Por largo tiempo se ha conocido a las Hermanas de la Caridad de Ottawa como las Monjas Grises de la Cruz. El relatar la historia de su fundación es pintar en colores vívidos un gran fresco en el que se intercalan los nombres de muchos Misioneros Oblatos de María Inmaculada, cada uno pareciendo más valeroso. Aunque provenientes de raíces totalmente diferentes, ambas Congregaciones comparten un patrimonio espiritual, que los destinó a trabajar juntos en su misión con los pobres.  Bytown “la Babilonia de Ottawa”, fue el primer escenario de su trabajo en común.

Retrocedamos a mediados del siglo XIX, cuando nuestras dos Congregaciones llegaron con esperanzas joviales a esta naciente ciudad. Los Misioneros Oblatos de María Inmaculada habían trabajado en Canadá desde 1841. En enero de 1844, el Oblato Pedro Adrián Telmon había sido asignado al cuidado pastoral de Bytown, un área habitacional difícil. El puesto había sido cubierto anteriormente por el Obispo Patricio Phelan de Kingston, quien sabía de las múltiples y urgentes necesidades. Por ello, cuando el Padre Telmon le comentó de los problemas en su parroquia, no dudó en comentarle la sugerencia recibida del Obispo Ignacio Bourget de Montreal, que era de solicitar la ayuda de las Monjas Grises de Montreal. La Congregación religiosa canadiense estaba dedicada a los pobres y había sido fundada en 1837 por Santa Margarita d’Youville. Se había sembrado una semilla que habría de crecer y dar frutos.

El Padre Telmon no tardó en acercarse a las autoridades de las Monjas Grises. La recepción favorable de su primer acercamiento le animó a hacer una petición más específica, de dos Hermanas para la escuela en Bytown, esperando presentar otras solicitudes para las demás obras objetivo de la Congregación. Algunos días después, el Obispo Phelan dio su apoyo al firmar la solicitud oficial preparada por el Obispo Bourget dirigida a la Madre  McMullan, Superiora General de las Monjas Grises de Montreal. Al escuchar la difícil situación y la insistencia del clero, la comunidad decidió sacrificar algunos de sus preciados miembros.

Fue entonces cuando se dio vida a las Hermanas de la Caridad de Bytown. El 20 de febrero de 1845 llegaron a Bytown cuatro Monjas Grises. Como era costumbre para las comunidades entonces, la nueva rama era considerada autónoma. La superiora y Fundadora, Hermana Elisabeth Bruyère, contaba con todas las facultades necesarias para su nuevo apostolado. Nacida el 19 de marzo de 1818 en la pequeña aldea de Assumption en la provincia de Quebec, había pasado algunos años enseñando a niñas pequeñas. Aunque la enseñanza era su vocación, eligió unirse a una Congregación dedicada a trabajar con los pobres, por lo que ingresó a las Monjas Grises de Montreal cuando tenía veintiún años. Fue maestra en un orfanato. Cuatro años después, la Hermana Bruyère recibió una obediencia para la nueva misión en Bytown. Con plena confianza en la Divina Providencia, salió de su amada misión en Montreal.

Puede que el Padre Telmon haya recibido Hermanas con experiencia, pero ciertamente les prodigó un cuidado paterno al mantener las promesas hechas a la Madre McMullan, a quien había escrito el 28 de octubre de 1844: “No hay nada que no esté dispuesto a hacer, incluso a dejar el presbiterio, de no poder encontrar algo mejor para ellas. Sin importar lo que pueda suceder, no dejaré que sufran. Estoy listo para ayunar para que ellas tengan alimento”. El 20 de febrero de 1846 estaba lleno de alegría al presentar a “sus” Hermanas a los feligreses. Lejos de disminuir su celo, la nueva ayuda pareció darle un nuevo ímpetu. La Madre Élisabeth Bruyère, la joven superiora fundadora, mostró su preocupación por la abrumadora actividad del misionero. Se levantaba temprano e iba a descansar cerca de la medianoche. Desayunaba tarde y tenía actividades todo el día, siempre a pie, cuidando de la iglesia y del convento. Pronto sucedió lo inevitable. El Padre Telmon cayó enfermo y su vida estaba en riesgo. Alarmadas y preocupadas al extremo, las Hermanas cuidaron de él con tanta dedicación, que se logró su recuperación. El suceso fue ocasión para un agradable intercambio de correspondencia entre el Obispo de Mazenod y la Madre Bruyère, en la que compartieron su preocupación y agradecimiento común. Profundamente preocupado por la excesiva carga de trabajo del Padre, el Fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada suplicó a las Hermanas en su carta del 30 de julio de 1846, insistir en que se moderara. “Mis queridas Hermanas, deben ser portadoras de mis palabras para él, que resuenen constantemente en sus oídos. Insistan en que no está obligado a realizar más que lo que le sea razonablemente posible. Díganle que le prohíbo poner en peligro su vida y que debe proceder con paso mesurado y razonable, a lo que también le obliga su conciencia”.

En esta ocasión había un motivo para alegrarse, pues su salud fue recuperada. Como agradecimiento a la participación de las Hermanas, el Obispo de Marsella les envió una estatua de San José recubierta en oro, destinada a un lugar de honor en su capilla. Como símbolo de salvación, la hermosa estatua llegó a las riberas del río Bytown durante la terrible epidemia de tifo en 1847. La moderada misión encomendada a las Hermanas no duró mucho, pues en agosto de 1848 una obediencia llevó al Padre Telmon a Longueuil, dejándolas sin su primer superior, quien las había llevado a Bytown.

La Providencia pronto trajo a sus hijas un padre espiritual, el Obispo José Eugenio Bruno Guigues, o.m.i., de la nueva diócesis de Bytown, quien quedó a cargo de la joven familia religiosa. Su punto de vista paternal, sabio e inteligente obtuvo la  confianza y veneración de las Hermanas. El prelado pronto tendría más autoridad en la comunidad. En 1854, la comunidad de origen confirmó la independencia de todas las fundaciones de las Hermanas Grises fuera de Montreal, quedando en el obispo la total responsabilidad de las Hermanas en su diócesis. Su primera tarea fue llenar un hueco que se volvía cada vez más difícil para las Hermanas: la ausencia de una Regla que cubriera las necesidades dentro de su nuevo entorno. La Regla con la que habían llegado de Montreal era concerniente a su trabajo con los pobres, pero no mencionaba el aspecto de la enseñanza. Fue necesario modificar el texto y elaborar una nueva Regla. El pastor encomendó esta delicada e importante tarea al Padre Pedro Aubert, superior de los Oblatos en Bytown desde 1850. Su trabajo, realizado con notable respeto y sabiduría, será recordado por siempre, como se menciona en las minutas del Consejo General del 17 de agosto de 1857: “No deseando innovar en nada y que la Regla fuera el trabajo de las Hermanas más que propio, al concluir algunos capítulos los enviaba a la Reverenda Madre Superiora, quien los examinaba junto con algunas de las Hermanas mayores. El Padre Aubert llegaba al Convento y escuchaba atentamente las observaciones que le hacían, corrigiendo su trabajo. Al considerar que los cambios sugeridos no eran necesarios, les daba sus razones, pero nunca escribió nada que no contara con la aprobación del consejo electo por la Madre Superiora.” Todo lo que el Obispo Guigues debió hacer fue aprobar el trabajo. Con la entrada en vigencia de la Regla, la comunidad tomó su nueva identidad como Hermanas de la Caridad de Ottawa.

La creciente vitalidad de la nueva fundación hizo urgente llegar a nuevas fronteras. Una vez más los Oblatos, misioneros por vocación, abrieron nuevos horizontes en Canadá e incluso más allá. Así, por invitación de uno u otro pionero, como los Padres Garin y Chevalier, las Hermanas abrieron nuevas casas en Buffalo, New York en 1857 y en Plattsburgh en 1860. En 1866 el Padre Pian las recibió en la lejana zona silvestre de Temiscamingue. Más cercana a la capital, Hull las recibiría en 1869, junto con los Padres Durocher, Reboul y Charpeney y posteriormente Maniwaki en 1870, con el Padre Déléage.

La Congregación había sido fundada con una amplia perspectiva a futuro de actividad misionera y reconociendo la necesidad vital de estar bajo la dirección de sacerdotes que combinaran lo religioso con la actividad misionera. El estilo de vida de los Oblatos respondía a dichas aspiraciones al nivel más profundo. Además, la Madre Bruyère había tenido una experiencia enriquecedora por quince años y deseaba que sus hijas recibieran la guía espiritual de los Oblatos. Al enterarse de que un contrato formal había asegurado esa ventaja a las Hermanas de la Sagrada Familia de Bordeaux en 1861, vio la posibilidad de afiliarse a esa Congregación. Al comentárselo, el Obispo de Mazenod la animó a seguir las negociaciones en esa dirección. La Madre Bruyère estuvo muy agradecida con el obispo al aceptar a las Hermanas entre sus hijas. Con ello en mente, no tendría la preocupación de morir, sabiendo que las Hermanas contarían con el cuidado del virtuoso e ilustre religioso. Sin embargo, la Madre Bruyère encontró un obstáculo para el plan en las minutas del Consejo General del 13 de febrero de 1862. “…para tener el beneficio de las ventajas de su unión, las Monjas Grises de Ottawa habrían de ser asimiladas en una de las ramas de su (la Sagrada Familia) Congregación, lo que significaría adoptar sus reglas y costumbres: que sin excepción, aparte de las Hermanas mayores, los nuevos miembros tendrían que ser formadas por las Damas de la Sagrada Familia mismas”. Ni la Madre Bruyère ni el Obispo Guigues podían aceptar dicha condición.

La Madre Élisabeth Bruyère mantuvo su posición como Superiora General por treinta y un años, hasta su fallecimiento en 1876, legando a la Iglesia una Congregación que para entonces contaba con 23 casas y 198 Hermanas profesas vivas. Las Hermanas se dedicaban a internados, hospitales, dispensarios, orfanatos y asilos. Las tareas y número de religiosas incrementaron rápidamente. Durante los años de su desarrollo, hubo dos separaciones sucesivas de las Hermanas de habla inglesa, reduciendo su número en más de doscientas. Sin embargo, la Providencia siguió siendo pródiga y en 1931 las Hermanas pudieron aceptar la invitación de los Oblatos para realizar una fundación en Lesoto, donde aún continúan las obras de misericordia acordes a nuestro carisma. Un rápido y continuo reclutamiento llevó la membresía a su clímax en 1965, con 1,876 religiosas en 142 casas, de las cuales 34 se ubicaban en territorios misioneros. Además de su presencia en Lesoto, se encuentran también en Malawi, Zambia, Brasil, Japón y Haití. Debido a condiciones del lugar, estuvieron entre 1992 a 2004, en Papúa Nueva Guinea. Actualmente también se encuentran en misiones en Camerún y Tailandia, donde hay 706 Hermanas, de las cuales 167 son originarias de los países de misión, trabajando en 87 casas, de las que 42 se localizan en territorios misioneros.

Providencialmente a través de los años, el ardiente deseo de la Madre Bruyère de mantener a sus hijas bajo la dirección de los Oblatos ha continuado. Desde su fundación hasta 2002, es decir por ciento dos años, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada han sido capellanes de la casa principal en Ottawa, compartiendo diariamente el pan espiritual y prodigando apoyo fraternal, esencial para la vida religiosa apostólica.

Más allá del ministerio de capellanía, en 1978 fue necesaria la dedicación de los Padres Oblatos en otro ámbito. Dos años antes la Congregación había celebrado el centenario de la muerte de la Madre Élisabeth Bruyère. Al conocer la extraordinaria vida de esta mujer, el Delegado Apostólico en Canadá, el Arzobispo Angelo Palmas, declaró: “¡La Madre Bruyère debe ser canonizada!” tal exclamación llevó a un sueño legítimo que había estado en mente de todos por algún tiempo. El proceso comenzó rápidamente y los Oblatos se unieron a él con entusiasmo. La solicitud oficial para introducir la causa de beatificación y canonización de la Madre Bruyère fue presentada a Roma y firmada el 20 de febrero de 1978 por el Arzobispo José Aurelio Plourde de Ottawa y por el Padre Angelo Mitri, o.m.i., postulador para la causa. A su muerte prematura, el Padre Santiago Fitzpatrick y el Padre Frank Santucci se hicieron cargo como postuladores, contando con la asistencia idónea del Padre Guillermo Woestman como vice-postulador y del Padre Yvon Beaudoin como relator. En el mismo contexto contamos con dos historiadores consultores: los Padres Jacobo Gervais y Roberto Michel, mientras que el Padre Véronneau participó en el proceso diocesano hasta su fallecimiento.

Los nombres mencionados en estas páginas son solo un pequeño grupo de personas a las que estamos agradecidas. Sería imposible proporcionar información de la larga lista de los servicios prodigados por los Misioneros Oblatos de María Inmaculada a la Congregación desde nuestra fundación. Puesto que humanamente no contamos con los medios de hacerlo, compartimos el agradecimiento de la Madre Bruyère hacia estos dedicados misioneros que han trabajado para el beneficio de cada una de las Hermanas y edificación de la Congregación entera, encomendando al Señor  recompensar a los hijos de San Eugenio de Mazenod por nuestra inmensa deuda hacia ellos.

Huguette Bordelesa, s.j.