1. Los Escritos De Eugenio De Mazenod
  2. Las Constituciones Y Reglas
  3. Los Capitulos Generales
  4. Los Superiores Generales
  5. La Tradicion De La Iglesia
  6. Actualidad De La Enseñanza Del Fundador

Desde el comienzo, la Congregación de los Oblatos de María Inmaculada se ha acordado de sus difuntos. Esta solicitud por los muertos, tan evidente en los escritos del Fundador, aparece también claramente en nuestras Constituciones y Reglas, en las actas de los Capítulos generales y en las circulares de los superiores generales. El recuerdo vivo y afectuoso de nuestros difuntos forma parte integrante de esta herencia que nos fue legada por Eugenio de Mazenod a partir de la tradición de la Iglesia, y que conserva todavía su actualidad. Este artículo intenta exponer brevemente cada uno de los puntos que acabamos de mencionar.

LOS ESCRITOS DE EUGENIO DE MAZENOD

En su correspondencia, el fundador recuerda a menudo la pena que siente a la muerte de un oblato. “¿Qué te diré, querido hijo, escribía al P. Andrés Sumien, en Aix, de la desgracia que nos ha consternado a todos? Me deja estupefacto y apenas puedo creerla” [1]. Al enterarse, en otra ocasión de la muerte accidental de otro de sus jóvenes sacerdotes, escribe al P. Hipólito Guibert, en Ajaccio: “Acabo de ofrecer el santo sacrificio por ese buen Padre cuya muerte me anuncia usted en su última carta. Le lloraré toda la vida igual que a los que le han precedido en la eternidad, cuya pérdida me deja inconsolable […] Comparto el dolor de usted […] semejante golpe me aterra; mi alma está hundida de dolor” [2]. Hasta el final de su vida, la muerte le ha afligido profundamente, como lo revela esta carta a Mons. Esteban Semeria, en Jaffna: “¡Qué amarga es la muerte cuando nos quita a aquellos a quienes tenemos tantos motivos de echar de menos! ¿Cree usted que me he acostumbrado al pensamiento de la pérdida, por ejemplo, de nuestro tan bueno, tan amable y tan admirable Padre Aubert? Gimo varias veces al día por esta pérdida irreparable. El vacío que deja junto a mí es un abismo que nada podría colmar. Le echa en falta mi corazón, se le echa en falta diariamente en el servicio de la Congregación, le echan en falta aquellos a los que edificaba, a los que ayudaba, a los que alentaba, a los que arrastraba con sus consejos y sobre todo con sus ejemplos. Es para no poderse consolar, por muy sumiso que uno esté a la impenetrable voluntad de Dios” [3].

Sin embargo, Mons. de Mazenod no se reprochaba el dejarse abatir por la muerte de un oblato. Al contrario, en 1831, por ejemplo, escribía al P. Tempier: “Jesucristo, nuestro único modelo, no nos dio ese ejemplo. Yo adoro su conmoción y sus lágrimas junto a la tumba de Lázaro, tanto como detesto y aborrezco el estoicismo, la insensibilidad y el egoísmo de todos los que quisieran, según parece, superar a este prototipo de toda perfección” [4].

No hay que extrañarse, por tanto, de que la fe del fundador haya sido fuertemente probada por la muerte de sus compañeros [5]. La Congregación andaba habitualmente escasa de personal y no podía más que raras veces responder a las necesidades más urgentes. El modo en que la Congregación era probada le parecía a veces misterioso: “Cuanto mejor es un sujeto […] me siento más preocupado, porque [la muerte] escoge sus víctimas entre lo más selecto” [6], exclama en una carta al P. Courtès. Muy a menudo lo único que puede hacer es inclinarse ante el designio de Dios: “Solo cabe prosternarse y adorar como siempre la santa voluntad de Dios” [7].

Pero Mons. de Mazenod sabía consolarse. Los difuntos, pensaba, no están ya desterrados, pues, según él, morir en el seno de la Congregación era un verdadero signo de predestinación. Ellos, están, pues, en las manos de Dios, meta final de todas sus esperanzas. Forman nuestra comunidad de arriba unida a la de la tierra por los lazos de la caridad. Sus plegarias y su amor atraen al resto de la familia hacia el cielo para que habiten con ellos [8]. “Su santa muerte es […] una hermosa sanción de estas Reglas que con ella han recibido un sello nuevo de la aprobación divina” [9]. El fundador concluye que se debe conservar su memoria por escrito para edificación de toda la congregación [10]. El pasaje siguiente, sacado de una carta al P.Courtès resume bien lo que precede: “Tenemos cuatro en el cielo; es ya una hermosa comunidad. Son las primeras piedras, las piedras fundamentales del edificio que debe construirse en la Jerusalén celeste; están ante Dios con el signo o carácter distintivo de nuestra Sociedad, los votos comunes a todos sus miembros y la práctica habitual de las mismas virtudes. Estamos unidos a ellos por los lazos de una caridad peculiar; siguen siendo nuestros hermanos y nosotros somos los suyos; viven en nuestra casa madre, en nuestra capital; sus oraciones y el amor que siguen teniéndonos, nos atraerán un día hacia ellos para que moremos con ellos en el lugar de nuestro descanso […]; los veo al lado de María Inmaculada y por tanto muy cerca de Nuestro Señor Jesucristo […]; nosotros recibiremos nuestra parte en esa plenitud, si nos hacemos dignos de ellos por nuestra fidelidad en la práctica constante de esta Regla que les ayudó a llegar donde están” [11].

Por otra parte, el fundador insistía en que los oblatos no olvidaran nunca rezar por sus hermanos difuntos en razón de los lazos que los unían. El 22 de diciembre de 1860 anotaba en su Diario: “Así nuestra pequeña familia militante en la tierra alimenta a nuestra ya muy numerosa comunidad del cielo. Que estos queridos hermanos que Dios va llamando sucesivamente a sí, no nos pierdan de vista una vez llegados al colmo de la felicidad: estamos tan necesitados de asistencia y de multiplicación, para dar abasto al trabajo que se presenta en todas partes. Por nuestro lado, no los olvidamos cuando nos dejan. Con el temor de que algún obstáculo se oponga a su pronta entrada en el cielo, los acompañamos con nuestro pesar sin duda, pero sobre todo con nuestros sufragios. Toda la Congregación se pone en oración y las indulgencias y las buenas obras y el santo sacrificio ofrecido varias veces por cada uno de los miembros les abren la puerta del cielo, a menos que su santa muerte en el seno de la Congregación y la renovación de su profesión antes de dejar la tierra hayan bastado para descontar sus deudas ante Dios” [12]. Mons. de Mazenod pensaba incluso que las oraciones que se hacen en la tierra por aquellos que ya han sido glorificados en el cielo tienen como efecto que Dios los eleve “más alto en la gloria” [13]. Este modo de ver, singular, es muy indicativo de la esperanza en Dios de nuestro fundador.

LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

Al redactar las Constituciones y Reglas de la Congregación, el fundador incorporó algunos artículos sobre los difuntos, sacados de los Estatutos Capitulares de los redentoristas y también de otras fuentes desconocidas [14]. El primer texto aprobado de las CC y RR (1827) contenía varias disposiciones sobre los miembros difuntos. Estas, por lo general, se conservaron en las ediciones subsiguientes hasta después del concilio vaticano II. Entonces, poco a poco se han dejado de lado los artículos sobre las exequias que se debían celebrar y, en la edición de 1982, se creyó conveniente colocar en anexo la lista de los sufragios por nuestros difuntos. Un resumen de las disposiciones contenidas en las diversas ediciones podría aquí revelarse útil a efectos de comparación. No citaremos más que los textos tomados de las ediciones anteriores al Vaticano II, que nos son tal vez menos familiares. Las adiciones y los cambios aportados a la edición de 1827 se indican en la edición en que aparecieron por vez primera.

1. “Si el enfermo fallece, se dará en seguida aviso por carta a todas las casas del Instituto para que todos los miembros de la Sociedad con sus sufragios lo liberen cuanto antes de las penas del purgatorio” (Parte 1ª, cap. 4, § 4,art. 1). Los seis art. siguientes se colocaron con el epígrafe “De obsequiis”, que en 1928 se cambió en “De exsequiis”.

2. “Los difuntos de la Sociedad no serán enterrados hasta pasadas 24 horas tras su muerte, a menos que por razón del olor o por otro motivo el superior juzgue oportuno adelantar un poco la inhumación” (1827). La edición de 1928 simplificó el texto permitiendo adelantar la inhumación por razones serias.

3. “El prefecto de sacristía tomará órdenes del superior para consignar al enfermero los hábitos apropiados al difunto; no se lo vestirá con ellos hasta pasadas varias horas después del fallecimiento, cuando la muerte haya sido indudablemente comprobada” (1827).

4. “Los hábitos serán conformes al Orden del difunto. Para los Hermanos conversos será el hábito que está a su uso” (1827)

5. “El difunto tendrá en sus manos una cruz, que conservará en la tumba” (1827).

6. “Esta cruz no será la que recibió el día de la oblación; ésta, en efecto, debe quedar en la Sociedad en recuerdo de las virtudes de quien la llevó, a fin de que se perpetúen entre los sobrevivientes, a la vez que su memoria, los buenos ejemplos que dio a sus hermanos” (1827).

7. “En cada casa de la Sociedad, a fin de despertar el recuerdo de la muerte, se pondrá una cruz en lugar visible para que sea colocada en las manos de aquel que muera el primero, y se deposite con él en la tumba”(1827). La edición de 1853 añade que esa cruz debe ser de madera negra. Desde la edición de 1827 los artículos siguientes aparecen bajo el título: “De los sufragios”.

8. “La Sociedad, cuya tierna caridad provee a todas las necesidades tanto espirituales como temporales de todos sus miembros, cuidará de no olvidar a aquellos que han muerto en su seno. Estos no solo tendrán una amplia participación en los méritos de la Sociedad, sino que también se brindará alivio a sus almas inmediatamente después de la muerte con el ofrecimiento del santo sacrificio de la misa y con abundantes sufragios” (1825).

9. “Si el fallecido era sacerdote oblato, cada sacerdote dirá cinco misas por él; si era simple oblato, cada sacerdote dirá tres; si era novicio o hermano lego, cada sacerdote dirá una; si era el superior general, cada sacerdote dirá nueve” (1825).

La edición de 1853 prescribe que esas cinco o tres o una misa que se han de aplicar por un difunto, solo han de celebrarse en adelante por los sacerdotes de su respectiva provincia o vicariato. Además, todos los otros sacerdotes de la Congregación deben ofrecer una misa por un profeso fallecido; y el número de misas que aplicar por el superior general difunto se reduce a cinco.

En 1894 se dividió en dos el artículo original: un artículo trataba de los sufragios por el superior general (5 misas), los asistentes generales y el procurador ante la S. Sede (3 misas). El segundo se refería a todos los otros difuntos de la Congregación. Esta disposición estuvo en vigor hasta 1966 [15].

Recíprocamente, el superior general, los asistentes y el procurador debían decir tres misas por cada profeso perpetuo, obligación que iba a cesar con la edición de 1910. Asimismo, la misa que cada sacerdote oblato debía ofrecer debía ofrecerse por todos los oblatos difuntos, fueran o no sacerdotes. “Los oblatos admitidos a los votos temporales y aun los novicios que, antes de terminar el noviciado, hayan emitido los votos in articulo mortis, obtendrán, para el descanso de su alma, el beneficio de una misa dicha por cada uno de los sacerdotes de la provincia o del vicariato. Los novicios que no hayan hecho los votos, ni siquiera en el artículo de la muerte, recibirán el mismo socorro, pero solo de parte de los sacerdotes que están en la casa donde ellos vivían”.

La edición de 1910 incluyó al ecónomo general entre aquellos por quienes se han de celebrar tres misas, y precisó que el procurador de que se hablaba en el texto de 1894 era el procurador ante la S. Sede. Se simplificó así el artículo 385: “Si el difunto había hecho votos perpetuos, cada sacerdote dirá una misa por él”. Después, en 1928, en conformidad con el nuevo código de derecho canónico, las Constituciones presentaron las disposiciones siguientes: “Todos los otros difuntos de la Congregación, incluyendo a los novicios, recibirán el beneficio de los sufragios siguientes: 1º, por cada uno de ellos, el superior general, los asistentes, el ecónomo general y el procurador ante la Santa Sede dirán una misa; 2º, en las Provincias, los padres dirán una misa por cada difunto de la provincia; 3º finalmente, durante los doce meses que siguen a la defunción, todos nuestros difuntos tendrán el beneficio de dos misas por mes de parte de todos los sacerdotes de la Congregación” (C y R de 1928, art. 363).

10. “Los oblatos y los novicios recibirán, por el difunto, la santa comunión tantas veces cuantas son las misas que han de decir los sacerdotes”. “Los hermanos conversos rezarán el rosario por el difunto cada día durante una semana, y recibirán por él la santa comunión como los oblatos y los novicios” (1827).

La edición de 1894 solo pedía a los oblatos y novicios (ya no a los hermanos conversos) ofrecer tantas comuniones como eran las misas que debían ofrecer los sacerdotes de la casa. Los hermanos debían ofrecer un rosario diario durante una semana solo por los difuntos de su propia casa. La edición de 1928 precisó que los oblatos y novicios que no eran sacerdotes debían ofrecer tantas comuniones por el difunto cuantas eran las misas que debían ofrecer los sacerdotes de su propia casa.

11. ” A más de la misa dicha por cada sacerdote, en cada una de las casas se celebrará un servicio fúnebre, tras el rezo del entero oficio de los difuntos en la casa del fallecido, y de un solo nocturno con laudes, en las otras casas” (1827).

La edición de 1853 limitó a las casas de la provincia o del vicariato del difunto la obligación de celebrar un servicio fúnebre y de rezar el oficio, y precisó que en las otras casas el servicio debía ser precedido del rezo del nocturno y de laudes. Más tarde, el texto de 1928 hablará de una misa cantada y de un responso en vez de funerales y dirá todavía más claramente que las disposiciones solo se aplicaban a las casas de la provincia o del vicariato del difunto.

12. “En cada casa de la Sociedad, se aplicarán al difunto, a modo de sufragio, durante ocho días, todas las oraciones, comuniones, penitencias y obras buenas; y en la oración de la tarde se hará mención de él” (1827).

La edición de 1853 debía limitar la aplicación de esos sufragios a las casas de la provincia o del vicariato donde habitaba el difunto. Lo mismo valía para la mención en la oración de la tarde. El texto de 1928 omitió la referencia a las casas de un vicariato.

13. “Si se trata del superior general, los predichos sufragios, el servicio fúnebre y el oficio de difuntos por entero, se harán en todas las casas de la Congregación. Lo mismo se hará, en toda la Congregación, para los asistentes generales y el procurador; pero el servicio fúnebre no se celebrará por ellos más que en la casa general y en la residencia de un provincial o vicario de misiones” (1894).

Este artículo era nuevo en 1894. En 1910 se añadió a la lista el ecónomo general y en 1928 se reemplazó el servicio fúnebre por una misa solemne con responso. Además, “la misa solemne y el rezo del oficio de difuntos no [debían] tenerse, para estos últimos, más que en la casa general y en la residencia de cada provincial o vicario de misiones”.

14. “Los miembros que no pertenecen a ninguna provincia y están bajo la autoridad inmediata del superior general, se considerarán, en cuanto a los sufragios activos y pasivos, como si pertenecieran a la provincia en que residen” (1928). Este artículo apareció por vez primera en las Constituciones de 1928, n. 368.

15. “A la muerte del Sumo Pontífice, en todas nuestras casas se celebrará por él una misa solemne de difuntos; lo mismo se hará para el cardenal protector, pero solo en la casa general y en las casas provinciales; e igualmente en nuestras iglesias se hará para el obispo de la diócesis “(1928, n. 369). También era nuevo este artículo.

16. “A la muerte del padre o la madre de un miembro de la Congregación, se observará lo dicho en el artículo precedente” [ es decir, el art. reproducido arriba en el n. 12]. “Los nuestros podrán decir cinco misas a la muerte de su padre o de su madre, y tres a la de sus hermanos o hermanas” (1827).

La edición de 1928 decidió reunir esos dos artículos y añadir “o de un bienhechor insigne” y “el superior hará que se digan igual número de misas por los citados parientes de los oblatos de su casa que no son sacerdotes” (n. 370).

17. “En el aniversario de la muerte de un miembro de la Sociedad, se hará en la casa donde murió o a la que pertenecía, un servicio al que asistirá toda la comunidad” (1827).

En 1853 se reemplazó el servicio por una misa cantada. El texto de 1928 ya no habla de la casa donde el difunto murió [16].

Lo que más llama la atención acerca de los artículos que preceden y de las decisiones de los Capítulos generales que vamos a estudiar es el tiempo y el cuidado que les han dedicado el Fundador y muchos otros oblatos. Estas disposiciones minuciosas muestran la importancia que la historia y la espiritualidad oblatas conceden a los difuntos.

LOS CAPITULOS GENERALES

Varios Capítulos generales han estudiado el tema de los difuntos y de los sufragios que se les debían aplicar. Presentaremos aquí algunas de sus observaciones, siguiendo, al referirnos a los artículos de las Constituciones y Reglas, los números adoptados en la sección precedente.

1. El Capítulo de 1867 pidió que el provincial, el vicario de misiones o el superior local del difunto, avisara inmediatamente al superior general y le enviara lo más pronto posible, toda noticia edificante sobre la enfermedad, las virtudes y la vida del difunto. El Superior general avisará entonces a todas las casas, pidiéndoles que apliquen los sufragios prescritos. Después difundirá los informes recibidos. Sobre esto, el Capítulo de 1887 pidió que el superior de cada casa donde el difunto había vivido enviara, en el plazo de tres meses, al secretario general todos los documentos que pudiera recoger, de forma que luego pudieran servir para la edificación de todos. Se apremiaba también a que hicieran lo mismo los otros miembros de la Congregación que conocían bien al difunto. El Capítulo de 1898 decidió que todos los provinciales tuvieran un registro en que se recogieran todas las informaciones que cada miembro hubiera dado personalmente, así como los cambios de residencia. Cada año el provincial debía enviar una copia de esos datos a la casa general. Estas medidas miraban a facilitar la redacción de las noticias necrológicas [17]

2 a 5. Respecto a las exequias, el Capítulo de 1893 pidió que se observara la costumbre local, pero en forma siempre modesta, humilde y pobre [18].

6. Además de la cruz de oblación, el Capítulo de 1837 recomendó que se guardara otro recuerdo del difunto, es decir, una simple reseña que procurara algunos detalles sobre su vida y virtudes y que sería leída en el refectorio la víspera del aniversario de su muerte [19].

9. El Capítulo de 1926 quiso en primer lugar conservar el principio de que cada padre de la provincia celebrara una misa. Hizo de esto una obligación especial para la Administración general y elevó a dos las misas que cada uno debía decir al mes por todos los difuntos [20].

11. El Capítulo de 1893 pidió que los funerales se desarrollaran según los usos del país, pero insistió en que todo se hiciera al modo de los pobres. Admitía también que se pudiera omitir más fácilmente el rezo del oficio de difuntos que la aplicación de los otros sufragios [21].

13. Cada año, el 21 de mayo, aniversario de la muerte del fundador, según el Capítulo de 1867, debe decirse por él a perpetuidad una misa en la casa general. Ese Capítulo estableció también que se celebrara una misa anual a perpetuidad en la casa general por el Papa León XII en gratitud por todo lo que

había hecho por la Congregación [22]. En 1873, los capitulares decidían celebrar, durante el Capítulo, un servicio fúnebre por el P. H. Tempier, como signo de afecto y de gratitud por el importante papel que había desempeñado en la fundación de la Congregación. Además, el Capítulo de 1898 decidió que cada vez que se convocara un Capítulo para elegir un nuevo superior general, se cantara un funeral por el descanso del alma del superior general recién fallecido [23].

16. El Capítulo de 1893 admite que se conceda fácilmente el permiso de asistir a los funerales de los parientes próximos, pero no a los de los otros parientes, a no ser que se celebren en las cercanías [24]. Anteriormente, el Capítulo de 1867 había hecho la observación de que quien tenía derecho a sufragios por sus parientes debía presentar la petición ante los superiores de su provincia. Además, como señal de gratitud para con nuestros bienhechores, se debía añadir a la mención de sus nombres en la oración de la tarde, el rezo, por ellos de una sexta decena del rosario seguida del De profundis. El Capítulo de 1887 agregó a los rezos que se hacían normalmente en cada casa o provincia por los bienhechores particulares, una misa que se ofrecería por todos ellos una vez al mes en la casa general. El Capítulo de 1893 se contentó con invitar a los oblatos a observar exactamente todo lo que la Regla prescribía sobre los sufragios por los difuntos [25].

17. El Capítulo de 1898 pidió que el aniversario de un fallecimiento se anunciara la víspera en el refectorio y que en la oración de la tarde se cumplieran los sufragios prescritos. Se debía rezar el De profundis junto con varias otras oraciones [26].

LOS SUPERIORES GENERALES

En 1863 el P. José Fabre escribía: “Después [del último Capítulo] hemos tenido la desgracia de perder a 52 de nuestros padres o hermanos. El Señor los ha llamado a sí. Yo no puedo deciros los nombres de todos esos queridos difuntos. Pero hay uno que ya está en todos vuestros labios: el del R. P. Tempier. Este Capítulo general es el primero al que no asiste ya este venerado compañero del mejor de los padres; teníamos la dulce esperanza de conservar todavía por mucho tiempo en medio de nosotros a este fiel testigo de los primeros días de la familia, pero el Señor ha dispuesto de él de otra manera. Hemos tenido el consuelo de recibir su último suspiro; el Señor ha querido recompensar a su buen servidor y ahorrar a su corazón tan católico y tan francés

la punzante angustia que habría experimentado viendo al Santo Padre prisionero en Roma y a nuestros enemigos entrar victoriosos en París. Al lado de este nombre por siempre venerado, permitidme citaros también el de Mons. Semeria, de tan dulce y santa memoria, arrancado a nuestro afecto de un modo tan rápido e imprevisto. Otros cincuenta nombres siguen a estos dos nombres amados; ¡la lista fúnebre es bien larga! Todos nuestros padres han muerto en la

paz del Señor; nos dejan una rica herencia de virtudes que imitar y de ejemplos que seguir; están ahora ante Dios con nuestro amadísimo Padre. Amaban a su familia religiosa en la tierra, la siguen amando en el cielo, donde ruegan por nosotros que quedamos en el destierro. ¡Que sus oraciones atraigan sobre este Capítulo y sobre toda la familia las bendiciones más abundantes! [27]

La carta circular de Mons. Dontenwill, de 22 de diciembre de 1908 dice así acerca de los sufragios: “Nuestros Capítulos generales se han ocupado en varias ocasiones de los sufragios por nuestros difuntos. ¿Había que conservarlos tal como los había establecido el Capítulo de 1850, presidido por nuestro venerado fundador, o bien, vista la extensión que la Congregación ha alcanzado […] no convenía hacer otro reparto que, sin perjudicar a nuestros queridos difuntos, impusiera una carga menos pesada a las provincias y vicariatos más desprovistos de recursos?”. Proseguía recordando que el Capítulo de 1906 había modificado tres de esos artículos y que la decisión había sido ratificada por la S. Congregación de los Institutos religiosos en diciembre de 1908. Concluía así la carta: “El espíritu que ha animado su redacción sigue siendo este espíritu de caridad que caracterizaba a nuestro venerado fundador. Y yo tomo presuroso esta ocasión no solo para recordaros que es para todos nosotros un deber de justicia el cumplir puntualmente los sufragios prescritos por nuestros muertos, sino también para incitaros a rezar mucho por nuestros difuntos, apostolado fecundo que apacigua los ardores de las llamas del purgatorio y atrae sobre nuestras almas las gracias más abundantes del Corazón de Jesús” [28].

De nuevo en 1927 el superior general volvía a tratar el tema de los sufragios a la luz de las Constituciones y Reglas revisadas por el Capítulo de 1926 a fin de conformarlas al nuevo código de derecho canónico. Al final de la carta, Mons. Dontenwill decía: “No podemos terminar sin mencionar aquí a nuestro venerado fundador, cuya imagen presidía nuestras reuniones y cuyo espíritu guiaba todos nuestros pensamientos. Hemos tocado su obra, preguntándonos , de continuo, qué hubiera hecho él mismo si hubiera estado en nuestro lugar. El resultado de los acontecimientos nos da pie para pensar que él mismo ha aprobado también nuestro trabajo y que está contento con nosotros. ¿No tendríamos que ver, además, su intervención especial en el hecho que vamos a contar? El mismo día 2 de julio en que se firmaba en Roma el decreto aprobando los retoques hechos a nuestras Santas Reglas, tenía lugar en N. D. de Lumières la información diocesana sobre la realidad de un milagro espléndido que habría sido obrado en junio del año pasado, por intercesión de Mons. de Mazenod, no lejos de ese santuario que él tanto amaba” [29].

LA TRADICION DE LA IGLESIA

En general, el pensamiento de Eugenio de Mazenod sobre la muerte y la vida ulterior, se enraíza sólidamente en la enseñanza de la Iglesia. Sin duda alguna, la muerte le afectaba profundamente y tenía que luchar mucho para aceptarla. Sin embargo, fue por su fe en la vida futura, una fe sencilla y profunda en la victoria de Cristo sobre la muerte, como fue capaz de vencer el aguijón de ésta. La vida eterna y el purgatorio, lo mismo que la comunión de los santos, eran realidades vivientes para él. Las aceptaba enteramente apoyado en el testimonio de la Escritura y de la Tradición. Por lo demás, difícilmente se puede poner en duda que sus ideas sobre la predestinación estén bien situadas dentro de la ortodoxia, aunque se precisarían estudios más profundos para clarificar su postura poniéndola en su contexto histórico. El fundador creía igualmente, de acuerdo con la práctica y la enseñanza de la Iglesia, que las oraciones por los difuntos eran saludables y santas y que servían para liberar las almas del purgatorio. Pero también era del parecer que las oraciones y buenas obras de los vivos ofrecidas por los difuntos pueden ayudar a éstos a obtener un sitio más elevado en el cielo. Cómo había llegado a esta conclusión y qué razones tenía para sostener tal opinión, queda oscuro. Para algunos, era ir más allá de la enseñanza recibida, a saber que, después de la muerte ya no es posible merecer. Su posición sorprende sin duda y exigiría un estudio más profundo.

ACTUALIDAD DE LA ENSEÑANZA DEL FUNDADOR

La preocupación comunitaria es una característica de nuestro tiempo. En nuestros días la gente se vuelve cada vez más consciente de la interdependencia política y económica. La tecnología, los viajes y los medios de comunicación llevan a los pueblos a formar una comunidad universal. Se advierten a escala mundial signos de esperanza de una armonía en el bienestar y en la solidaridad. Y, con todo, los progresos en los medios de comunicación nos han hecho percibir la extensión de la miseria humana. Descubrimos por todas partes las desgracias que afligen a la sociedad de distintas formas y en diferentes niveles. Hay situaciones trágicas y desesperantes de opresión, de hambre y de alienación. Se están buscando respuestas y valores que puedan dar sentido a todo eso.

Nosotros, oblatos, estamos llamados a buscar respuesta a las aspiraciones de la gente, dejándonos guiar por el espíritu de Eugenio de Mazenod. Este espíritu ilumina también nuestras esperanzas y nuestros temores. Es el espíritu de compasión y de confianza de Cristo, un espíritu de fe y de justicia, un espíritu de solidaridad familiar. Nuestro fundador estuvo firmemente sostenido por su comunidad oblata, la de los vivos y de los difuntos, y, en un sentido más amplio, por la comunión de los santos. Su visión abarcaba el presente y el más allá, los sufrimientos y la misericordia y tomaba en cuenta las aspiraciones humanas así como el plan amoroso de Dios. Ella sigue ofreciendo a nuestro mundo una respuesta y valores y un anticipo de la vida futura.

El pensamiento de Mons. de Mazenod acerca de las verdades que la muerte nos hace captar, vale para sus discípulos y también para las personas a las que prestan servicio. Nos muestra su compasión ante el sufrimiento humano, su esperanza ante la tragedia, su cooperación en la prosecución de valores duraderos y su conciencia de pertenecer a una comunidad que trasciende los límites del tiempo y del espacio. Sitúa decididamente a Cristo en el centro de la historia y nos desafía a vivir su misterio, sin dejar de buscar la plenitud del propio desarrollo. Nos enseña que al morir tomamos vida y que nuestros deseos más ardientes no son vanos. Nos hace ver con certeza que un día se hará justicia y que las lágrimas cesarán para siempre. Manifiesta el hecho de que cada uno tiene su dignidad y su importancia, y que, tanto en el plano horizontal como en el vertical, nuestros destinos se entrecruzan.

Thomas A. LASCELLES