Nacimiento en Bouxières-aux-Chênes (Meurthe-et-Moselle), Marzo 12, 1831
Toma de hábito en N.-D. de l’Osier, Mayo 9,1851
Oblación en  N.-D. de l’Osier, Mayo 10, 1852 (No 329)
Ordenación sacerdotal en Pietermaritzburg, Febrero 19, 1854
Muerte en Roma, Lesoto, Mayo 29, 1914
Beatificado en Maseru, Lesoto, Septiembre 15, 1988

 

José Gérard fue el mayor de los cinco hijos de Juan Gérard y Úrsula Stofflet, quienes le dieron un modesto hogar y  profundo ejemplo de una verdadera vida cristiana. También tuvo la bendición del cuidado y ayuda de la Hermana Odile, quien le enseñó catecismo y de su párroco, el Abad Cayens, que le animó a seguir una vocación sacerdotal y misionera.

A los trece años de edad fue al seminario menor en Pont-à-Mousson (1844-1849) y después al seminario mayor en Nancy (1849-1851). En ambos lugares tuvo la oportunidad de escuchar a los Oblatos visitantes hablar de sus misiones recién abiertas en el gran noroeste de Canadá, encendiendo su imaginación y llevándole a salir del seminario mayor en 1851, para ingresar al noviciado Oblato en Notre-Dame de 1’Osier. Casi al final de su vida escribió con agradecimiento al Arzobispo Agustín Dontenwill, Superior General entonces, acerca de sus maestros de novicios sucesivos, los Padres Jacobo Felipe Santoni y Gustavo Richard; también mencionó al Padre Florente Vandenberghe, quien fue maestro de novicios asistente por un corto período.

Hizo su oblación perpetua el 10 de mayo de 1852, yendo después a su formación escolástica en Marsella: en ese tiempo los escolásticos Oblatos aún habitaban en el seminario mayor de Marsella. El 3 de marzo de 1853 recibió su obediencia para Natal, en Sudáfrica. El 3 de abril siguiente fue ordenado diácono por el Obispo Eugenio de Mazenod. Sólo un mes después se unió al Padre Justino Barret y el Hermano Pedro Bernard, que también salían a Natal. Zarparon de Toulon el 10 de mayo de 1853.

En el viaje pasaron varios meses en Mauricio. Ahí el diácono Oblato conoció al Beato Jacobo Désiré Laval, cuyos ingeniosos métodos catequéticos inspirarían su trabajo más adelante. Llegaron a Natal en enero de 1854, siendo bienvenidos por el Obispo Juan Francisco Allard, quien había llevado a los pioneros Oblatos a su territorio en 1852.

José Gérard fue con el Padre Justino Barret a Pietermaritzburg, primera fundación Oblata en Natal, donde el Obispo Allard lo ordenó al sacerdocio el 19 de febrero de 1854. Él y el Padre Barret aprendieron inglés y trabajaron con los colonos.

Pasado algún tiempo fueron a vivir con los Zulú para aprender su idioma. En 1855 fundaron la primera misión que llamaron St. Michael cerca de Umzinto, en un terreno que el Jefe Dumisa les dio.

El Padre Gérard respondió al deseo del Obispo de Mazenod respecto a que los misioneros Oblatos le mantuvieran informado de su vida y trabajo. Escribió al Fundador desde  Pietermaritzburg, de St. Michael y de Our Lady of Seven Sorrows (fundado después de que St. Michael no tuvo éxito), describiendo en detalle el avance logrado y las dificultades encontradas en el ministerio.

Después de tres intentos de establecer misiones con los Zulú, el Obispo Allard y el Padre Gérard debieron admitir el fracaso, y como si fuera respuesta a un exhorto del Obispo de Mazenod ocho meses antes de su muerte, cruzaron las montañas Drakensburg y llegaron a  Lesoto, que entonces era conocido como Basutolandia. Visitaron al rey Moshoeshoe, quien les dio un terreno que eventualmente se conoció como Roma. Así, el Padre Gérard pasó cerca de catorce años estableciendo la Iglesia en un país donde nunca antes había habido un misionero católico.

Como resultado de su desilusión en Natal, ahora estaba más dispuesto a esperar pacientemente las conversiones. Se impuso un programa arduo de viajar incansablemente a caballo en un difícil país montañoso, visitando caseríos, confortando a los enfermos, celebrando Misa y administrando los sacramentos. Demostró ser un verdadero misionero en especial durante la Guerra Basotho-Boer (1865-1866), al arriesgar su vida llevando ayuda al rey Moshoeshoe, que se encontraba sitiado en su fortaleza en las montañas de Thaba Bosiu.

Alrededor de la misma época le animó la llegada de las Hermanas de la Sagrada Familia, quienes se convertirían en una poderosa fuerza del bien; y el primer bautismo solemne el 8 de octubre 1865.

También promovió las vocaciones indígenas, en un lapso en el que parecían difícilmente factibles.

Su dedicación personal, combinada con la oración, penitencia y arduo trabajo, fue un ejemplo inspirador, que le atrajo admiración y respeto.

En 1876 volvió a Pietermaritzburg, Natal, donde supervisó la impresión de dos de sus obras elaboradas en Lesoto. Una fue la traducción del evangelio de San Lucas y la otra una Historia resumida de la Iglesia.

Posteriormente fue a Leribe en Lesoto, para encargarse del nuevo lugar. Dedicó esta misión a Sta. Mónica, por quien tenía una admiración especial. Ahí permaneció por veintiún años, dedicado por completo, como había estado en Roma, a las actividades catequéticas, litúrgicas y pastorales.

En Sta. Mónica también tuvo que luchar con las dificultades que siempre le habían asediado – ritos paganos, poligamia, brujería, malos entendidos y tergiversación. Así como enfrentar críticas de su trabajo por parte de algunos de sus colegas Oblatos.

En 1897, a la edad de sesenta y seis años, volvió a Roma, donde pasó los siguientes diecisiete años como si fuera el joven misionero que había llegado al lugar hacía treinta y cinco años. Aun montaba a su caballo, Artaban, a los ochenta y tres años.

En marzo de 1914 escribió a sus hermanas y hermano que afortunadamente podía cabalgar por una o dos horas al día para visitar a los enfermos, pero al mismo tiempo lamentaba no poder hacer más. En abril celebró el aniversario de diamante de su ordenación sacerdotal. Para fin de mes se encontraba bastante discapacitado y tuvo que permanecer en cama.

Aun entonces su vigor anterior se mostró cuando reprendió a un jefe que llegó de visita, debido a su vida disoluta. En algunas otras ocasiones su mente divagaba: daba golpes al costado de su cama y chasqueaba la lengua, como si cabalgara sobre Artaban. “¿Dónde está mi fuerza?” decía. “Debo ir a visitar a los enfermos.”

En algún tiempo el Padre Gérard había estado muy preocupado acerca del liderazgo Oblato en Lesoto, que había pasado por dificultades debido a algunos desafortunados nombramientos de puestos de autoridad. Se sintió aliviado cuando el Padre Cénez, nativo de Lorraine como él, fue elegido como Prefecto de la misión. Cénez, ahora Obispo, visitó a su coterráneo por última vez antes de salir de viaje de negocios a Europa. El mismo superior del Padre Gérard, el Padre Martín Guilcher, llegó a visitarlo la tarde el 29 de mayo de 1914 y bendijo al Padre Gérard, quien estando aun consciente, hizo la señal de la Cruz – su último acto de reverencia al símbolo que guió su vida.

La cruz Oblata del Padre Gérard es atesorada por sus hermanos Oblatos en Lesoto, y con justa razón. El Padre Gérard siguió de cerca los pasos de Jesús, sufriente Sirviente de  Yahvé. De particular resonancia en su vida fueron Las Canciones del Siervo, en Isaías. En verdad, como el Siervo, había sido exaltado, elevado a grandes alturas, y hay explosiones de alegría y deleite en su vida y correspondencia. Pero esta alegría y deleite provinieron de sufrir la victoria de alguien que tuvo una derrota ignominiosa. Toda su vida le asaltó la desconfianza por sí mismo y la timidez: en ocasiones le llegaban olas de depresión. Como a San Pablo, le asediaban las dificultades en todo, siempre en medio de dificultades físicas y con un agudo dolor del alma y del espíritu. En una ocasión una pandilla de jóvenes rebeldes le insultaron cuando cabalgaba sobre Artaban, llamándole “viejo inútil, como un fardo de trapos sucios tirados sobre un caballo” – palabras evocadoras del Siervo que fue despreciado y rechazado por los hombres.

La exaltación del Padre Gérard fue convenientemente en la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores, el 15 de septiembre de 1988, cuando el Papa Juan Pablo II lo beatificó en Maseru, Lesoto. En al menos tres discursos públicos, el Papa llamó la atención al amor perdurable del Padre Gérard por la Cruz y por María, quien estuvo al pie de ella: los manantiales vivientes que le sostuvieron en su peregrinar, la fuente de su celo ardiente y la inspiración en su vida de trabajo.

Gerardo O’Hara, o.m.i.