Durante el episcopado de Mons. de Mazenod el cólera hizo estragos con frecuencia, por cinco veces según dos de sus biógrafos: Toussaint Rambert, Vie de Charles Joseph Eugène de Mazenod, t. 2, p. 410, y Achille Rey, Histoire de Mgr Charles Joseph Eugène de Mazenod, t. 2, p. 502.

Las cartas y el diario de Mons. de Mazenod dan una idea precisa de la gravedad del mal; por ejemplo, esta carta al padre Hipólito Courtès el 17 de julio de 1854: “la cifra de los muertos rebasa […] el número de cien por día, pero hubo hasta 60 y 65 niños […] Los italianos sobre todo han sido golpeados con fuerza. Así muchos se dan a la fuga, y no son los únicos. Estoy persuadido de que la ciudad ha quedado despoblada de más de sesenta mil almas. Es una furia” (Carta nº 1221, Ecrits oblats, I, t. 11, p. 211). Aunque pocos días después escribiendo al padre Amado Martinet señale una leve mejoría, ésta es modesta: “Ayer hemos notado una leve disminución de muertes. Hubo quince menos que anteayer. Con todo, el número rebasa siempre el centenar; ayer eran ciento treinta. Pero los niños forman siempre la mitad” (Carta nº 1224; ib. p.216).

La reacción de Mons. de Mazenod es ponerse al servicio de los enfermos. Escribe al padre Casimiro Aubert: “Nuestras ocupaciones, querido hijo, se multiplican más cada día. Anoche me acosté a las dos de la mañana. Nuestra solicitud llega al colmo, a causa del recrudecimiento de la horrible enfermedad que aflige a nuestra ciudad. Hemos tenido que proveer a las necesidades más urgentes […] He dado dos misioneros a San Lorenzo. El Calvario hace más que el servicio de una parroquia; la gente acude con gusto a los misioneros. Yo estoy de servicio en todos los barrios para administrar el sacramento de la confirmación al gran número de los que habían descuidado recibirla; vengo ahora del hospital, y al regresar hay que hacer frente a cien asuntos que afluyen aquí de todas partes. Ahora mismo acabo de ser llamado para atender a una pobre mujer que mañana no estará con vida […] Comprendes que mi puesto está aquí y que debo el ejemplo de una santa intrepidez” (Carta nº 508: Ecrits Oblats, I, t. 8, p. 135). Esta carta lleva la fecha del 10 de marzo de 1835. En ese momento Mons. de Mazenod había perdido sus derechos civiles por haber aceptado el episcopado sin la autorización del gobierno francés. No reacciona en términos negativos, pretextando que ya no tiene obligaciones en Marsella, o que podría dejar la ciudad como habían hecho los que tenían bastante dinero para garantizarse una seguridad en el campo. Al contrario, es consciente de que el Señor lo llama a quedar con los pobres: “mi puesto está aquí”. Además, su ministerio de obispo le invita a conferir la confirmación a los enfermos que no la habían recibido. Su fe en la función del Espíritu Santo en toda vida cristiana le incita a ponerse a disposición de todos, para asegurarles el don del Espíritu Santo. Es fiel a esa llamada a pesar del peligro de contagio.

Expresa su gozo al comprobar la misma generosidad en los sacerdotes de la diócesis, en los oblatos y en las religiosas: “[…] los del Calvario se encuentran fatigados por el trabajo excesivo que la confianza del pueblo les procura. No hay noche en que no vengan a llamar dos o tres veces para que vayan junto a los enfermos” (Carta nº 1221; Ecrits Oblats, I, 11, p. 211). Al padre Antonio Mouchette le refiere igualmente la dedicación de los sacerdotes diocesanos: “Hasta el presente, ninguno de los nuestros se ha contagiado del mal, lo mismo que los otros sacerdotes que también cumplen su deber como es preciso” (Carta nº 1223; ib. p. 215). Mons. de Mazenod anota en su diario: “Cada uno cumple su deber por su parte, sin desconcierto y sin ostentación. Los sacerdotes de la diócesis dan prueba también de la misma abnegación que mostraron en las dos epidemias anteriores” (LEFLON, III, p. 21 [ed. esp., p. 48]).

La Gazette du Midi del 23 de julio de 1854 habla abundantemente de la entrega de las religiosas: “Las Hermanas de San Agustín que atienden el hospicio de la caridad y el asilo de los dementes, han perdido a cinco de sus miembros a consecuencia de sus fatigas de noche y de día junto a los enfermos a los que prodigan toda clase de cuidados. Las Damas de Santo Tomás de Villanueva han sido probadas todavía más cruelmente. De quince, seis han muerto y siete están gravemente aquejadas”. El mismo diario menciona también a las Hermanas de la Esperanza, las Hermanas de San José y las de San Vicente de Paúl (cf. REY, p. 505).

Con gran pesar, Mons. de Mazenod deplora la falta de valentía del padre Andrés Sumien que dejó su puesto por temor del cólera: “El rubor me subió a la cara, querido Courtès, cuando el padre Aubert me leyó el pasaje de tu carta que se refiere al padre Sumien. ¡Qué vergüenza! ¡Un sacerdote, un misionero, un religioso tener miedo! No, no hay otra enfermedad […] Y justamente cuando todos los que tienen el sentimiento de sus deberes se entregan valerosamente a un trabajo incesante […] es cuando se encontraría entre nosotros un cobarde que abandonara su puesto” (Carta n. 1228: Ecrits Oblats, I, t. 11, p. 219-220). Es el único caso citado en esas circunstancias.

La oración congrega a muchos cristianos para luchar contra el peligro que los amenaza. “La población religiosa de Marsella, dice la ya citada Gazette du Midi, ha comprendido hoy perfectamente un gran pensamiento católico y si, como su primer pastor, tiene empeño en honrar cada vez más a la Santísima Virgen con el título tan justamente precioso de Notre-Dame de la Garde, si, como lo hace él mismo, continúa acudiendo a su santuario, no deja por eso de acudir en masa cada tarde a las iglesias para invocar durante nueve días, con la diócesis, a la Madre de Dios, a todos los santos y al Santo de los Santos, solemnemente expuesto en nuestros altares […] El corazón del primer Pastor, tan dolorosamente probado por los sufrimientos de sus muy amados fieles, se consuela con el espectáculo de su fe y de la diligencia con que corresponden a sus sentimientos y se congratula del bien ya obtenido” (en REY, p. 504).

El obispo de Marsella no se contenta con ordenar oraciones; organiza una dedicación concreta para la ayuda efectiva a los pobres. “Los estragos del cólera no exigían solo que se aportara un refuerzo espiritual y moral, hacía falta que la religión tomara la iniciativa para procurar un alivio apropiado a los pobres enfermos”. El prelado reúne, pues, a los jefes de las instituciones religiosas y les propone que se hagan cargo de ambulancias que se van a establecer. (N.B. Se daba el nombre de ‘ambulancias’ a los centros donde se prestaban provisionalmente los primeros auxilios a los enfermos). “Respuesta unánime, como cabía esperar de aquellas comunidades fervientes. El prefecto acepta la oferta con complacencia y gratitud, el alcalde se contenta con una respuesta ‘cortés’; teme que ya nadie quiera ir al hospital cuando se abran las ambulancias. Hará lo que quiera. Entretanto, el buen efecto que yo quería producir ha tenido todo el éxito que yo deseaba, ya que los diarios de todos los colores lo han anunciado en sus columnas” (cf. LEFLON, III, p. 19-22 [ed. españ., p.47-49]).

Otra grave consecuencia del cólera fue la miseria. Se multiplican, sí, las colectas ostentosas, pero el obispo cuenta poco con ellas; con ocasión de la epidemia anterior las sumas recogidas se prestaron a tantos tráficos. Mons. de Mazenod anota en su diario: “Nunca se ha sabido qué se hizo de 60.000 francos. Nadie sintió el provecho de los 50.000 francos que se pretende fueron distribuidos, y los 20.000 restantes fueron adjudicados a los teatros por el consejo municipal. Leflon continúa el relato. Mons. Fortunato y su sobrino se ven obligados a vender sus cubiertos, al no recibir ni un céntimo de todas esas colectas filantrópicas cuyo producto se funde en alguna caja. Así Mons. de Mazenod no se contenta con hermosos discursos, sino que actúa y exhorta a actuar. Habla con franqueza, lo que no le procura solo simpatías. Recordemos que esto acontece en lo más fuerte de la crisis de Icosia (1835). Eugenio de Mazenod no se cierra en absoluto dentro de sí a pesar de la dureza de la prueba.

Es un auténtico pastor solícito de la vida espiritual y material de su pieblo.

RENÉ MOTTE, O.M.I.