francis George, Francis Morrisey y René Motte, trabajó puliendo los textos francés e inglés, luego remitidos al consejo general para que los sometiera a la S. Sede, a fines de enero de 1981. Esta presentó sus observaciones en marzo de 1982; a ellas siguió un diálogo de algunos meses que finalmente condujo a la aprobación el 3 de julio de 1982 [35], y al “decreto de puesta en aplicación de las Constituciones y Reglas” emitido por el P. Fernando Jetté, superior general el 28 de octubre de 1982 [36]. El texto de las Constituciones pudo finalmente ser impreso en francés, inglés y español por la imprenta Notre-Dame en Richelieu, Qc, Canadá y salir a la luz en enero de 1983. Poco después salieron versiones en otras lenguas.

CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1982

El texto de las Constituciones y Reglas de 1982 se inspira en buena parte en las Constituciones de 1966 revisadas principalmente a la luz de los documentos capitulares de 1972 y 1974, de los documentos posconciliares de la S. Sede, de los escritos del Fundador, especialmente de las Constituciones y Reglas primitivas, y por último, de las respuestas de los oblatos al cuestionario de la comisión de revisión en 1975 [37]. Intenta particularmente adaptarse al carácter internacional y a las nuevas condiciones de existencia de la Congregación. Con un estilo propio de constituciones que no son ni una simple exhortación ni un tratado de espiritualidad, de pastoral o de derecho, el texto contiene elementos inspiradores y a la vez jurídicos, expresados en un lenguaje sobrio y conciso no demasiado marcado por modas pasajeras y expuesto a envejecer demasiado rápidamente.

Siguiendo un deseo unánime de la Congregación, se conservó el Prefacio del Fundador en su integridad. Estas páginas de nuestro patrimonio auténticamente oblato son miradas por todos los miembros de la Congregación como “el hogar central de las Constituciones”, “nuestra regla de oro”, “nuestra carta fundamental”. Pero, para que quedara mejor insertado en un contexto contemporáneo, el Prefacio va precedido de una Presentación en la que se indica el alcance que para nosotros tiene todavía hoy.

Pero esta herencia del Fundador no es la única que se recoge en las Constituciones de 1982. Renunciando a incluir acá y allá extractos de las primeras Constituciones reconocidos como propios del P. de Mazenod, la revisión de 1982 prefirió presentarlos por sí mismos en frente del texto actual sobre el que proyectan una iluminación destinada a mostrar la fidelidad de este texto a la inspiración mazenodiana inicial [38]. Sin embargo, ciertas expresiones del Fundador se recogen en diversos artículos de las Constituciones y los enriquecen con un sabor muy oblato [39].

Las Constituciones se dividen en tres partes: el carisma oblato, la formación, y la organización de la Congregación. Pero no era así en el proyecto precapitular que contaba cuatro partes. Fue una de las principales intuiciones del Capítulo de 1980 el unir, bajo el mismo título “carisma oblato” las dos primeras partes propuestas: Misión de la Congregación y Vida religiosa apostólica. Estas pasaron a ser los dos capítulos de la primera parte de las Constituciones aprobadas. Así se quería manifestar cómo los llamamientos a la misión apostólica y a la vida religiosa debían considerarse como dos caras de una misma vida totalmente entregada a Cristo para cooperar con él en la obra de la evangelización (C 2).

El capítulo sobre la misión quiere poner de relieve el carácter apostólico y misionero de la Congregación ( C 1, 5, 7, 8). El modelo de nuestra relación con Cristo es el de los Apóstoles con el Salvador (C 3). Nuestra misión se lleva a cabo en comunidad y por la comunidad, cuyo centro viviente es Cristo (C 3, 37), y bajo el signo de la Virgen Inmaculada (C 10). Al contrario de las Constituciones precedentes, el texto nuevo no da la descripción de nuestros diversos ministerios, pero deja a las Provincias, guiadas por algunos principios generales (R 1, 2, 4, 5) el cuidado de determinar sus prioridades apostólicas. Se notará también el puesto importante que se da al ministerio por la justicia (C 8, 9; R 9), lo que refleja una de las mayores preocupaciones de la Iglesia en nuestro tiempo.

El Cap. II elabora la “regla de vida” que se inspira en la de Jesús y de los Apóstoles, y que constituye “la vida religiosa apostólica”. Los que son llamados a seguir a Jesús y a participar en su misión sienten la necesidad de identificarse con él a fin de ser testigos creíbles de la Palabra que proclaman (C 11); sienten la necesidad de una vida conforme al Evangelio, de una conversión radical de todo su ser. Aquí también es Cristo quien inspira nuestro compromiso por los votos (C 12), es él quien está en el centro de nuestra vida de fe (C 31) y de nuestra vida de comunidad (C 37).

Los votos (sección 1ª) se presentan según el orden del Vaticano II. Para cada uno, el texto recuerda su origen evangélico (C 14, 18, 24, 29); afirma su valor de signo, que impugna al mundo y sus valores, a la vez que anuncia el Reino que viene (C 15, 20, 25, 29); subraya su dimensión comunitaria (C 12, 13, 21, 26, 29), y finalmente especifica su objeto mismo y sus implicaciones jurídicas para el miembro y para la comunidad (C 17, 22, 27, 30). La vida de fe (sección 2ª) necesita ser alimentada en una constante búsqueda de Dios, por una intensa relación con Cristo. La unión a Dios se desarrolla tanto por el ministerio como por la oración y la celebración de los sacramentos (C 31). En cuanto a la comunidad (sección 3ª), el texto reconoce en ella la “célula viviente” de la Iglesia y de la Congregación (C 12, 76, 87). Nuestra vida comunitaria es a la vez testimonio de la presencia de Cristo en medio de nosotros, sostén de nuestra vida evangélica y condición de eficacia misionera (C 37, 38, 39, 87).

Las otras dos partes de las Constituciones reciben de la primera su sentido: la formación primero (2ª parte), que “tiene como objetivo el crecimiento del hombre apostólico animado por el carisma oblato” (C 46), y la organización de la Congregación (3ª parte), cuyas estructuras “no tienen otro objetivo que el de sostener la misión”, es decir el de poner en obra el carisma oblato, estructuras que deben ser “suficientemente flexibles para evolucionar al ritmo de nuestra experiencia vivida” (C 71). Lo mismo vale acerca de los bienes temporales, que “están ante todo al servicio de la misión” (C 122).

Por lo que toca a la formación, el texto acentúa su carácter continuo; la presenta como un proceso nunca acabado (C 46, 47, 48, 68). Conjuga la responsabilidad personal de cada uno, primordial para una formación eficaz (C 47, 49, 70), con la función de la comunidad que favorece el progreso de la misma (C 48), sobre todo en las primeras etapas, y con la responsabilidad propia de los superiores mayores y de los educadores (C 49, 51). Este texto de 1982, aunque describe las diversas etapas de la formación, dedica una atención particular a la preparación de los candidatos al noviciado (C 53, 54), lo mismo que a la formación permanente tras la entrada en el ministerio (C 68, 70). Trata de poner en práctica las más recientes adquisiciones de la pedagogía y de la psicología religiosa.

La tercera parte, sobre la organización de la Congregación se abre con un preámbulo que describe “el espíritu del gobierno” (C 71-74). Pone de relieve el carácter de servicio de la autoridad (C 73) y el espíritu de colegialidad que debe inspirar el gobierno del Instituto (C 72). El texto subraya también que, en la Congregación, las estructuras de gobierno están al servicio de la misión y de las personas (C 71, 76, 80, 87, 92, 105); insiste en la participación de todos en los proyectos del Instituto y en las tomas de decisiones mediante el discernimiento, la colaboración, las elecciones, los consejos y los capítulos (C 71, 72, 74, 75, 83, 86, 87, 92, 103, 104, 105); recuerda la importancia de la verificación y la evaluación periódicas de la administración y de las tareas confiadas (C 74), ya mediante informes, ya por medio de congresos y visitas, ya también por el Capítulo general.

Apartándose del orden tradicional, la organización de la Congregación es presentada partiendo de las comunidades locales para llegar luego a los niveles provincial y general, con lo que se afirma la importancia de las primeras para la vitalidad y eficacia apostólica tanto de los miembros como del conjunto de la Congregación (C 76, 77, 87, 92, 105, 106).

Hay que notar que las Constituciones y Reglas fueron completadas por directorios elaborados después del Capítulo de 1980 [40]. La previsión de esos directorios permitió aligerar mucho el conjunto del texto en contraste con las Constituciones anteriores que contenían muchos elementos de índole pasajera y a menudo poco aplicables en toda la Congregación.

EL FUNDADOR Y LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

Quien desee captar cómo concebía el Fundador el lugar de la Regla en la Sociedad y en la vida de cada miembro, debe acudir a la conclusión del Prefacio del texto de 1826 conservada íntegramente en todas las ediciones subsiguientes de las Constituciones: “para el feliz éxito de tan santa empresa y para mantener la disciplina en una sociedad es indispensable fijar ciertas normas de vida que aseguren la unidad de espíritu y de acción entre todos los miembros. Esto es lo que da fuerza a los organismos, mantiene en ellos el fervor y les asegura la permanencia”.

Con qué convicción y con qué entusiasmo escribía Eugenio desde Roma a su pequeña familia religiosa cuando estaba haciendo las diligencias que llevarían a la aprobación de 1826. Su fe ilimitada en la Iglesia y en el ministerio del sucesor de Pedro, le hizo ver en la aprobación de León XII un sello de garantía irrefutable para la obra naciente y para las Reglas que marcaban su marcha. “No son una bagatela, no son ya simples reglamentos, una simple orientación piadosa; son unas Reglas aprobadas por la Iglesia tras el examen más minucioso. Han sido juzgadas santas y eminentemente aptas para llevar a su fin a quienes las han abrazado. Se han convertido en propiedad de la Iglesia que las ha adoptado. El Papa, al aprobarlas, se ha hecho su garante. Aquel de quien Dios se sirvió para redactarlas desaparece; hoy es seguro que él no era más que el instrumento mecánico que el Espíritu de Dios ponía en juego para manifestar el camino que deseaba siguieran aquellos que él había predestinado y preordenado para la obra de su misericordia, llamándolos a formar y a mantener nuestra pequeña, pobre y modesta Sociedad” [41]. Esta aprobación le alegraba en sumo grado porque situaba ya a la Sociedad al lado de las órdenes religiosas, aun de las más célebres, muchas de las cuales habían desaparecido en la Revolución, dejando una ausencia que desde los comienzos Eugenio de Mazenod había querido colmar al reunir su grupito de misioneros.

Durante su retiro de 1831 el Fundador redactó un compendio de los artículos de las Reglas “que indican más expresamente para qué hemos sido fundados y qué debemos ser” [42]. A quien se compromete en la Sociedad, las Constituciones le brindan como “el prototipo del verdadero oblato de María” [43]. Le enseñan cómo, en el espíritu de su vocación, “debe seguir las huellas de Jesucristo y de sus Apóstoles” [44]. Son para él un consejero fiel y seguro que le lleva a hacer lo que es más grato a Dios y lo que le es más útil a él y a los otros… Dan pleno valor a sus obras y a sus acciones [45]. Y ellas serán, al fin de su carrera, la Regla según la cual será juzgado por Jesucristo [46].

El fundador lamenta que varios oblatos se aparten de las Constituciones y que éstas sean incluso para algunos “un libro cerrado” [47]. Insiste, pues, en que los suyos sean más fieles a la observancia de las Reglas a fin de que se les hagan

familiares con la práctica y “atraigan sobre nosotros y sobre nuestro santo ministerio nuevas bendiciones” [48].

Las cartas circulares de 1853 y 1857 [49] sobre las santas Reglas ilustran bien en qué manera Mons. de Mazenod, hasta el fin de su vida, tenía ese texto como sagrado y como la norma de toda la vida oblata. De ahí su reiterada exhortación a sus hijos: “Apreciemos, pues, esta preciosa Regla; tengámosla de continuo ante los ojos y más todavía en el corazón” [50].

LOS SUPERIORES GENERALES Y LAS CONSTITUCIONES

A la muerte de Mons. de Mazenod, la preocupación de su sucesor, el P. José Fabre, fue mantener a la Congregación fiel al espíritu de su fundador. Este espíritu se expresaba sobre todo en las santas Reglas que el nuevo superior general, ya en su primera circular, exhortaba a sus hijos a observar con la mayor atención. El alma de nuestro Padre y Fundador, escribía, “vive entre nosotros en estas Reglas benditas que nos dejó como prenda de su amor, como testimonio imperecedero de su gran fe y de su ardiente caridad. Estas santas Reglas,…yo he prometido solemnemente no permitir que en nuestras manos este depósito sagrado se disipe, que se pierda la más mínima parte de ese don tan precioso; la obediencia completa a todas sus prescripciones hará nuestro gozo y nuestra fuerza” [51].

Este llamamiento a la observancia de las Reglas será también el objeto de varias circulares sucesivas. “La Congregación no será fuerte en su interior ni será estimada fuera más que en la medida en que nuestras santas Reglas sean fielmente observadas” [52]. “Son nuestras santas Reglas las que, de todos los espíritus y de todos los corazones, hacen un solo espíritu y un solo corazón; fuera de estas preciosas ordenanzas, no hay más que espíritu particular, voluntad aislada, obra personal, vida individual, y, en consecuencia, destrucción completa de la vida común y de la vida religiosa” [53].

En la circular n. 13 el P. Fabre insiste nuevamente en las santas Reglas que deben ser para el oblato la fuente de inspiración para renovarse sin cesar en el espíritu de su vocación. Recuerda en particular la importancia de atenerse al ministerio primero de la Congregación: la evangelización de las almas más abandonadas , especialmente por medio de la predicación de la Palabra de Dios y la administración del sacramento de la penitencia, ministerio que exige una preparación esmerada sacada de la Sagrada Escritura y de la teología. Además, según las santas Reglas, este ministerio tiene que ser apoyado por el ejemplo del misionero que debe siempre referirse al “ejemplo de Aquél cuyas huellas nos obliga a seguir nuestra vocación” [54]. El P. Fabre, apoyándose en el Prefacio y en el texto de las Reglas, invita a los oblatos a mantenerse en un espíritu de oblación y, para alcanzarlo, a ser fieles a la práctica concreta de los votos y de las observancias comunitarias [55].

Vuelve a tocar el tema en 1874. En su informe al Capítulo general de 1873 [56], había expresado su alarma ante el hecho de que “nuestras santas Reglas no ejercen siempre una influencia bastante práctica y bastante seria en las disposiciones internas, así como en los actos externos… El espíritu de cuerpo y de Congregación se resiente de ello dolorosamente” [57]. Al mismo tiempo que promulga las actas del Capítulo de 1873, juzga oportuno renovar la recomendación hecha al principio de su generalato y emite una circular dedicada por entero a las Reglas [58]. “¿Qué son para nosotros nuestras santas Reglas…? Constituyen la existencia misma de la familia. Justamente por nuestras santas Reglas existimos, por ellas vivimos, por ellas formamos una familia religiosa…” [59]. Pero, prosigue, “la Regla no es leída, no es meditada. Así, ni se realizan las misiones ni se predica según la tradición oblata; la práctica de la pobreza y de la obediencia se debilita, y las quejas y las críticas se multiplican. Sin la Regla, cada uno se convierte en su propia regla, y pronto uno se desanima y la comunidad se disgrega”. El P. Fabre exhorta, pues, a amar profundamente y a obedecer fielmente a la Regla, como condición de fecundidad apostólica y de bendiciones divinas. La Regla es la salvaguardia de la vocación. Sin ella no hay religioso. “Nuestra Regla es una regla de vida para nuestra alma, para nuestras obras, para la Congregación. Conservémosle ese carácter por nuestra fidelidad de cada día y de toda nuestra vida religiosa” [60].

Los sucesores del P. Fabre, a su vez, recuerdan a menudo a los oblatos

la importancia de la Regla para su eficacia apostólica y para el progreso de su vida interior, sobre todo en las circulares que promulgan las Actas de los Capítulos generales. Varias veces se refieren a las circulares del P. Fabre, que son verdaderos monumentos de la tradición oblata. Por su parte, Mons. Agustín

Dontenwill, con ocasión del centenario de la aprobación de las Reglas, en 1926,

dirige a toda la Congregación la circular n. 133. “Estemos persuadidos de que, para seguir las huellas de tantos valientes apóstoles que, antes que nosotros, han

combatido bajo la bandera de María Inmaculada, es absolutamente necesario imitar sus virtudes religiosas. Ahora bien ¿cómo realizar este ideal sin la fidelidad a las Reglas que, el día bendito de nuestra profesión, hemos prometido observar con exactitud hasta nuestro último suspiro?” [61].

Ya en su primera circular del 13 de junio de 1947, el P. León Deschâtelets, recién elegido superior general, apela a todos los oblatos para que pongan resueltamente la Regla en el centro de su vida, a fin de que sea para ellos “hogar de entusiasmo apostólico y apoyo de un celo vigoroso” [62]. El conocimiento excepcional que el P. Deschâtelets tenía del texto de las Constituciones y de la tradición oblata caracterizó su generalato. Más aún por el hecho de que, durante trece años, antes y después del Concilio, conoció tres ensayos de revisión de las Constituciones.

En vísperas del Capítulo de 1966 el P. Deschâtelets recuerda la importancia de la revisión de la que se deberá ocupar la próxima asamblea [63]. Una vez pasado el Capítulo y aprobadas e impresas las nuevas Constituciones, él las propondrá como “la fuente del espíritu de renovación en la Congregación”, como ha pedido el Concilio. Y sobre este tema del “Espíritu de la renovación” escribirá una circular entera en 1968 [64], renovación que va a encontrar su inspiración y su guía en las nuevas Constituciones. Como todos sus predecesores, vuelve al Prefacio como a “la experiencia más viva, más esencial y más incambiable del pensamiento del Fundador” [65]. En una época en que el Concilio acaba de apelar a una renovación en la Iglesia, este empeño para los oblatos quiere decir “poner el Evangelio y la Regla en el centro de [su] vida apostólica” [66]. La Regla expresa el carisma de la Congregación, es el lazo de unidad entre todos sus miembros. “Nuestro poder de consagrados al anuncio del Evangelio es decuplicado por las fuerzas espirituales que ella nos asegura y que sacamos de la Iglesia, unidos por los lazos muy profundos de la caridad y de la obediencia, trabajando todos, Padres y Hermanos, con un mismo corazón para promover el reino de Dios del que es signo nuestra vida religiosa y apostólica” [67].

Durante su mandato, el P. Fernando Jetté vio el coronamiento de la revisión de las Constituciones exigida por el Concilio. En el momento en que, por decirlo así, toda la Congregación se puso a la obra para colaborar en esa tarea, el superior general en carta del 1 de febrero de 1976 recordaba que “como oblatos, como equipo apostólico, tenemos necesidad de cierta estructura o regla de vida…que es aceptada y que verdaderamente penetra en nosotros para transformarnos en Jesucristo y dar una real consistencia a nuestro ser” [68].

Más tarde, al anunciar la terminación de la tarea por obra del Capítulo de 1980, el P. Jetté propone el nuevo texto como un desafío a la Congregación, “el desafío del porvenir” [69]. Para esto, “las Constituciones deben ser asimiladas, interiorizadas. Así ellas serán fuente y camino de vida” [70]. Y el 17 de febrero siguiente, interpela a la Congregación: “¿Qué vamos a hacer de este don [de las Constituciones]? Pues este don nos cuestiona y nos interpela…Las Constituciones y Reglas son ya –y pasarán a serlo todavía más claramente cuando hayan recibido la aprobación de la Iglesia– el camino concreto del Evangelio, la manera oblata de vivir el Evangelio hoy. En ellas y por ellas encontraremos a Jesucristo y aprenderemos a amar a los hombres, sobre todo a los pobres, como nuestro fundador nos pidió que lo hiciéramos. Hay ahí un desafío del que ningún oblato puede evadirse si quiere ‘salvar su vida'” [71]. “Comienza un largo período, todavía más importante que el Capítulo en cierto sentido, el llamado ‘período de interiorización’, el período de la integración progresiva de las Constituciones y Reglas en nuestras vidas” [72]. Para esto, habrá que conocer bien las Constituciones, leerlas y releerlas, y meditar su contenido. “Esta lectura… se ha de hacer con amor, con el deseo de dejarse imbuir por ellas y de alimentarse de ellas…Aquello a lo que tienden las Constituciones, libro de vida, es a crear en nosotros una vida nueva, un ser nuevo, el ser evangélico y oblato, el hombre apostólico del que habla el Fundador y que llega a reaccionar espontáneamente a la manera oblata, según el espíritu del Fundador” [73].

Finalmente, al presentar el texto aprobado por la Iglesia, el P. Jetté recuerda a los oblatos la importancia de esa aprobación: “Las Constituciones comprometen a la Iglesia, y por eso deben ser aprobadas por la Iglesia” [74]. Con la alegría y la fe del Fundador al anunciar la primera aprobación, el P. Jetté añade: “Es la Iglesia la que nos constituye y se hace fiadora, ante los fieles, de la autenticidad evangélica de nuestro proyecto de vida que les proponemos” [75]. E invita a los oblatos a mirar con confianza hacia el futuro: “Marchemos hacia el futuro con grandes deseos, con una esperanza y una valentía inquebrantables, contemplando la inmensidad del campo apostólico que se abre ante nosotros. El Beato Eugenio de Mazenod, nuestro Fundador y Padre, nos obtenga esta gracia” [76]

Alexandre TACHÉ