Eulalia Durocher 1811-1849 (Madre María-Rosa)

La fundadora de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María, Eulalia Durocher nació en Saint-Antoine-sur-Richelieu, Quebec, Canadá, el 6 de octubre de 1811. Saint-Antoine se encuentra en una de las regiones más hermosas de la provincia de Quebec. Eulalia fue la última hija de una familia de diez. Tres de sus hermanos serían sacerdotes y dos de ellos Oblatos. Dos de las niñas se hicieron Hermanas y otros fueron laicos comprometidos al servicio de la Iglesia. Eulalia fue una niña frágil y su primera educación fue dentro de la familia. Más adelante asistió a la escuela con las Hermanas de Notre-Dame en Saint-Denis-sur-Richelieu y después en Montreal.

Desde su infancia, al desear algo no había medias tintas. Después de dos intentos de unirse a la vida religiosa, ella y su padre, para entonces viudo, fueron llamados al presbiterio de Beloeil, donde su hermano Teófilo era pastor. De 1831 a 1843 se dedicó al trabajo en el presbiterio y la parroquia, convirtiéndose en “trabajadora pastoral”, como decimos actualmente.

A los veinte años de edad, inspirada por la fe y la caridad y con la ayuda de Mélodie Dufresne, una amiga que vivía con ella, Eulalia ejerció sus aptitudes de organización y educación. Ayudaba a su hermano a organizar festivales, a la formación de los jóvenes, a visitar a las familias cuando había necesidad, escuchando a los sacerdotes que llegaban al presbiterio por fatiga o enfermedad. Trabajó con los Oblatos de María Inmaculada en su misión de evangelización a su llegada a Montreal y más tarde en Saint-Hilaire-de-Rouville, en 1841. Ellos se referían a ella como su “tercera misionera.” Bajo su dirección fundó una Congregación de Hijas de María a la que pertenecían cerca de un centenar de niñas y de la cual era presidenta. Esto extendió sus actividades misioneras a la campiña y parroquias circundantes. Pronto fue notoria una transformación en las familias. Su cercana relación con Dios en la oración aumentó su influencia y planes por diez. Cuando en 1843 llegó la hora de dejar el presbiterio e ir a Longueuil, los feligreses ya le llamaban cariñosamente “la santa de Beloeil”.

Congregación de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María
En los 1840, el Obispo Ignacio Bourget de Montreal trataba de conseguir ayuda de las comunidades religiosas francesas para la educación de los jóvenes en su diócesis. Estaba consciente de la dolorosa realidad de los niños pobres que carecían de cualquier tipo de instrucción religiosa. Ya había iniciado un proyecto de evangelización animado por el Obispo Carlos de Forbin-Janson. La gran necesidad era contrarrestar los efectos dañinos de la ignorancia religiosa y el alcoholismo. Eulalia Durocher y su compañera, Mélodie Dufresne, participaron en la exitosa misión.

Gradualmente, la señorita Durocher se dio cuenta del bien que podía hacer dirigiendo a las jóvenes cuya vocación era vivir en el mundo, pero igual entendía que ese bien solo podría ser realizado a través de una congregación religiosa. Comentó sus puntos de vista al Padre Adrián Telmon, Oblato de María Inmaculada que era su director espiritual, quien estuvo muy complacido con lo que escuchó y le sugirió fundar una comunidad de Hermanas profesoras. Sin embargo, Eulalia no consideraba que debiera ser la fundadora. Prefería combinar esfuerzos con el Padre Telmon y solicitar algunas de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María de Marsella que se encontraban bajo la autoridad del Obispo Eugenio de Mazenod. Estaba dispuesta a cubrir los gastos de las Hermanas que pudieran salir de Francia. Mélodie Dufresne y ella serían las primeras dos candidatas canadienses.

El plan complació al Padre Luis Moïse Brassard, pastor de Longueuil, que estaba ansioso por tener un convento en su parroquia. La cuestión sería ahora presentada al Obispo  Bourget, a quien entusiasmó la idea y dio su aprobación. Aun antes de recibir la respuesta de Francia, se compró una propiedad en Longueuil con una casa para albergar a las Hermanas y una capilla. Sin embargo, al presentar el plan a las Hermanas en Marsella, no accedieron a ir a Canadá.

Al informársele de la situación, el Obispo de Mazenod intercedió con la superiora en Marsella, la Madre María de Saint-Augustine, aunque el resultado fue el mismo. El de 10 de agosto de 1843 escribió al Obispo Bourget, sugiriendo comenzar a buscar dos personas de Canadá que se unieran a la comunidad en Francia.

Al enterarse la familia Durocher sobre del resultado y notar que Eulalia estaba dispuesta a aceptar el reto, las objeciones llegaron una tras otra. Eulalia tenía ahora treinta y un años. ¿No podría tomar sus decisiones propias? Su hermano, el Padre Teófilo, no lo veía así y hubo mil razones para su oposición.

Ese fue el momento de mayor dificultad en el trayecto espiritual de Eulalia. Recibía todo tipo de nombres, incluso en presencia de visitas: loca, iluminada, fanática, despreocupada de su anciano padre, etc. Incluso el Padre Teófilo llegó al punto de reducir las ocasiones en que Eulalia podría recibir la Comunión, que fue lo más doloroso por lo que tuvo que pasar. Sufría en silencio pero no perdió la calma a pesar de todo. Dios la ponía a prueba, pero nunca perdió de vista su deseo de estar con Él.

Un día tuvo la idea de ir a hablar con su hermano Eusebio, o.m.i., en el confesionario. Sus palabras fueron: “Podrías lograr tu propia salvación con las Monjas Grises, pero no harías ni la mitad del bien que realizas en Longueuil; debes esperar y estar preparada para todo tipo de sufrimiento.”

Repentinamente Eulalia se sintió invadida de paz y un ardiente celo. Se consagraría a Dios en una comunidad que le permitiera sufrir, tal como su modelo divino. Ahora llevaría a cabo su plan con alegría.

El 16 de octubre de 1843, Eulalia fue a Longueuil, donde se localizaba la nueva residencia de los Padres Oblatos, para estar presente en la profesión religiosa de su hermano Eusebio. Por la tarde, el Obispo Bourget aprovechó la ocasión para discutir el plan de una fundación de los Padres Oblatos con el Padre Brassard, quien ahora era pastor de Longueuil y Eulalia misma. El obispo deseaba que la nueva comunidad de profesoras estuviera en Longueuil e invitó a Eulalia Durocher a dedicar su esfuerzo junto con Mélodie Dufresne y Henriette Céré. Esta era la muy esperada invitación decisiva. El 28 de octubre de 1843 el deseo de las tres señoritas pioneras se hizo realidad. El lugar fue la escuela de la Fabrique, situada casi en frente de la iglesia Saint-Antoine, donde la señorita Céré daba clases. Su formación inició con un retiro de tres días dirigido por los Padres Oblatos Honorat y Telmon.

La Regla que las futuras religiosas seguirían era un extracto adaptado de la Regla de los Oblatos, puesto que no habían recibido copia de las Constituciones de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María en Marsella. En el humilde convento de piedra de dos pisos de 11 x 10 metros había cerca de sesenta personas durante el día y 17 pernoctaban en las angostas habitaciones de techos bajos. Fue una aventura que requirió mucho de cada quien, pero había en la casa un espíritu de alegría y unidad.

El 28 de febrero de 1844, se había terminado el primer período de formación. Las tres jóvenes tomaron el primer paso hacia la vida religiosa. Comenzaron su noviciado y modificaron el hábito y el nombre. El modelo del hábito no se había recibido de Marsella, pero se hizo todo lo posible por seguirlo fielmente. Estuvieron presentes los Padres Honorat, superior Oblato, Juan Francisco Allard, capellán del convento, Brassard, pastor de Longueuil y Teófilo Durocher, hermano de Eulalia. También estuvieron presentes las otras candidatas y algunas estudiantes. El Obispo Bourget proclamó los nuevos nombres adoptados por las novicias: Henriette Céré tomó el nombre de María-Madgalena, María-José (Mélanie) Dufresne tomó el de María Inés y Mélanie-Eulalia Durocher tomó el de Hermana María-Rosa.

El 4 de agosto de 1844 el grupo mudó la casa al “gran convento” que el Padre Brassard había comprado para ellas. Se hizo el lanzamiento y la comunidad creció con rapidez sorprendente. En septiembre de ese año recibieron treinta y tres internos y ocho alumnos. En diciembre de 1844 las tres fundadoras hicieron su profesión religiosa y se erigió canónicamente la Congregación de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María. Por la tarde la Hermana María-Rosa fue nombrada superiora y las Hermanas estaban “jubilosas” con la elección.

Siendo la primera a cargo del convento en Longueuil, la Hermana María-Rosa estaba al pendiente de las personas y eventos. Discernía la organización de la comunidad y de la enseñanza. No habría podido realizar su labor sin la cercana cooperación de sus Hermanas y colaboradores, pero en especial de sus superiores eclesiásticos, los representantes del Comité de escuelas del pueblo de Longueuil, sin mencionar la ayuda del Obispo Bourget, los sacerdotes Oblatos y el pastor local, el Padre Brassard.

Gracias al notario, Sr. Luis Lacoste, la Congregación fue incorporada civilmente el 17 de marzo de 1845 y siguió floreciendo. Estando consciente de sus limitaciones en lo académico, la Madre María-Rosa encomendó la formación de las profesoras al Padre Allard. Además apeló a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, quienes compartieron sus bien comprobados métodos de enseñanza. Considerando su falta de conocimiento en el área, María-Rosa dio gran importancia a la formación cristiana e hizo todo lo posible por promoverla. El trabajo de las maestras y avance de los estudiantes sería a través de exámenes públicos en los que los padres y las autoridades civiles y religiosas podrían juzgar la calidad de los programas. Los periódicos de la época se refirieron a ello en varias ocasiones.

La fundación y el convento acarrearían dificultades. La mayor de ellas y más perniciosa para la Madre María-Rosa era el trabajo solapado del Padre Chiniquy. Su ingreso con los Oblatos había sido negado, por lo que se refugió con el pastor, Padre Brassard a quien puso en contra de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María. Con gran discernimiento y sabiduría, la Madre María-Rosa supo lidiar con las numerosas dificultades de tal situación. La sobrevivencia de la Congregación estaba en riesgo. Finalmente la salvación provino de la intervención del Obispo Bourget, quien se dio cuenta de la malicia y calumnias de Chiniquy, destituyéndolo de sus funciones.

La paz retornó gradualmente al convento, pero la salud de la Madre María-Rosa comenzó a causar preocupación. Un golpe más se añadía a su sufrimiento; los Misioneros Oblatos de María Inmaculada debían dejar su servicio en el convento, siendo reemplazados por un sacerdote diocesano canadiense. A pesar del cuidado y tratamiento médico, la Madre María-Rosa falleció el 6 de octubre de 1849, con tan solo treinta y ocho años de edad y seis en la vida religiosa. Podemos bien imaginar el sufrimiento de la incipiente comunidad. Para entonces ya contaban con cuatro casas y cuarenta y cuatro miembros.

Una de las estudiantes, quien más adelante se convertiría en Hermana, describió el funeral como una verdadera celebración:

“El 8 de octubre de 1848 fue un hermoso día soleado. Toda la población estuvo presente con el mayor respeto. Los cantos fueron solemnes; el ataúd estaba decorado con flores y llevado triunfantemente a la cabeza de la procesión, pues toda la parroquia estaba en el  funeral.”

Esto da evidencia de que para los feligreses de Longueuil, la Madre María-Rosa había sido un ejemplo de fe y amor similar a ella, quien en 1840 había sido llamada “la santa de Beloeil”. El Papa Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de 1982. La virtud que más la caracterizó fue su caridad. Su espiritualidad y celo apostólico estaba enraizado en las palabras de Jesús: “He venido a encender fuego a la tierra: y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49).

Los restos de la Madre María Rosa permanecieron de 1925 a 2004 en la casa principal de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María en Montreal. Sin embargo, la propiedad fue vendida a la Universidad de Montreal en 2003, por lo que la tumba fue transferida a la co-catedral de Longueuil el 1° de mayo de 2004, donde se preparó en su honor una magnífica capilla, que da acceso a la devoción de la gente.

“Lo que perdura de ti, María-Rosa
es mucho más que solo un cuerpo
colocado en una nueva tumba.
Es la alegría de entregarte
A la Iglesia universal.”

La Congregación se expande hasta nuestros días
El corazón de la Madre María-Rosa estuvo inflamado de celo apostólico y del amor de Dios, deseando llevar las Buenas Nuevas al mundo. Tal es la herencia que dejó a sus hijas. A solicitud de los obispos y pastores, se abrieron escuelas y conventos en muchos lugares en Quebec, en la parte este de los Estados Unidos, en Ontario, Manitoba, Sudáfrica,  Camerún, Nigeria, Japón, Brasil, Perú, Haití y recientemente en Vietnam.

La población de la Congregación fue de 44 (1849), a 293 (1873), a 727 (1895). 1,117 (1926), 4,211 (1966). En 1876, el Padre Telmon escribió: “Me maravillo ante el prodigioso desarrollo de esta comunidad que comenzó tan modestamente en Longueuil. Tal es la mayor prueba de la santidad de la Madre María-Rosa.”

Sin embargo, como muchos otros de su tipo, el Instituto de los Sagrados Nombres de Jesús y María ha sido fuertemente influenciado por los cambios sucedidos en la sociedad entre 1966 y 2004. Las estadísticas han descendido en forma considerable y de 4,211, ahora son  1,425, de las cuales 90 se encuentran en Lesoto. En 160 años la Congregación ha dado 7,000 Hermanas a la Iglesia, además de 500 hombres y mujeres asociados, que viven la espiritualidad de la Congregación y su misión.

Ya fuera en Saint-Antoine, en Beloeil o en Longueuil, Eulalia Durocher (la Madre María-Rosa) solo buscaba la liberación de la gente. Actualmente, para las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María, dicha liberación proviene no tanto de la enseñanza sino de las actividades vinculadas a la justicia, el reconocimiento de la dignidad humana, la lucha contra la pobreza, el analfabetismo, la lucha en contra de la violencia hacia las mujeres y niños, las necesidades de los inmigrantes, etc. El trabajo pastoral es un gran compromiso para muchas y sigue siendo el carisma que la Congregación conserva como criterio de la misión de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María.

Fieles al espíritu de nuestra fundadora, somos una comunidad de religiosas consagradas a Dios, a los Nombres de Jesús y María, que a través de nuestra vida, deseamos proclamar la primacía del amor de Dios. Inspiradas por la caridad activa, cooperamos en el ministerio de la educación de la Iglesia para promover la educación cristiana, en especial en cuanto a la fe, con especial atención a los pobres y marginados.

La presencia de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada
en la tarea de las
Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María
Ya hemos mencionado el papel preponderante de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada en la fundación de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María, que fue tanto espiritual como pedagógico. El Padre Pedro Duchaussois, o.m.i., quien en 1931 escribió acerca de la vida de la Madre María-Rosa con el título Rose du Canada (La Rosa de Canadá), menciona que los únicos directores espirituales que tuvo, desde la época en la que decidió acerca de su vocación hasta su muerte, fueron los Misioneros Oblatos de María Inmaculada.

Muchas de las misiones fundadas por las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María dieron ocasión para una preciosa colaboración con los Oblatos. Será suficiente mencionar solo dos de las más sobresalientes. En 1874 la comunidad abrió una misión en Manitoba. En una carta al Obispo Taché, la Madre Stanislaus menciona: “Esta fundación es el primer tributo de reconocimiento a los Misioneros Oblatos de María Inmaculada por todo lo que hicieron por nosotras al comienzo de nuestra pequeña sociedad religiosa.”

En 1931, seis misioneras Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María se embarcaron en el “Calumet” hacia Basutolandia (Lesoto), pequeño país de África que hacía mucho tiempo había evangelizado el Obispo Allard, o.m.i. Se trató de una misión fructífera, pues actualmente la provincia autónoma cuenta con 90 Hermanas originarias del lugar, continuando la tarea de la Madre María-Rosa en el lejano sur de África.

Existen otros vínculos que merecen ser mencionados. En 1895, el Padre Luis Soullier, superior general y la Madre Juan-Bautista de las Hermanas de los Sagrados Nombres de Jesús y María, firmaron un pacto solemne para el intercambio de bienes espirituales entre ambas familias religiosas.

En el transcurso de cien años, el retiro anual de las Hermanas fue predicado alternadamente por un Oblato y un Jesuita. Por 60 años, la capellanía de la casa principal de las Hermanas en Outremont, construida en 1925, estuvo a cargo de un Oblato, al igual que el procurador ante la Santa Sede. Los Misioneros Oblatos de María Inmaculada fueron los postuladores de la Causa de la Madre María-Rosa y fue el Padre Angelo Mitri, o.m.i. quien le obtuvo la beatificación el 23 de mayo de 1982. Nunca olvidaremos la conmovedora ceremonia en San Pedro en Roma y la cálida recepción que siguió en el jardín de la Casa General de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada.

Conclusión
Ciento diecisiete años después de su muerte, el Tratado sobre sus virtudes (Super virtutibus, pág. 101), elaborado para su beatificación, constató que la Madre María-Rosa fue “precursora” de los valores religiosos que promovió el Vaticano II. Por las directivas que hizo, es vista como la mensajera de una nueva era, en las que encontramos una síntesis renovada de los valores religiosos, sociales y culturales, un nuevo enfoque a las verdades que son fundamentales y eternas. No es de sorprender que en el juicio presentado de esta genuina hija de la Iglesia, los promotores de su causa hayan recomendado sea vista públicamente como un modelo para nuestra época.

El deseo de caridad que ardió en el corazón de la Madre Maria-Rosa sigue difundiéndose en nuestro tiempo, cruzando muchas fronteras al educar jóvenes y adultos. No es difícil adoptar la sencilla e imitable espiritualidad. Actualmente, como en el pasado, esta “Rosa con un corazón ardiente” continúa alumbrando y avivando los corazones sedientos de amor, paz y libertad.

Yolanda Laberge, s.n.j.m.