1. Introducción
  2. Puntos Destacados En La Doctrina Y En La Vida De Eugenio
  3. La Iglesia En Las Constituciones Y Reglas
  4. Los Capítulos Generales
  5. El Vaticano Ii, Un Viraje Para La Congregación
  6. Los Superiores Generales
  7. La Tradición Oblata

INTRODUCCIÓN

1. LA IGLESIA EN LA TRADICION OBLATA

Si alguien nos pidiera la definición del oblato, no vacilaríamos en responder: “El oblato es un hombre de Iglesia”. Pues, desde el comienzo, Eugenio de Mazenod estableció un nexo entre la vocación oblata y la Iglesia.

“Veía a la Iglesia amenazada de la más cruel persecución […] Entré, pues, en el seminario de San Sulpicio con el deseo, mejor dicho, con la bien determinada voluntad de entregarme del modo más absoluto al servicio de la Iglesia, en el ejercicio del ministerio más útil a las almas, a cuya salvación deseaba ardientemente consagrarme” [1].

La Revolución francesa había diezmado a la Iglesia en sus mejores elementos: Napoleón había secuestrado al Papa Pío VII en Savona y obligado al colegio de los cardenales a establecerse en París. Algunos seminaristas, entre ellos Eugenio, se habían puesto al servicio de ellos. “Siendo aún diácono y luego novel sacerdote, tuve el honor de consagrarme, pese a la vigilancia más activa de una policía recelosa, al servicio de los cardenales romanos con relaciones cotidianas” [2].

Cuando escribió la Regla para su incipiente Congregación, su primer pensamiento va a la Iglesia: “La Iglesia, preciada herencia que el Salvador adquirió a costa de su sangre, ha sido en nuestros días atrozmente devastada […] En esta lamentable situación, la Iglesia llama en su auxilio a los ministros a quienes confió los más preciados intereses de su divino Esposo […]” [3].

En la mente del fundador, los oblatos son llamados a hacer revivir la Iglesia, su vocación coincide con la de los Apóstoles: “Nada en la tierra está por encima de nuestra vocación. Entre los religiosos, unos son llamados a un bien, otros a otro; algunos están destinados, aunque indirectamente, al mismo fin que nosotros. Pero para nosotros, nuestro fin principal, casi único yo diría, es el mismo que tuvo en vista Jesucristo al venir al mundo, el mismo que él dio a los Apóstoles, a quienes sin duda enseñó el camino más perfecto. Así, nuestra humilde Sociedad no reconoce más institutor que Jesucristo, que habló por boca de su Vicario, ni más Padres que los Apóstoles” [4].

Otra indicación de la estrecha relación entre el oblato y la Iglesia es el deseo del fundador de restaurar, a través de la Congregación, el esplendor de las Órdenes religiosas destruidas por la Revolución: “Por eso tratarán de revivir en sus personas la piedad y el fervor de las Órdenes religiosas destruidas en Francia por la Revolución” [5].

El amor del oblato a la Iglesia es un amor de identificación. En muchos lugares de misión, los oblatos constituyen la única presencia de la Iglesia, son la Iglesia. Es también un amor fecundo. En muchos puntos de la tierra los oblatos han sido constructores de comunidades, de diócesis y de parroquias. La vocación del oblato es construir la Iglesia donde todavía no ha nacido o, también, donde ella está pasando dificultades.

El oblato, pues, está llamado a engendrar la Iglesia por el anuncio y el testimonio del Evangelio. En este sentido puede decirse que los oblatos son los hombres del Papa y de los obispos.

El carácter distintivo de los oblatos es el amor y la evangelización de los más pobres; su estilo es la sencillez, su modo de ser, la movilidad, su fin principal, hacer surgir la comunidad cristiana y correr hacia los ámbitos que ignoran aún el mensaje de la salvación.

Juan XXIII dirá que Eugenio de Mazenod “es digno de ser inscrito en el número de aquellos que han tenido mérito notable en el movimiento de renacimiento misionero de los tiempos modernos, émulo de aquellos sacerdotes y de aquellos obispos que han sentido latir en sus pechos el corazón de la Iglesia universal” [6].

2. CRISTO Y LA IGLESIA

Una de las características de la espiritualidad oblata es la unión íntima de Cristo con la Iglesia: “La experiencia de Eugenio de Mazenod muestra un rasgo característico que querríamos subrayar brevemente. El amor de Cristo y el amor de la Iglesia forman la savia de la vida de todo cristiano; son los dos polos de atracción de la vida de todos los santos. Estos dos amores deben emerger de forma más o menos explícita. En la vida de los santos en general, solo después del encuentro con Cristo va madurando poco a poco el encuentro con la Iglesia. Pensemos, aunque no es este el lugar de desarrollar el tema, en Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, etc. Fue a partir de su encuentro con Cristo como la Iglesia fue floreciendo despacio, a veces penosamente, tras ciertas incomprensiones y titubeos.

“Eugenio de Mazenod parece haber sentido desde el comienzo esa transfusión completa de ambos amores, hasta el punto de ver aplicado el principio de los vasos comunicantes: cuando aumenta su amor a Cristo, aumenta su amor a la Iglesia y viceversa” [7].

En la famosa pastoral de 1860 que nos presenta la síntesis de su eclesiología, Eugenio escribe: “¿Cómo sería posible separar nuestro amor a Jesucristo del que debemos a su Iglesia? Estos dos amores se funden: amar a la Iglesia es amar a Jesucristo y viceversa. Se ama a Jesucristo en su Iglesia porque ella es su esposa inmaculada, salida de su costado abierto en la cruz […]” [8].

La unión de Cristo y de la Iglesia representa también la unión entre Cristo y nuestra alma: “Nuestro Señor Jesucristo quiso describir en su vida mortal todos los destinos de los hijos de los hombres, cuya naturaleza había asumido en su misteriosa encarnación. El hombre en el estado al que lo redujo el pecado, pobre, doliente, humillado, condenado a muerte, tal se hizo aquel que es el hijo único de Dios y que pasó a ser también el hijo del hombre, como él mismo se designó. Abrazó nuestra causa hasta identificarse con nosotros, hasta adoptar en su humanidad todo lo nuestro que era compatible con la infinita perfección de su divinidad, consintiendo, dice el Apóstol, ser probado en todo menos en el pecado (Heb 4, 15); así es el esposo de la Iglesia y de nuestras almas, y su Iglesia misma es su cuerpo místico, y nosotros, todos los que hemos sido bautizados en un mismo espíritu (1 Co 12, 13), todos juntos con él no somos más que los miembros de ese cuerpo (1 Co 12, 27) que es el suyo. En esta unión admirable entre Jesucristo y nuestras almas consiste el misterio de nuestra participación en su gracia, y por la gracia en su gloria. Pero, como él se unió a nosotros en la humillación, en los dolores, en la completa indigencia de nuestra naturaleza caída, es preciso que, mediante el fiel concurso de nuestra voluntad, nosotros nos unamos a él en las vías de su misericordia y de su amor, para levantarnos de nuestra caída y ser conducidos a su Padre” [9].

3. LA ESPIRITUALIDAD DE SAN SULPICIO

La unión íntima entre Cristo, el cristiano y la Iglesia constituye una de las claves de la espiritualidad del fundador. La ha tomado de la espiritualidad sacerdotal recibida en el seminario de San Sulpicio.

El seminario de San Sulpicio fue fundado en 1642 por Juan Santiago Olier para responder a las exigencias del concilio de Trento sobre la reforma del clero. La espiritualidad de Olier insiste en la encarnación y el sacerdocio de Cristo: “Ya no puede haber yo en un sacerdote, pues el yo de los sacerdotes debe convertirse en Jesucristo, que les hace decir en el altar: Esto es mi cuerpo, como si el cuerpo de Jesucristo fuera el cuerpo mismo del sacerdote” [10]. El sacerdote es quien prolonga la vida de Jesucristo viviente, un Jesucristo jefe de su Iglesia [11].

Impregnado de esta espiritualidad, Eugenio comprende que su amor a Cristo debe llevarle a identificarse con Él.

“[…] la devoción de los novicios debe sobre todo centrarse en la persona sagrada de nuestro adorable Salvador. Lo que deben proponerse durante el tiempo de su prueba es establecer en sus corazones el reinado de Jesucristo y llegar hasta el punto de no vivir más que de su vida divina, pudiendo decir con San Pablo: Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí, vivo ego jam non ego, etc. (Ga 2, 20)” [12].

Identificarse con Cristo significa vivir la vida de Él, recorrer con Él el camino del calvario, soportar todas las pruebas que El conoció en la tierra: el desierto, el ayuno, la tentación, el sufrimiento, la fatiga, las contradicciones de la vida pública.

“Por la noche nos encontramos juntos en la montaña para recoger el fruto de sus oraciones y, durante el día […] escuchamos con recogimiento su divina palabra y, como María, su santa Madre, la meditamos interiormente en nuestros corazones (Lc 2, 19); nos impregnamos de los sentimientos de nuestro Redentor, nos entregamos a las inspiraciones de su amor, ponemos nuestra alma al ritmo de la suya, hasta que, estando Él mismo formado en nosotros (Ga 4, 19), vivamos de tal modo de su vida humillada, laboriosa y penitente, y nos conformemos de tal modo a su imagen, sin cesar reproducida ante nuestros ojos, que Él sea respecto a nosotros el primogénito de muchos hermanos y que tras haber sido llamados, seamos justificados y tras haber sido justificados, seamos glorificados (Rom 13, 29-30)” [13]. El oblato “no pudo resucitar con Jesucristo sino después de haber muerto con Él” [14]. Su consagración lo identifica con Cristo, con su vida, sus virtudes, sus pruebas, su Cuerpo que es la Iglesia.

PUNTOS DESTACADOS EN LA DOCTRINA Y EN LA VIDA DE EUGENIO

1. LA VIDA EN CRISTO

La vida en Cristo, la Redención y la sangre de Cristo son tres temas íntimamente enlazados entre sí. Representan la regeneración y la reincorporación del hombre a Cristo a través del misterio de la salvación y del bautismo. Cristo, con su sangre, regenera al hombre, lo renueva. De la cruz nace el hombre nuevo, el “nuevo Adán”. Por la sangre de Cristo y el bautismo el cristiano empieza a vivir en Cristo.

Eugenio observa, juzga, percibe y actúa desde este punto de vista, desde dentro, como desde el interior de la vida de Cristo.

El hombre “unido a Jesucristo, tendiendo por Él a su fin que es Dios, iluminándose con su luz y viviendo de su vida, ya revestido del mismo Jesucristo […] se esforzaría por elevarse cada vez más en una ascensión interior por encima de su propia naturaleza, hasta el estado de hombre perfecto y a la medida de la edad de la plenitud de Jesucristo” [15].

Esta unión entre los hombres y Cristo [16] es el tema de su enseñanza de obispo y de fundador: “Mis queridos hijos, […] todos vosotros me estáis presentes, tales como sois, y yo me intereso con mucho gusto de vosotros ante Dios. Ahí es donde os doy cita. Habladle a menudo de mí a ese Padre común que, con su divino Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, es el centro de todos nuestros corazones; amémosle y amémonos nosotros en Él siempre más” [17].

El P. Leo Deschâtelets insistió también en esta realidad: “Antes que nada, el oblato es un consagrado. Esto resume el pensamiento de Mons. de Mazenod. El oblato está ligado al Señor, a Cristo, a Jesús, el Hijo de Dios. El Verbo encarnado lo es todo en la vida del oblato, y el oblato se pone obstina-

damente, en cierto sentido, a vivir a Jesús en todas las cosas y de todas las formas. Esto es para mí esencial. La gracia del oblato consiste en que debe ser prisionero del amor de Cristo, igual que San Pablo. Debe decirse: para mí vivir es Cristo. Si se ha entendido esto, se ha entendido lo que es el oblato. El oblato ama a Cristo, se deja invadir completamente por Él; ésta es su gracia peculiar, que forma parte de su carisma. Si yo no tengo ese amor en lo hondo del corazón, si ese amor a Cristo no se apodera de mí por entero, no soy un oblato como lo quiso el fundador y como lo ha interpretado la tradición viviente” [18].

Esta relación con Cristo es el cimiento del “castillo interior” de Eugenio de Mazenod. A pesar de los límites y la pobreza de la eclesiología de su tiempo, él ve a la Iglesia a partir de la “vida de Cristo” y la contempla como Cuerpo místico de Cristo, Esposa, Madre y Humanidad regenerada.

2. LIMITES DE LA FORMACION DE EUGENIO DE MAZENOD

El galicanismo y el jansenismo habían marcado la teología. La enseñanza del seminario había sido precaria [19]; las únicas fuentes espirituales dignas de reflexión profunda habían sido la teología de Bossuet y la espiritualidad de Olier [20]. Los cursos del seminario no comprendían la historia de la Iglesia. El señor Boyer era quien enseñaba la eclesiología. Este profesor galicano, condescendiente para con el poder de Napoleón, sostenía abiertamente la tesis de la superioridad del concilio sobre el Papa: el poder de éste es abusivo; su autoridad está sometida a la de la Iglesia universal.

De otra parte, ni siquiera los manuales aprobados más tarde por el fundador serán más ricos. Lo comprobamos por el manual que, como obispo de Marsella, aprobó para el seminario. En un total de 277 páginas, 16 tratan de la institución de la Iglesia, 54 de sus características, y 207 de cuestiones de derecho canónico.

La riqueza del pensamiento y de la espiritualidad del fundador son fruto evidentemente de su experiencia y de su intuición. Eugenio de Mazenod era un católico practicante, habituado a la lectura espiritual y al estudio constante, y un iniciado en la apología [21]. Me parece importante, además, señalar, que los nobles de su tiempo, y Eugenio era uno, no trabajaban; no fue, pues, difícil para un amante de la lectura como él era, adquirir una amplia cultura.

3. LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO

Antes de entrar en el seminario Eugenio descubre la realidad de la

Iglesia, Cuerpo místico. Su espíritu se exalta ante la idea de ser “un miembro de esta gran familia cuyo Jefe es Dios mismo” [22].

En 1808, Eugenio decide ingresar en el seminario de San Sulpicio, Tiene ya 26 años. Dispuesto al martirio, lleva consigo sus trajes civiles pues prevé que la persecución a la Iglesia por obra de Napoleón se va a encarnizar. En la Iglesia que sufre, Eugenio contempla los sufrimientos del Cuerpo del mismo Cristo.

“Nacida de la sangre de un Dios que muere en la cruz, ella tendrá una existencia conforme a su origen y siempre, bajo la púrpura como en las cárceles, llevará esa cruz dolorosa de la que pende la salvación del mundo. Indisolublemente unida a Jesucristo calumniado, perseguido, condenado por los ingratos a quienes quería salvar, caminará constantemente hasta el fin de los siglos por el camino de sus sufrimientos y en una unión inefable que el infierno furioso de rabia tratará de estorbar sin cesar, tendrá que luchar siempre, como su divino Esposo que es también su eterno modelo, contra todos los errores y todas las pasiones conjuradas, y sostener los derechos impreibles de Dios, que son los de la verdad y la justicia” [23].

En 1809 Eugenio es encargado de la catequesis en la parroquia de San Sulpicio. Escribe, entre otras, una catequesis sobre la comunión de los santos y sobre la Iglesia Cuerpo místico. Emiliano Lamirande piensa que esa instrucción es “la manifestación de un pensamiento ya madurado y, sobre todo, profundamente vivido” [24].

El lenguaje de este joven seminarista que habla de la Iglesia con mucha inspiración, nos asombra hoy. “Si habéis estado atentos a las instrucciones precedentes, habréis retenido que la Iglesia es un cuerpo, compuesto de varios miembros divididos en tres clases que hemos llamado la Iglesia triunfante, la Iglesia sufriente y la Iglesia militante. Entre estas tres clases reina la unión más íntima, ya que no forman, como dijimos, más que un mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo, de suerte que todos son miembros del Cuerpo místico de Jesucristo y miembros de Jesucristo” [25].

En su pastoral del 24 de febrero de 1847, Mons. de Mazenod muestra cómo en cada comunidad local, en cada región particular de la tierra, se expresa la totalidad del Cuerpo místico. Aunque se encarne en diversas culturas, la Iglesia es siempre una en Cristo. “Enseñemos a quienes lo ignoran que en todas las regiones del universo la Iglesia católica no forma más que un cuerpo indivisible cuya Cabeza es Jesucristo y cuyos miembros somos nosotros; enseñémosles que ninguno de éstos puede sufrir sin que reconozcamos a Jesucristo mismo en sus miembros que sufren, sin que cada uno de los que están impregnados de su espíritu de caridad pueda decir como San Pablo: ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? (2 Co 11, 29) ¿Por qué, pues, vais a distinguir una nación de otra en la Iglesia católica? Según el Apóstol, no hay distinción entre judío y griego, todos tienen al mismo Señor que es rico para con todos los que lo invocan (Rom 10, 12). Todos vosotros os habéis revestido de Jesucristo, dice con energía en otra parte el mismo Apóstol, no hay entre vosotros judío ni griego, ni hombre libre… Todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28)” [26].

La expresión Cuerpo místico, usada a menudo por Eugenio, no se halla más que raras veces en Olier y nunca en Bossuet. De todas formas, Eugenio había leído a Fenelon y a Suárez, que habían usado la fórmula rectamente [27].

Eugenio vive esa realidad tan intensamente que la transmite a la Congregación. “A cualquier distancia que os encontréis del centro de la Congregación, pensad que debéis vivir de la vida de la familia de la que formáis parte. Es consolador pensar, en las extremidades de la tierra donde os encontráis, que vivís de la misma vida y en comunión íntima con vuestros hermanos desperdigados por toda la superficie del globo” [28].

“Somos todos miembros de un mismo cuerpo, que cada coopere con todos sus esfuerzos y con sacrificios, si hace falta, al bienestar de ese cuerpo y al desarrollo de todas sus facultades. No sé por qué os recuerdo estas cosas; no ignoro el buen espíritu que os anima, pero gozo entreteniéndome con vosotros acerca de nuestros comunes intereses” [29].

“Cuando se me entregó [su carta] ya se había efectuado su consagración a Dios y usted era completamente de los nuestros, es decir, formaba parte de un cuerpo que tiene a María por Madre […]” [30].

4. EL CUERPO MISTICO RESCATADO POR LA SANGRE DE CRISTO

“Allí [en la cruz] el Hombre Dios ora y muere. Con su oración y con su muerte, satisface completamente a las exigencias más rigurosas de la justicia y atrae las efusiones más abundantes de la misericordia. Por la gracia que mana de la cruz, el hombre, elevado hasta Dios y formando una cosa con Él, ora con Dios y agrega a su oración el mérito de una muerte divina. Es un hecho; la sangre del Cordero sin mancha es la que grita ante el Señor para pedir gracia. ¿Cómo no va a ser escuchada? Esa sangre, derramada por la salvación del mundo, penetra nuestro corazón y le da la fuerza de lanzar desde el fondo de su miseria un grito todopoderoso que resuena hasta en el corazón mismo de Dios” [31].

En la espiritualidad del tiempo del fundador, la sangre de Cristo que simboliza la pasión redentora de Cristo, es un tema de múltiples matices. La sangre es la gracia que penetra todas las realidades para rehacerlas y renovarlas a los ojos de Dios. La sangre de Cristo rescata, libera de la muerte y crea nuevas relaciones entre los cristianos.

“Esta unión entre los hijos de los hombres y Jesucristo fue pactada en el calvario, cuando para la redención corrió la sangre divina y por la pasión y muerte del Salvador les fue merecida la gracia… La Iglesia es, pues, el fruto de la sangre de Jesucristo […]” [32].

La sangre es una imagen flexible que evoca varios aspectos de la Redención y de la unión de los hombres salvados en Cristo. “Son todos hermanos del modo más perfecto, pues tienen todos la misma sangre y esa sangre es la de un Dios. Esa sangre adorable en la que han sido regenerados circula, por decirlo así, por sus almas, e incluso se incorpora a ellos haciéndose su verdadera bebida, al mismo tiempo que el Cuerpo de Jesucristo se hace su verdadera comida (Jn 6, 56) en la santa comunión. Hay entre ellos comunión de bienes espirituales y una santa solidaridad de méritos, la cual, sin embargo, no hace perder a nadie los derechos que ha adquirido” [33].

Con razón afirma Lamirande que se trata de un tema central de la doctrina espiritual de Mons. de Mazenod [34].

5. LA COMUNION UNIVERSAL DE LA IGLESIA

La teología y la pastoral posconciliares han puesto de relieve sobre todo la dimensión local y nuclear de la Iglesia. El Vaticano II suscitó una revolución en la Iglesia destacando el papel de las pequeñas comunidades, de los laicos, de la relación de la Iglesia con el mundo, de su “inculturación”, de su compromiso en la construcción del Reino de Dios, etc., con detrimento tal vez del misterio.

Conviene situar a Eugenio de Mazenod en su época. Por más que ciertos aspectos de su eclesiología anuncien ya la Iglesia de hoy, no cabe duda de que su vocabulario, su pensamiento y su espiritualidad son de su tiempo. De la Iglesia toma en cuenta sobre todo el aspecto de su misterio: la unión indisoluble con Cristo, la Redención transmitida misteriosamente a todos sus fieles, la unión en Cristo de los que viven en la tierra y de los santos del cielo, la unión universal de los creyentes, la participación en los misterios de Cristo.

De todas formas, hay que señalar que otro de los puntos fundamentales de la espiritualidad de Eugenio de Mazenod, la comunión de los santos, era un aspecto olvidado en su época; a la mentalidad individualista, fruto también de la Revolución “humanista”, él opone la dimensión comunitaria de la vida y de la fe [35].

“Esta unión que existe entre todos los miembros de la Iglesia se llama la comunión de los santos […] Comunión es una palabra latina que quiere decir ligazón, sociedad, comunicación, unión. Es decir, con esa sola palabra expresamos algo que pertenece a varias personas, como sería un campo que perteneciera a la ciudad de París donde todos los habitantes de la ciudad podrían ir a segar, cosechar y vendimiar cada uno por cuenta de todos. La comparación es muy justa, pues Nuestro Señor mismo comparó a veces la Iglesia a un campo. Todas las buenas semillas que ahí se siembran, es decir, todas las obras buenas que hace un miembro de la verdadera Iglesia y todos los buenos resultados de ellas pertenecen, no solo al autor de esas buenas obras, sino en general a todos los fieles. Cada miembro de la Iglesia es como un fondo común, nadie puede decir: esto es mío o esto es tuyo, sino que todo es común entre ellos y cada particular tiene derechos al bien que es practicado por todos los otros. Esto es lo que se entiende por comunión” [36].

Eugenio se dirige entonces a sus alumnos de catecismo. Le basta hacer unas deducciones lógicas para formular, a más de la doctrina espiritual, una doctrina humana, psicológica, social y política sencillamente revolucionaria: la revolución de la comunión de los bienes.

La comunión de los santos salva tanto a la comunidad como a la persona, pues ambos elementos le son esenciales.

“Una gota de la sangre de Jesucristo, una lágrima de sus ojos, habría bastado para rescatar el mundo. Por otra parte, los santos han practicado penitencias y han ofrecido expiaciones que personalmente no les obligaban. Pero nada se pierde de este excedente de méritos, la Iglesia ha recogido esos tesoros y, por una feliz solidaridad, hace que tengan parte en ellos aquellos a quienes de suyo no les pertenecen. Los que los adquirieron, han sido glorificados sin duda por ello, pero su gloria se acrecienta todavía porque se hacen comunes sus bienes y porque así la caridad de Dios y la de los santos triunfan en nuestro favor” [37].

“La comunión de los santos, uno de los artículos del Símbolo, consiste en la participación de todos los fieles en los mismos bienes espirituales y en los mismos méritos reversibles de unos a otros. Es una especie de comunidad de bienes en el orden de la gracia. Aunque los lazos que la forman no sean visibles y se extiendan a todas las distancias, incluso más allá de los límites de este mundo, con todo, se da una viva y conmovedora imagen de esa posesión de los mismos bienes y de esa misteriosa unidad de todos los hijos de Dios cuando se reúnen al pie del altar y a una sola voz cantan las mismas alabanzas elevando al cielo las mismas súplicas y participando conjuntamente en el mismo sacrificio. Como en la Iglesia primitiva no había más que un corazón y un alma, todos los fieles tienen solo un mismo pensamiento, una misma palabra y una misma voz” [38].

El gran bien común de los cristianos es la sangre de Cristo y es el Espíritu. “No es solo la sangre de una misma fraternidad humana la que nos es común, sino la sangre de nuestro Redentor, en la que todos participamos por la misma gracia y por los mismos sacramentos. Enseñemos a cuantos lo ignoran que en todas las regiones del universo la Iglesia católica no forma más que un cuerpo indivisible cuya cabeza es Jesucristo y cuyos miembros somos nosotros; enseñémosles que ninguno de éstos puede sufrir sin que nosotros reconozcamos a Jesucristo mismo en sus miembros que sufren, sin que cada uno de aquellos que están impregnados de su espíritu de caridad pueda decir como San Pablo: ¿Quién de vosotros desfallece sin que yo mismo desfallezca? (2 Co 11, 29). ¿Por qué, entonces, vais a distinguir una nación de otra en la Iglesia católica? Ya no hay distinción, dice el Apóstol, entre el judío y el griego, todos tienen el mismo Señor que es rico con todos los que lo invocan (Rom 10, 12)” [39].

Todavía joven, Eugenio reaccionaba ante el sermón de un sacerdote que exaltaba la victoria de las tropas francesas: “En el templo de nuestro Dios que es también el Dios del italiano, del austríaco y del prusiano, todos hermanos nuestros a quienes estamos rigurosamente obligados a amar como a hijos que son del mismo Padre ante el cual, como dice el apóstol, no hay ninguna acepción de personas ni de naciones, puesto que se profesa la misma creencia” [40].

El espíritu de la comunión de los santos, Eugenio se lo comunica a la Congregación y a los oblatos en su vida común. “Regocijémonos mutuamente por todo el bien que hacen los nuestros en las cuatro partes del mundo. Todo se hace solidariamente entre nosotros. Cada uno trabaja por todos y todos por cada uno. ¡Oh, hermosa y conmovedora comunión de los santos!” [41].

Hablando de los cuatro primeros oblatos fallecidos, vuelve a la noción que, como catequista de San Sulpicio, había explicado a los niños: la unión en la comunión entre los vivos y los difuntos: “Estamos unidos a ellos por los lazos de una caridad peculiar, siguen siendo nuestros hermanos y nosotros somos los suyos; ellos viven en nuestra casa-madre, en nuestra capital; sus oraciones y el amor que siguen teniéndonos, nos arrastrarán un día hacia ellos para morar con ellos en el lugar de nuestro descanso. Presiento que nuestra comunidad de arriba debe estar situada muy cerca de nuestra Patrona; los veo al lado de María Inmaculada y, por tanto, muy cerca de Nuestro Señor Jesucristo, a quien siguieron en la tierra y a quien contemplan con delicia” [42].

Hasta la Eucaristía es percibida en la óptica de la comunión: “No podríais creer cuánto me preocupo ante Dios de nuestros misioneros del Río Rojo. No tengo más que este medio para acercarme a ellos. Ahí, en presencia de Jesucristo, ante el Santísimo Sacramento, me parece que os veo a todos y os toco. Debe ocurrir a menudo que, por vuestro lado, estáis en su presencia. Entonces es cuando nos encontramos en ese centro vivo que nos sirve de comunicación [43].

Profundamente impregnado del misterio de Cristo y de la Iglesia, Eugenio lo mira todo desde esa óptica, estimando perdido o destinado a la perdición lo que no entra en ella.

La Iglesia aún no había captado a fondo la realidad del mundo; de lo cual se seguía un olvido importante: que la gracia sigue un camino que le es propio y que Dios está presente y actúa en el corazón de cada ser humano.

El Vaticano II liberó a la Iglesia de esta barrera que la separaba del mundo. Una de las consecuencias fue la liberación del lenguaje eclesiástico, en el cual ya no aparecen las palabras paganos e infieles y en cambio se halla la expresión hombres de buena voluntad.

Con todo, no habríamos alcanzado la riqueza que conocemos en eclesiología sin los precursores del siglo pasado y de la primera mitad de éste. Rosmini, Newman y Congar son algunos de la constelación que precedió al Vaticano II.

Con un poco de humildad y también de orgullo, también los oblatos aportaron su modesta contribución; Eugenio de Mazenod es uno de ellos. En un mundo en que la Iglesia corría el riesgo de fraccionarse en varias iglesias nacionales, Eugenio insistió en su universalidad. Hoy día es urgente, en un mundo que, en línea general, se está universalizando, hacer resaltar la encarnación de la Iglesia en las diversas culturas. Así responderemos al peligro de ver a los pueblos perder su identidad y su cultura.

6. EL PAPA ES CRISTO EN LA CRUZ

La fidelidad del fundador a la cátedra de Pedro es otro pilar de la espiritualidad oblata [44]. En el Papa, los cristianos veneran a Cristo en su celo por la Iglesia y por la humanidad [45]. El Papa renueva la presencia misericordiosa de Cristo en la tierra [46]. Él guía al pueblo de la nueva Alianza; reanima la fe, despierta la resistencia en la opresión, predica la paz, protesta en favor de los vencidos, protege a los oprimidos [47].

Viviendo en una época de persecución del papado, pocos años antes del fin del poder temporal del mismo, pero en la aurora de una edad de oro eclesial, que culminará en el concilio Vaticano II, Eugenio de Mazenod exalta la grandeza del papado estableciendo una comparación con los grandes profetas bíblicos: “Si es Aarón en el tabernáculo del Dios vivo, es también Moisés a la cabeza de las tribus de Israel. Si por su reino pacífico es Salomón, cuya sabiduría enseña, por su vida militante es también David, contra quien se amotinaron las naciones y los pueblos tramaron planes vanos (Sal 2, 1), digamos mejor, es el verdadero ungido del Señor, es Jesucristo en la cruz, víctima de los pecados de los hombres y salvador de ellos al precio de su sacrificio. Así es como el discípulo no está por encima del maestro (Lc 6, 40) y como el vicario del divino Salvador refleja a aquel a quien representa [48].

En Eugenio no se trata de una doctrina fría, sino de la descripción de un padre que tiene los rasgos de Cristo y un corazón semejante al de Él.

“Elegido de lo Alto para representar en toda la tierra al Soberano Pastor de las almas, ve a la Iglesia militante obligada a sufrir sin cesar terribles ataques y a sostener rudos combates. Experimenta todas las angustias de la esposa de Jesucristo. Su corazón es herido por todos los golpes dirigidos contra ella y desgarrado por todas las heridas que recibe. Su cabeza lleva la corona de espinas del divino Salvador bajo la tiara del Pontífice-Rey. Así, como Jesucristo desde lo alto de la cruz, su vicario desde la altura del trono del Príncipe de los Apóstoles, lanza al mundo un grito potente” [49].

 

7. LA IGLESIA, MADRE Y PADRE

Entre las numerosas imágenes que emplea el fundador para definir a la Iglesia, la más evocadora es la de la Iglesia madre. Imagen que él enriquece con una infinidad de matices.

“La nueva Eva destinada a aplastar la cabeza de esa abominable serpiente es a la vez perfecta y sublime realidad y una figura de la Iglesia, madre de todos los cristianos, como la Santísima Virgen es Madre de Jesucristo y también madre por adopción de todos los cristianos, que forman con él un solo todo […] Vela sobre ellos con incesante solicitud desde la cuna hasta la tumba, para apartar de ellos todos los peligros, para dirigirlos en sus caminos, levantarlos de sus caídas, consolarlos en sus aflicciones, fortalecerlos en sus debilidades, iluminarlos en sus ignorancias y en sus incertidumbres y sostenerlos en sus luchas contra el enemigo de su salvación. Ella les comunica esos auxilios, esas luces y esa fuerza por la palabra de la verdad y por los sacramentos, al mismo tiempo que les hace participar en todas las riquezas espirituales cuya custodia y dispensación le ha confiado el Esposo divino” [50].

Sucede a menudo que las expresiones literarias del fundador no son de las más atrayentes; él no ocupará nunca un puesto importante en la literatura francesa, pero es innegable su habilidad para captar la profundidad de la fe y para aplicarla a la vida.

Dentro de la Congregación, él fue hasta el fin el padre y la madre de los oblatos esparcidos por el mundo: “Tú sabes, mi muy querido hijo, que mi gran imperfección es amar apasionadamente a los hijos que Dios me ha dado. No hay amor de madre que lo iguale. La perfección sería ser insensible a la mayor o menor correspondencia de mis hijos a este afecto materno. Ahí es donde yo peco” [51].

“He visto muchas órdenes religiosas, estoy en relación muy íntima con las más regulares. Pues bien, he reconocido entre ellas, dejando de lado sus virtudes, un gran espíritu de cuerpo; pero este amor más que paternal del jefe por los miembros de la familia y esta correspondencia cordial de los miembros para con su jefe, que establecen entre ellos relaciones que parten del corazón y que forman entre nosotros verdaderos lazos de familia de padre a hijo y de hijo a padre, eso no lo he encontrado en ninguna parte. Siempre he dado gracias a Dios por ello como por un don especial que él se ha dignado concederme ; pues ése es el temple de corazón que él me ha dado, esa expansión de amor que me es propia y que se extiende sobre cada uno de ellos sin detrimento para los otros, como sucede, osaría decirlo, con el amor de Dios para los hombres” [52].

Es un sentimiento no presuntuoso, sino más bien característico de un Fundador que da vida a un nuevo carisma, como cada misionero da vida a la Iglesia por medio de la gracia de Dios y la Palabra.

8. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS

La imagen principal de la Iglesia asumida por el Vaticano II es la de Pueblo de Dios. Esta categoría bíblica muestra el aspecto comunitario y humano de la Iglesia, su camino difícil, su marcha a través de la historia, su lazo con el mundo, la unidad basada en el bautismo y su carácter ministerial.

Cuando Eugenio de Mazenod habla de la Iglesia Pueblo de Dios, quiere subrayar su universalidad, su trascendencia y su origen divino: “La Palabra divina ha reanimado todos esos huesos; éstos han recibido el espíritu y la vida, y he aquí que han vuelto a ser la raza escogida, la nación santa, el pueblo de la redención (1 Pe 2, 9); después de haber sido cada día instruidos en la verdad, y de haber confesado sus extravíos, este pueblo ha renovado su alianza con el Señor y viene ahora a comer el cordero sin mancha y a nutrirse con el pan de la inmortalidad” [53].

9. EL SACERDOCIO REGIO DE LOS LAICOS

El sacerdocio regio de los laicos era uno de los puntos discutidos en la teología porque los protestantes habían hecho de él un caballo de batalla: la Escritura no habla más que de un sacerdocio común a todos los fieles. La Iglesia católica codificó su reacción en el concilio de Trento y hasta el Vaticano II va a durar la “ignorancia” acerca del sacerdocio común de los fieles. Con todo, podemos decir que no hay una diferencia muy neta entre el pensamiento del fundador y el pensamiento de hoy. En el extenso retrato del misterio de la Iglesia que traza Eugenio de Mazenod con extraordinaria amplitud y riqueza, encontramos diversos elementos de la nueva eclesiología del Vaticano II. Pese a los límites históricos y culturales, él fue un promotor de las asociaciones de laicos, del sacerdocio común de los fieles y de una participación más directa de éstos en la acción de la Iglesia.

En el espíritu oblato, pues, la presencia de los laicos no es accidental; más bien forma parte de su carisma. Los oblatos colaboran con los laicos, sostienen su presencia en el mundo y promueven las actividades, las comunidades y los movimientos, así como los ministerios de los laicos. Entre éstos, los pobres son naturalmente los preferidos: “Pobres de Jesucristo, afligidos, desgraciados, enfermos, inválidos, ulcerosos, etc., vosotros todos agobiados por la miseria, mis hermanos, mis queridos hermanos, mis respetables hermanos, escuchadme. Vosotros sois los hijos de Dios, los hermanos de Jesucristo, los coherederos de su Reino eterno, la porción escogida de su herencia; sois, como dice San Pedro, la nación santa, vosotros sois reyes, vosotros sois sacerdotes, vosotros sois, en cierto modo, dioses: Dii estis et filii Altissimi omnes.

“Conocéis ahora vuestra dignidad como cristianos, hijos de Dios, hermanos y coherederos de Jesucristo, nación santa, porción escogida de la herencia del Señor, destinados a reinar eternamente en el cielo, reyes, sacerdotes, en una palabra, para usar una expresión consagrada por nuestras escrituras, estáis en condición de hacer el parangón de esos altos destinos con lo que os promete el mundo, ese tirano que, no viendo en vosotros más que las humildes apariencias de la pobreza, os paga con el desprecio los servicios útiles que sin cesar les prestáis tal vez con detrimento de vuestras almas” [54].

En consecuencia, tomó la iniciativa de hacer participar a los laicos más activamente en la liturgia: “Los que asisten […] no son durante la misa mayor simples oyentes, sino que, mezclados en todo, intervienen sin cesar para protestar bien alto su completa adhesión o lo que se realiza en el altar, y esta cooperación de la asistencia no está solo reservada al clero, pero corresponde a cada fiel presente en el lugar santo” [55].

Su apreciación de las realidades del mundo, que tienen como fin la construcción del Reino de Dios, dimana también de esa intuición. Es lo que expresa en un discurso sobre la importancia de los ferrocarriles: “No creamos, señores, que ella [la Iglesia] quiera solo añadir nuevas ventajas a la existencia material de los pueblos; no, ella quiere acercarlos, mezclarlos acaso entre sí en el orden material a fin de unirlos en el orden moral. Al multiplicar y acelerar las relaciones de unos con otros, se multiplica y se acelera el movimiento hacia la unidad misteriosa de todos los hijos de la familia humana bajo un mismo Dios, una misma fe y un mismo bautismo” [56].

En un discurso a la Cámara de comercio de Marsella, dirá: “Pero la Iglesia, que viene aquí a indicaros los derechos de Dios y los deberes de la conciencia, no es en modo alguno indiferente al movimiento comercial de nuestra ciudad. Si el comercio multiplica los contactos de los pueblos entre sí y si lleva la civilización hasta las playas más lejanas, es sobre todo porque marcha a la par con la fe que une a todos los pueblos en una misma familia y que ha civilizado gran parte del mundo. El comerciante y el navegante son los auxiliares del misionero. Vuestras velas y vuestro vapor están al servicio del Evangelio al mismo tiempo que sirven a vuestros intereses materiales. En los designios de la Providencia, la extensión de nuestras relaciones comerciales va unida a la expansión del Reino de Dios. Y si en nuestros días, con las invenciones modernas, Dios da a esas relaciones un desarrollo antes desconocido, es porque quiere extender más y más a todas las islas y a todos los continentes el dominio espiritual de la Iglesia. Tal es, no lo dudéis, en los planes divinos, siempre formados para los elegidos, la razón de los progresos que admiramos” [57].

10. MATEO 18,20

La frase de San Mateo “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” subraya también que la dimensión eclesial no está necesariamente ligada a la presencia del ministro ordenado. Se halla en este texto el principio de la Iglesia nuclear. Ahí se daba, por supuesto, otro punto de desacuerdo con los protestantes, el cual, sin embargo, se transformó, con la revolución conciliar, en factor de reunión de los cristianos, especialmente entre los laicos.

El estilo de Eugenio de Mazenod es ser fiel a su intuición, a su instinto, a su capacidad de seguir la inspiración del Espíritu. Es lo que hizo también en este caso.

“Como en la Iglesia primitiva se tenía solo un corazón y un alma, todos tienen solo un mismo sentimiento, una misma palabra y una misma voz. Viéndolos así reunidos en el lugar santo para adorar juntos, con las demostraciones del culto más solemne, el misterio que se realiza para ellos y tomar parte en las gracias que de él dimanan, uno reconoce a los hermanos contentos de vivir juntos bajo un mismo techo (Sal 133, 1) y de sentarse a la misma mesa; la fraternidad de los cristianos y su unión en Dios se manifiesta del modo más sensible, uno siente que se está en la casa del Señor, único lazo verdadero de los espíritus y de los corazones. Algo le dice al alma que en ese momento sobre todo se verifica la palabra del divino Maestro: donde varios, donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20), para responder a sus peticiones” [58].

LA IGLESIA EN LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

Es la Congregación la que conserva y encarna el carisma del fundador en la historia de la humanidad y de la Iglesia. La garantía de su continuidad reposa sobre la fidelidad a la inspiración original del fundador.

Esta fidelidad tiene varios aspectos: respeto y retorno periódico a las ideas fundamentales del carisma; desarrollo y profundización exigidos por el paso de los años, por el encuentro con otras culturas, otras experiencias y otras teologías; renovación del carisma a la luz de la Iglesia.

Desde 1816, en el alba de la Congregación, Eugenio comprende que Dios llama a los oblatos a devolver su esplendor a la Iglesia, a “hacer que vuelvan al redil tantas ovejas descarriadas” [59], a “conducir los pueblos a la fe” [60], a “predicar a los pobres la palabra divina” [61]. Entiende por pobres los habitantes de las zonas rurales de Provenza, abandonados a sí mismos y desprovistos de las ayudas espirituales de la Iglesia [62].

Eugenio de Mazenod quiso renovar la vida de la Iglesia de su país, donde una de las realidades más penosas era la “defección de tan gran número de sacerdotes” [63]. En la mentalidad de su tiempo, el que no era cristiano era un infiel al que había que hacer entrar en el redil o que ganar para el Señor.

La Congregación pondrá al día este modo de pensar: “La vida de la Iglesia y del mundo de hoy está marcada por un cambio constante que se refleja también en nuestra vida y nuestro ministerio de oblatos. El Concilio Vaticano II en particular, y los acontecimientos que siguieron, han modificado profundamente la vida de la Iglesia. Esta última ha logrado con esto una comprensión más completa de sí misma. Como consecuencia, también nosotros, oblatos, nos comprendemos mejor y vemos más claramente el lugar que Dios nos reserva en la Iglesia al servicio del mundo” [64].

Como todos los cristianos, los oblatos están llamados a vivir la plenitud de la fe asumida en el bautismo; como portadores de un carisma, ponen de relieve algunos aspectos.

Una de las preocupaciones del fundador era, por ejemplo, anunciar la Palabra de Dios teniendo en cuenta a las personas a las que se evangeliza. “Se recomienda expresamente que solo se compongan sermones sencillos y fáciles, notables por la solidez y por la fuerza, apropiados, en una palabra, a aquellos a quienes se les van a predicar” [65].

Profundizando esa misma realidad, que la teología definirá como “inculturación”, dirá el Capítulo de 1986: “La inculturación no es solo una manera de actuar; es también una manera de ser. Implica una espiritualidad que afecta a todo nuestro ser como a nuestra perspectiva misionera […]La inculturación requiere la espiritualidad del ‘oblato’, totalmente a disposición de los demás […]” [66].

Al lado de estas modificaciones, es interesante señalar las constantes: la relación con los laicos, la actitud misericordiosa con los pecadores, los lazos estrechos con la Iglesia local, el ministerio de la misión como expresión comunitaria y eclesial.

Las Constituciones de 1818 se detienen por extenso en la relación entre los oblatos y la asociación de jóvenes que ellos acompañaban: “La dirección de la juventud será tenida como un deber esencial de nuestro Instituto. El superior general […] hará que se le tenga informado sobre el estado de la congregación de la juventud […] con el mismo cuidado y tan detalladamente como sobre el noviciado mismo. Se sentirá obligado a conocer a todos los miembros por su nombre. Tendrá contactos frecuentes con la familia de ellos […]” [67].

La Regla de 1982 dirá: “Algunos laicos se sienten llamados a tomar parte activa en la misión, en los ministerios y en la vida comunitaria de los oblatos. Cada Provincia, de acuerdo con la Administración general, podrá determinar las normas de la asociación de los mismos a la Congregación” [68].

“En la administración del sacramento de la penitencia, se pondrá cuidado en evitar tanto una relajación exagerada como un rigor excesivo […] los misioneros acojan siempre a los pecadores con una caridad inagotable; anímenlos con sus maneras amables, mostrándoles un corazón compasivo” [69].

Los oblatos deberán someter su ministerio de las “misiones” a la Iglesia local representada por los obispos y los párrocos [70].

“Según las directrices de la Iglesia, un apostolado misionero eficaz no puede realizarse hoy más que dentro de las perspectivas de una pastoral de conjunto. Por eso, en todas sus obras los oblatos cooperarán estrechamente con los organismos de evangelización y de pastoral, ya sea en el nivel diocesano, como en el nacional o internacional.

“En el espíritu de los decretos del concilio Vaticano II, los oblatos tratarán también de favorecer un ambiente de caridad y de diálogo con las otras comunidades cristianas presentes y con los miembros de las religiones no cristianas” [71].

El ministerio privilegiado es naturalmente el que se hace en comunidad: “Nunca irá uno solo a la misión; habrá al menos dos juntos” [72].

Finalmente, constructores de la Iglesia y de nuevas realidades eclesiales, los oblatos deberán ser una auténtica expresión de ellas, siendo los hombres de los Obispos y del Papa” [73].

El modelo de Iglesia que han de anunciar y vivir es “la comunidad de los Apóstoles” [74], aquella Iglesia primitiva que se lanzó a la conquista del mundo. “Nuestras comunidades tienen, pues, carácter apostólico” [75].

LOS CAPÍTULOS GENERALES

Los Capítulos generales reflejan el pensamiento del fundador y de la Regla, como también de la Iglesia, cuya luz permite al carisma renovarse; pero reflejan también la experiencia misionera de los oblatos que, con su vida, continúan profundizando lo que es la evangelización de los pobres.

Eugenio de Mazenod en una circular sobre las Reglas repite que el fin de la misión es “cooperar a la extensión del Reino de Jesucristo e inmolar la vida para conducir a muchas almas al redil del Padre de familia” [76].

Este tema central se enriquece en las misiones con aspectos nuevos, como las obras de promoción humana que comienzan a verse como factores esenciales del crecimiento humano y espiritual. La presencia de los misioneros en regiones lejanas y difícilmente accesibles, así como la diversidad de las culturas, obliga a modificar el modelo rígido de Iglesia, a introducir cambios y adaptaciones en la vida religiosa y eclesial [77].

“Aunque las misiones sean el fin primero y principal, con todo, el apostolado entre los obreros […] según los principios de la encíclica de León XIIIDe conditione opificum […] no solo es conforme con el fin del Instituto, sino que debe ser vivamente alentado en los tiempos actuales” [78].

El Capítulo de 1947 decidió la colaboración de la Congregación en la formación de los miembros de la Acción Católica [79].

“Ninguna Provincia, aunque solo envíe raramente misioneros a las misiones, debe eximirse de cooperar activamente en el apostolado con los no católicos y con los autóctonos” [80]. En los países de misión los recién llegados deben aprender la lengua, prepararse para las tareas del ministerio y tomar si es preciso la ciudadanía del país [81].

El Capítulo de 1953, siguiendo la consigna “o renovarse o morir” que Mons. Larraona, secretario de la Congregación de religiosos, había utilizado en su visita al Capítulo, habló de renovación [82]. “El amor a la Iglesia ha dominado todas nuestras discusiones. Ella estaba en el centro de todas nuestras deliberaciones” [83].

Una expresión nueva, democracia, tomada de la Iglesia en la línea de Maritain, aparece en el Capítulo: “Las conclusiones de nuestros estudios y de nuestros debates se asumirán de la manera más democrática posible: por el voto de la mayoría. Para todos nosotros quedará así indicada la voluntad de Dios […]” [84]

Respecto a las misiones de antigua fundación, el Superior general se pregunta si no es mejor “hacer saber a la Iglesia que creemos llegado el tiempo, bastante madura la obra y bastante a punto la situación para juzgar terminada nuestra labor de misioneros encargados en exclusiva de esos territorios” [85].

EL VATICANO II, UN VIRAJE PARA LA CONGREGACIÓN

El Capítulo de 1966 se reunió inmediatamente después del concilio. La influencia de éste fue tan fuerte que la tradición oblata fue casi arrastrada por la novedad.

En su discurso de apertura, el P. Deschâtelets recogió el tema central del concilio: la Iglesia, pueblo de Dios [86]. Todo su discurso se centró en la renovación de la Congregación. Cinco de las numerosas imágenes que emplea, se refieren a la Iglesia Pueblo de Dios, y cuatro a la Iglesia Cuerpo de Cristo.

No se habla ya de ganar adeptos. “Los oblatos tienen como misión acudir en ayuda de la Iglesia y del mundo” [87]. “Los oblatos deben siempre cumplir una tarea misionera, anunciando a Cristo con el testimonio de su vida y el de la palabra, a fin de suscitar o despertar la fe y de fundar sobre esa fe una Iglesia viva, en tensión hacia el Reino, en una comunidad de culto y de caridad” [88]. El oblato “debe sostener a los laicos en su papel propio de colaboración a la misión de la Iglesia” [89].

“El Capítulo no podía menos de quedar fuertemente marcado por el pensamiento conciliar de la Iglesia que evolucionaba en el plan divino de la salvación e invitaba a sus hijos a un enfoque pastoral de la humanidad contemporánea” [90].

La influencia renovadora del Concilio se sintió con más evidencia todavía en el Capítulo de 1972. Se advierte ya en el cuestionario de la Comisión antepreparatoria: “¿Qué aperturas muestra la Provincia al presente acerca de los grandes problemas mundiales que influyen en la vida de los pobres […]?” [91]. “La necesidad de nuevos tipos de funciones apostólicas […] ¿proviene de las necesidades de nuevos tipos de presencia apostólica en el mundo?” [92] “¿ Cómo y en qué medida están abiertas al mundo las comunidades de vuestra Provincia?” [93]

En cambio, hay menos optimismo que en 1966: “Al cuadro de la fidelidad al Fundador y a las tradiciones del Instituto vienen a añadirse algunas sombras. Algunos, en las perspectivas de los problemas planteados por la eclesiología moderna, tienen tendencia a relegar al segundo plano la identidad oblata o el ideal mazenodiano” [94].

Aparecen ya, con su carga de elementos conflictivos, los temas de la relación con el mundo y con los laicos, de la justicia y de la inserción en el mundo de los pobres [95]. El documento del Capítulo sigue el método de “ver, juzgar y actuar”. De la realidad de América latina se dirá: “Nuestros hermanos oblatos se preguntan cómo pueden contribuir más eficazmente a una verdadera y total liberación en Cristo del continente sudamericano” [96].

La misión debe comprometerse a fondo en el desarrollo de la Iglesia local. “En otras partes, la misión parece exigir una presencia más atenta a las injusticias y a las aspiraciones económicas y sociales” [97]. Surge la pregunta sobre la posibilidad de nuevas formas de pertenencia a la Congregación [98]. “Nos embarcaremos en el movimiento hacia una liberación auténtica, tan característica de nuestro tiempo” [99]. “Otorgamos nuestra total aprobación a esos oblatos a quienes su carisma personal lleva a identificarse completamente con los pobres, asumiendo sus condiciones sociales, económicas y culturales” [100]. “Nos damos cuenta de que no siempre estamos en condiciones de predicar en forma explícita el Evangelio. Especialmente en las regiones donde las grandes religiones no cristianas son una viviente realidad, debemos reconocer que nuestro trabajo de evangelización comporta también, como parte integrante, una búsqueda común de la verdad” [101].

El Capítulo alienta las nuevas experiencias de vida común, de formación, de estructuras, de presencia misionera en el mundo y, entre otras, las de las pequeñas comunidades cristianas. “En el interior de estas comunidades de base, imágenes concretas de la Iglesia universal, queremos ayudar a formar líderes laicos responsables, capaces de servir a sus hermanos” [102].

Presenta también la posibilidad para los oblatos de ejercer una profesión secular e incluso de participar “en las luchas sociales y políticas que condicionan su porvenir , especialmente en el mundo obrero” [103].

Exhorta finalmente a sostener y a no acallar las voces proféticas. Este modo de ver, claro, hermoso, pero discutido, tuvo en la Congregación el mismo efecto que el Concilio en la Iglesia: iluminar las zonas oscuras. Este enfoque es, entre otras cosas, tan general y tan amplio que corre el riesgo de esconder las características del carisma oblato y de suscitar las interpretaciones y las aplicaciones más diversas.

El Capítulo de 1974, convocado a causa de la repentina dimisión del P. Richard Hanley, superior general, introdujo algunas modificaciones en La perspectiva misionera corrigiendo la idea de liberación y reafirmando ciertos valores característicos del carisma oblato.

En su informe al Capítulo, el P. Fernand Jetté dijo: “La Congregación debe ser un fermento en la vida de la Iglesia, no una ‘quinta columna’. Como Oblatos, no somos nada fuera de la Iglesia, y nuestra misión nos la dan los responsables de la Iglesia, el Papa y los obispos” [104].

La eclesiología del Capítulo de 1972 no es repudiada, sino modificada y encarnada en la vida y la estructura de la Iglesia y de la Congregación. El P. Jetté recoge los puntos de La perspectiva misionera y los aplica sin polémica y con mucha serenidad.

Los Capítulos de 1980 y 1986 confirman la línea escogida en 1974: inserción y renovación de la Iglesia universal y local, y redescubrimiento de los rasgos originales del carisma oblato.

“Creemos en el Dios del Éxodo, el Dios de ayer y de hoy, el Señor liberador de la historia, plenamente revelado en Jesucristo. En el Evangelio, Jesús se identifica con los hambrientos, los enfermos, los encarcelados. Quiere que se le vea en los que sufren, en los abandonados o perseguidos por la justicia. Nosotros los Oblatos somos enviados a evangelizar a los pobres y más abandonados, es decir, a anunciar a Jesucristo y su Reino (C 5), a ser testigos de la Buena Noticia en el mundo, a suscitar acciones capaces de transformar a personas y sociedades, a denunciar todo lo que obstaculiza la llegada del Reino. Eugenio de Mazenod nos ha abierto el camino entregándose al servicio de los pobres y de los grupos más abandonados de Provenza para anunciarles el Evangelio” [105].

LOS SUPERIORES GENERALES

Recorriendo las cartas circulares de los Superiores generales, uno queda admirado ante su adhesión coherente al Fundador y a su mensaje que profundizan y reinterpretan con extrema fidelidad.

El primer sucesor de Eugenio de Mazenod, el P. José Fabre, estudia con mil detalles los puntos esenciales del carisma y especialmente el de la caridad fraterna: “Sí, muy queridos Hermanos, sepámoslo bien, es la caridad la que hará de todos los corazones un solo corazón y de todos los espíritus un solo espíritu; es ella y solo ella la que hace la comunidad, tal como nuestro venerado Fundador quiso establecerla. Sin ella, la vida individual recobra todas sus exigencias y todas sus preocupaciones: aparentemente se vive en comunidad, pero hay tantas maneras de ver como individuos, los intereses se separan y chocan entre sí, y el egoísmo se implanta dentro y fuera con todas sus temibles consecuencias. ¿Es que vivimos de la vida común? ¿Trabajamos para la comunidad? ¿Tenemos la verdadera caridad? Para responder a estas preguntas, examinemos si nos empeñamos en ajustar nuestros pensamientos, nuestras palabras y acciones a esta máxima de la Imitación: Ama nesciri et pro nihilo reputari [desea ser desconocido y tenido en nada] (L. I, cap. 2, 3) Sí, la comunidad, siempre la comunidad, y entonces, dedicación, abnegación, generosidad; entonces, no más envidia, no más celos, no más vida personal, la caridad fraterna en su perfección: Tamquam fratres habitantes in unum (Const. art. 1)” [106].

Este elemento característico y tradicional de la Congregación constituía entonces una novedad para la Iglesia, que se interesaba casi exclusivamente por la dimensión sacramental y soteriológica de la fe. En esta perspectiva hay que situar el problema de las indulgencias que el Papa concedía en ocasiones precisas. Entre los beneficiarios de esas indulgencias estaban los misioneros, si se confesaban una vez al mes.

Ahora bien, entre éstos se hallaban los del Mackenzie que no podían confesarse más que una vez al año a causa de las distancias, de “la ausencia total de vías de comunicación en un país cubierto de montañas, de bosques, de ríos y de lagos, donde los mejores caminos son los que forma el hielo sobre los ríos durante el invierno. Finalmente, la vida errante de las tribus salvajes que no tienen morada fija en ningún sitio, a las cuales no pueden atender los misioneros más que en ciertas épocas del año y en ciertos lugares determinados […]” [107]. Con todo, la indulgencia se concedió, modificándose así las normas de la Iglesia. Los casos parecidos serán muy numerosos. Por razones de precariedad, se introducirán modificaciones sobre todo en el campo de la liturgia, la oración y la vida común.

La misión misma quiere adaptarse a las condiciones humanas y culturales: “Sobre las misiones, el Capítulo general se ha preguntado con ansiedad si esas obras se hacían siempre como se han hecho desde el comienzo de la Congregación […] Era evidente que tenía que haber cambios, exigidos por las costumbres diversas de los diversos países” [108]. La Congregación sigue siendo, no obstante, una expresión fiel de la Iglesia: “Nuestra familia religiosa forma, en el seno de la Iglesia católica, como una Iglesia en pequeño, llamada a reproducir, en forma restringida pero real, los derechos y los deberes de la Esposa de Nuestro Señor Jesucristo” [109].

En la espiritualidad oblata, la Iglesia es como una madre que cuida bien a sus hijos y les hace crecer “en fuerza, sabiduría y gracia”, pero que sabe aprender de ellos las novedades del Espíritu. Los oblatos se sienten hijos de esta Madre, miembros de este Cuerpo místico de Cristo: “Jesucristo […] tiene en esta tierra un cuerpo doble: uno real, en el tabernáculo, el otro místico en la Iglesia. Vos estis corpus Christi, dice San Pablo a los corintios (1 C 12, 27) […] Jesucristo y la Iglesia se unen en cierto modo en la unidad de una persona, Él la cabeza y ella el cuerpo […] Un solo hombre cuyo cuerpo está extendido por toda la tierra, donde habla la lengua de todas las naciones […] Un solo hombre cuyo cuerpo está como extendido a lo largo de los siglos; que va a través de las edades, incorporándose nuevos miembros y completando en ellos lo que falta a su pasión” [110].

Son pues los temas caros a Eugenio los que recoge así el P. Soullier: la Iglesia Cuerpo místico de Cristo y la unión entre Cristo y la Iglesia.

1. RENOVARSE MIRANDO AL PORVENIR

El P. Leo Deschatelets fue quien, siguiendo las inspiraciones preconciliares y conciliares, contribuyó en forma determinante a la nueva formulación del carisma oblato en respuesta a la problemática del mundo moderno. Se trataba de volver a situar al Instituto en el seno de la Iglesia con una colaboración y participación más íntimas, aceptando a los laicos en una relación de igualdad. En la cita siguiente las expresiones son anticuadas, pero es la substancia lo que cuenta:

“Queremos que un verdadero ejército de fieles se agrupe en torno a nosotros, formando como la retaguardia del gigantesco campo de batalla en que nuestros valientes misioneros están empeñados en los santos combates de la fe y de la caridad. Serán padres de familia y jóvenes sinceramente cristianos que se interesan por nuestros juniores, por nuestros novicios y por nuestros escolásticos como si fueran sus hijos o sus hermanos. Y nosotros querríamos que la divisa de este gran ejército fuera la consigna que lanzó a toda la cristiandad el gran Papa de las misiones: “Todos los fieles para todos los infieles”, a la cual añadimos la frase de nuestras santas Reglas: Nihil linquendum inausum tu proferatur imperium Christi [hay que intentarlo todo para dilatar el reino de Cristo]” [111].

La participación de los laicos en la misión es urgente; permitirá a la Iglesia expresar en plenitud su misión universal. Pablo VI dirá que “toda la Iglesia es misionera”, y a su vez la Regla de 1982 dirá que “toda la Congregación es misionera”.

Profundamente marcado por la “primavera” del Concilio, al que había sido personalmente invitado, el P. Deschâtelets respira entusiasmo. Pero a ese entusiasmo le había preparado el Espíritu: “Misioneros de los pobres, pensemos más que nunca en los pobres de hoy: ‘praecipuam dent operam pauperibus evangelizandis’ (C y R de 1928, art. 1). Sumerjámonos en la masa de ellos; hagámonos como ellos. Abatamos esas barreras que se han alzado entre la clase obrera pobre y la Iglesia. Tengamos miedo de aburguesarnos, ¡cuando nosotros estamos hechos para los pobres! No tengamos más que un problema: ¡su evangelización![…] Que San José, el pobre obrero, nos ayude a servir a Jesucristo como él, en la persona del pobre[112].

Esta actitud de apertura permitirá a la Congregación acceder rápidamente a la renovación y dominar las crisis. En ese período los oblatos han compartido en todo el misterio de la Iglesia firmemente conducida por el Espíritu hacia su renovación. La Congregación, como la Iglesia, vio que la Salvación se replanteaba en estos tiempos difíciles y de profunda transformación de la humanidad; experimentó las dudas de la novedad y perdió a muchos de sus hijos; como ella, dudó de su existencia futura, fue herida por las traiciones y tuvo que recomenzar humildemente.

Los oblatos son hombres que toman el partido de la Iglesia, no con una actitud servil y aburrida, sino como hijos que aportan a su familia toda su energía, su juventud y su imaginación. “Por un privilegio que no podríamos estimar bastante y por una gracia de nuestra vocación, en muchos lugares somos incluso el único clero de la Iglesia bajo la jurisdicción de los obispos misioneros que la representan. No cabe en nosotros una estrechez de espíritu que haría de la Congregación una entidad situada al margen de la Iglesia, encogida sobre sí misma” [113].

Después del concilio, la Congregación sufre la humillación de una purificación que pasa por la revisión, el reconocimiento leal de los errores y la sumisión a la Iglesia que pide adhesión a la “nueva corriente”.

“Como nuestra Congregación forma una sociedad particular dentro de la gran asamblea del Pueblo de Dios, el Capítulo general deberá también proseguir su tarea en la más completa sumisión a nuestra Madre la Santa Iglesia que nos ha acogido entre sus hijos para la edificación del Cuerpo de Cristo […]” [114].

Para el P. Deschâtelets el concilio significa un cambio en la teología y también en el lenguaje; palabras y expresiones menos grandilocuentes expresan mejor las realidades conciliares: Iglesia Pueblo de Dios, “apostolado de los laicos […] vida ecuménica, apostolado en el tercer mundo, presencia de la Iglesia en el mundo, apertura hacia el mundo al que hay que amar […] catequesis […]” [115].

El carisma adquiere otros matices y las estructuras mismas de la Congregación cambian profundamente: “Si Jesús quiso identificarse con los pobres (Mt 25, 40), nuestra fraternidad en Cristo no puede menos de tender a compartir esa misteriosa identificación. Misioneros de los pobres, estamos ante todo al servicio de nuestra Madre, “la Iglesia de los pobres” [116]. “Vislumbramos, con nuestros Padres Provinciales y Vicarios, una colaboración cada vez más estrecha en el gobierno de la Congregación […]” [117]

2. UNA IDENTIDAD NUEVA

Lo que el concilio aportaba de nuevo marca todavía con más fuerza las circulares del P. R. Hanley. Cita a Abraham Lincoln, McLuhan, la comedia musical Hair, a Paulo Freire. Sus temas son: la inculturación; la Iglesia en el mundo, que se presenta con una actitud de humildad y pide perdón por sus faltas del pasado; el derecho de voto de los hermanos en todo lo que atañe a la Congregación; un nuevo sistema de valores; el servicio a los “nuevos pobres”; la descentralización; la “base”; el Reino de Dios; las nuevas estructuras; la comunicación, “nuevo nombre del gobierno”; la comunidad como “contacto con la vida” [118].

En una circular escrita con ocasión de su visita a América Latina, los temas que aborda son: el subdesarrollo, la liberación, la pastoral social, la “concientización”, las comunidades de base, la formación de los líderes, la comunidad local, los laicos [119].

Tras el baño de entusiasmo conciliar, se pasará a la búsqueda de la identidad oblata: ¿Por qué ser sacerdote, religioso, oblato? Se olvida que nadie como Cristo se ha acercado a los pobres, a los oprimidos y a los pecadores, hasta asumir en sí la miseria de ellos, hasta identificarse con ellos. Y, sin embargo, cumplió su obra de salvación para la liberación de sus hermanos justamente viviendo su misión de “consagrado” y permaneciendo fiel a su “identidad” de Enviado del Padre […] Volviendo al Fundador, a su espíritu y a su ideal evangélico es como se recuperan los criterios capaces de mantener en todo su vigor la vida de cada miembro de la Congregación” [120].

“Nuestro afecto a los obispos va enlazado al que profesamos al Sumo Pontífice. Resumamos el pensamiento del Fundador: ‘Los oblatos serán los hombre del Papa y de los obispos’ […]” [121].

“El porvenir misionero de la Iglesia es mayor que nunca, y es también el nuestro ya que el Instituto forma parte, como todos los otros, de la institución eclesial. Seguiremos evangelizando en formas nuevas, según las necesidades mismas del Pueblo de Dios. Atentos como estamos a esas exigencias, sentimos operarse en nosotros en muchos lugares, una transformación radical y conmovedora que nos pone en contacto estrecho y cotidiano con el pobre y el oprimido a quien hay que liberar brindándole el mensaje de Cristo. Más que nunca, escrutando nuestros métodos y las pastorales antiguas y nuevas, intentamos definir lo que crea en la Iglesia nuestra propia fisonomía, nuestra significación misionera. Recordemos la palabra de Cristo: A los pobres siempre los tendréis. La Iglesia espera de nosotros ese servicio de los pobres; debemos empeñarnos en asegurárselo” [122].

Sobre este punto, dos cosas parecen claras: primero, que la apertura de la Congregación a la Iglesia no es auténtica si no se encarna ese espíritu eclesial en la vida y las actividades de los oblatos. Y luego, que la familia religiosa oblata no constituye un verdadero don del Espíritu más que si sigue aportando a la Iglesia la fuerza creadora de su carisma.

3. LA ENCARNACION DEL CARISMA EN EL MUNDO MODERNO

El P. Fernand Jetté aborda la relación entre la Iglesia y la Congregación con un sentido profundo de discernimiento. El Espíritu debe tomar cuerpo en las opciones, las estructuras, las elecciones, los discernimientos.

“Hace unos meses […] oí esta reflexión a un Padre: ‘La vida religiosa …es simplemente la vida humana ordinaria, la vida de los hombres y las mujeres de hoy pero vivida en una perspectiva religiosa. Toda vida humana es vida religiosa si hay en ella sentido religioso” Pensar así es rechazar todo Instituto religioso, toda vida religiosa como cuerpo organizado, e incluso todo elemento o valor específico constitutivo de esa vida, la consagración de los votos por ejemplo. Por otro lado, otros oblatos no pueden reconocer esa vida más que en comunidades de estilo religioso tradicional, de forma que tienen el sentimiento de que la vida religiosa ha desaparecido prácticamente en la Congregación. Yo me inclinaría a creer, con todo, que la mayoría de los oblatos se sitúan entre esos dos extremos: aprecian los valores religiosos apostólicos y quieren una adaptación real del Instituto” [123].

En su mensaje de Navidad de 1975 compara la Encarnación de Cristo a la que el oblato está obligado a realizar: “Hacernos pobres con los pobres e ir hacia ellos y vivir con ellos para revelarles a Jesucristo […] Cristo habría podido igualmente vivir su vida de hombre dentro del estado conyugal. No lo quiso. La trascendencia de su misión, al parecer, le invitaba a testimoniar, por la libre opción del celibato, que su reino no es de este mundo” [124].

Ls preocupaciones del P. Jetté son la misión de los oblatos hacia los nuevos pobres, la vida comunitaria, que debería marchar hacia un proyecto común, la relación con los laicos, el compromiso por la justicia, la identidad del oblato y su pertenencia a la Congregación. En torno a estas cuestiones se articula la relación de los oblatos con la Iglesia. El oblato apoya la renovación en la Iglesia, responde a sus necesidades urgentes, sigue en vanguardia en las opciones más radicales como la inserción entre los pobres y el compromiso por la defensa de los derechos de la persona. Es factor de unidad y de distinción con relación a todo el Pueblo de Dios, así como en relación a la Iglesia local.

El pensamiento del P. Jetté sobre la Iglesia es como una gran sinfonía con tiempos bien determinados, con variaciones y adaptaciones a causa de las culturas, las regiones, y los diversos campos de acción: la formación, la misión, la vida espiritual. Las instrumentos utilizados para ejecutar esta sinfonía son la madurez personal y el contacto con Cristo, la vida comunitaria, la relación de respeto y de afecto con la Iglesia y con María.

La experiencia misionera del P. Marcello Zago y su empeño en el diálogo con las otras religiones, confirman a la Congregación en su concepción vasta y renovada de la misión: “La misión no se limita al anuncio y a la constitución de comunidades cristianas. Es también reconocimiento de los otros y de sus valores, es la colaboración con todos, por el bien del hombre” [125].

Otro aspecto importante es el del ecumenismo. En cuanto a los laicos, confirma la oriención tomada por la Congregación. “Solamente ‘en misión con los laicos’ la fe puede profundizarse, extenderse e impregnar todos los aspectos de la vida personal y social” [126]

LA TRADICIÓN OBLATA

La tradición oblata refleja esa relación entre la Iglesia y la Congregación que hemos intentado describir. Sería presuntuoso resumirla en unas palabras; nos limitaremos a indicar algunas experiencias características.

La misión, unidad y continuidad: “Una Iglesia no se edifica en algunos años. Es una obra que, al contrario, pide tiempo y, por tanto, perseverancia. El edificio será más sólido y sus proporciones más armoniosas en la medida en que los constructores hayan sido guiados por el mismo espíritu” [127].

La evangelización y la promoción: “Una misión, una Iglesia sin irradiación social, queda siempre incompleta e inestable” [128].

La inserción: “Con los indios se hará como uno de ellos; se mezclará con ellos como el fermento se une a la masa para levantarla” [129].

En contacto con las nuevas culturas, los oblatos han sido forzados a adaptar el anuncio de Cristo y a inventar nuevos métodos para “fundar” la Iglesia. Así se ha pasado de una mentalidad de conquista a una mentalidad de diálogo, del enfrentamiento al mundo a la aceptación y el intercambio, de la separación a la colaboración con los laicos.

En esta búsqueda de nuevas vías para la misión, los oblatos se han habituado a vivir con los pobres, a juntar evangelio y promoción, a promover los pequeños grupos, a defender a los autóctonos hasta tomar posición en pro de la justicia.

La renovación de la Congregación a la luz del Concilio no está acabada aún, pero, después de tantos trabajos, se puede todavía afirmar que los Oblatos son los hombres de los obispos, del Papa y de la Iglesia.

Giuseppe MAMMANA