1. Teoria De La Revelación Primitiva
  2. La Estrategia De La Adaptación
  3. La Inculturación
  4. Los Oblatos Y La Inculturación

“Las riquezas de la cultura autóctona de los pueblos de Africa pueden enseñar a la Iglesia universal nuevos modos de vivir la fe cristiana” [1].

“Conscientes de que ‘la semilla de la Palabra’ está ya presente en otras religiones y culturas (EN 53), nuestra tarea es entrar en diálogo con ellas para discernir los valores que sintonizan con el Evangelio” [2].

La inculturación es una manifestación reciente de una comprensión y una práctica nuevas de la misión de la Iglesia. Esta misión hunde sus raíces en la de Cristo e implica una continuación del misterio de la encarnación en todo lo que es humano, especialmente en todas y cada una de las culturas. El gran misionólogo belga Pierre Charles, s.j., había introducido en misionolo- gía el término inculturación, pero dándole el mismo sentido antropológico que a la palabra enculturación, que significa el proceso según el cual uno adquiere la propia cultura [3]. Fue J. Masson, s.j., quien inventó la expresión “catolicismo inculturado” en 1962 [4]. Sin embargo, hay que esperar aún casi quince años para que el término inculturación se use en su actual sentido teológico. Parece que fue en la 32ª Congregación de la Compañía de Jesús (diciembre de 1974 a abril de 1975) donde se utilizó por vez primera, y el P. Pedro Arrupe, general entonces de los jesuitas, fue quien lo introdujo en el Sínodo de los obispos de 1977 sobre la catequesis [5]. El Papa Juan Pablo II lo recogió oficialmente en la carta apostólica Catechesi tradendae de 1979 y con ello le dio alcance universal. Después son incontables los libros y los artículos que se han escrito sobre el tema, aunque el sentido del término no siempre es comprendido de la misma forma y sigue siendo vago en el pensamiento de muchos.

TEORIA DE LA REVELACIÓN PRIMITIVA

Para captar bien la luz nueva que brinda a la teología de la misión la noción de inculturación, es preciso cotejarla con la estrategia de la adaptación [6] a la que vino a remplazar, así como al concepto de Revelación primitiva [7], que se desarrolló en el siglo XIX y se apoya en la teoría de las semillas del Verbo de los Padres de la Iglesia, especialmente de San Justino, aunque difiera sensiblemente de ella. Cada pueblo o grupo humano conservaría rastros o vestigios de una Revelación primitiva, especialmente de la del Génesis, que Dios habría efectuado al comienzo de la historia humana y que luego se habría trasmitido de generación en generación por tradición oral. Por eso, los misioneros trataban de descubrir en los pueblos que iban a evangelizar huellas de dicha Revelación. Tenemos un ejemplo hermoso de esa actitud en un artículo inédito del P. Francisco Le Bihan, oblato, que, de 1859 a 1916 fue sucesivamente misionero entre los zulúes y entre los basutos. Con ocasión de un artículo que escribió otro oblato más joven, el P. Federico Porte, con el título “Las reminiscencias de un misionero de Basutolandia” [8], el P. Le Bihan que encontró demasiado negativo lo que ahí se decía acerca de la cultura religiosa de los basutos, escribió sus propias “Reminiscencias sobre la religión cafre” [9]. En la conclusión resume así su pensamiento: “He hablado de la noción de Dios entre estos paganos […] De ahí he derivado la cuestión de la oración, de la vida futura y de la inmortalidad del alma. He comprobado también las ideas acerca de los últimos fines del hombre y luego la persistencia de las verdades morales, incluyendo el sentimiento lúgubre que esa caída dejó en el espíritu y en el corazón. Finalmente acabamos por el dogma de la Redención.

“Frente a tales testimonios ¿cómo podría ser que esta creencia universal y perpetua no dimanara de una misma y única fuente? ¿cómo un pueblo al que los árabes, según se dice, bautizaron con el nombre de cafre a causa de su infidelidad, un pueblo que se volvió extranjero a toda otra nación por su peregrinación hacia el sur [10], se habría puesto de acuerdo por puro azar sobre estos principios de dogma y de moral? Ni la razón, ni el sentimiento ni la imaginación habrían podido tener parte en semejantes invenciones. Solo el hecho de una revelación puede explicar esas tradiciones”.

El P. Le Bihan afirma ahí que las verdades doctrinales y morales que descubrió entre los zulúes y los basutos [11] demuestran indudablemente que éstos han heredado como los otros pueblos la revelación primitiva hecha a la humanidad al principio de su existencia. Por esa razón, dice, es fácil predicar el Evangelio a los basutos. Lo reconocen inmediatamente como una verdad que han aceptado siempre. El Padre había dicho ya al comenzar su artículo: “La prueba de que nuestra palabra halla eco en ellos es que esta palabra consigue la conversión de muchos. Este paganismo, que parece ser sólo un cúmulo de prácticas supersticiosas e inmorales [según su joven compañero] oculta un fondo donde existe la huella real de una luz o de un conocimiento depositado en el alma por Aquél que nos ha creado y traído al mundo a todos. Por eso, cuando la palabra del enviado de Dios cae allí, cae no como extranjera sino como en casa con un lenguaje que es comprendido […] Ningún misionero recibido, que aparece en medio de una tribu, tan cafre como se quiera en sus creencias y en sus costumbres [alude al modo de hablar de su socio], debe temer que su palabra caiga sobre una tabla rasa. Al contrario, cae como el agua de una lluvia benéfica en un terreno donde, en el fondo, hay una semilla oculta, semilla depositada por la mano del divino creador. El trabajo consiste en retirar todas las malezas y en remover la superficie”.

El P. Le Bihan da este consejo a los jóvenes misioneros (cuando escribe ese texto, hace 64 años): “Para terminar, me atrevo, no obstante, a animar a los padres jóvenes. Que tengan confianza en su misión. La semilla está en el fondo de las almas. Su palabra, cayendo como el agua de una lluvia benéfica hará germinar, crecer y fructificar para la vida eterna, cumpliendo esta profecía de Isaías: “Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores; que más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada, dice Yahveh. Ensancha el espacio de tu tienda, las cortinas extiende, no te detengas; alarga tus sogas, tus clavijas asegura” (Is 54, 1-2)” [12].

Ciertamente se podrían encontrar textos semejantes en los escritos de varios misioneros oblatos de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Pero el que hemos citado basta para nuestro propósito.

Hoy día con la teoría de la inculturación no se habla ya lo mismo. En primer lugar, ya no se entiende el Génesis como el relato histórico de una revelación hecha a la primera pareja humana y luego trasmitida por tradición oral de generación en generación hasta hoy, aunque con ciertas corrupciones parciales a través de los tiempos [13]. Se habla más de la presencia divina en todos los pueblos en el decurso de su historia y de la acción del Espíritu siempre activa en medio de ellos. Por ejemplo, el Capítulo de 1986 proclamaba “la convicción de que podemos reconocer el Espíritu de Dios actuando en los pueblos de creencias y culturas diferentes. En este encuentro con ellos estamos seguros de que encontramos a Dios” [14]. Por eso hoy se cree que es posible al misionero descubrir las huellas de esa presencia y de esa acción en la cultura del pueblo al que es enviado. En este sentido, cuando llega a su pueblo de adopción, el misionero no va a introducir a Cristo, sino a descubrirlo como ya presente y activo desde siempre. La cultura de un pueblo no carece, pues, de lazos de parentesco con el Evangelio, aunque a primera vista pueda parecer muy diferente por razón del lenguaje y los símbolos que usa los cuales no corresponden a los del Evangelio tal como se expresa en la Biblia. Las Escrituras tienen su origen en lenguajes y medios culturales de otra época, los del oriente medio de hace varios milenios. A pesar de ese desfase, sin embargo, Mateo Ricci había podido enlazar el Evangelio con la cultura de los chinos confucianos del siglo XVI, igual que Roberto de Nobili con la de los brahmanes indios. Creemos que se puede hacer la misma cosa hoy en las culturas contemporáneas de nuestro mundo.

Pero nos hemos adelantado demasiado. Porque antes de la teoría de la inculturación, campeó la de la adaptación. ¿Cuáles son las principales características de ésta y por qué ella no era todavía la inculturación?

LA ESTRATEGIA DE LA ADAPTACIÓN

Parece seguro que al principio del cristianismo la fe cristiana no existió nunca sin haber sido traducida en la cultura de quienes la aceptaron. En las iglesias de Pablo, los judíos y los griegos pudieron sentirse plenamente en su casa. El Evangelio de Jesucristo se expresó igualmente según cuatro situaciones culturales diferentes en el Nuevo Testamento. Son los cuatro evangelios que conocemos. En cambio, desde Constantino, cuando la que hasta entonces era llamada religión ilícita se convirtió en religión de Estado, el cristianismo se hizo portador de cultura, de la cultura de Roma [15]. El movimiento misionero a partir del mundo civilizado hacia el de los bárbaros, o sea de la cultura superior hacia las inferiores, debía subordinar éstas, si no suprimirlas [16].

Durante los últimos siglos el colonialismo occidental con su sentimiento de superioridad cultural influyó en la obra misionera. Se iba a evangelizar a los pueblos primitivos y, debido a ese lenguaje y a esa forma de ver, se tenía a la vez como objetivo concomitante el de civilizarlos. Por ejemplo, en su instrucción acerca de las misiones extranjeras [17], Mons. Eugenio de Mazenod divide las que entonces se llamaban misiones extranjeras en dos grupos: países heréticos cultos y países infieles incultos: “La Congregación acepta las Misiones tanto en país herético como en país infiel. Allí se trata de poblaciones cultivadas que ya poseen la civilización; aquí nos hallamos en un medio habitualmente rudo, sin civilizar, poco o nada familiar con las primeras nociones de la Religión” (p. 6).

Después, en la segunda parte de la instrucción, titulada “Directorio para las misiones extranjeras” , añade: “[…] Lejos de considerar como extraño a su programa el trabajo de formación de los salvajes [18] para los menesteres de la vida social, los miembros de la Sociedad verán en ello, al contrario, un excelente medio de contribuir al bien de la misión y de hacer más fructuoso su apostolado. Por eso, no descuidarán nada para lograr que las tribus nómadas renuncien a sus hábitos de vida errante [19]y se busquen lugares adecuados donde aprenderán a construir casas, a cultivar la tierra y a familiarizarse con las primeras artes de la civilización […]

“A la formación cristiana y social de las tribus salvajes, unirán los misioneros la preocupación por el progreso, incluso material, de su grey. Se los educará para que tengan relaciones pacíficas con las tribus vecinas, mantengan entre ellas la concordia, salvaguarden la unión en los hogares y, finalmente, se acostumbren, a fuerza de trabajo y de inteligencia, a conservar e incluso acrecentar el peculio familiar” (p. 13).

Los cristianos occidentales no se daban cuenta de lo condicionada que estaba culturalmente su teología. La creían supracultural y válida universalmente. Pensaban que su cultura era cristiana y se identificaba con su fe. Era, pues, plenamente exportable con su fe cristiana, puesto que ambas eran una misma cosa. No obstante, hay que notar que Mons. de Mazenod, en el documento citado, pedía a sus misioneros “la aplicación al estudio de las ciencias más apropiadas a su vocación” [20] y un modo de actuar que dio sus frutos, especialmente en Lesotho. Se trata de la visita de los poblados y de las familias: “[…] Los misioneros, puesto que se deben a todos, viajarán de lugar en lugar, para visitar las familias y las tribus y hacer que se aprovechen de los beneficios de la Religión las almas más abandonadas” [21].

Sin embargo, poco a poco se fue comprendiendo que para facilitar la conversión había que proceder a ciertos ajustes. Es lo que se llamó la estrategia de la adaptación. En el proceso de evangelización era necesario aceptar ciertos elementos culturales que no contradecían al Evangelio.

Después de afirmar que “nunca se ha hablado tanto de adaptación […] desde hace unos diez años”, el P. Alberto Perbal, omi, la describía así en un artículo de 1936: “Ahí está todo el principio de la adaptación. Chocar lo menos posible, tocar con una delicadeza respetuosa todo aquello que encierra un fondo legítimo, conservar cuidadosamente lo que no contradice a las reglas de la vida sobrenatural, lo que no va a comprometer nunca la constitución sólida de una sociedad que vive del Evangelio, amar lo que forma la característica de un pueblo, admitir que él tiene derecho a seguir siendo lo que Dios le ha hecho, es lo que han comprendido fácilmente los pioneros, lo que la Propaganda, en su admirable concepción del apostolado, no ha cesado de recomendar a todos los misioneros.

“No vamos a citar más que este pasaje de una Instrucción de 1659, casi en el origen de su fundación: “Dado que está en la naturaleza de los hombres el preferir lo que les pertenece de muy antiguo, el estimar y amar ante todo lo que constituye su nacionalidad, nada contraría ni irrita tanto su susceptibilidad, nada hace detestar y rechazar tanto al extranjero como el verle empeñado en cambiar sus costumbres tradicionales, en trastornar lo que habían establecido sus antepasados, sobre todo cuando perciben que esas destrucciones tienen como objetivo sustituir con usos europeos los que ellos consideran como consagrados por antiguos recuerdos” [22].

Por lo demás, las más de las veces solo se trataba de elementos accidentales como los vestidos litúrgicos, las expresiones artísticas, la música, etc. Este movimiento misionero mostraba las características siguientes:

—No se trataba en absoluto de modificar la concepción teológica occidental (romana), tenida por universal e inmutable.

—Se trataba de una concesión a los cristianos de otras culturas, las del tercer mundo. La adaptación era un problema para las iglesias jóvenes. En occidente, la adaptación era cosa hecha, se pensaba. La cultura era cristiana.

—Se permitía, pues, a las iglesias jóvenes usar ciertos elementos de sus culturas en la expresión y en la práctica de la fe.

—Pero solo se podían usar los elementos indiferentes y naturalmente buenos.

—Las culturas no eran consideradas como todos indivisibles, sino como conjuntos de elementos independientes entre sí, que se podían aislar o juntar a discreción sin hacerles ninguna violencia.

—Se trataba asimismo de una actividad periférica. Se distinguía el núcleo de la corteza. La adaptación no afectaba más que a la envoltura externa del depósito de la fe y no a la fe misma.

Pero una nueva conciencia de la relatividad de cada cultura, en particular de las de occidente, comenzó a desarrollarse poco a poco. La maduración de las jóvenes iglesias que acompañó y a veces se adelantó (en Lesotho, por ejemplo) al movimiento de independencia de los países del tercer mundo, hizo que se tomara conciencia de que el Evangelio puede vivirse de muchas maneras. La carta apostólica Maximum illud (1919) de Benedicto XV, aunque todavía se estaba lejos de hablar de inculturación, se oponía fuertemente a toda dominación por parte de los misioneros católicos y, sobre todo, el Papa les pedía con insistencia que dejaran de lado toda forma de trabajar que los pusiera al servicio de las ambiciones coloniales de sus países de origen. Pedía también que se dejara de considerar a las iglesias de misión como colonias bajo autoridad extranjera y recomendaba con vigor la formación de un clero local capaz no solo de trabajar bajo la tutela misionera, sino de asumir la administración de su pueblo [23]. Rerum Ecclesiae (1926) de Pío XI y Evangelii praecones (1951) de Pío XII fueron aún más lejos en el mismo sentido, y poco a poco se fueron constituyendo jerarquías locales en África y en Asia [24]. Pero a la verdad solo en el tiempo del documento de Pío XII empezó a gozar de consenso general la adaptación, aun cuando el objetivo último era todavía constituir una cultura católica o cristiana monolítica [25].

Después del Vaticano II y a consecuencia del mismo, aunque las iglesias del tercer mundo no habían tenido más que un papel secundario, se produjo un cambio en la concepción y en la práctica misioneras, a pesar de que se siga usando el término adaptación [26]. Se fue tomando cada vez mayor conciencia del punto de vista y del desarrollo de las iglesias jóvenes, sobre todo en los sínodos episcopales romanos donde un número creciente de participantes del tercer mundo hicieron oír su voz. Esto fue particularmente evidente en el sínodo de 1974 sobre la evangelización, donde África intervino de manera muy significativa con su concepto de “encarnación” que anunciaba ya el término inculturación sin utilizarlo explícitamente. Pero ¿qué es lo que se entiende por inculturación y qué es lo que hay de tan nuevo en este nuevo enfoque misionero?

LA INCULTURACIÓN

Una definición breve para empezar: “La inculturación es la respuesta inédita de una determinada cultura al primer anuncio del Evangelio y luego a la evangelización permanente” [27].

Otra definición, que es la trasposición de la definición antropológica del término transculturación [28], el proceso evolutivo normal de una cultura viva, se lee de esta manera: “La inculturación es el proceso evolutivo interno a la cultura en respuesta a la proclamación del Evangelio, donde éste actúa como factor endógeno y como guía del proceso”.

Estas definiciones indican que la inculturación no implica forzosamente un choque violento del Evangelio con una cultura particular. Al revés, puede ser un proceso pacífico en que el Evangelio y la cultura entran en mutuo contacto de modo dinámico y fructuoso [29]. Lo cual no quiere decir que no puedan darse, en uno u otro momento del proceso, experiencias dolorosas. Por esta razón, los teólogos de la inculturación califican a ésta de kenosis a imagen de la de Cristo. Pero hay que comprender la cultura como producto ya (a lo menos en parte) de la acción del Espíritu Santo en un pueblo en el que , desde el principio de su existencia, Dios estuvo siempre presente. Desde este punto de vista, no se puede concebir la cultura como necesariamente opuesta al Evangelio. Pero decir esto tampoco es pretender que la cultura se identifica con el Evangelio. La dinámica de una cultura, su simbólica y su contenido pueden ser muy diferentes. Pero, aun en ese caso, no hay que decir que ella sea mala o falsa por eso o que se oponga al Evangelio. Ser diferente no implica necesariamente oposición o contradicción. Tratar de descubrir y de ver en una cultura las semejanzas con el Evangelio puede ser útil para el primer anuncio del mismo, para un primer acercamiento, con miras a anclar el Evangelio en los valores, en los símbolos y en las expectativas profundas del pueblo evangelizado. Pero no se puede reducir una cultura a las posibles semejanzas que tenga con el Evangelio, ni la inculturación se puede reducir a la simple asunción de elementos culturales semejantes a los del Evangelio. Eso sería violentar la cultura y, de hecho, destruirla como conjunto total y orgánico. Esto no podría

constituir inculturación, sería quedar todavía en la adaptación.

El Papa Juan Pablo II parece indicar que las culturas pueden aportar algo al Evangelio, cuando afirma que, gracias a la inculturación, la Iglesia conoce y expresa en forma mejor el misterio de Cristo [30]. Para que esto se dé, parece que hace falta que la cultura proporcione algo de auténtico y de nuevo que todavía no ha sido expresado por el Evangelio. ¿O hay que decir que las culturas vienen a completar lo que falta al Evangelio, algo así como San Pablo completa en su carne lo que falta a la pasión de Cristo? Es seguro que no sabemos todavía y que estamos lejos de saber todas las consecuencias e implicaciones de la inculturación.

Por tanto, cuando se habla de inculturación, es preciso poseer una definición antropológica adecuada de la cultura, a la vez comprensiva y englobante. Pues la cultura no son solo los elementos accidentales y superficiales que pertenecen a un pueblo determinado, por ejemplo, los vestidos o el alimento, aunque esto forme parte de ella. La cultura no es tampoco únicamente la expresión artística de un pueblo, como habitualmente se entiende en el lenguaje popular. La cultura es el modo que tiene un grupo humano [31] más o menos homogéneo, de percibir, comprender, expresar y vivir la realidad (que él es y que le rodea) y de experimentarla; esa realidad abarca el mundo de la naturaleza y del universo, los seres humanos y el mundo de lo trascendente. Esta definición no excluye nada; comprende el lenguaje, el pensamiento, el conjunto del sistema simbólico, la organización social y política, la economía y sobre todo la religión que, en ciencias de la misión, es uno de los aspectos más importantes o que más las preocupan. La cultura engloba toda la realidad humana y solamente cuando se la comprende así puede hablarse verdaderamente de inculturación.

Para entender bien lo que la inculturación aporta de nuevo en la idea y en la práctica misionera, hay que compararla con la teoría que la precedió, la adaptación. He aquí los aspectos más significativos:

1. Difieren, en primer lugar, por los agentes:En la adaptación, el misionero (las más de las veces, occidental) debía provocar o dirigir con benevolencia el encuentro de la fe cristiana con las culturas locales. El proceso era en sentido único, pues la comunidad local no era el agente principal. Para la inculturación el agente primero es el pueblo que recibe el Evangelio y lo asimila por la acción del Espíritu Santo [32], a imagen de la Encarnación en la que el agente es el Espíritu Santo con la colaboración de la Virgen. No es ni el misionero, ni la jerarquía, ni el magisterio quien controla el proceso. Lo cual no quiere decir que el misionero no tenga su papel. Al contrario, él es la condición indispensable de la inculturación. Tiene que proclamar el Evangelio; si no, éste no puede encarnarse en el pueblo nuevo que lo recibe. El misionero es el sembrador. Su papel es esencial. Sin él, nada se produciría. Es preciso que deposite la semilla en la tierra. Pero no es él quien hace germinar y crecer, no es el agente de la inculturación.

2. La inculturación pone el acento en la situación local, en el nacimiento de una iglesia local y particular. La Iglesia una y universal no tiene existencia más que en las iglesias particulares. No se trata, pues, de implantar la Iglesia, venida de fuera gracias al misionero, sino de hacer nacer la iglesia local de cada pueblo, una iglesia localizada e individualizada. La teoría de la adaptación hablaba de implantación con solo cierta posibilidad de asumir algunas características accidentales. La inculturación abarca todo el contexto cultural en el sentido más amplio posible: el lenguaje, la simbólica, lo imaginario, la dimensión religiosa, la educación, la vida social, etc. Pensemos en la definición de cultura arriba indicada.

3. Como ya se mencionó implícitamente, la inculturación no solo se basa en el modelo de la encarnación, sino que es continuación de ella. La dimensión de encarnación del Evangelio, que se identifica con Cristo Jesús, se encarna, se incorpora en el pueblo y en su cultura; se trata de una encarnación continua, no tanto de la Iglesia que se extiende y crece sino de una nueva Iglesia que nace.

4. La inculturación es un proceso de doble dirección: hay a la vez inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura. El Evangelio sigue siendo Buena Noticia a la vez que se vuelve un fenómeno cultural adoptando e integrando el sistema de sentido de la cultura de que se trata. Al mismo tiempo, da a esa cultura “el conocimiento del misterio divino” aunque permitiéndole aportar a la vida cristiana, a partir de su propia tradición viva, expresiones originales que el Evangelio todavía no había expresado nunca. En esto vemos cómo la inculturación supera con mucho la metáfora del núcleo y la corteza expresada en la teoría de la adaptación. Una metáfora más adecuada es la de la semilla echada en tierra en el suelo de una cultura particular; ahí ella germina, crece, florece y da fruto.

5. Como la cultura es una realidad que lo engloba todo y constituye un todo indivisible, así sucede con la inculturación. La Evangelii Nuntiandi de Pablo VI hablaba todavía de “ciertos elementos de la cultura humana” (n 20). Hoy se reconoce imposible aislar ciertos elementos culturales y ciertas costumbres y cristianizarlos. Cuando el encuentro entre el Evangelio y una cultura dada queda en ese nivel, el sentido del encuentro resulta menguado. Solo cuando el encuentro es englobante, puede la cultura renovarse desde dentro [33].

Cuadro comparativo [34]

ADAPTACIÓN INCULTURACIÓN
Agente primero del proceso El misionero o la Iglesia que envía La comunidad local bajo el impulso del Espíritu
Objetivo del proceso Plantación de una Igles. local como extensión de la univers. Nacimiento de una Igl. local distinta y caracterizada
Modo del proceso Difusión de la Igl. universal Integración en la cultura local
Profundidad del proceso Accidental, limitada a ciertos elementos neutros o buenos Asunción de la cultura como todo orgánico indivisible
Justificación del proceso Concesión y privilegio a una Iglesia “de misión” Necesidad y derecho a expres. la fe en la cultura propia
Beneficiarios Las Iglesias jóvenes Toda comunidad cultural crist
Acento La unidad con cierta tolerancia de la diversidad La unidad en la diversidad
Acceso privilegiado La buena voluntad y el sentido práctico del misionero Diálogo del Evangelio y la cultura local

LOS OBLATOS Y LA INCULTURACIÓN

1. En cuanto misioneros, la inculturación concierne a los oblatos; pero no como agentes de la misma, pues el misionero como tal es incapaz de actuar directamente en el proceso de inculturación [35]. El hecho de pertenecer a una cultura distinta de la del pueblo al que está llamado a evangelizar, elimina la competencia para intervenir directamente en el proceso de inculturación. Lo que primero toca personalmente al misionero es la aculturación, el proceso según el cual uno va hacia (ac-culturación, de ad, hacia) otra cultura y trata de comprenderla y asimilarla. Es cabalmente la situación de un misionero de la misión ad extra. No perteneciendo a la cultura del pueblo que está llamado a evangelizar, el misionero debe ir al encuentro de esa cultura y asimilarla en lo posible, pero nunca logra hacerlo perfectamente. Porque no puede vivir esa cultura, no puede interiorizarla por completo como vive y ha interiorizado su propia cultura, como por ósmosis, al nacer y crecer en una familia y un grupo determinados. La cultura de su pueblo de adopción será siempre algo exterior a él mismo, algo que ha adquirido por contraste con su propia cultura porque el conocimiento que tiene de aquélla es solo indirecto y racional (racionalizado) y no experiencial como el que tiene de la cultura propia.

En este sentido, aunque en su época no podía pensar en la inculturación, Mons. de Mazenod se preocupaba mucho de la aculturación sin conocer ese nombre y exhortaba a sus misioneros a conocer bien los pueblos que iban a evangelizar. Se sabe cómo había predicado en provenzal para ponerse al alcance de la gente humilde de su rincón de Francia y hacerles comprender mejor el Evangelio. Se sabe también cómo exigía de sus oblatos misioneros “aprender lo más pronto posible las lenguas que hay que saber en ese país” [36]. Escribe al P. Esteban Semeria en Ceilán: “Ponga mucho empeño en que nuestros misioneros aprendan las lenguas. Es un deber indispensable para ellos. Aplíquese a ello también usted. Mire qué ventaja sacan de ello los Padres Jesuitas” [37]. Mons. de Mazenod insiste también en la visita a la gente, como arriba se indicó. Lo hacía él mismo cuando predicaba misiones. Visitar a las familias era la primera tarea a la que se obligaba durante los primeros días. Es lo que recomienda a Mons. Allard a quien halla demasiado sedentario: “Me gustaría verle recorrer un poco su vicariato. Los obispos misioneros no se fijan en una residencia para no salir de ella. Le conviene relacionarse con sus cafres, a los cuales ha sido esencialmente enviado” [38]. También el Capítulo de 1986 se expresa así: “Para ‘fundar comunidades cristianas enraizadas en la cultura local’ (C 7), los Oblatos deben estar ‘siempre cerca de la gente con la que trabajan’ (C 8). En comunión con ellos y en actitud de profundo respeto, descubriremos nuevas facetas de las riquezas inagotables de Dios en los corazones, la historia y la religión de la gente; ‘aceptaremos dejarnos enriquecer’… y así escucharemos de forma nueva el Evangelio que anunciamos’ (R 8)” [39].

2. La segunda tarea del misionero es de traducción, traducción del Evangelio a la lengua y al pensamiento de su pueblo de adopción. Pero ésta será siempre aproximativa e imperfecta hasta que el pueblo evangelizado asimile la proclamación del misionero y la exprese según su modo propio de hablar y de pensar. Solo en este estadio sabe finalmente el misionero cómo habría debido traducir. Puedo atestiguarlo personalmente como misionero en África. Una vez concluido el Vaticano II, la lengua eclesial sesotho que los misioneros franceses y canadienses habían contribuido a crear, evolucionó muy rápidamente a partir del momento en que ciertos basutos tomaron parte en las tareas de traducción de la Biblia y de los documentos litúrgicos. Hubo a menudo sorpresas asombrosas que forzaban la admiración, a pesar de todos los esfuerzos que anteriormente se habían desplegado.

3. Y esto anuncia la tercera tarea del misionero: la de discernir si su inculturación se ha efectuado realmente y tal como debía. Evidentemente, no puede discernir él solo; debe hacerlo en diálogo con aquellos que han aceptado el Evangelio, lo han asimilado y se han dejado transformar por él. Pues es preciso que el resultado de la inculturación, idealmente se entiende, sea totalmente evangélico y totalmente de la cultura de quienes han aceptado el Evangelio.

Eugène LAPOINTE