1. Evolución Espiritual Personal
  2. La Espiritualidad Del Cristiano
  3. La Espiritualidad Del Oblato De María Inmaculada
  4. Conclusión

El principal biógrafo de Eugenio de Mazenod, Juan Leflon escribe: “El obispo de Marsella no se sitúa de ningún modo como jefe de escuela. [Su esfuerzo espiritual se inscribe] en el movimiento general de la Iglesia de Francia […] se adapta al estilo de la época sin ofrecer nada muy original […] Aunque escribió mucho sobre las vías que conducen a la intimidad divina, lo hizo de modo totalmente ocasional, en sus actos episcopales, en las Reglas de su Congregación, en su correspondencia. Jamás pensó en redactar en un cuerpo de doctrina lo que las circunstancias le llevaban a aconsejar en detalle” [1].

Este juicio me parece acertado. Pero invita a profundizar más, a precisar los rasgos que le son más personales dentro del “estilo de la época” y las disposiciones más señaladas que quiere ver encarnadas en sus discípulos. El “cuerpo de doctrina” que no redactó está por hacer; se vuelve incluso posible a medida que se van publicando sus escritos y que salen a la luz monografías sobre los diversos períodos de su evolución espiritual o sobre puntos especiales de su enseñanza. En este campo, la revista Vie Oblate Life ha prestado y sigue prestando un servicio apreciable. En este artículo vamos a estudiar brevemente la evolución espiritual personal de Eugenio de Mazenod y los elementos más fundamentales de su doctrina espiritual, tanto para los oblatos como para el conjunto de los cristianos.

EVOLUCIÓN ESPIRITUAL PERSONAL

Varios factores han marcado esta evolución. Hay que destacar los cuatro siguientes:

La influencia familiar y el medio social. Eugenio es un joven de la nobleza de Aix. Nació en una familia profundamente cristiana, aunque bastante mundana. Conoció la Revolución francesa y experimentó los sufrimientos del exilio. Conoció también las divisiones familiares y la humillación de la Iglesia, la miseria del clero y la tremenda ignorancia religiosa de los ambientes pobres.

Su propio temperamento. Eugenio es un meridional, de una sola pieza, de deseos ardientes, de carácter vivo e impetuoso, muy franco y certero en su juicio; al mismo tiempo es un hombre de extremada sensibilidad, que ama apasionadamente y que exige reciprocidad. El P. José Pielorz lo resume en dos palabras: “vigor y sensibilidad […] Ni el uno ni la otra son compatibles con la mediocridad, tanto en el bien como en el mal” [2].

Su formación teológica y espiritual. Fue la de su tiempo, aunque con algunas influencias precisas. Durante su destierro en Italia (1791-1802) un santo sacerdote de Venecia, imbuido del espíritu de la Compañía de Jesús, don Bartolo Zinelli, influyó sensiblemente en su vida. Confesión y comunión semanal, misa cotidiana y rezo diario del oficio parvo de la Virgen, práctica regular de la mortificación, lecturas piadosas, oración y estudio: ése era su reglamento en Venecia, desde los 12 a los 16 años (1794-1797). Más tarde escribirá: “De entonces data mi vocación al estado eclesiástico” [3]. Por entonces leyó también las Cartas edificantes sobre las misiones extranjeras, escritas por misioneros de la Compañía de Jesús, que igualmente hicieron mella en él.

En Francia, en el seminario de San Sulpicio de París, de 1808 a 1812, Eugenio recibió una formación doctrinal con predominio de la apologética y la moral sobre el dogma, una formación bastante rigurosa, pero no jansenista, en la que se expresaban la adhesión al Papa y la independencia de la Iglesia respecto al poder temporal. El seminario tenía sus lagunas, pero era el mejor de la época.

En el plano espiritual, reinaba allí un espíritu de fervor, de regularidad y de trabajo. Eugenio recibió especialmente el influjo del superior, Sr. Émery, y de su director espiritual, el Sr. Duclaux, ambos fieles discípulos del Sr. Olier. El compromiso del Sr. Émery al servicio de los cardenales romanos, al que Eugenio quedó asociado como enlace, dejó también huella en él, por supuesto, así como su participación activa en la congregación mariana y en la Aa del seminario, de inspiración jesuita, y en el grupo misional establecido por su compañero y compatriota Carlos de Forbin-Janson.

Después del seminario y a medida que se iba precisando la vocación misionera y religiosa del joven, aparecieron otras influencias espirituales y se afianzaron las antiguas: la de su patrono, San Carlos Borromeo, la de San Ignacio de Loyola y de algunos autores espirituales de la Compañía de Jesús, como Juan Rigoleuc, Juan José Surin, Claudio Judde y Francisco Nepveu, la del beato Alfonso de Ligorio, sobre todo en teología moral, y, para la redacción de las Constituciones y Reglas, la de San Vicente de Paúl y de los vicentinos, y también la más general de las antiguas órdenes religiosas. No se puede decir, sin embargo, que Eugenio haya abrazado una escuela peculiar de espiritualidad. No, él tomó de numerosas fuentes, según las circunstancias y según sus necesidades personales y las de su obra. Aquí es donde interviene el cuarto factor: el de la gracia de Dios en su vida.

La gracia de Dios en él. Esta gracia le transforma y le guía. Le orienta progresivamente hacia el sacerdocio y la fundación de un instituto misionero, antes de convertirle en el pastor de una importante diócesis, en la encrucijada del mundo, la diócesis de Marsella. Eugenio coopera lo mejor que puede con la acción divina. Considera la fidelidad a esa acción como uno de los principales fundamentos de la vida espiritual [4].

Eugenio de Mazenod es un hombre apostólico; su itinerario espiritual es prácticamente inseparable de su acción misionera. Así resulta muy difícil determinar las etapas de su vida interior apoyándonos solo en eventos o gracias interiores que significaran el paso a una nueva etapa. No es que falten esas gracias; se dan en él, son evidentes, pero tal vez son menos fulgurantes que en santos de la vía contemplativa, y sobre todo, se dan con miras a confirmar una acción, un compromiso apostólico.

Finalmente, la división de la vida de Eugenio en tres etapas marcada por Mons. Leflon, me ha parecido también la más sencilla y la más objetiva para tratar de su vida espiritual.

1. PRIMERA ETAPA (1782-1814)

Es el período en que germina, se precisa y se desarrolla la vocación de Eugenio como hombre apostólico al servicio de los pobres. Dios le prepara mediante los acontecimientos exteriores de su vida: la experiencia del exilio, las pruebas familiares, el nacimiento y luego la crisis de su vocación, su “conversión”, el conocimiento de las necesidades de la Iglesia, la ordenación sacerdotal y el ministerio entre los pobres.

Durante este período, merecen señalarse dos gracias interiores. La primera es la gracia de la “conversión”, el viernes santo probablemente del año 1807, en la adoración de la cruz. Esta gracia consiste en una experiencia personal del amor de Cristo que derramó su sangre por él. Le invadió un sentimiento de profunda confianza en la misericordia divina, junto con el deseo de reparar mediante el don completo de sí mismo. La segunda fue una “sacudida externa”, verdadera moción del espíritu, que le determinó a orientarse hacia el sacerdocio, a la edad de 26 años.

Será sacerdote, y sacerdote para los pobres. En esta orientación hay, pues, en Eugenio, un deseo de reparación: reparación por sus propios pecados y reparación por los pecados de los muchos cristianos que han abandonado la Iglesia; hay, sobre todo, la voluntad de cooperar con Cristo en la obra de la redención del mundo: que la sangre de Cristo, que no fue inútil para él, no lo sea tampoco para el mundo. Los cuatro años pasados en el seminario de San Sulpicio le abren más a las necesidades de la Iglesia y le mueven a profundizar su adhesión a Cristo y a la Virgen; brindan también cierta estructura a su vida espiritual: ejercicios de piedad, método de oración, exámenes de conciencia, reglamento de vida.

2. SEGUNDA ETAPA: 1814-1837

Este período, en lo exterior, es, a la vez, el de los grandes proyectos: la fundación de la Congregación de los Oblatos de María Inmaculada, el 25 de enero de 1816, y su aprobación por el Papa León XII el 17 de febrero de 1826, el nombramiento episcopal de Eugenio el 14 de octubre de 1832 y la restauración de la diócesis de Marsella; y el de las luchas y las pruebas apostólicas y también el de la experiencia de sus propios límites. Eugenio tiene 30 años cuando inicia su ministerio en Aix en 1812; tendrá 55 cuando suceda a su tío Fortunato en la sede episcopal de Marsella en 1837.

En lo interior, es un período de maduración, de purificación, de opciones apostólicas y de búsqueda de equilibrio. Se va formando en él, progresivamente, el adulto espiritual llamado a dirigir a otros, como fundador de un instituto misionero y como primer pastor de una vasta diócesis. Deberá primero optar claramente por un ideal apostólico y comunitario y liberarse de sus deseos de vida cenobítica, más contemplativa que misionera. Deberá luego, en su propia vida, establecer el equilibrio entre la oración y la entrega al servicio del prójimo. Esta labor será difícil y larga. Habrá un progreso substancial cuando en setiembre de 1818 redacte las primeras Constituciones de los Misioneros de Provenza. En octubre del mismo año escribirá: “No quiera Dios que yo renuncie a servir al prójimo. Lejos de ello, querría, si fuera posible, hacer por él más de lo que he hecho hasta ahora […] pero estaré más alerta y, al servir al prójimo, no me olvidaré ya a mí mismo, como lo he hecho; no me persuadiré con tanta facilidad de que el ejercicio de la caridad para con él pueda suplirlo todo, sirviéndome de meditación, de preparación a la misa, de acción de gracias, de visita al Santísimo, de oración, etc.” [5].

La opción apostólica, está, pues, bien afianzada en él. Algunas gracias especiales, o signos de Dios, le han fortalecido y sostenido en su marcha, por ejemplo, en setiembre de 1815, cuando iba a fundar a los oblatos, una “fuerte sacudida externa” le fija en ese camino, como había sucedido cuando se resolvió a ser sacerdote, y el 15 de agosto de 1822, cuando tuvo una especie de confirmación espiritual acerca de la bondad y el valor de su obra mientras rezaba a los pies de la estatua de María Inmaculada que acababa de bendecir en la iglesia de la Misión de Aix. He aquí cómo describe esta gracia en carta al P. H. Tempier: “Creo deberle también [a María] un sentimiento especial que experimenté hoy, no digo precisamente que más que nunca, pero ciertamente más que de ordinario. No lo expresaré bien porque comprende varias cosas, aunque todas relativas a un solo objeto, nuestra querida sociedad. Me parecía ver, palpar con la mano, que encerraba el germen de muy grandes virtudes, que podría realizar un bien inmenso; la encontraba buena, todo en ella me agradaba; sentía cariño por sus reglas y sus estatutos; su ministerio me parecía sublime, como lo es en efecto. Veía en su seno medios de salvación seguros, hasta infalibles, tal como se me presentaban” [6].

El 17 de febrero de 1826 el papa León XII aprobaba oficialmente la joven sociedad. Las gestiones preparatorias para esa aprobación habían sido visiblemente bendecidas por Dios. Para Eugenio de Mazenod todo ese período era como la prueba sensible de que Dios quería su obra. Salía de esa etapa gozoso y rebosante de esperanza, como si fuera “el feliz comienzo de una nueva era para la Sociedad” [7].

Ahí le aguardaba el Señor. Los diez años siguientes, de 1827 a 1836, constituyeron para Eugenio una verdadera noche espiritual, un tiempo de purificación profunda, como los que se dan en los hombres apostólicos. Las pruebas se sucedieron unas a otras: las divisiones, la enfermedad, las defecciones y las muertes, e incluso la pérdida temporal de la ciudadanía francesa y la sospecha de la Santa Sede. Eugenio tiene que aprender a costa suya lo que cuesta entregarse al Señor y servir a la Iglesia. Quedará maltrecho pero saldrá de ello más humilde, más comprensivo con los otros, más fuerte en su amor y en su fe.

El P. Beaudoin analiza bien este período difícil de la vida del fundador en sus introducciones a los volúmenes VII y VIII de las Cartas a los Oblatos de Francia de Eugenio de Mazenod. Indica así las causas principales de la crisis: “la formación y la perseverancia de los miembros, a quienes no se logra mejorar, la Congregación que no responde convenientemente al deseado ideal de vida religiosa y apostólica, la diócesis de Marsella que se resiste a las reformas juzgadas necesarias, la muerte de seres queridos como Marcou, Suzanne, Natalia de Boisgelin y León XII y, por último, la enfermedad de varios Padres y la del Fundador mismo, que queda incapacitado para trabajar durante 18 meses” [8].

Los efectos inmediatos serán, a más de la enfermedad de Eugenio, momentos de desaliento y de depresión. El 2 de enero de 1828 escribe al P. Courtès: “Querido Courtès, ya no puedo más, y la muerte se acerca, pues estoy alcanzando la vejez. Cuando quede libre [era vicario general en Marsella] ya no voy a poder actuar. Entretanto, Dios os libre de un hombre tan inútil como me he vuelto. Obrad vosotros por mí. Cúmplase la obra del Señor…” [9]. Otro día, el 20 de agosto de 1835, siendo obispo de Icosia y estando confinado en un retiro forzado, confía al P. Tempier: “¿Qué quiero, después de todo? Nada absolutamente […] Tiempo atrás, los trabajos de los más notables obispos de la cristiandad, las obras incluso de quienes más han ilustrado a la Iglesia, no me parecían por encima de mi ánimo; yo sólo pedía la ocasión de seguir sus huellas y de rivalizar con ellos en celo, si me atrevo a decirlo. Hoy, sea porque me encuentro demasiado viejo para empezar, sea porque la maldad de los hombres ha agriado o cambiado mi carácter, no veo las cosas de ese modo y no encuentro dicha más que en la esperanza de acabar mi carrera ocupándome solo de mi santificación personal y de la de esta familia que se me ha confiado, y aún es mucho” [10].

Por fin, terminará la prueba. De ella Eugenio saldrá transformado, como hemos dicho, y aún con más fuerza, con más celo por la gloria de Dios, el servicio de a Iglesia y la salvación de las almas. Su retiro preparatorio para asumir la sede episcopal de Marsella en 1837, es significativo al respecto: “Tengo que encariñarme con este pueblo como un padre con sus hijos; tengo que entregarle mi existencia, mi vida, todo mi ser, no tengo que pensar más que en su bien, ni temer otra cosa que el no hacer bastante por su dicha y su santificación, ni preocuparme más que de atender a todos sus intereses espirituales e incluso en cierto modo a su bienestar temporal. Tengo, en una palabra, que agotarme por él, estar dispuesto a sacrificarle mis comodidades, mis gustos, el descanso y la vida misma” [11].

3. TERCERA ETAPA, 1838-1861

Es el período de la plena madurez. Exteriormente, su actividad es intensa. Su Congregación, de la que sigue siendo responsable, se desarrolla rápidamente, en el espacio de unos años, en Inglaterra, en Canadá y Estados Unidos, en Ceilán y en África del sur. Igualmente su diócesis se consolida y crece; ve nacer nuevas parroquias, acoge a varios institutos religiosos y su población se multiplica.

Interiormente, Mons. de Mazenod está colmado de celo; anima, estimula, corrige y sostiene. Lleno de arrojo consigo mismo y con los demás, conserva una paz inalterable. Su confianza en Dios no tiene límites.

En sus cartas pastorales y su correspondencia con los oblatos se revela como un pastor, un hombre apostólico, entregado por entero a su doble tarea de obispo y de superior general. En uno y otro caso, lo que le anima es la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la edificación y salvación de las almas. Posee un sentido profundo de la paternidad espiritual. Sería muy difícil imaginarlo de otro modo que como obispo de una diócesis y padre de una familia religiosa.

Durante este período que abarca sus últimos 24 años, el equilibrio interior y la unidad profunda caracterizan su vida espiritual. Sólidamente fundado en su amor a Cristo y a la Iglesia, no piensa ya en sí mismo sino en todas las personas de las que está encargado y en la obra de evangelización que se le ha confiado. Se hizo interiormente muy libre. Ante el cardenalato que se le había prometido y que por razones políticas no obtiene, reflexiona así: “Después de todo, lo mismo da ser enterrado con sotana roja o morada; lo importante es llegar al cielo” [12]. Conserva hasta el fin una intensa devoción a la Santísima Virgen, y su corazón desborda cuando, el 8 de diciembre de 1854, el papa Pío IX promulga el dogma de la Inmaculada Concepción.

Cuando fallece, el 21 de mayo de 1861, Mons. de Mazenod da la impresión de un hombre en plena posesión de sí mismo, consciente de haber cumplido la misión que el Señor le ha confiado y deseoso de cumplir hasta el fin su santa voluntad. A su médico le dice: “¡Cómo quisiera verme morir para aceptar bien la voluntad de Dios!” [13] Y a los que le rodean: “Si llego a adormecerme o me pongo peor, despertadme por favor, quiero morir sabiendo que muero” [14]. A los oblatos, les deja este testamento que resume su vida entera: “Practicad bien entre vosotros la caridad… la caridad… la caridad… y fuera, el celo por la salvación de las almas” [15].

Su muerte es una muerte de amor, no en el éxtasis de la contemplación, sino en la actitud del buen servidor empeñado en cumplir hasta el último instante la voluntad de su Señor.

LA ESPIRITUALIDAD DEL CRISTIANO

La doctrina espiritual de Eugenio de Mazenod puede mirarse desde dos puntos de vista, complementarios sin duda, pero con acentos diferentes. Eugenio enseñó el camino de la santidad a los oblatos, miembros de su familia religiosa. Es el aspecto más conocido y desarrollado de su enseñanza espiritual. Y se lo enseñó también a los fieles cristianos que oyeron su predicación o se beneficiaron de su ministerio episcopal.

Sobre este segundo aspecto, se ha escrito muy poco. ¿Qué ideal de vida cristiana propone a los laicos? ¿Por qué caminos pueden alcanzarlo? Queda por hacer un estudio serio sobre el tema. Existen fuentes: los informes de su ministerio en la Asociación de la juventud de Aix, su correspondencia con la familia, sus sermones como misionero y predicador, sus pastorales de obispo. No puedo desarrollar aquí este aspecto; sin embargo, indico unos jalones que me parecen necesarios para tener una idea suficiente de su enseñanza espiritual. Veremos después lo que pide a los oblatos.

La actitud profunda de Eugenio ante el hombre es una actitud de confianza y de fe, aunque, en algunas circunstancias, deplora la debilidad humana y se detiene a describir las desdichas de su tiempo. Dos convicciones muy fuertes en él explican esta actitud. La primera es que todo cuanto ocurre en la tierra depende de la Providencia divina. La segunda, que Dios quiere la salvación de todos, y todos, ricos y pobres, han costado la sangre de Cristo.

1. Todos los hombres son llamados a la salvación y a la santidad. En nuestro ministerio con los hombres, hemos de esforzarnos por “volverlos razonables, luego cristianos, y finalmente ayudarlos a hacerse santos” [16]. El P. de Mazenod recuerda a los oblatos que su existencia está “consagrada al servicio de la Iglesia y a la santificación de las almas” [17]. Como obispo, sueña con hacer de Marsella, a ejemplo de su predecesor Juan Bautista Gault, “una ciudad de santos” [18]. “Nos preocupamos vivamente, escribe el 20 de febrero de 1859, de los medios de asegurar vuestra santificación, que es ante Dios lo que más tenemos a pecho, porque, además de nuestro afecto paterno para con vosotros y la caridad de Jesucristo que nos apremia (2 Co 5, 14), como apremiaba al Apóstol, vuestra santificación es la voluntad misma de aquél que nos puso junto a vosotros (1 Tes 4,3) para que contribuyamos a ella con todas nuestras fuerzas” [19].

2. Para mantenerse y progresar en el camino de la santidad, el cristiano debe mirarse con los ojos de la fe. Por pobre y desprovisto que esté, es a los ojos de la fe, “hijo de Dios”, “hermano de Jesucristo” y “heredero de su reino eterno” [20]. Ha costado la sangre de Cristo; la expresión es muy repetida en las pastorales de cuaresma. Ahí está su verdadera dignidad, su mayor riqueza.

3. La santidad consiste en la conversión del corazón, en la fidelidad a la ley de Dios y a la inspiración de su gracia, en el conocimiento y el amor de Jesucristo. Las pastorales de cuaresma del 2 de febrero de 1842, del 8 de febrero de 1846, del 2 de febrero de 1850 y del 16 de febrero de 1860 ofrecen muy hermosas páginas sobre el asunto. La primera describe quién es el “servidor de Dios”; la segunda trata de la unión vital con Cristo; la tercera traza el retrato del “cristiano”, y la cuarta recuerda al cristiano que es “miembro de la Iglesia” y que “amar a la Iglesia es amar a Jesucristo”.

4. La marcha hacia la santidad exige una constante conversión. La cuaresma es el momento propicio para esta conversión. En casi todas las pastorales de cuaresma reaparece el tema: “Cada año, escribe el obispo, vemos llegar el tiempo de cuaresma con una mezcla de temor y de esperanza. Nos decimos: He aquí que una vez más el pueblo confiado a nuestro cuidado será puesto a la prueba de la misericordia en forma general y solemne […]” [21].

“Si ahora la Iglesia os apremia, os amenaza, si emplea todos los recursos de su caridad y de su poder para impulsaros a salir de una vez de un estado de despreocupación que os pierde, es porque, conociendo el precio de vuestras almas y el valor de los tesoros que perdéis por vuestra culpa, no podría consentir veros comprometer vuestra salvación por falta de reflexión y de valentía […] Salid, salid, pues, queridos hermanos de vuestra inexcusable apatía, escuchad esta vez la voz de vuestra Madre, y rendíos por fin a tan justos motivos de conversión. Haced hoy lo que os proponéis cumplir más tarde […] ¿Qué se os podrá dar a cambio de vuestra alma y de qué os serviría haber ganado el mundo entero, si llegáis a perderla (Lc 16, 26)? Volveos, pues, a Dios, queridos hermanos, sed consecuentes con vosotros mismos en lo que toca a vuestros intereses más preciosos” [22].

5. La Iglesia ofrece al cristiano medios para realizar esa constante conversión y progresar espiritualmente. Eugenio desarrolla esos diferentes medios según las circunstancias. Lo hace sobre todo como obispo de Marsella en las pastorales de cuaresma. Sin duda, se hizo ayudar para la redacción de éstas – falta hacer un estudio sobre este punto – pero se puede afirmar sin miedo a engañarse que, por su contenido, esas pastorales reflejan bien el pensamiento de Eugenio de Mazenod. Es fácil incluso descubrir en ellas ciertos rasgos verdaderamente característicos del fundador de los oblatos: la insistencia sobre la eficacia de la misión popular, la preferencia dada al apostolado respecto de una actitud meramente contemplativa, la apertura a las misiones extranjeras. Por lo demás, él mismo se refiere a su experiencia anterior como predicador de misiones populares y a su título de fundador y responsable de un instituto religioso misionero extendido por varios continentes.

Damos aquí un breve comentario de esos principales medios de progreso espiritual que recomienda el obispo de Marsella.

a. La enseñanza religiosa, la escucha y meditación de la Palabra de Dios. Este medio es necesario para iluminar la inteligencia , adquirir la verdadera doctrina y guiar por las sendas de la salvación. Eugenio recuerda especialmente que las misiones populares son un socorro inestimable para operar una renovación espiritual. Son “un gran medio de santificación […] tal vez el único medio para sacar a poblaciones enteras de cierto entorpecimiento general y para convertirlas al Señor” [23].

b. La oración y la penitencia. Jesús mismo las recomendó. El obispo de Marsella las menciona de continuo, especialmente como preparación de la solemnidad pascual: “El Espíritu Santo nos enseña que la vida del hombre es un combate permanente (Job 7,1). Se manda al fiel, cualquiera que sea su posición, que esté siempre con las armas en la mano contra los enemigos de su salvación […] En el momento de iniciar la santa cuarentena sobre todo, conviene que os exhortemos a poner como un contrapeso a la impiedad del siglo con el ayuno, con la oración, con vuestras limosnas y con vuestra asiduidad a escuchar la Palabra de Dios” [24].

c. La santificación del domingo, la recepción de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía y la participación en la vida litúrgica de la Iglesia. En diversas ocasiones recuerda el obispo de Marsella la necesidad de santificar el domingo, ese “signo de la Nueva Alianza”, ese “santo descanso que deja al cristiano el tiempo de dedicarse a la oración y le brinda el medio de ocuparse con mayor cuidado de su salvación, de escuchar la Palabra sagrada” y de “rendir un homenaje solemne a Dios” [25].

Recomienda también con fuerza la recepción frecuente de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. En ellos es donde los pecadores “hallarán la fuerza con que se triunfa del pecado, y a la vez sacarán con gozo, como de fuentes saludables, el agua viva (Is 12, 3) que lava todas las manchas y que va a saciar para la eternidad esta sed de felicidad que parecería insaciable en cada uno de nosotros (Jn 4, 13)” [26]. Desea que los cristianos se acerquen a los sacramentos no solo en Pascua, sino con ocasión de cada fiesta litúrgica [27].

Querría, en efecto, que sus diocesanos tomaran como un deber el participar seriamente en todas las fiestas litúrgicas. La pastoral del 8 de febrero de 1846 se consagra por entero a este tema: “Nuestro Señor quiso reflejar en su vida mortal todos los destinos de los hijos de los hombres cuya naturaleza había asumido en su misteriosa Encarnación […] Se desposó con nuestra causa hasta identificarse con nosotros […] En esta unión admirable entre Jesucristo y nuestras almas está el misterio de nuestra participación en su gracia y en su gloria […] [La fiesta de Pascua es] la consagración de la dignidad de las otras fiestas […] El deseo de la Iglesia es que entremos en el espíritu de las otras fiestas. Estas son como un camino que conduce hacia la gran solemnidad de la Resurrección; nos representan la vida entera de Nuestro Señor que tuvo que nacer, vivir y morir para resucitar; están situadas de trecho en trecho en el curso del año, como estaciones, para que podamos de cuando en cuando recobrar nuestras fuerzas en nuestra peregrinación hacia la meta feliz donde, resucitados, ya no moriremos más”.

d. La devoción a los ángeles y a los santos, especialmente la devoción a la Virgen María. Eugenio consagra una instrucción pastoral a los ángeles buenos y malos [28]. Invita también a sus diocesanos a rezar a los santos, sobre todo a los más relacionados con la Iglesia de Marsella, como San Sereno [29]. Pero su insistencia va hacia la Virgen María. Con frecuencia exhorta a los marselleses a recurrir a ella con fervor; les pide que sean generosos con ella para la reconstrucción de Notre-Dame de la Garde [30] y para la erección del monumento a la Inmaculada Concepción [31].

Sobre la devoción a María escribe: “Después de lo que se refiere directamente a Dios, nada hay más valioso para una piedad iluminada con luces verdaderas que lo que atañe al honor de la Santísima Virgen María. Ahí está en juego todo el interés de un hijo para con su madre ¡y qué madre!,

la que nos ha dado a quien es la vida y la salvación del mundo, la que nos ha

alumbrado espiritualmente a todos al pie de la cruz con los dolores de la pasión y muerte del Hombre-Dios […], la que justamente es llamada nueva Eva y corredentora del género humano […] Nuestra misma existencia temporal está custodiada por su amor maternal” [32].

“Es la gloria de Dios la que está interesada en la gloria de María […] Es al Hijo a quien honramos en la persona de la Madre; he ahí por qué nos es imposible excedernos en nuestros homenajes a María, mientras la consideremos como criatura, ya que entonces Dios es siempre el término supremo de esos homenajes” [33].

d. La limosna y el compartir los bienes, especialmente en favor de los más desprovistos. Eugenio no tiene miedo a insistir en este punto. Pide a sus diocesanos que sean generosos con el Papa y la Iglesia [34]; les pide que ayuden a los pobres de la diócesis [35]. Les invita a aliviar la miseria de los cristianos y de las víctimas de desastres en otros países, como Irlanda [36]. Les recuerda el deber de sostener la Obra de la Propagación de la Fe [37]. Les invita a dar con generosidad para los trabajos de N-D. de la Garde [38].

e. La solicitud por la salvación de los otros y el empeño apostólico. El cristiano es un hijo de la Iglesia; tendrá un alma eclesial, abierta al conjunto de los hombres rescatados por la sangre de Jesucristo y preocupada por irradiar su fe. Dos pastorales muy hermosas tocan este aspecto de la espiritualidad cristiana: la del 18 de febrero de 1848,más pastoral, que trata de la vocación apostólica del cristiano, y la del 16 de febrero de 1860, más doctrinal, consagrada a descubrir los fundamentos de esa vocación en la contemplación del misterio de la Iglesia.

La Iglesia es “la humanidad regenerada”. Por ella y en Jesucristo nosotros no formamos más que “una sola familia bendecida”; somos “los hijos de Dios, los herederos de su reino eterno y los coherederos de Jesucristo”, somos “todos hermanos de la manera más perfecta”, pues somos “todos de la misma sangre, y esa sangre es la de un Dios” [39].

En la vida cristiana, durante la cuaresma, todos tratan de renovarse en la fe y la piedad: “Cada cual se ejercita a sí mismo y se atrae gracias para mejorar ante Dios”; pero, nota Eugenio, para la mayoría de los fieles hay deberes “que predominan, si no siempre, al menos en el conjunto de la vida, sobre esos cuidados solitarios del alma […] El apóstol es más perfecto que el cenobita […] No os extrañéis si así llegamos a asociaros en cierto modo a nuestro ministerio y a haceros participar de la corona de los hombres apostólicos, instrumentos gloriosos de salvación eterna para las almas creadas a imagen de Dios y rescatadas por su sangre […] La fe es esencialmente comunicativa como la caridad es compasiva” [40].

El obispo de Marsella concluye afirmando la obligación del apostolado y sugiriendo cuatro modos de ejercerlo: 1. El buen ejemplo: “Por ahí empezó Nuestro Señor Jesucristo”; 2. La oración por la conversión de los pecadores: “Vuestra oración secreta será la que, secundando en forma invisible la palabra del ministro sagrado o incluso las advertencias de la Providencia, habrá hecho salir del corazón de Dios el impulso de la gracia”; 3. La Palabra:“El cristiano, vivamente imbuido de las verdades de la fe, está, como Job, lleno de discursos (Job 32,18) […] Presentad [la verdad] si podéis, en forma delicada que le impida herir a quienes queréis curar, evitad hacerla pesada con demasiadas repeticiones, o importuna por deseos demasiado impacientes; pero, en esta obra de misericordia , si debéis miramientos a vuestro hermano, no tengáis miedo del mundo”; 4. La ayuda a las misiones extranjeras: “El universo está invadido por los hombres de Dios que van a llevar a todas partes la Buena Noticia […] Los ángeles tutelares destinados a esas innumerables poblaciones que aguardan el día del Señor, nos piden en su favor una limosna que, por la virtud de la gracia, se cambiará para nosotros en frutos de vida” [41].

Sobre esta cuestión de la espiritualidad del cristiano, quedaría por hacer un estudio muy interesante acerca del modo en que se comportaba el fundador con sus parientes, especialmente con su hermana Eugenia. Ya en el tomo 14 de los Escritos espirituales se ve su actitud. Está en el seminario de San Sulpicio, ama mucho a su hermana, la quiere santa. Ella acaba de casarse, y le habla de su vida. Él le da abundantes consejos. Se muestra severo con el mundo, se opone a los bailes y danzas. Recomienda con fuerza a su hermana la frecuencia de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, y le pide que rece, que viva unida a Dios [42].

LA ESPIRITUALIDAD DEL OBLATO DE MARÍA INMACULADA

Eugenio de Mazenod, que soñaba regenerar la Iglesia y ayudar a los hombres a santificarse, era realista. Sabía muy bien que no todos los hombres, ni siquiera todos los sacerdotes, tenían interés por hacerse santos. Para alcanzar su objetivo, contó siempre con grupos selectos que tendrían una misión bien precisa en el pueblo de Dios y serían como fermento en la masa.

Ya durante su formación clerical en San Sulpicio, había tenido la experiencia de esos grupos por su participación en la congregación mariana y en la Aa del seminario. Así vemos que, a su regreso a Aix como novel sacerdote, organiza en el seno de la juventud, muy abandonada en el aspecto religioso, la Asociación de la juventud cristiana. Esta tenía el doble objetivo de poner un freno a la decadencia religiosa y de asegurar la santificación de sus miembros. Dice el primer artículo del reglamento general: “El fin principal de esta congregación es formar en la ciudad de Aix un cuerpo de jóvenes muy piadosos que con sus ejemplos, sus consejos y sus oraciones contribuyan a poner un freno al libertinaje y a la apostasía general que está haciendo a diario tan rápidos y espantosos progresos, y que al mismo tiempo trabajen muy eficazmente en su propia santificación” [43].

Cuando, unos años más tarde, se sienta llamado a trabajar para renovar la fe entre los pobres campesinos, tendrá una reacción semejante: constituir entre los sacerdotes un grupo de hombre fervorosos que se consagraran a esa tarea sobre todo por la predicación de misiones populares. Así nació en 1816 la Sociedad de los Misioneros de Provenza, que será en 1826 la Congregación de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. A esta obra consagró Eugenio de Mazenod lo mejor de sí mismo. Los principios de vida espiritual que enseñará más tarde a sus diocesanos, se los enseñó primero a sus misioneros y en forma más elaborada y más radical todavía, pues precisamente intentaba formar una tropa escogida al servicio de la Iglesia. A esos hombres les podía pedir todo, y eso fue lo que hizo” [44].

La enseñanza espiritual de Eugenio a los oblatos debe mirarse, a mi parecer, bajo diversos aspectos. Uno genérico y fundamental hace del oblato un hombre apostólico que busca la gloria de Dios, el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas. En este aspecto, la Congregación tiene afinidad y semejanza sustancial con los institutos apostólicos de sacerdotes que la precedieron, especialmente con los jesuitas, los vicentinos y los redentoristas.

El segundo, más específico y personal, precisa la identidad del oblato como hombre apostólico que: 1. vive y trabaja en comunidad; 2. se une a Dios por los votos de religión; 3. se consagra por entero a la evangelización de los pobres, de las almas más abandonadas; y 4. vive y trabaja bajo el patrocinio de María Inmaculada. En este segundo aspecto todavía el oblato se asemeja mucho al redentorista.

Finalmente, un espíritu peculiar anima al oblato a través de todos los elementos constitutivos de su espiritualidad: espíritu de sencillez y de audacia, espíritu de dedicación total a la Iglesia y a los pobres, espíritu de gran disponibilidad y de cercanía a la gente, profundo espíritu de familia.

Vamos a desarrollar brevemente estos diversos aspectos, después de detenernos más ampliamente en el elemento fundamental.

1. ELEMENTO FUNDAMENTAL: EL OBLATO ES UN HOMBRE APOSTOLICO

La expresión acude a menudo a la pluma del P. de Mazenod y sobre todo se repite en contextos muy significativos. Por ejemplo, en su carta del 13 de diciembre de 1815 al P. Tempier, en la que describe a los hombres que quiere tener por compañeros y miembros de su sociedad: “Humíllese cuanto le agrade, pero sepa no obstante que usted es necesario para la obra de las misiones; le hablo ante Dios y con el corazón abierto. Si solo se tratara de ir a predicar mal que bien la palabra de Dios, con mucha mezcolanza humana, de recorrer los campos, con la intención si quiere de ganarle almas a Dios, pero sin preocuparnos seriamente de ser nosotros mismos hombres interiores, hombres verdaderamente apostólicos, creo que no sería difícil remplazarle. Pero ¿cree usted que me interesa esa mercancía?” [45].

Lo mismo en el Prefacio de las Constituciones de 1826: “El espectáculo de estos males ha conmovido el corazón de algunos sacerdotes que, llevados por la preocupación de la gloria de Dios y sintiendo un gran amor por la Iglesia, estarían dispuestos, si fuera preciso, a hacerse víctimas por la salvación de las almas. Están firmemente convencidos de que si se pudieran formar sacerdotes inflamados de celo por la salvación de las almas, no ávidos de lucro, dotados de sólida piedad, en una palabra hombres apostólicos, que, conscientes de la necesidad de enmendarse ellos mismos, trabajaran con todas sus fuerzas en la conversión de los otros, se podría alimentar la esperanza de hacer volver en poco tiempo los pueblos descarriados a la práctica de los deberes religiosos por tanto tiempo olvidados”

¿De dónde le viene la expresión “hombre apostólico”? Al parecer, estaba especialmente en el ambiente por entonces. Alfonso de Ligorio, cuyas obras penetraban cada vez más en Francia, la había puesto como título a una de sus obras, que era como una guía del confesor y director de almas: Homo apostolicus instructus in sua vocatione ad audiendas confessiones [El hombre apostólico instruido en su oficio de confesor]. Él pensaba “que la Iglesia no tenía necesidad de muchos sacerdotes ‘sino de buenos sacerdotes’ de ‘hombres apostólicos’ totalmente consagrados a la salvación de las almas, sobre todo de las más heridas” [46].

Más cerca aún del fundador y en el contexto mismo de las misiones populares, se encuentra la expresión en Félicité de Lamennais. En 1809 había publicado un libro titulado Réflexions surl’état de l’Eglise en France pendant le dix-huitième siècle et sur sa situation actuelle. Suprimido casi al salir, por orden del gobierno, volvió a aparecer en 1814. Eugenio poseía un ejemplar de la obra. El análisis que hace de la situación de la Iglesia en el Prefacio de las Constituciones y Reglas, se asemeja mucho al realizadopor Lamennais. Damos un pasaje significativo de las Reflexiones de éste sobre el estado de la Iglesia, en que habla del “hombre apostólico” en relación con las misiones populares: “Para mí, cuando pienso en esta pasmosa insensibilidad, en este olvido profundo de todos los preceptos, de todos los deberes del cristianismo, me pregunto con espanto si no hemos llegado ya a aquellos tiempos anunciados por Jesucristo cuando decía: ‘¿Creéis que encontraré un poco de fe en el mundo cuando vuelva?’

“Si algo puede despertar en los corazones esa fe ¡ay! tan apagada, serán sin duda las misiones. ¡Cuánto bien harían en nuestras aldeas del campo e incluso en nuestras ciudades! ¡Cuánto campo que cultivar! ¡Cuánta mies que cosechar! Es preciso haber sido testigo de los frutos de santificación que pueden producir algunos hombres verdaderamente apostólicos, para percatarse de cuán poderoso es este medio y lo que se puede esperar de él en la situación actual. El aparato de la misión, el celo y las virtudes de los misioneros, las exhortaciones, las oraciones, la música de sus cantos, todo, hasta la novedad misma de este espectáculo conmueve, moviliza y arrastra, y parroquias enteras se han renovado en unos días. Y para hacer estos prodigios ¿qué se necesita? ¿grandes talentos? No, sino una fe grande” [47].

Pero ¿qué es “el hombre apostólico” en la mente del Fundador? Es un hombre animado por el espíritu de Jesucristo, más especialmente, por el espíritu de los Apóstoles y que sigue las huellas de éstos. Tras haber oído el llamamiento de Jesús, lo ha dejado todo para seguirle, ser su compañero y vivir de su vida y para ser enviado por él al mundo para anunciar la Buena Nueva de la salvación [48].

En el hombre apostólico se dan siempre dos elementos, inseparables entre sí: el fervor espiritual y el celo misionero. El segundo no basta; también el primero hace falta [49]. La carta de Eugenio a Tempier el 13 de diciembre de 1815 es especialmente significativa a este respecto. El Fundador pone juntas las dos expresiones “Hombres interiores” y “hombres verdaderamente apostólicos” y, tras haber escrito: “¿cree que me interesa esa mercancía?”, prosigue: “Es preciso que seamos resueltamente santos nosotros mismos. Esta palabra abarca todo lo que podríamos decir” [50]; luego describe las exigencias de esa santidad apostólica: abnegación, renunciamiento, olvido de sí, pobreza, fatigas, etc. El Prefacio de las Constituciones repetirá la misma idea: para seguir las huellas de Jesucristo y ser hombres apostólicos, los oblatos “deben trabajar seriamente por ser santos” […] renunciar por entero a sí mismos, buscar únicamente la la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la edificación y salvación de las almas”. “Luego, dice, – luego, el adverbio tiene su importancia, aunque se trate de prioridad de naturaleza y no de tiempo – con firme confianza en Dios, podrán entrar en la liza y luchar hasta la extinción por la gloria de su santísimo y adorabilísimo Nombre”.

Esta idea del “hombre apostólico”, la recogió Eugenio de los fundadores de institutos que le precedieron más inmediatamente, desde San Ignacio de Loyola hasta San Vicente de Paúl. Según San Ignacio, el jesuita, obrero apostólico, es un “instrumentum Deo conjunctum, un instrumento unido a Dios”. Y él establece este principio absoluto en lo que mira al bien y al éxito de la Compañía de Jesus: “Los medios que unen el instrumento a Dios y lo disponen para dejarse guiar por la mano divina, son más eficaces que los que lo disponen respecto a los hombres” [51]. La fórmula “instrumento conjunto”, o su equivalente, pasará a la mayoría de los espirituales franceses que influyeron en diversos grados en Eugenio de Mazenod.

Luis Lallemant, s.j., instructor del tercer año de Ruan, de 1628 a 1631, hará uso de ella en sus conferencias espirituales y lo hará con una insistencia en la contemplación y la búsqueda de la propia perfección que a veces se ha juzgado excesiva. “Quien obra de otra manera, enseña, puede estar seguro de que, aunque lleve el hábito de la Compañía, no tiene en absoluto su espíritu; nuestra regla y nuestra profesión nos obligan a hacer más caso de los medios de perfección que nos unen a Dios, como instrumentos a la causa principal, que de todos los demás ejercicios. Así es como hay que moderar todo lo demás según lo principal,que es lo interior” [52].

Pedro de Bérulle, fundador del Oratorio de Francia, presentará un ideal semejante a los miembros de su Instituto. Escribe a un párroco: “Usted debe ser un instrumento conjunto del Hijo de Dios en la tierra, su condición de sacerdote y de pastor le obliga a ese estado[53]. Según su pensamiento, el oratoriano, hombre apostólico, debe vivir en un estado de adhesión íntima al Hijo de Dios en su vida pública a fin de ser, con él, perfecto instrumento de salvación para los otros.

Juan Santiago Olier, fundador de los sulpicianos, irá más lejos en esa orientación. Emplea la palabra “instrumento”, pero muy a menudo usa los términos “ministro”, “doméstico”, “servidor” y “esclavo”. El apóstol es instrumento de Dios en el sentido fuerte, como “el esclavo” que pasó a ser cosa del Señor [54]. Debe en cierto modo anonadarse él mismo interiormente para que toda la gloria de la obra vuelva a Dios; además, debe dejarse conducir por el Espíritu de Jesús y guardar siempre, aun en medio de la ocupación, una mirada de adoración hacia Dios [55].

Vicente de Paúl, fundador de los lazaristas [o paúles] va en el mismo sentido. El sacerdote de la Misión, hombre apostólico, es un “instrumento para que el Hijo de Dios siga haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra” [56]. “El que seamos llamados a ser consortes y partícipes de los designios del Hijo de Dios es algo que supera nuestro entendimiento. ¡Vamos! hemos de rendirnos…No me atrevería a decirlo…es tanto, es un oficio tan alto el de evangelizar a los pobres que es por excelencia el oficio del Hijo de Dios; nosotros somos aplicados a ello como instrumentos” [57].

Pero allí donde Bérulle habla de estado de adhesión al Hijo de Dios en su vida pública, y Olier de anonadamiento de sí y de mirada de adoración hacia Dios en la acción, Vicente de Paúl pide más sencillamente a los suyos ejercitarse “en hacer siempre la voluntad de Dios” [58]. “Les pregunto, señores y hermanos míos, si saben ustedes de alguien que se adhiera más a Dios y, por tanto, que esté más unido a Dios […] que el que solo hace la voluntad de Dios y nunca la suya propia, que no quiere y no desea otra cosa que aquello que Dios quiere o no quiere” [59].

Esta actitud del señor Vicente nos conduce directamente a Eugenio de Mazenod. También para él, el oblato, hombre apostólico, “cooperador del Salvador, corredentor del género humano” [60], será un instrumento en la mano de Dios y un instrumento constantemente disponible para cumplir en todo su voluntad. La palabra misma “instrumento” no es muy frecuente en los escritos del fundador; se encuentra algunas veces; pero la idea está siempre; y eso explica lo exigente que se muestra con el hombre apostólico.

Aducimos dos pasajes de sus cartas donde usa la palabra. El primero es de la carta del 17 de enero de 1835 al P. Ambrosio Vincens, tras el notable éxito de una misión: “Bendigo al Señor, querido Padre Vincens, por lo que ha operado a través del ministerio de usted y de nuestro querido Padre Dassy. Este buen dueño ha querido alentaros con las bendiciones con que ha acompañado vuestras palabras. Habréis reconocido, como yo, que todo el éxito de nuestros trabajos se debe a su gracia y solamente a ella. Ella es la que penetra en los corazones cuando nuestras palabras suenan en los oídos, y en eso consiste la inmensa diferencia entre nuestras predicaciones y las infinitamente superiores bajo otros aspectos de los predicadores de campanillas. A la voz del misionero se multiplican los milagros y el prodigio de tantas conversiones es tan manifiesto que el pobre instrumento de esas maravillas es el primero en quedar confundido y, aunque bendice a Dios y se regocija, se humilla de su pequeñez y de su nulidad” [61].

La otra carta, del 2 de diciembre de 1854, casi 20 años después, va dirigida al responsable de los escolásticos, el P. Antonio Mouchette: “Que los oblatos [escolásticos] se imbuyan bien de lo que la Iglesia espera de ellos; no bastan virtudes mediocres para responder a todo lo que exige su santa vocación. Si fueran a ser como el común de los eclesiásticos, no habrían alcanzado el objetivo, lejos de ello. Son llamados a una perfección muy distinta, hay que tender a ella y hay que ir más allá, hay que marchar en ese camino para ser en las manos de Dios los instrumentos de su misericordia. Deben saber que su ministerio es la continuación del ministerio apostólico y que se trata nada menos que de hacer milagros. Las relaciones que nos vienen de las misiones extranjeras nos prueban que es así. ¡Qué estímulo para nuestros jóvenes oblatos la lectura de las maravillas obradas por sus hermanos en esas tierras lejanas! ¡Que se den prisa a hacerse santos si no lo son todavía en el grado requerido para responder al llamamiento del Sumo Pontífice!” [62].

Para hacerse así un instrumento eficaz de salvación en las manos de Dios, el oblato, hombre apostólico, deberá ser ante todo un hombre abnegado. Un hombre muerto a sí mismo, interiormente libre, “despegado del mundo y de la familia, abrasado de celo, dispuesto a sacrificar bienes, talentos, descanso, su propia persona y vida por amor de Jesucristo, servicio de la Iglesia y santificación del prójimo” (Prefacio). Tendrá “en gran estima los sufrimientos de muerte de Jesús” y los llevará “como de continuo en el propio cuerpo”; “se aplicará con empeño a reprimir sus pasiones y a renunciar en todo a su propia voluntad, y, a imitación del Apóstol, se gloriará en sus flaquezas, en las injurias, en las persecuciones, en las angustias sufridas por Cristo” [63]. Con todo, su ascesis y sus mortificaciones corporales en el sueño, la comida, y las maceraciones, serán moderadas; se tendrá en cuenta el trabajo apostólico que se le exige. “Vuestra vida misionera es una penitencia sobreabundante”, escribe Mons. de Mazenod a Mons. Semeria a propósito de los oblatos de Ceilán [64]. El mismo pensamiento se repite a menudo en su correspondencia. Y vale lo mismo para las misiones del interior que para las misiones extranjeras [65].

El oblato, hombre apostólico, será también hombre de oración. Tratará de vivir “en un continuo recogimiento del alma” [66] y “se aplicará con esmero a marchar constantemente en la presencia de Dios” [67]. Para ayudarse a realizarlo, “se dedicará a la oración mental en común dos veces al día […] El tema habitual de esta oración serán las virtudes teologales y las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo que los miembros de nuestra Sociedad deben retratar al vivo en su conducta” [68]. Además, dos veces al día, por la mañana antes de comer y por la tarde antes de acostarse, hará en común el examen de conciencia [69]. Toda su vida se volverá impregnada de Cristo y transformada por él, de suerte que progresivamente vaya viviendo de la vida de Cristo y sea conducido por su Espíritu. “En una palabra, procurará hacerse otro Jesucristo, exhalando doquiera el aroma de sus amables virtudes” [70].

La vida de oración del oblato – como su ascesis – tendrá una orientación apostólica. Será una oración que impulse, no sobre todo a gozar de Dios y a alabarle en el reposo de la contemplación, sino a ir hacia los hombres, a ponerse a su servicio para anunciarles el misterio de la salvación en Jesucristo. Cito solo un ejemplo, tomado de una carta al P. Casimiro Aubert, responsable de la formación de los novicios. El P. Aubert, al parecer, gozaba de especiales gracias de oración. El fundador le da este consejo: “Te recomiendo también que no concentres en ti mismo las comunicaciones de Dios para saborear sus dulzuras. Haz un uso generoso de tus riquezas, compártelas con los otros. Atráelos y empújalos si es preciso con el poder que te dan la luz y la gracia que tú has recibido. Y no quiero que ejerzas ese influjo solo sobre tus pocos novicios, sino sobre todos los que te rodean, especialmente sobre aquellos a quienes expresamente he puesto bajo tu dirección. Sabía que serías fiel y contaba de seguro con una sobreabundancia en la que quería que participaran algunos de los nuestros” [71].

Para mantener el fervor de este hombre apostólico y su continua renovación tanto espiritual como también física e intelectual, Eugenio de Mazenod quiso que la vida de los suyos se repartiera en dos partes: una dedicada por entero a la actividad externa, y la otra, a la oración, al estudio y a los ejercicios de la vida comunitaria dentro de la casa. “Imitando a esos grandes modelos [Cristo y los Apóstoles] emplearán una parte de su vida en la oración, el recogimiento y la contemplación en el retiro de la casa de Dios, en la que habitarán juntos.

“La otra parte, la consagrarán enteramente a las obras exteriores del celo más activo, como son las misiones, la predicación y las confesiones, la catequesis, la dirección de la juventud, la visita de enfermos y prisioneros, los retiros espirituales y otros ejercicios semejantes.

“Pero, tanto en la misión como en el interior de la casa, pondrán su principal empeño en avanzar por el camino de la perfección eclesiástica y religiosa; se ejercitarán sobre todo en la humildad, la obediencia, la pobreza, la abnegación de sí mismos, el espíritu de mortificación, el espíritu de fe, la pureza de intención y lo demás; en una palabra, procurarán hacerse otros Jesucristo, exhalando doquiera el aroma de sus amables virtudes” [72].

Muchos – sobre todo en la segunda mitad del siglo XX – han visto en este texto una falta de realismo, una desconfianza respecto al apostolado y hasta la introducción de una verdadera dicotomía en la espiritualidad oblata. Quizás tengan razón, especialmente si se mira a una aplicación puramente material de esa regla, la cual se hará prácticamente inaplicable con la multiplicación de los ministerios en la Congregación: dirección de seminarios, responsabilidad de parroquias, misiones extranjeras.

Para comprender bien esa Regla, hay que situarla en el contexto de la época. La expresión “cartujo en la casa y apóstol (o jesuita) fuera” se había aplicado al vicentino [73] y también , según parece, al redentorista [74]. Probablemente se dijo también de los oblatos. El fundador comenta en una carta al P. Dassy: “Es una broma el llamaros jesuitas; no sois jesuitas como no sois cartujos. Sois sacerdotes que ejercen el ministerio de la predicación bajo la jurisdicción del obispo diocesano que os emplea según las necesidades de su diócesis. No tenéis que responder acerca de lo que hacéis dentro de casa: celebráis la misa, rezáis el oficio, estudiáis, componéis sermones para predicarlos sobre todo a los pobres cuando el obispo os envía” [75].

El fin de esa Regla era asegurar la calidad del hombre apostólico, especialmente, su calidad espiritual, su santidad. Eugenio sabía muy bien que para el conjunto de los sacerdotes, los excesos no vienen de ordinario de un acrecentamiento de oración, sino de un acrecentamiento de trabajo y de actividades exteriores. Eso es lo que él quería evitar para sus oblatos. Sobre este punto era probablemente más realista de lo que se cree.

Se puede notar igualmente el conjunto de virtudes sobre las que insiste en el texto: humildad, obediencia, abnegación, espíritu de fe, pureza de intención. Son virtudes que tienden, todas ellas, a hacer que el hombre apostólico se vuelva enteramente disponible en las manos de Dios. Como en el contemplativo, hay en el hombre apostólico una verdadera pasividad espiritual, la pasividad del instrumento, de un instrumento plenamente libre y adulto, que ha escogido ser el cooperador del Salvador en la obra de la redención del mundo. Esta pasividad lo vuelve dócil, disponible en las manos de Dios, no en primer lugar para penetrar más profundamente los misterios de Dios, sino para decir en un momento determinado, bajo la guía del Espíritu, la palabra que hay que decir, o para hacer la acción que hay que hacer, de modo que sea para el prójimo camino de la gracia divina. La santidad del hombre apostólico es la perfecta fidelidad a la voluntad del Padre, en unión con Jesús Salvador. El fundador le pedirá también otras virtudes mucho más activas, como el celo, la audacia, el espíritu de iniciativa, la afabilidad humana…pero el fondo será siempre el mismo: no querer más que lo que Dios quiere.

Un ejemplo excelente de esta actitud es el comportamiento mismo de Eugenio de Mazenod cuando está en Roma desde noviembre de 1825 a mayo de 1826 para obtener la aprobación del Instituto. Un principio le guía, el de San Ignacio: “En los asuntos hay que actuar como si el éxito dependiera de nuestra habilidad, y poner en Dios toda la confianza, como si todas nuestras gestiones no debieran servir para nada” [76]. En efecto, él se prodiga sin medida para ganar el pleito, pero podemos ver cómo se empeña en permanecer unido a Dios y adherido a su santa voluntad: “Teniendo entre manos un asunto de capital importancia, cuyas consecuencias han de influir tan poderosamente en la edificación de la Iglesia, la gloria de Dios y la santificación de las almas, un asunto […] que no puede triunfar sino gracias a una protección muy especial de Dios, el único que puede conmover los corazones y dirigir las voluntades de los hombres, necesariamente tuve que convencerme de que era deber mío hacer cuanto de mí dependía para vivir en la unión más íntima que me fuera posible con Dios, y tomar, por tanto, la resolución de ser fiel a su gracia y de no contristar a su espíritu. En la presente situación, la menor infidelidad voluntaria me parecería un crimen, no solo porque disgustaría a Dios, lo cual sería sin duda el mayor mal, sino también por las consecuencias que podría acarrear” [77].

Cristo y la Iglesia están en el centro de la espiritualidad del oblato, especialmente la Iglesia abandonada, “esta querida esposa del Hijo de Dios que llora aterrorizada la vergonzosa defección de los hijos por ella engendrados” (Prefacio). Para Eugenio de Mazenod, Cristo y la Iglesia hacen solo una cosa: “Estos dos amores se confunden, escribe; amar a la Iglesia es amar a Jesucristo y viceversa” [78].

Hay que prestar atención a un detalle, que corresponde a la teología de la época: en los dichos de Eugenio la expresión “hombre apostólico”, lo mismo que su sinónimo, el vocablo “misionero”, se aplica exclusivamente al sacerdote. El laico y el religioso no sacerdote es cooperador del hombre apostólico [79] o del misionero [80]. Este aspecto “sacerdotal” ha tenido gran peso en la vida de Eugenio de Mazenod. Él será “sacerdote” a pesar del poco entusiasmo de su familia, no solo de su madre sino también de sus tíos. Como escribe el P. Morabito, “sus tíos no hicieron nada para cultivar esa vocación. Fueron extranjeros al nacimiento de esa vocación. Su tío [Andrés, tío abuelo] le pregunta, como si nada supiera, si de veras piensa en hacerse sacerdote y dejar, con eso, que se extinguiera su familia” [81].

En Venecia, bajo la guía de don Bartolo, Eugenio había pensado seriamente en ello. “De allí data mi vocación al estado eclesiástico y tal vez a un estado más perfecto” [82], anota en su Diario. El “estado eclesiástico” era el sacerdocio, y el “estado más perfecto” era probablemente el del hombre apostólico, el sacerdote que lo entrega todo, que es hombre de oración y que se compromete por entero, con Cristo, en la obra de la Redención de los hombres.

Eugenio de Mazenod tenía empeño en ser sacerdote. Se sentía “llamado” por Dios [83]. “No envidie, pues, mi querida mamá, no envidie a esta pobre Iglesia, tan horriblemente abandonada, despreciada y pisoteada, a pesar de habernos engendrado a todos para Jesucristo, por el homenaje que quieren hacerle de su libertad y de su vida dos o tres individuos en toda Francia (entre los cuales tengo la dicha de contarme). Y ¿por qué querría usted que yo retrasase más el comprometerme, el consagrarme a la Esposa de Jesucristo […]”? [84].

Se sentía aún más llamado por ser de familia noble. “La religión, había dicho en la misma carta, queda un poco consolada del abandono o, para hablar con más exactitud, del horror con que lo que se llama la buena sociedad huye de su santuario, cuando ve acudir a alistarse bajo sus banderas a algunos individuos que, prescindiendo del carácter de ministros de Jesucristo, son capaces de infundir respeto por su educación y su alcurnia” [85]. Además, él quería ser un sacerdote instruido en la ciencia eclesiástica. Escribe otra vez a su madre: “La ciencia eclesiástica abarca tantas cosas que no hay que presumir que se la pueda adquirir con unas conversaciones y, como quien dice, al vuelo […] ¿No tiene usted en nada la profunda experiencia de aquellos que aquí me están dirigiendo? […] La ciencia que posiblemente bastaría para la mayoría, no sería suficiente para mí. Esto es evidente porque usted misma ve que, dado lo que yo soy, mi posición y el rango que tengo en el mundo, no hay nadie que no tenga derecho a exigir y que no exija de hecho que yo posea una instrucción por encima de lo común. ¿Quién es el que va responder a las dudas, a las dificultades que surgen a cada instante, si no es un sacerdote que está naturalmente situado en un nivel prominente y a quien tal vez los otros sacerdotes necesiten acudir algún día? Esta instrucción reforzada es, pues, necesaria e indispensable para que yo pueda ejercer con fruto el ministerio al que estoy llamado. Y no lo es menos para el honor de ese ministerio” [86].

Sacerdote con espíritu de reparación por sus propios pecados, Eugenio lo será sobre todo, para asociarse más íntimamente a la obra redentora de Cristo Salvador. “Es sacerdote ante todo porque todas las vocaciones que sentía en su corazón: vocación apostólica llevada hasta la efusión de la sangre, amor a los pobres, amor a las almas y a las almas más abandonadas, amor a la Iglesia hasta sacrificarse por ella; todos estos amores que sentía en su corazón como otras tantas llamadas divinas, se resumían y se realizaban en su vocación sacerdotal. Siendo sacerdote, era todo eso: sacerdote de los pobres, sacerdote de las almas y de las almas más abandonadas, sacerdote de la Iglesia y de todas sus necesidades más urgentes” [87].

2. ELEMENTOS COMPLEMENTARIOS

La idea del oblato “hombre apostólico” es, pues, fundamental en Eugenio de Mazenod. Los otros elementos, por importantes que sean, solo son complementarios. No diré más que unas palabras sobre cada uno. Antes me permito citar un texto en el que el fundador mismo describe, para uso de los superiores mayores y de los educadores, qué clase de candidatos quiere para la Congregación. Se mencionan sus aptitudes tanto humanas como espirituales. “Es importante, para el bien de la Iglesia y para procurar a nuestra Sociedad el medio para alcanzar su fin, que no admita en su seno más que a sujetos capaces, con la ayuda de la gracia de Dios, de prestarle servicio y de edificarla. Nunca serán demasiadas las precauciones que se tomen para asegurarse de la vocación de los que solicitan entrar y para llegar a conocer bien sus virtudes, sus talentos y sus buenas disposiciones […]

“Que el superior general y su consejo consideren atentamente ante Dios que para merecer ser admitido en la Sociedad hace falta ser llamado por Dios y tener las cualidades propias de un buen misionero y capaces de formar un santo sacerdote. Hay que tener gran deseo de la propia perfección, gran amor a Jesucristo y a su Iglesia, gran celo por la salvación de las almas; hay que tener el corazón libre de todo afecto desordenado a las cosas de la tierra, gran desprendimiento de los parientes y del suelo natal, un desinterés tal que llegue hasta despreciar las riquezas, hay que tener la voluntad de servir a Dios y a la Iglesia, ya en las misiones, ya en los otros ministerios que la Sociedad asume, y querer perseverar hasta la muerte en la fidelidad y la obediencia a las santas Reglas del Instituto.

“Es de desear que los que se proponen entrar en la Sociedad tengan aptitud para las ciencias, si todavía no han adquirido el conocimiento de ellas; que tengan buen sentido, inteligencia, un juicio sano, memoria y buena voluntad a toda prueba; que sean corteses, honrados, bien educados, con buena salud y sin deformidades corporales que comprometan la dignidad del ministerio que les será confiado un día y que los expongan al vilipendio” [88].

Por este texto podemos ver en seguida qué cualidades exige el fundador en los candidatos a su Sociedad de misioneros. En lo humano, hombres ya bastante maduros, hombres de buen sentido y de sano juicio, suficientemente inteligentes y con aptitud para el estudio y las ciencias, hombres de relación: urbanos, honrados, bien educados, con buena salud y sin deformidad corporal; hombres sobre todo de voluntad, de una buena voluntad a toda prueba. En el campo espiritual, hombres con verdadera vocación, inflamados de intenso amor a Jesucristo y a su Iglesia, animados de vivo deseo de la propia perfección y de celo ardiente por la salvación de las almas; hombres libres interiormente de todo afecto desordenado a las cosas de la tierra, bien despegados de la familia y del pueblo natal; por fin, hombres totalmente entregados, capaces de obedecer y de perseverar hasta la muerte.

Hay que notar en este texto la neta preferencia que el P. de Mazenod da a las cualidades del corazón y la voluntad, y la excelencia que desea ver en los suyos. El adjetivo grande se repite cuatro veces: gran deseo, gran amor, gran celo, gran desprendimiento. Quiere que los oblatos sobrepasen lo ordinario, que constituyan una verdadera “tropa escogida” en la Iglesia. En la práctica, para ayudarles, les pedirá sobre todo cuatro cosas: 1. vivir en comunidad; 2. consagrarse a Dios con los votos de religión; 3. consagrar la vida a la evangelización de los pobres y las almas más abandonadas; y 4. vivir y trabajar bajo el patrocinio de María Inmaculada.

a. La vida comunitaria

Esta vida en comunidad constituye un elemento esencial de la vida oblata. Eugenio la quiso desde el principio de su obra; hasta hizo de ella la primera condición para ser miembro de su pequeña Sociedad. La evangelización de los pobres, según él, especialmente por medio de las misiones populares, no podía llevarse a cabo en forma duradera y eficaz sin la vida comunitaria. Los hombres apostólicos con los que soñaba necesitarían también el apoyo de una comunidad, tanto para su santificación personal como para el mejor cumplimiento de su apostolado.

Su objetivo no era preparar francotiradores para el servicio de la Iglesia sino un verdadero cuerpo apostólico, una “tropa selecta” compuesta de hombres capaces no solo de trabajar juntos y de completarse mutuamente en el ejercicio de la misión, sino capaces también de vivir juntos en la regularidad de una misma casa, de rezar juntos y de renovarse allí espiritual e intelectualmente tras los agobiantes trabajos externos. A este fin, insistió mucho en las dos virtudes fundamentales en toda auténtica vida comunitaria: la caridad fraterna y la obediencia. Vale la pena volver a leer aquí lo que el fundador escribió sobre la comunidad y sobre la unión entre los oblatos [89].

Quería ver reinar entre ellos un verdadero espíritu de familia, el cor unum et anima una de los primeros discípulos de Jesús. Su modelo era la comunidad de los Apóstoles en torno a Jesús. Para todos, ya sean misioneros en el polo norte, ya trabajen en Asia, en Sri Lanka, hay una doble cita diaria: la celebración eucarística y la oración de la tarde ante el Santísimo Sacramento [90].

Eugenio daba tal importancia a la vida comunitaria para los sacerdotes empeñados en el apostolado, que hasta para los sacerdotes diocesanos, cuando sea obispo de Marsella, recomendará la agrupación en pequeñas comunidades. Lo veía necesario tanto para el servicio del pueblo de Dios como para el provecho espiritual del sacerdote.

Por lo demás, una motivación parecida le había orientado poco a poco a proponer el compromiso de los votos de religión a los miembros de su pequeña sociedad.

b. La vida religiosa

En 1815 el sacerdote de Mazenod no pensaba pedir a sus primeros compañeros el compromiso de los votos, aunque sí la vida común y el espíritu de los votos, la práctica de las virtudes religiosas. Quería para ellos el radicalismo evangélico bajo una Regla que se inspiraría en S. Ignacio, S. Carlos Borromeo, S. Vicente de Paúl y el Beato Alfonso de Ligorio, pero sin votos [91]. Esa exigencia era para él inseparable de su idea del misionero, “hombre apostólico”. Escribe al abate Tempier el 15 de diciembre de 1815: “¿Hay muchos sacerdotes que quieran ser santos de ese modo? Sería preciso no conocerlos para tener ese concepto; yo sé bien que es lo contrario: la mayoría quieren ir al cielo por otro camino que el de la abnegación, la renuncia, el olvido de sí, la pobreza, las fatigas, etc. Tal vez no estén obligados a hacer más y mejor que lo que están haciendo; pero al menos no deberían molestarse si algunos, creyendo conocer que las necesidades de los pueblos exigen más, quieren tratar de sacrificarse para salvarlos” [92].

Efectivamente, los votos llegarán pronto: la noche del jueves santo, 11 de abril de 1816, para los PP. de Mazenod y Tempier, y el 1 de noviembre de 1818 para los demás. El 17 de febrero de 1826, al ser aprobado por León XII el Instituto, los oblatos son verdaderosreligiosos. Emiten incluso un cuarto voto, inspirado en la Regla de S. Alfonso, el de perseverar en el Instituto, a fin de vencer mejor la tentación de volver al clero diocesano y la presión de ciertos obispos en ese sentido. Por su consagración religiosa, se dan entera y definitivamente a la obra de la misión.

c. La evangelización de los pobres

Entre los ministerios que se ofrecieron a su celo, Eugenio de Mazenod hizo una opción precisa para sí mismo y para su Instituto, opción a la vez exaltante y crucificante, la de evangelizar a los pobres y a los más abandonados. A los oblatos les pide que sean fieles a esa opción, que dejen a otros las grandes predicaciones en las parroquias ricas de las ciudades y vayan “a los pobres dispersos por el campo y a los habitantes de los pequeños poblados rurales más desprovistos de esos socorros espirituales” [93]. Lo mismo en las misiones extranjeras, insiste para que los oblatos no se entretengan entre los cristianos, sino que vayan hacia los paganos, hacia aquellos que aún no tienen la fe. “¿Cuándo comenzaréis a convertir infieles? escribe al P. Semeria en Jaffna. ¿No sois en vuestra isla más que párrocos de los viejos cristianos? Siempre he creído que se intentaba convertir a los paganos. Nosotros estamos hechos para eso más todavía que para lo demás” [94].

Hay que observar que el Fundador habla indiferentemente de los más pobres, de los más desamparados, de los más abandonados. Pero siempre en su pensamiento, la pobreza como privación de ayuda religiosa, es el aspecto específico de nuestra misión. Tiene presente ante todo el estado de ignorancia religiosa y a menudo de decadencia espiritual en que se encuentra la gente. Las más de las veces esas personas o grupos viven también en condiciones materiales precarias o miserables que los vuelven marginados respecto de los cristianos más afortunados. Estos pobres habitualmente no son atendidos por el ministerio ordinario de la Iglesia. Para entrar en contacto con ellos, hay que hacer diligencias especiales, tomar ciertas distancias con relación a los medios ricos, desterrarse, aprender otro lenguaje. A veces hasta habrá que expatriarse, porque los pobres viven en poblados alejados, aislados y de difícil acceso, donde pocos sacerdotes pueden o quieren ir.

A ellos deben ir los oblatos, y van para anunciar la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo. De ahí provienen de ordinario sus alegrías más profundas y sus sufrimientos más penosos. Como San Pablo, se empeñan en hacerse todo para todos, a fin de ganar el mayor número posible para Jesucristo. Sus virtudes son las del hombre apostólico: una fe inquebrantable, una esperanza invencible, una caridad sin límites, una audacia inmensa y mucha humildad. Son capaces de osarlo todo por la extensión del Reino de Dios y, al mismo tiempo, viven en una actitud de completa renuncia a sí mismos y de total fidelidad a la obediencia y al Espíritu de Dios que mora en ellos.

d. El patrocinio de María Inmaculada

Durante toda su vida, Eugenio de Mazenod mostró una gran devoción a la Santísima Virgen. No obstante, solo en diciembre de 1825, en Roma, diez años después de la fundación de los oblatos, pensó en ponerlos bajo el patrocinio oficial de María Inmaculada. ¿Por qué? Aunque él no lo dice, parece seguro que sintió entonces en forma nueva, mucho más viva, la importancia de María en una sociedad misionera como la suya. Por María entró en el mundo Jesús, nuestra salvación; por ella también prosigue él su obra y la llevará a cabo. El 22 de diciembre de 1825 escribe al P. Tempier: “Hemos de renovarnos sobre todo en la devoción a la Santísima Virgen, para hacernos dignos de ser Oblatos de María Inmaculada. ¡Pero si es un diploma para el cielo! ¿Cómo no lo habríamos pensado antes? Reconoced que será tan glorioso como consolador para nosotros estarle consagrados de un modo especial y llevar su nombre. ¡Oblatos de María! Este nombre halaga el corazón y el oído. Aquí tengo que confesarle que yo estaba muy extrañado, cuando se decidió tomar el nombre que creí debíamos dejar, de verme tan poco sensible, de experimentar tan poco gusto, iba a decir, de sentir casi cierta repugnancia a llevar el nombre de un santo que es mi protector especial y al que tengo tanta devoción. Ahora me lo explico: hacíamos injuria a nuestra Madre, a nuestra Reina, a la que nos protege y debe obtenernos todas las gracias de las que su divino Hijo la ha hecho dispensadora. Regocijémonos, pues, de llevar su nombre y su librea” [95]

El 20 de marzo de 1826, tras la aprobación del Instituto por León XII, el P. de Mazenod añade esto: “¡Oh, sí, tenemos que decírnoslo: hemos recibido una gracia inmensa! Cuanto más lo considero de cerca en todas sus circunstancias, más percibo el valor del beneficio. No podremos nunca corresponder a él más que con una fidelidad a toda prueba y con un incremento de celo y de dedicación por la gloria de Dios, el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas, sobre todo de las más abandonadas, conforme a nuestra vocación […] Tenéis mucha razón al decir que os parecía a todos haberos vuelto otros hombres; así es en verdad. ¡Ojalá comprendamos bien lo que somos! Espero que el Señor nos concederá esta gracia, con la asistencia y por la protección de nuestra santa Madre, María Inmaculada, a quien tenemos que profesar una gran devoción en nuestra Congregación. ¿No os parece que es una señal de predestinación llevar el nombre de Oblatos de María, es decir, consagrados a Dios bajo los auspicios de María, cuyo nombre lleva la Congregación como apellido que le es común con la Santísima e Inmaculada Madre de Dios? Es como para que nos tengan envidia; pero es la Iglesia la que nos ha dado este hermoso título, nosotros lo recibimos con respeto, amor y agradecimiento, orgullosos de nuestra dignidad y de los derechos que nos da a la protección de la Todopoderosa ante Dios” [96]. En consecuencia, el oblato está llamado a vivir su vida personal y a ejercer su misión en íntima unión con María. Sigue siendo misionero, evangelizador de los pobres, pero anuncia el evangelio a los pobres con la ayuda y el apoyo de María, vencedora de todo mal y Madre de misericordia. El oblato cultiva en su corazón una profunda devoción a María y se empeña en hacer que afuera sea más conocida y amada.

CONCLUSIÓN

¿Cuál fue la espiritualidad de Eugenio de Mazenod? A esta pregunta hay que responder simplemente: fue la del hombre apostólico de su tiempo. El presente estudio habrá mostrado, espero, cómo a partir de su experiencia personal y de su percepción de las necesidades religiosas de su época, el fundador de los oblatos supo utilizar los numerosos elementos de vida espiritual y apostólica que se le ofrecían. Los sacó de diversas fuentes, los experimentó y los dispuso conforme al fin misionero que se proponía.

No intentó propiamente crear algo nuevo o ser original, más bien quiso responder al desafío apostólico de su ambiente y de su tiempo, sobre todo al de la ignorancia religiosa de los pobres y de las personas más desamparadas. La única síntesis de vida espiritual que escribió es el libro de las Constituciones y Reglas de su Instituto, una especie de manual de acción misionera y de vida religiosa apostólica.

A unos elementos tomados de varias fuentes, él les dio un aliento nuevo, un espíritu peculiar. Este espíritu se caracteriza por el enraizamiento evangélico y por el ardor, el dinamismo que lo anima.

“Nuestro Señor Jesucristo nos dejó el cuidado de continuar la gran obra de la redención de los hombres, escribe al P. Tempier el 22 de agosto de 1817. Unicamente hacia ese objetivo deben tender todos nuestros esfuerzos; mientras no hayamos empleado toda nuestra vida y dado toda nuestra sangre para lograrlo, no podemos abrir la boca; con mayor razón cuando todavía no hemos dado más que algunas gotas de sudor y algunas leves fatigas. Este espíritu de dedicación total por la gloria de Dios, el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas, es el espíritu propio de nuestra Congregación, pequeña, es verdad, pero que será siempre poderosa mientras sea santa” [97].

Trece años después, el 29 de julio de 1830, recuerda al P. Guibert cuál es este espíritu oblato: “El espíritu del trapense no es el del jesuita. El nuestro también nos es propio”. Este espíritu está del todo centrado en la caridad, “el eje sobre el que gira toda nuestra existencia”: la caridad para con Dios que “nos ha hecho renunciar al mundo y nos ha consagrado a su gloria por toda clase de sacrificios, incluso el de nuestra vida”; la caridad con nuestros hermanos oblatos, “considerando a nuestra Sociedad solo como la familia más unida que existe en la tierra”; y la caridad para con los demás, “considerándonos solo como servidores del padre de familia, encargados de socorrer, de ayudar y de conducir a sus hijos con el trabajo más asiduo, en medio de las tribulaciones y de las persecuciones de todo género, sin pretender otra recompensa que la que el Señor prometió a sus servidores fieles que cumplen dignamente su misión” [98].

En resumen, la espiritualidad de Eugenio de Mazenod es la del “servidor bueno y fiel” de que habla el Evangelio, la espiritualidad de quien quiere vivir íntegramente y hasta el límite el precepto de la caridad. De esa caridad vivió él mismo toda su vida, y a ese mismo amor convida a los miembros de su familia religiosa: “Practicad bien entre vosotros la caridad…la caridad…la caridad… y fuera, el celo por la salvación de las almas”.

Fernand JETTÉ