1. Fines De La Congregación Expresados Por El Fundador
  2. Fin De La Congregación En Las Constituciones De 1982
  3. Los Fines De La Congregación Y La Espiritualidad Oblata

En la organización actual de las Congregaciones religiosas hallamos sin falta la presencia de un doble fin, uno general o común a todas ellas y otro específico propio de cada instituto. La Santa Sede, tras un largo trayecto en este campo, formuló claramente esta exigencia sobre todo en las Normas de la Congregación de Obispos y Regulares del 28 de junio de 1901.

El fin general o común consiste en la búsqueda de la perfección cristiana por la práctica de los consejos evangélicos. Los ascetas de los primeros siglos cristianos, y luego los monjes, no se proponían otro fin que el de seguir a Cristo en forma radical. Muy pronto, sin embargo, los monjes, especialmente los benedictinos, ejercieron el apostolado dentro y fuera del monasterio, pero este ministerio, aunque llegara a ser ordinario, se tenía como algo accidental y secundario en la vida monástica.

Los canónigos regulares, del siglo X al XII, aportan un elemento que apunta a lo que hoy se llama fin específico. Eran, como su nombre indica, eclesiásticos destinados al servicio de una iglesia, pero se hicieron “regulares” porque decidían vivir según una regla de vida monástica. Para San Norberto, por ejemplo, la santificación personal debe exteriorizarse en la predicación y el ministerio parroquial. Esto, con todo, quedaba en segundo plano; su principal deber seguía siendo la oración litúrgica y el oficio divino. En la misma dirección siguieron las órdenes mendicantes, con una determinación más precisa del fin peculiar.

En el s. XVI aparecieron los clérigos regulares que, con la vida religiosa, se fijaron un fin eminentemente activo, hasta el punto que se ha podido decir que iniciaron como un nuevo género de vida religiosa. Fue en la Regla de San Ignacio donde apareció netamente la formulación de dos fines: la santificación personal y el apostolado. Esta Regla ejerció gran influjo en la organización de las Congregaciones religiosas fundadas posteriormente, sobre todo en los siglos XIX y XX. Estas han surgido con el fin preciso de ponerse al servicio de la Iglesia y empezaron a menudo como simple agrupación de personas que viven un estilo de vida evangélico, pero sin votos solemnes, y siguen una disciplina muy suavizada o por lo menos muy diversa de la de los monjes. Este estilo de vida estaba mucho más orientado al apostolado en todas sus formas o a las obras de misericordia.

Según un estudio hecho en 1964 sobre un amplio abanico de constituciones, la mayor parte consideran que el apostolado es tanto más fecundo cuanto más santamente viven los miembros, es decir, que el fin general se orienta hacia el específico. Para otros, las obras se presentan como un medio de alcanzar la perfección [1].

FINES DE LA CONGREGACIÓN EXPRESADOS POR EL FUNDADOR

Desde el comienzo de las Reglas de 1818 y de las de 1825-1826 (edic. de 1827), el P. de Mazenod precisa el fin general y el fin específico principal del Instituto que acaba de fundar: “El fin del Instituto de los llamados Misioneros de Provenza es en primer lugar formar una reunión de sacerdotes seculares que viven juntos y se esfuerzan por imitar las virtudes y los ejemplos de nuestro Salvador Jesucristo, consagrándose principalmente a predicar a los pobres la palabra divina” (art. 1). El artículo 2 da la primera explicación relativa a este fin específico principal.

Sobre estos artículos se han hecho varios comentarios (cf. bibliografía). Damos un resumen de los principales.

1. FIN GENERAL

a. Los dos primeros artículos de la Regla de 1818 provienen casi textualmente de la Regla de los redentoristas (ed. de 1791). En ésta, esos artículos forman parte del preámbulo. El P. de Mazenod los introdujo en el cuerpo mismo de la Regla para subrayar bien que se trata de disposiciones constitutivas.

b. Aunque los Misioneros de Provenza eran sacerdotes seculares, el primer artículo les propone el fin general de las Congregaciones religiosas, pero sin hablar de los consejos evangélicos. San Alfonso y el Fundador con él subrayan en este fin general dos puntos particulares: reunión de sacerdotes seculares que viven juntos y que se esfuerzan por imitarlas virtudes y los ejemplos de nuestro Salvador Jesucristo. S. Alfonsohabía escrito Redentor, el P. de Mazenod emplea la palabra Salvador. Según su explicación, se trata de la misma realidad: “Hay que decir Christe Salvator: es el punto de vista desde el que debemos contemplar a nuestro divino Maestro. Por nuestra vocación peculiar estamos asociados de un modo especial a la redención de los hombres” [2]. En ambos casos, se mira a Jesucristo sobre todo en su amor hecho misericordia y celo para salvar a los hombres.

Si el Fundador copia así a S. Alfonso, es porque ha reconocido ahí una formulación adecuada, y reconocida por la Iglesia, de su propia experiencia pasada y de sus proyectos. Eugenio conoció y amó a Jesucristo desde su infancia y en forma especial en Venecia, pero tuvo, por decirlo así, una experiencia personal de él un viernes santo, experiencia casi sensible y fuerte de la bondad y de la misericordia de Cristo Salvador para él personalmente. Decide entonces cambiar de vida, hacerse sacerdote. Su vida quedará marcada por ese hecho: amar a Cristo, imitarlo, darlo a conocer, “intentarlo todo para extender el imperio del Salvador”, éste será su ideal.

Como joven sacerdote en Aix, ve mucho bien que hacer. Pero ¿cómo lograrlo él solo? Busca, pues, colaboradores. Comprende que una acción apostólica eficaz debe provenir de una comunidad bien unida y bien fervorosa. Cristo Salvador y la comunidad aparecen por eso, desde el primer artículo de la Regla, como dos pilares de la vida oblata querida por el fundador; sus hijos verán siempre en ellos dos elementos importantes del carisma de la Congregación.

c. El texto latino de la Regla de 1825/1826 hace dos modificaciones de cierta importancia al artículo 1. La expresión “sacerdotes seculares que viven juntos” pasa a ser “sacerdotes seculares reunidos en comunidad y que viven juntos como hermanos”. El P. de Mazenod quiere una comunidad donde reine la caridad fraterna. Escribirá a menudo que se trata de una de las notas distintivas de la Congregación por él fundada. La segunda modificación no fue quizás voluntaria y pudo ser hecha simplemente por los traductores. En el texto de 1818 el fin general de la vida religiosa precede al fin específico. Los sacerdotes se esfuerzan por imitar a Jesucristo principalmente dedicándose a predicara los pobres la palabra de Dios. El apostolado es presentado como un medio, una forma de imitar a Jesucristo. En 1825/1826, cuando se ha aceptado vivir según los consejos evangélicos, curiosamente ya no se pone el acento en la vida religiosa sino en el fin específico: “se consagrarán principalmente a la evangelización de los pobres, imitando asiduamente las virtudes y los ejemplos de Jesucristo nuestro Salvador”. La vida religiosa se torna una forma de vivir más perfectamente a fin de poder evangelizar mejor. Nuestra Congregación entra así en el rango de la mayoría de las congregaciones religiosas, para las cuales, como hemos visto, el fin general se orienta hacia el especial, es decir, se valora la búsqueda de la perfección para un apostolado más eficaz.

d. Pero el texto latino de 1825/1826 nos reserva todavía dos sorpresas al menos aparentes. Mientras la Congregación se aprueba en Roma como instituto religioso y la Regla contiene un capítulo sobre los votos, el Fundador habla todavía en el artículo de sacerdotes seculares y no menciona los consejos evangélicos. La adición “ligados por los votos de religión” se había olvidado y no aparecerá hasta 1850, en la primera revisión de la Regla. Sin embargo, la expresión “sacerdotes seculares” quedó sin cambiar, y eso durante un siglo. Cuando la revisión de 1926, se suprimió la palabra “seculares” porque el código de derecho canónico de 1917 había reconocido oficialmente por fin el carácter de verdadero estado religioso a las congregaciones de votos simples, poniéndolas en pie de igualdad con las órdenes de votos solemnes en lo tocante a la esencia de la vida religiosa. Así los miembros de las congregaciones religiosas no eran ya “sacerdotes seculares ligados por los votos de religión”, sino verdaderos religiosos. La expresión “sacerdotes ligados por los votos” resultaba, con todo, poco feliz, ya que la Congregación contaba numerosos Hermanos. Hay que esperar a la edición de la Regla de 1928 para encontrar la mención de los Hermanos en el capítulo de los fines, artículo 9.

2. FIN ESPECIFICO PRINCIPAL

En la Regla de 1818 el fin peculiar principal se expone en forma breve y clara: “principalmente dedicándose a predicar a los pobres la palabra divina”. El texto latino de 1825/1826 emplea más bien la expresión “evangelizar a los pobres”. Esto iba seguido en 1818 en el art. 2, de la siguiente explicación: “Por eso los miembros de esta Congregación se aplicarán, bajo la autoridad de los ordinarios de quienes siempre dependerán, a procurar auxilios espirituales a los pobres esparcidos por las zonas rurales y a los habitantes de las aldeas más desprovistos de esos socorros espirituales. Atenderán a esas necesidades por medio de misiones, de catequesis, de retiros u otros ejercicios espirituales”.

El texto latino de 1825/1826 hermoseaba la última frase del artículo y ponía los retiros antes de las catequesis: “Partirán el pan celestial de la palabra en misiones, retiros, catequesis y otros ejercicios espirituales”. Las misiones, las catequesis etc. son medios, obras para alcanzar el fin. La primera parte de la Regla da luego precisiones acerca de estos medios. Se divide en dos capítulos: el segundo y el tercero. El segundo, el más largo, contiene 410 líneas del texto impreso (edición Duval) y expone un breve tratado de las misiones populares designadas como “uno de los fines principales”. El tercero, de 260 líneas, propone otros medios o “ejercicios”: predicación, confesión, dirección de la juventud, cárceles, moribundos, oficio divino, ejercicios públicos en la iglesia.

Aquí también pueden hacerse muchas reflexiones. Veamos las principales:

a. S. Francisco de Sales escribió a la Sra. Brulart el 20 de julio de 1607: “No quiera hacerlo todo, sino solo algo, y sin duda hará mucho”. El P. de Mazenod demostró un realismo y un sentido de la medida bastante extraordinarios al fijar a su Instituto un solo fin principal bien delimitado: anunciar la palabra de Dios a los pobres de Provenza, y al proponer un medio por excelencia de evangelización: las misiones populares.

No se trata de estrechez de espíritu. Eugenio veía bien los males de la Iglesia y supo expresar con palabras de fuego, sobre todo en el prefacio de la Regla, la gran caridad y el celo que lo animaban: “Hay que intentarlo todo para dilatar el reino de Cristo […]”; “dichos sacerdotes, al consagrarse a todas las obras santas que puede inspirar la caridad sacerdotal […]”; “una vez puesto ese fundamento [de las virtudes] todos los miembros del Instituto se entregarán sin reserva a realizar todo el bien que la obediencia les prescriba” (párrafo sobre la predicación); “son llamados a ser los cooperadores del Salvador, los corredentores del género humano; y aunque, por razón de su escaso número actual y de las necesidades más apremiantes de los pueblos que los rodean, tengan que limitar de momento su celo a los pobres de nuestros campos y demás, su ambición debe abarcar, en sus santos deseos, la inmensa extensión de la tierra entera” (Nota bene de 1818).

El realismo y el sentido de la medida del Fundador aparecen tanto más claramente cuanto que, tras la Revolución, había que volver a empezarlo todo en la Iglesia de Francia. Eclesiásticos, arrebatados por su celo, fundaron muchas congregaciones de sacerdotes, hermanos y hermanas, y se proponían dar respuesta a todas las necesidades, con gran variedad de fines. Así los hermanos La Mennais en Bretaña, Chaminade y Noailles en Burdeos, Colin en Lyón, Moreau en Le Mans etc. El P. de Mazenod comienza únicamente con sacerdotes para evangelizara los pobres de Provenza sobre todo por medio de las misiones. Así pues, una comunidad de sacerdotes para una sola obra a fin de proceder más a fondo, con más eficacia, en una sola región de Francia.

b. Con frecuencia se ha escrito, como lo hizo el Fundador, por ejemplo, en el 2º capítulo de la Regla, que las misiones son “uno de los fines principales del Instituto”. Fin se toma aquí en un sentido amplio e impreciso. Las misiones no son más que el medio privilegiado para alcanzar el fin propio de la Congregación, que es la evangelización de los pobres. El P. de Mazenod ha recordado toda la vida la importancia de las misiones parroquiales. El mismo y sus hijos habían comprendido, con todo, que se trataba de un medio. Cuando, en 1830, el gobierno de la revolución de julio prohibió predicar misiones, ningún oblato pensó que la Congregación perdía su razón de ser. Es entonces cuando el Fundador habla de parroquias y cuando el capítulo general de 1831, impulsado sobre todo por el P. Hipólito Guibert decide enviar a algunos miembros de la Sociedad a las misiones extranjeras apenas se presente una ocasión favorable. La ocasión, sabemos, se presentó en 1841; esto, sin embargo, no se introdujo en el primer capítulo de la Regla hasta la edición de 1910

c. En el tercer capítulo de la Regla de 1818, el P. de Mazenod propone varios otros medios de evangelización que llama “ejercicios”. Enumera siete, los más de ellos ligados a las misiones. Como si no hubiera querido inicialmente avanzar más que en terreno seguro y bien conocido, los siete ejercicios que indica son exactamente los que él ha vivido desde su regreso a Aix en 1812. Él predicó, confesó en el seminario mayor entre otros, dirigió la juventud con mucho éxito, se ocupó mucho de los prisioneros, y a menudo de los moribundos; rezó el oficio en compañía del H.Mauro y realizó ejercicios públicos en la iglesia de la Misión.

d. Con miras a la eficacia, para que los socios no se apartaran del fin principal, el Fundador, siguiendo a San Alfonso, copia los artículos 15-17 del segundo capítulo, en los que prohíbe las ocupaciones que pudieran desviar del fin principal. Así, los misioneros “no se encargarán de la dirección de los seminarios”, “no dirigirán a las religiosas”, “no aceptarán curatos, no predicarán cuaresmas”. En el pensamiento del Fundador, todo esto valía sobre todo para los comienzos, “visto su escaso número”. Muy pronto hubo que hacer excepciones y no solo rebasar las fronteras de Provenza, sino también ampliar la lista de los medios de evangelización, para permitir a algunos padres trabajar por la salvación de las almas aunque no tenían la fuerza y el don de predicar, o también para responder a necesidades urgentes de los obispos que permitían fundar una casa de misioneros a condición de aceptar otra obra, etc. Así, por ejemplo, ya en 1819 el P. Tempier fue nombrado cura párroco de la parroquia de Notre-Dame du Laus, en 1823 los PP. de Mazenod y Tempier aceptaron ser vicarios generales de Marsella, y en 1827 la Congregación se encargó de la dirección del seminario mayor de Marsella. Durante su vida, el Fundador aceptó así varias otras obras, derogando las Constituciones [3].

3. LOS FINES PROPIOS SECUNDARIOS

En el primer capítulo de la Regla de 1818, dos articulos (16 líneas), tomados casi textualmente de la Regla de los Redentoristas, tratan del fin principal. Siguen otros dos parágrafos de tres artículos cada uno para ilustrar otros dos fines: la suplencia de las órdenes desaparecidas durante la Revolución (25 líneas) y la reforma del clero (22 líneas).

En este primer capítulo no se ve, a primera vista, ninguna jerarquía de importancia entre los tres fines. El artículo primero comienza con estas palabras: “El fin del Instituto […] es primeramente”; pero a este “primeramente” no corresponde más que la palabra “también” en el primer artículo de la suplencia: “El fin de esta agrupación es también suplir […]”, y al empezar el parágrafo sobre la reforma del clero, la frase: “Un fin no menos importante de su Instituto, que tratarán de alcanzar con el mismo celo que el fin principal, es reformar el clero […]”. Las palabras “fin principal” que aparecen en el tercer parágrafo se aplican con bastante claridad a la predicación de la palabra divina sobre todo en las misiones. Pero el segundo capítulo que empieza: “Siendo las misiones uno de los fines principales”, deja suponer que para el Fundador la suplencia de las órdenes religiosas era tenida igualmente como un fin principal. Comoquiera que sea, estos dos fines, mirados tradicionalmente como secundarios, plantean muchos problemas. Por el hecho de que los dos artículos sobre la predicación de la palabra divina provienen de la Regla de los redentoristas, mientras que los otros dos fines no están tomados de otras Reglas, se podría creer que éstos tienen particular importancia, que aquí se trata de problemas y proyectos apostólicos más personales y por tanto con mayor relieve dentro del carisma del Fundador. Por otra parte, si se conoce bien la correspondencia del Fundador, se ve que él habló mucho menos de estos dos fines que del primero, y que él mismo y sus oblatos con él y tras él, han hecho mucho menos en ese campo que en el de las misiones. a. La suplencia de las órdenes religiosas desaparecidas

Vamos a releer primero el texto de la Regla de 1818, traducido al pie de la letra en la edición de 1827, y a hacer algunas breves reflexiones.

“Art. 1. El fin de esta agrupación es también suplir en cuanto es posible a la falta de tantas hermosas instituciones desaparecidas con la revolución, que han dejado un terrible vacío, del que la religión se da más cuenta cada día.

“Art. 2. Por eso tratarán de hacer que revivan en sus personas la piedad y el fervor de las órdenes religiosas destruidas en Francia por la Revolución; se esforzarán por sustituirlas en sus virtudes como en su ministerio y en las más santas prácticas de su vida regular, tales como el ejercicio de los consejos evangélicos, el amor del retiro, el menosprecio de los honores del mundo, el alejamiento de la disipación, el horror de las riquezas, la práctica de la mortificación, el rezo del oficio divino públicamente y en común, la asistencia a los moribundos, etc.

“Art. 3. Por eso también los miembros de esta Sociedad se dedican además a instruir a la juventud en sus deberes religiosos, a apartarla del vicio y de la disipación, y a habilitarla para cumplir como es debido las obligaciones que la religión y la sociedad tienen derecho a imponerle en los diversos estados a los que se destina”.

El P. de Mazenod no asignó a los oblatos el deber de restaurar las órdenes religiosas. Les pide que “hagan revivir en sí mismos” la piedad, el fervor y las virtudes de esas órdenes y que las sustituyan en algunas de sus obras.

Se ha hecho observar que este fin secundario no se distingue tanto del fin común y del fin principal [4]. En efecto, en la primera parte del artículo 2 los verbos están en futuro y acentúan las exigencias del fin común de tender a la perfección, practicando lo mejor posible la disciplina, “la piedad y el fervor de las órdenes religiosa destruidas…”. El artículo 3 habla de la evangelización de los moribundos y de la juventud.

Sin embargo, parece seguro que se puede hablar de un fin específico secundario bien característico. Eugenio desea ver renacer la vida religiosa en todo su esplendor, como se propone reformar el clero. Los medios para lograrlo son los votos, la vida común, el rezo del oficio en común, una estricta regularidad copiada en parte de las órdenes suprimidas, y también su ministerio.

Nunca se ha hallado explicación satisfactoria de esta preocupación del Fundador. Si habló muchas veces de este fin, apenas indicó los motivos. Es verosímil que su vida en común con el Hno. Mauro ex camaldulense haya suscitado en él ese interés por las órdenes desaparecidas.

El P. Alfredo Yenveux, en su comentario a la Regla, propone otra explicación. El P. de Mazenod tuvo siempre cierto sentido de la historia junto con un gran amor a la Iglesia. Si hoy se habla mucho de volver a las fuentes, el Fundador ya quería que su familia religiosa se inspirara en la Iglesia primitiva. Termina el primer capítulo sobre los fines con estas palabras del Nota bene: “¿hay algún fin más sublime que el de su Instituto? Su fundador es Jesucristo, el mismo Hijo de Dios; sus primeros padres, los Apóstoles. Han sido llamados a ser los cooperadores del Salvador […]”. Ahora bien, según la interpretación del P. Yenveux, Eugenio comprendía que era justamente en las órdenes religiosas donde se encontraba la tradición viviente de la vida de los Apóstoles y de la primera comunidad cristiana. Los monjes son quienes han seguido radicalmente a Cristo y trasmitido todas las riquezas de la tradición evangélica. Por eso quiere que los oblatos sigan sus huellas.

Los Apóstoles se habían reservado la oración y el ministerio de la palabra (cf. Hch 6, 4). También los oblatos son llamados a anunciar la palabra divina y a orar, sobre todo con el rezo del oficio en común (Opus Dei).

Respecto a la suplencia de las órdenes antiguas, el Fundador no hizo más que una confidencia durante su vida, y se refiere justamente al oficio en común. En el capítulo de 1843 se le preguntó si los escolásticos estaban obligados al rezo del oficio en común. Respondió que le había impresionado sobre todo la supresión del oficio divino con la desaparición de las órdenes y por consiguiente había querido imponer a todos los oblatos la obligación que pesaba sobre los miembros de las órdenes religiosas.

Las órdenes se fueron restaurando poco a poco en Francia en el siglo pasado. Mons. de Mazenod habló cada vez menos de suplencia, pero propuso más bien la emulación en el fervor con las antiguas órdenes, de nuevo en pie, y con las jóvenes congregaciones religiosas. Hay que decir, con todo, que este fin ha marcado bastante profundamente la segunda parte de la Regla respecto a las obligaciones particulares de los misioneros, igual que la espiritualidad del Fundador y de las primeras generaciones oblatas, cuya vida ha sido a menudo como seccionada, ya en dos tiempos, ya en dos tendencias espirituales de vida casi monacal en el interior de la casa y muy activa en el exterior. De este fin, se ha conservado sobre todo la obligación del oficio divino en común, pero hay que retener una enseñanza, un sueño del Fundador: su inmenso deseo de perfección personal y de santidad de los miembros de la Congregación, llamados a reproducir, en el fervor y el celo, la vida de los Apóstoles, de los primeros cristianos, de los monjes y de los religiosos de los siglos anteriores a la Revolución. “¡Qué otra idea quimérica nos haríamos de la perfección, si ésta no consistiera en marchar por el camino que Jesucristo, los Apóstoles y los primeros discípulos recorrieron antes que nosotros! Este es nuestro fin, declaraba en el capítulo de 1837. Más severas, pueden encontrarse otras órdenes; pero más perfecta no la hay”.

Esto explica por qué limpió con tanta frecuencia la Congregación de sujetos tibios, aduciendo como motivo, por ejemplo, esto: “Acabamos de nacer, deberíamos hallarnos en el pleno fervor de la juventud de nuestro Instituto, ¡y vamos a caer ya en la decrepitud de esas viejas órdenes que hay que reformar […]!” [5]. Todos los oblatos se esfuerzan por hacerse santos [6].

El P. León Deschâtelets en su circular del 15 de agosto de 1951 sobre Nuestra vocación y nuestra vida de unión íntima con María ha subrayado bien el sentido de este fin secundario de nuestra Congregación: “Somos también religiosos: coadunati sacerdotes, religionis votis obligati (art. 1) ¿Hay que insistir mucho sobre este punto? Para esto tendríamos que citar casi toda la Regla, no para probar una cosa evidente, sino para subrayar los rasgos distintivos de nuestra fisonomía religiosa. Con todo, observemos bien la línea más fuerte de esos trazos, la que el Fundador apoyó con más vigor desde el principio. Lo que en su opinión hace falta para realizar el fin del Instituto, es que seamos hombres de talla en la Iglesia de Dios.

“Volvemos a encontrar también en los escritos del P. de Mazenod como en las palabras de la Regla esta idea de reforma o de resurrección de la vida religiosa, como poco antes se nos hablaba del sacerdocio.

“Tomemos en mano el primer manuscrito de la Regla. Dice con claridad en el capítulo primero: del fin del Instituto, parágrafo 2º: Suplir a la ausencia de los cuerpos religiosos […]

“Lo mismo que rechaza la mediocridad de nuestras vidas sacerdotales, la excluye de nuestra vida religiosa, tanto de la práctica de nuestros santos votos, como de todos los ejercicios de una vida religiosa que siempre tiende a la perfección. Los más santos fundadores de órdenes ¿han escrito más enérgicamente que el nuestro cuando, nos atrevemos a decirlo, nos arenga así, como un general antes del combate: “[…] deben trabajar seriamente por ser santos, y caminar resueltamente por los senderos que recorrieron tantos obreros evangélicos… renunciarse completamente a sí mismos, renovarse sin cesar en el espíritu de su vocación, vivir en estado habitual de abnegación y con el empeño constante de alcanzar la perfección, trabajar sin descanso por hacerse humildes, mansos, obedientes, amantes de la pobreza, penitentes, mortificados, despegados del mundo y de la familia[…]”?

“¿Se puede resumir en unas frases más incisivas y más exigentes todo un programa de vida basada en el Evangelio? Después de esto ¿se puede poner en duda que nuestra vida religiosa oblata, a pesar de tantas relaciones con la de los otros Institutos religiosos, se caracteriza ya, en relación con éstos, por esta exhortación tan ardiente y apasionada del P. de Mazenod a empeñarnos a fondo en la persecución de la perfección religiosa? ¿No nos apremia esto a ser mejores religiosos que todos los otros, ya que, según la audaz idea del Fundador , somos como la quintaesencia de la perfección de todas las órdenes e institutos que él desea reemplazar?” [7]

b. La salmodia del oficio en común

En las Reglas de 1818 y 1827 la obligación del rezo en común del oficio se incluye, no entre los ejercicios de piedad de la 2ª parte, sino entre los fines y las obras de la 1ª parte. Los PP. José Reslé y Nicolás Schaff dicen que se trata en verdad de un fin o de un medio importante para alcanzar el fin secundario de la suplencia de las órdenes desaparecidas. Al contrario, el P. Gerardo Fortin sostiene que el rezo común del oficio no es ni un fin ni un medio siquiera para lograr un fin específico [8]. Según él, ese rezo es un ejercicio de piedad, un medio para alcanzar el fin general de la santificación personal. Por su naturaleza atañe a la 2ª parte de la Regla. Pone como ejemplo las Constituciones de los dominicos. Esto vale, en efecto, para la mayoría de las órdenes mendicantes. Pero los canónigos regulares y los monjes tienen, en general, como principal fin propio el culto litúrgico, es decir, la misa conventual y el oficio coral.

Por lo demás, cualquiera que sea el puesto que tiene en las constituciones de las órdenes el oficio coral, la intención del Fundador no deja lugar a dudas. Él considera el rezo común del oficio como una obra de calidad por la que se ejerce eminentemente el fin secundario de la suplencia de las órdenes desaparecidas. Por eso, todos los oblatos, incluidos los novicios, estaban obligados a ello de una u otra forma. Es una de las características propias del Instituto que lo distingue de los redentoristas y de las otras congregaciones religiosas, en cuanto fin y no como simple ejercicio de piedad.

Sin embargo, el P. de Mazenod se engañó acerca del carácter canónico-litúrgico de nuestra salmodia. Cuando, el 17 de febrero de 1826, obtuvo la aprobación pontificia en Roma y luego, el 23 de abril de 1826, la comunicación de privilegios con los redentoristas, creyó que su Congregación gozaba del privilegio de la exención y que nuestra salmodia del oficio era equivalente a la salmodia coral en las órdenes, obligando en virtud de la ley eclesiástica y no solo de las Constituciones. Este punto se aclaró tras su muerte, pero no iba a cambiar en nada sus exigencias.

Ciertamente solo se trataba de un fin secundario respecto de la obra principal que era apostólica. Por eso lo menciona a veces como un medio de rendimiento apostólico: “El Instituto mira este ejercicio como la fuente de todas las bendiciones que deben derramarse sobre el conjunto del santo ministerio de toda la Sociedad” [9]. Esta oración, brotada de hombres apostólicos, debía hacerse en nombre y según las intenciones de los pobres pecadores, llevando a Dios sus necesidades; pero, a los ojos del Fundador, se trataba de mucho más, es decir, de adorar y alabar a Dios.

En el Directorio de los novicios, que consagra 20 páginas al oficio divino, leemos: “siendo el oficio divino rezado en coro una de nuestras obligaciones a la vez la más grave, la más santa y la más fructuosa, importa grandemente que nuestros hermanos novicios y escolásticos se capaciten para cumplirla bien” [10].

“Antes de comenzar el oficio debemos excitarnos a una fe viva en la presencia y la soberana majestad de Dios, cuyas alabanzas vamos a tener el honor de cantar…La divina salmodia no es más que un eco en la tierra y una prolongación de la alabanza perfecta que Jesucristo rinde a su Padre Dios en el cielo […] Durante la divina salmodia, Dios está presente, es a Dios mismo a quien hablamos. No somos más que instrumentos que deben ser animados por su divino Espíritu para alabar dignamente su santo nombre. Somos como trasportados al cielo, en medio del coro de los ángeles. Nos unimos a las alabanzas y bendiciones que ellos dirigen sin cesar al soberano Señor de todas las cosas; entonamos en la tierra el cántico sin fin que tendremos la dicha de cantar un día en el cielo con los santos por toda la eternidad. Entramos en comunión con las oraciones que la Iglesia militante eleva constantemente a Dios, comunión que nos hace unir nuestra voz a las de las almas más puras y más santas que hay en la tierra. ¡Qué sentimientos de veneración y de respeto debemos tener! ¡Qué anonadamiento profundo ante la majestad suprema de Dios!” [11].

Del fondo de su experiencia personal cristocéntrica surgen las dos exigencias del corazón de Eugenio de Mazenod: el opus Dei o laus divina, y el anuncio de la Palabra, que se conectan con la doble pasión de Cristo: la gloria del Padre y la salvación de los hermanos, así como con las dos actividades de los Apóstoles: “Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra” (Hch 6,4).

El P. Nicolás Schaff escribe a este propósito: “Frente al elemento apostólico de nuestra vida, el otro, el elemento contemplativo de la meditación y de la salmodia, no debe parecernos como un lujo inútil, y menos aún como un obstáculo, sino como la fuente y la piedra de toque del celo puro.Yo vería con gusto, en la salmodia en común, el mayor testimonio de la pureza de nuestro celo; digo de la pureza, no de la intensidad; ésta podría prescindir de la salmodia. Al lado de las manifestaciones exteriores del apostolado, debemos mantener también este testimonio interior, doméstico, comunitario, espontáneo; verdadero testimonio dado a Dios por los unos y los otros, por los unos ante los otros. Si el apostolado es directamente la prueba y el fruto de nuestra caridad para con el prójimo, la salmodia es la prueba y el fruto de ‘nuestro sentido de Dios’, del amor a Dios. Como en Cristo, en los hijos de

Monseñor de Mazenod, la pasión por la salvación de las almas emana de la pasión por la gloria de Dios por la alabanza del Padre: in unione illius divinae intentionis qua Ipse in terris laudes Deo persolvisti[12].

El sujeto inmediato y directo de esta obligación es la comunidad que cuenta suficiente número de oblatos presentes, no legítima y momentáneamente impedidos por diversos motivos, especialmente por el del fin principal. No vale lo mismo de las obligaciones que el Fundador llamaba “particulares de los misioneros”, expuestas en la 2ª parte de la Regla, como la observancia de los votos, etc. Estas afectan a cada uno personalmente y le obligan siempre y en todas partes, habida cuenta de la importancia de la prescripción.

Aunque, por este hecho, la salmodia en común del oficio divino no se haya realizado más que por pocas comunidades y por un número restringido de oblatos, se puede decir que este fin ha sido respetado y que la Congregación ha sido fiel a él.

c. La reforma del clero

Este otro fin específico secundario plantea todavía más problemas que la suplencia de las órdenes desaparecidas.

Pocos sacerdotes han emitido un juicio tan duro sobre el estado del clero como el P. de Mazenod en los tres artículos de la Regla de 1818 sobre la reforma del clero y en el Nota bene que los sigue, que después pasó a ser el prefacio de la Regla. ¿Qué triste experiencia había tenido para mostrarse tan radical? Pudo encontrar en Sicilia y en Aix sacerdotes poco celosos, pero nada en sus escritos nos permite decir que haya encontrado a sacerdotes perversos y escandalosos. Sabía, no obstante, que durante la Revolución muchos sacerdotes se habían casado y habían prestado juramento a la Constitución civil del clero. En París, los sulpicianos insistían mucho ciertamente en la necesidad de formar santos sacerdotes y sin duda debían rememorar las debilidades de una porción del clero de los siglos anteriores, lo mismo que ciertos juicios severos de S. Vicente de Paúl sobre el clero de su tiempo [13]. Eugenio entonces debía reaccionar con energía ya que el Sr. Emery le había dicho un día que tenía temperamento de reformador y el Sr. Duclaux le escribía el 22 de noviembre de 1812 que no se comportara en Aix como reformador [14].

En esta parte de la Regla el Fundador se inspiró sin duda en la obra de Félicité de La Mennais: Réflexions sur l’état de l’Église en France pendant le XVIIIe siècle et sur sa situation actuelle. Este libro se había compuesto en 1808 y se había sometido al examen del Sr. Émery, quien entonces brindaba toda su confianza al seminarista Eugenio. La Mennais daba sobre el clero juicios más matizados pero se servía de expresiones que el Fundador copia casi al pie de la letra: “depósito sagrado de la fe”, “la fe agonizante en el corazón de los pueblos y el celo entibiado y apagado en el de los pastores”, “desde la destrucción del paganismo, la historia no ofrece otro ejemplo de una degeneración tan general y tan completa”, etc.

La Mennais proponía ya el remedio adoptado por el Fundador: “Si algo pudiera despertar en los corazones esa fe […], sin duda serían las misiones […] Es preciso haber sido testigos de los frutos de santificación que pueden lograr algunos hombres verdaderamente apostólicos para comprobar qué poderoso es este medio” [15]. La influencia de Félicité sobre Eugenio no puede sorprender, pues ese sacerdote era considerado durante muchos años como un verdadero profeta que tuvo gran ascendiente entre el clero joven de los primeros decenios del s. XIX. Pero releamos el artículo 1º del parágrafo 3 sobre la reforma del clero:

“Un fin no menos importante de su Instituto, al que intentarán llegar con tanto celo como al fin principal, es reformar el clero y reparar, en cuanto esté en ellos, el mal que han hecho y que siguen haciendo los malos sacerdotes que devastan la Iglesia con sus descuidos, su avaricia, sus impurezas, sus sacrilegios, sus crímenes y fechorías de todo género”.

Aunque los juicios emitidos sobre la gravedad del mal sean excesivos y muy acordes con el temperamento y el estilo de Eugenio, los remedios propuestos parecen muy sobrios. También aquí el P. de Mazenod da prueba de equilibrio y de realismo; conoce sus límites y los de sus colaboradores. Lo demuestran los artículos 2 y 3:

“Art. 2. En los comienzos, los misioneros, por razón de su juventud, no podrán emprender más que indirectamente la curación de esta llaga profunda con sus suaves insinuaciones, con sus oraciones y sus buenos ejemplos, pero después de unos años, si Dios quiere, atacarán de frente todos esos horribles vicios; aplicarán la sonda, el hierro y el fuego a ese cáncer vergonzoso que lo devora todo en la Iglesia de Jesucristo.

“Art. 3. Entonces darán retiros a los sacerdotes, y la casa de la Misión será siempre un asilo abierto y como una piscina saludable donde esos enfermos infectos y purulentos vengan a lavarse y a iniciar una nueva vida de penitencia y de reparación”.

La Regla de 1825/1826 atenúa bastante esos juicios y modifica los tres artículos. El cardenal Pallotta, en especial, los había encontrado exagerados, por lo menos en la terminología usada [16]. Los art. 2 y 3 pierden el principio: “en los comienzos” y el final: “después de unos años” para conservar solo los medios más humildes: “sobre todo la oración, los consejos y el ejemplo”, junto con la acogida de los sacerdotes en nuestras casas para retiros, etc. Estos artículos seguirían sin cambios en la Regla de 1928.

Las realizaciones en este campo no respondieron ciertamente a los proyectos del Fundador. Nombrado vicario general de Marsella en 1823, encontró allí un clero poco disciplinado, después de más de 25 años sin obispo residente. Ensayó, en forma sin duda demasiado enérgica y rápida, la reforma de la porción menos edificante del clero y se dio cuenta de las dificultades de semejante operación. Fue mal visto, criticado, calumniado y tuvo mucho que sufrir viéndose mal amado por el clero. Se comprende que en Roma, en 1825 y 1826, haya consentido de buen grado en suavizar sus términos y medir la amplitud de sus proyectos.

Prácticamente, se dio cuenta de que era más fácil formar bien el clero joven que reformar el antiguo; por eso aceptó la dirección del seminario de Marsella en 1827, y luego las de los de Ajaccio (1834), Fréjus (1851), Romans (1951) y Quimper (1856).

El capítulo de 1850 reconoció la dirección de los seminarios como fin secundario importante de la Congregación y preparó un texto que formó el art. 3 de la primera parte de la Regla de 1853. Sin embargo, los oblatos tuvieron dificultad en seguir al Fundador en este punto. A pocos padres les gustaba enseñar. Los seminarios de Quimper y Romans se dejaron en 1857. Respecto a la acogida de sacerdotes en nuestras casas, se realizó sobre todo en Notre-Dame du Laus y en Notre-Dame de Lumières hasta 1840/1841. Pero el Fundador tuvo que intervenir, al darse cuenta de que los oblatos jóvenes que formaban esas comunidades se dejaban más bien arrastrar por los hábitos irregulares de los sacerdotes poco edificantes que iban al retiro. Además, se perdió entonces el santuario de N-D. du Laus, mientras que N-D. de Lumiêres se convertía en juniorado y N-D. de l’Osier en noviciado. Por otra parte, Mons. de Mazenod, por instinto, habló cada vez menos de reforma del clero. En efecto, el clero francés poco a poco fue mejor formado y cada vez más celoso y generoso, con modelos de párrocos, varios de los cuales son hoy beatos y santos.

Las cuestiones relativas a este fin secundario de la reforma del clero, nunca han sido estudiadas a fondo en la Congregación y quedan como campo abierto a la investigación sobre el origen de esta preocupación apostólica del Fundador, el sentido que hay que darle y la aplicación práctica de ejecución. Queda claro, sin embargo, que Mons. de Mazenod mostró singular interés por la santidad de los sacerdotes y quiso transmitir esa obsesión a sus hijos.

En su biografía del Fundador, el P. Aquiles Rey hace un largo comentario sobre la Regla; a propósito del apostolado de los oblatos con el clero: “Pero las misiones, fin primero y, propiamente hablando, fin único de la Congregación de los oblatos, reclaman necesariamente otro, la santificación del clero. En efecto, para preparar los pueblos a las misiones, e incluso hacerlas posibles, para secundar los trabajos de los misioneros, para asegurar el éxito y recoger, conservar y perpetuar los frutos de las mismas, hacen falta buenos sacerdotes, santos párrocos al frente de las parroquias. El ministerio de los obreros evangélicos no es permanente: están puestos, en la Iglesia, como auxiliares, como ayudantes del clero secular, jerárquicamente establecido: no acuden más que a la llamada de los pastores ordinarios y desaparecen una vez cumplido su mandato, siempre limitado, dejando a quien les ha llamado el cuidado de sacar todo el fruto posible de sus fatigas y cuidados. ¿Qué sucederá si el sacerdote no está, por su santidad, a la altura de su sublime misión de Pastor del rebaño? Así la santificación del clero es, después de las misiones y con las misiones, digamos, el fin principal de los misioneros oblatos de María Inmaculada. El piadoso Fundador se lo dice formalmente: “El fin seguramente más excelente de nuestra Congregación, después de las santas misiones, es la dirección de los seminarios mayores, pues en vano derramarían sus sudores los misioneros para arrancar de la muerte espiritual a los pecadores, si no hubiera en las parroquias sacerdotes llenos del Espíritu de Dios, que sigan fielmente los ejemplos del divino Pastor y apacienten con cuidado vigilante y asiduo las ovejas devueltas al redil. Por eso, en la medida en que podamos, nos dedicaremos generosamente, con alma y corazón, a tan noble e importante ministerio”.

“Los misioneros, prosigue Rey, se esforzarán por ayudar a los sacerdotes a mantenerse en la pureza y el fervor de su santo estado con ayudas de toda clase, pero sobre todo con retiros espirituales, ya dentro de sus comunidades ya fuera. El oblato de María no es solo el apóstol del pueblo, es también el apóstol del clero; incluso es ante todo el hombre del sacerdote, le está enteramente dedicado, es el oblato del sacerdocio, ofrecido y consagrado a su santificación” [17].

Sobre este punto, como sobre el de la vida religiosa, nos dejó una página muy esclarecedora el P. Deschâtelets: “Sacerdotes somos en primer lugar: “Finis huius parvae Congregationis…est tu coadunati sacerdotes…” (art. 1) Sacerdotes entre tantos otros. Pero sacerdotes con una inspiración especial, lo cual añade un relieve peculiar al sacerdocio oblato. Estamos hechos para devolver al sacerdocio toda su gloria y su prestigio y para arrastrar con el ejemplo de nuestra vida a todos los que como nosotros están marcados por el carácter sagrado del orden. El Fundador, al echar los cimientos de su Instituto, pensaba en la reforma y en la santificación del clero así como miraba a la conversión de las masas, y por eso exigía ya entonces de la parte de sus primeros discípulos una vida sacerdotal tan alta y tan perfecta. Tal vez este motivo de nuestra fundación se ha esfumado con el tiempo, pero es muy útil recordarlo a fin de no perder contacto con una de las ideas que en su tiempo inflamaron de celo el corazón de nuestro fundador y pueden servir de estímulo a nuestra vida de sacerdotes en cuanto sacerdotes” [18].

“¿No queda asentado con claridad evidente que el Fundador quería sacerdotes que fuesen perfectos a fin de poder trabajar en la renovación del sacerdocio? ¿Podemos poner en duda que, desde el comienzo del Instituto, fue verdaderamente nota característica del sacerdocio oblato el distinguirse por su fervor y su celo por la conversión de todas las almas pero sobre todo de las almas sacerdotales? En nuestra opinión, es un punto indiscutible de nuestros orígenes. ¿Ha cambiado ese espíritu entre nosotros? Si quizás se insiste menos en él porque muchas circunstancias han modificado el estado del sacerdocio, no es menos verdad que el oblato, para ser fiel a la gracia de sus orígenes, no ha de perder de vista que debe trabajar sin cesar por la renovación del sacerdocio. La Regla quiere que todos nosotros seamos de un temple más fino, más fuerte y más resistente, de forma que seamos en la Iglesia, para todos nuestros hermanos sacerdotes, un apoyo y un ejemplo. El oblato no puede ser como los otros sacerdotes; debe servirles de modelo. Las gracias de su vocación lo proyectan hacia las cimas y hacen de él, para el sacerdocio, un animador y un formador” [19].

d. María Inmaculada

La Regla de 1818 no menciona el nombre de María en el capítulo de los fines de la Congregación. La de 1827 no hace más que dar el nuevo título de la Congregación: “El fin de esta pequeña Congregación de los Misioneros Oblatos de la Santísima e Inmaculada Virgen María […]”

El P. de Mazenod tuvo la idea de dar ese nombre a su familia religiosa en 1825, durante la novena de la Inmaculada Concepción en Roma, cuando ya estaba redactada la Regla y se iba a comenzar su estudio en la Congregación de los Obispos y Regulares. No cambió, pues, nada en el texto presentado. Otros artículos de la segunda y la tercera parte, hablaban, con todo, de ella, diciendo entre otras cosas, desde el manuscrito de 1824/1825: “La tendrán siempre por Madre”.

Hasta el Capítulo general de 1926 no se añadió el art. 10 del primer capítulo: “Nuestra Congregación está puesta bajo la advocación y el patrocinio de la Santísima e Inmaculada Virgen María. Por tanto, todos debemos cultivar en nuestro corazón y promover entre los fieles una devoción del todo especial para con esta celestial Patrona y Madre”.

La Carta apostólica de León XII del 21 de marzo de 1826, que aprobaba la Congregación, había asignado ya otra tarea: “Esperamos finalmente que los miembros de esta santa familia que, bajo ciertas leyes, muy aptas para formar los corazones en la piedad, se han consagrado al ministerio de la predicación y reconocen como Patrona a la Madre de Dios concebida sin pecado, se esforzarán, en la medida de sus fuerzas, y sobre todo con su ejemplo, por llevar al seno de misericordia de su Madre a los hombres que Jesucristo, desde el árbol de la cruz, quiso darle como hijos”.

A los tres fines específicos expresamente enumerados por el Fundador al comienzo de las Reglas de 1818 y de 1827, podían añadirse legítimamente éstos: “promover entre los fieles una devoción del todo especial” a María, y afanarse “por llevar al seno de la misericordia de María a los hombres que Jesucristo, desde el árbol de la cruz, quiso darle como hijos” [20]. Sin embargo, según el P. Mauricio Gilbert, aquí se trata más bien de una misión que engloba todos los fines y da un carácter mariano a todas las actividades de la Congregación [21].

FIN DE LA CONGREGACIÓN EN LAS CONSTITUCIONES DE 1982

Hasta el concilio Vaticano II se habían hecho cuatro revisiones de la Regla de 1827 y cuatro ediciones: 1853, 1894, 1910 y 1928. Siempre se habían atenido en lo posible a la letra misma de las ediciones compuestas en tiempo del Fundador, aunque haciendo algunos añadidos.

El concilio insufló en toda la Iglesia un espíritu de renovación. El decreto Perfectae caritatis sobre la vida religiosa pedía una vuelta a las fuentes, sobre todo al espíritu, al carisma de los fundadores. Los capitulares de 1966 creyeron llegado el momento de abandonar definitivamente la letra y de aportar profundas modificaciones a las ediciones precedentes. El Capítulo de 1966 se inspiró quizás más en el Concilio que en el carisma de Mons. de Mazenod, aunque quedó fiel a éste [22]; pero muchos oblatos juzgaron demasiado radical el abandono del texto de la Regla de 1928 y de los numerosos artículos que habían quedado sin cambiar desde el comienzo de la Congregación.

La última revisión, adoptada por el Capítulo de 1980, ha tenido en cuenta esas críticas y aprobó un texto que se inspira por cierto en el Concilio, pero igualmente en el carisma del Fundador, hoy mejor conocido que nunca tras los numerosos trabajos históricos realizados después de la guerra de 1939- 1945 para la causa de beatificación y después del Concilio para identificar justamente su espíritu y su carisma.

Los oblatos que conocen bien las primeras ediciones de la Regla y que practicaron la de 1928, quedan, no obstante, sorprendidos al leer los artículos actuales relativos al fin del Instituto. En efecto, el primer capítulo, titulado, ya no “El fin”, sino “La misión de la Congregación”, comprende como en 1928 diez artículos, pero solo el primero y el último recogen, modificándolo, el texto anterior. El primero expone el fin general de la vida religiosa, que consiste en seguir radicalmente a Cristo por los votos de religión, y el fin específico principal, la evangelización de los pobres. El art. 10 recuerda que María es patrona de la Congregación y que los oblatos tratan de promover una devoción auténtica a la Virgen Inmaculada.

Superada esa sorpresa, no se puede negar, sin embargo, después de estudiarlo y meditarlo, que en este primer capítulo encontramos la inspiración apostólica y varias peculiaridades del carisma del Fundador.

Ante todo, es Jesucristo quien abre las Constituciones: es Él quien llama, congrega, e invita a los oblatos a seguirle y a tomar parte en su misión por la palabra y por la acción. Jesucristo está verdaderamente en el centro de este capítulo, especialmente en los cuatro primeros artículos. Los oblatos siguen radicalmente a Cristo (C 2) y viven en comunidad, en caridad y obediencia, teniendo como modelo de su vida la comunidad de los Apóstoles con Jesucristo (C 3); se trata también aquí de ideas y de realidades gratas al Fundador.

Por amor a la Iglesia, los oblatos cumplen su misión en comunión con el Papa y los obispos (C 6). Mons. de Mazenod vivió eso y recordó esa exigencia durante toda su vida.

Los oblatos se consagran principalmente a la evangelización de los más abandonados (C 5), sobre todo por la proclamación de la Palabra (C 7), con audacia, humildad y confianza (C 8), como profetas del mundo nuevo (C 9), con María Inmaculada (C 10). Estos aspectos se encuentran, la mayor parte, en las primeras ediciones de la Regla.

Tras haber desarrollado magistralmente la misión de la Congregación o su fin específico principal, se han recordado simplemente ciertas ideas-fuerza del Fundador que bastan para dar luz a los superiores y guiarlos en la elección de las obras más importantes: los oblatos dan la preferencia a los pobres, cumplen su misión en comunión con el Papa y los obispos, están dispuestos a responder a las necesidades más urgentes de la Iglesia con diversas formas de testimonio y de ministerio, pero sobre todo con la proclamación de la Palabra, etc. La atención puesta en Cristo, en la Iglesia y en las necesidades de los pueblos, son actitudes bien mazenodianas.

Con todo, no se habla ya de la suplencia de las órdenes, del oficio divino en común ni de la reforma del clero. Y sin embargo, estas cosas eran fines secundarios y por tanto algo de mayor relieve que un simple recuento de ministerios o de obras particulares que se quiso omitir en 1980.

Ciertamente, en la idea del fundador, con la suplencia de las órdenes religiosas desaparecidas él intentaba subrayar en forma, podemos decir, provocante, el ideal muy elevado de santidad y de vida religiosa que proponía a sus hijos, intrépidos misioneros, pero primero religiosos en todo el rigor de la palabra. El capítulo 2 de la primera parte de las Constituciones de 1982 expone las mismas exigencias radicales que hacen de los oblatos “incondicionales de Jesucristo, como María”. Pero tal vez no se ha hablado bastante del oficio divino. Se dice en la C 33: “Normalmente, cada comunidad celebra en común una parte del Oficio divino”. Esta expresión no parece una prescripción y sobre todo no dice que se trata de un fin propio. Igualmente, tal vez no se han recordado bastante las exigencias del Fundador en lo que se refiere al apostolado para con los sacerdotes. La formación del clero en los seminarios mayores apenas se menciona en la Regla 5, sin expresar que se trata de un fin o de una obra tradicionalmente importante. Con todo, la Regla 26 dice: “Acogeremos gustosos a los sacerdotes […] que desean compartir con nosotros el pan de la amistad, la vida de oración y las reflexiones a la luz de la fe”.

Aunque las nuevas Constituciones y Reglas brindan interesantes desarrollos en el breve capítulo de la misión de la Congregación y mantienen bien vivo el fervor del celo que animaba al Fundador, parece que han perdido algo del hervidero de proyectos que él proponía en 1818 y en 1825/1826. En especial, ¿no había que encontrar un medio de recordar de algún modo esa obsesión que tenía Mons. de Mazenod de hacer de sus hijos extraordinarios hombres apostólicos llamados, por una vida religiosa exigente y un celo audaz, a la evangelización de los pobres, pero también a la renovación de la vida religiosa y a la santificación del clero?

Por cierto, el apostolado entre el clero por la formación de los seminaristas, la predicación de retiros sacerdotales, y la acogida de clérigos en nuestras casas, no atrajo la estima de los oblatos en vida del Fundador ni después. Se han mantenido algunos seminarios mayores y algunos padres han predicado retiros sacerdotales, pero no ha sido ese aspecto el que ha dado a conocer la Congregación en la Iglesia. Sin embargo, ¿nos es lícito olvidar esta misión que el P. de Mazenod quiso confiar a sus hijos? ¿no sigue siendo como un desafío lanzado a las futuras generaciones de oblatos?

LOS FINES DE LA CONGREGACIÓN Y LA ESPIRITUALIDAD OBLATA

En 1950, la dirección de la revistaEtudes Oblates hizo un encuesta entre los oblatos sobre la espiritualidad de la Congregación [23]. La mayoría de los que responden proponen una síntesis de los elementos esenciales de esta espiritualidad y parten casi siempre del primer capítulo de la Regla sobre los fines de la Congregación. Basta aquí remitir al lector a ese informe, especialmente a la respuesta nº VIII que concluye con estas palabras: “Nuestra espiritualidad es una mística salvatoriana, amor de misericordia al servicio del Salvador y de la Inmaculada, en sumisión colaboradora al Papa y a los obispos para el ejercicio del apostolado con las almas, sobre todo con las más abandonadas. Sin embargo, aunque esta mística, desde el punto de vista teológico, tiene como centro el misterio salvatoriano, desde el punto de vista psicológico e histórico, se centra en el misterio de la Inmaculada Concepción, cuyo nombre llevamos “como un nombre que nos es común con la Santísima e Inmaculada Virgen María” y cuyo conocimiento y amor, por mandato del Papa, tenemos el honor y el deber de procurar: somos los misioneros, los apóstoles de la Inmaculada” [24].

Otro estudio sobre la espiritualidad oblata se hizo en 1976, en un congreso sobre El carisma del Fundador hoy. Los congresistas han buscado los valores espirituales fundamentales que caracterizan la Congregación. Lo han hecho partiendo de lo vivido actualmente por los oblatos y del estudio histórico del Fundador y de la Congregación. También allí, el primer capítulo de la Regla proveyó los nueve elementos que los congresistas reconocieron esenciales al carisma, y por consiguiente, a la espiritualidad oblata: Cristo, la evangelización, los pobres, la Iglesia, la comunidad, la vida religiosa, María, sacerdotes, urgencia y audacia.

En las “llamadas” de la “declaración final del congreso” se traza una espiritualidad oblata muy concreta [25]. Si se trata de despejar el núcleo al mismo tiempo que la dinámica de la espiritualidad oblata, parece que se encuentra esa síntesis en el prefacio de la Regla o también al comienzo del parágrafo titulado De las otras principales observancias (Regla de 1818, 2ª parte, cap. 1, § 4): “Ya se ha dicho que los misioneros deben, en cuanto lo permite la fragilidad humana, imitar en todo los ejemplos de nuestro Señor Jesucristo, principal fundador de la Sociedad, y de los Apóstoles, nuestros primeros padres. Imitando a esos grandes modelos, emplearán una parte de su vida en la oración, el recogimiento y la contemplación en el retiro de la casa de Dios, en la que habitarán juntos. La otra parte, la consagrarán enteramente a las obras del celo más activo, como son las misiones, la predicación […]”

Cristo está en el centro de la vida de los oblatos. Por eso “procurarán hacerse otros Jesucristo”. Él vivió un doble amor: a la gloria del Padre y a la salvación de las almas. Todo está ahí. Ellos reproducen su amor al Padre en la liturgia de la misa y del oficio divino rezado en común, por los votos de religión y por su vida de oración, de estudio y de ascesis que les permite conocer más íntimamente a Jesús y unirse cada vez más a Él como los Apóstoles durante los tres años que pasaron en compañía de su Maestro, mientras María estaba siempre discretamente presente. Luego, como Cristo, los oblatos dan su vida “hasta la extinción” para evangelizar a los pobres.

El amor a Dios y a Cristo como un reflujo se vuelve hacia la tierra y se convierte primero en amor fraternal y luego en amor al prójimo. “Los sentimientos fraternos que unen a nuestras comunidades, escribe el P. Roberto Becker, tienen su manantial en ese amor a Dios. Allí donde este amor alcanza su plenitud, allí también el amor fraterno será sin límites y las casas y toda la Congregación no formarán en verdad más que una sola inmensa familia. Ahí está una fuente de alegría y de dicha para el oblato, una fuente también de fortaleza en el cumplimiento de sus graves deberes.

“El mismo amor a Dios retorna y vierte sus raudales sobre el mundo en forma de celo por la salvación de las almas, celo ardiente que no conoce límites ni en extensión ni en intensidad, celo apostólico que abraza el mundo entero. Ese es el amor al prójimo que corre adondequiera que le pide auxilio la miseria de las almas. Por esta razón los pobres tienen la preferencia en el ministerio de los oblatos” [26].

Es sabido que siempre ha existido en la Congregación cierto malestar acerca del modo de equilibrar estas dos obligaciones que la Regla parecía, si no oponer, al menos yuxtaponer o situar en diversos tiempos: uno, dentro de nuestras comunidades y el otro, fuera. Cierta unión de ambas obligaciones parecía propuesta en el prefacio de la Regla con la expresión “hombres apostólicos”, pero esto no se realizó más que poco a poco en la vida cotidiana de cada uno, siempre muy cargada de actividad apostólica. El malestar pudo acrecentarse en tiempo del P. José Fabre. El P. Aquiles Rey, su fiel secretario, expresa bien su pensamiento al final del siglo pasado, en una página de su biografía de Mons. de Mazenod:

“¿Cómo se conciliará esta vida de santidad eminente, de recogimiento interior y de prácticas monásticas, esta vida de religioso, en una palabra, con la vida del misionero consagrado a todas las obras del apostolado? […]

“Aquí es donde se ve la sabiduría verdaderamente inspirada del legislador de los oblatos. Es preciso que el misionero oblato de María Inmaculada viva de dos vidas: ha de ser apóstol, es el fin exterior de su vocación; ha de ser religioso, es el fin interno de su vocación: a la par, hombre de interior y de comunidad, y hombre de exterior y de acción. Pues bien, será lo uno y lo otro, pero sucesivamente, por turno. Su tiempo estará dividido en dos partes: será María en la una, y Marta en la otra; el oblato juntará en sí estas dos vidas evangélicas, estas dos vocaciones de los santos: la vida y la vocación contemplativa, y la vida y la vocación activa: la una se completará con la otra. La vida contemplativa le permitirá purificar, elevar y centuplicar la otra: renovará sus fuerzas naturales y sobrenaturales, recobrará la juventud del águila, sacudirá el polvo que se pega a los pies del viandante. La vida activa le permitirá realizar los sueños más hermosos y los deseos más santos de la contemplación: se entregará en cuerpo y alma por su Dios, añadirá al fuego interior, encendido por la oración y la meditación, el mérito de sus combates, la gloria de sus triunfos, las riquezas de su botín; morirá, si es preciso, en el exceso del trabajo, por ganar las almas al Salvador de las almas que le enseñó a amarlas hasta el extremo. Por esta alternativa de descanso y de fatigas, de contemplación y de acción, que realiza un ideal de alta perfección, hace pasar el Fundador a sus religiosos” [27].

Esta vida de dos movimientos y de dos tiempos siguió siendo, pues, una fuente de sufrimientos en la vida espiritual de cada oblato. Los capitulares de 1980 propusieron una solución que ayuda a poner fin a esta ambigüedad. Juntaron en una sola parte de las Constituciones y Reglas el capítulo sobre la misión y el que trata de la vida religiosa apostólica. Inspirados en el concilio Vaticano II, realizaron la integración de esas dos dimensiones de nuestra vida en varios artículos de las Constituciones de 1982, especialmente en los artículos 31 y 32, que expresan bien esta unidad de vida religiosa y apostólica: “Los Oblatos realizan la unidad de su vida sólo en Jesucristo y por Él. Están comprometidos en tareas apostólicas muy variadas y, al mismo tiempo, cada acto de su vida es ocasión de un encuentro con Cristo que por ellos se da a los otros, y por los otros, a ellos. Manteniéndose en una atmósfera de silencio y de paz interior, buscan la presencia del Señor en el corazón de los hombres y en los acontecimientos de la vida diaria, lo mismo que en la Palabra de Dios, la oración y los sacramentos. Como peregrinos, caminan con Jesús en la fe, la esperanza y el amor” (C 31).

Como misioneros, alabamos al Señor según las variadas inspiraciones del Espíritu: llevamos ante Él la carga cotidiana de nuestra preocupación por aquellos a quienes somos enviados. Nuestra vida entera es oración para que el Reino venga a nosotros y por nosotros” (C 32) [28].

Fue el P. Leo Deschâtelets, profundo conocedor de Monseñor de Mazenod, quien ha hablado y escrito con mayor amplitud y sin duda con más calor y convicción, acerca de la espiritualidad oblata partiendo del pensamiento del Fundador y de la Regla. Habló a menudo sobre este tema, pero sobre todo escribió la circular del 15 de agosto de 1951 sobre Nuestra vocación y nuestra vida de unión íntima con María.

Cuando el congreso de Washington en 1848, sobre la formación oblata, el P. Deschâtelets había dirigido también a los congresistas un mensaje sobre la espiritualidad oblata que resumía en unos breves párrafos. Comenzaba con estas palabras: “Queridos Padres ¿qué es la espiritualidad oblata? ¡Caridad, caridad! ¡Amor, amor! La caridad y el amor llenan las páginas de la vida del Fundador y de la Regla que él nos dejó como guía para nuestra vida y nuestro apostolado. Podríamos hacer muchas distinciones, pero nuestra espiritualidad oblata significa: ¡amor!”.

Terminaba con las siguientes reflexiones: “Queridos Padres […] nuestra espiritualidad nos hace optimistas. ¿Queda lugar para el pesimismo con tal amor de Dios en nosotros? ¿No son fruto de la caridad la alegría y el contento? Echemos un vistazo sobre nuestra historia: no se encuentra en ella nada de triste. Leed la vida del Fundador, leed sus cartas […] Encontraréis por todas partes una nota importante de optimismo. Mons. de Mazenod siempre estaba seguro de antemano del éxito de sus empresas […] Ese optimismo nos ha hecho audaces. Hemos ido alegremente allí donde los otros temían ir. Hemos aceptado inmediatamente lo que otros consideraban demasiado modesto. Siempre hemos estado atentos y hemos sido fieles a estas palabras de nuestra santa Regla: nihil linquendum inausum tu proferatur imperium Christi, hay que intentarlo todo para extender el imperio del Salvador” [29].

La evocación de estas pocas pistas basta para demostrar la gran riqueza del primer capítulo de las Constituciones y Reglas sobre los fines o la misión de la Congregación de los Oblatos de donde se desprenden los rasgos característicos de la identidad oblata y las grandes orientaciones de nuestra espiritualidad.

Yvon BAUDOIN