1. Qué Quiere Decir Misericordia
  2. Eugenio, Beneficiario De La Misericordia Divina
  3. Sed Misericordiosos Como Vuestro Padre
  4. Misericordia Pastoral
  5. Fisonomía Misericordiosa Del Fundador
  6. Nuevas Perspectivas

QUÉ QUIERE DECIR MISERICORDIA

Todos se hacen cierta idea de la misericordia. Sin desarrollar un estudio sobre el vocabulario y su historia [1], aquí tenemos solo en vistas la misericordia en sentido religioso y cristiano. En forma general significa una piedad compasiva y gratuita frente a toda miseria. San Agustín expresó bien este contraste: “Dios mío, tú eres misericordioso, yo soy miserable” [2]. Toda miseria, pero sobre todo la más grande, la del pecado y de todo lo que de él proviene. Esta piedad va a expresarse, pues, en el perdón de la ofensa. Es clemencia e indulgencia. Es también ternura y mansedumbre de un corazón que renuncia a endurecerse y a cerrarse. Es gratuidad y largueza que rebasan la medida del estricto derecho. Se prodiga en toda clase de ayudas para aliviar la miseria.

Dios es la misericordia misma. Este atributo es incluso el que mejor le conviene respecto a la criatura, aun respecto a la criatura más perfecta y más hermosa, ya que ésta no es tan pura de toda miseria más que por la más gratuita de las misericordias. “El amor de Dios en forma de misericordia está en la raíz de toda obra de Dios” [3]. Para nosotros pecadores, este atributo brilla más admirablemente en el perdón que Dios otorga al pecador, por ser el pecado, repetimos, la mayor de las miserias, y la causa de muchas otras, si no de todas las otras. Esta misericordia divina es el ejemplar de la misericordia que nosotros debemos ejercitar. El “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” de San Mateo (5, 48) es traducido por Lucas (5, 36) como: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”.

No habrá que esperar de Eugenio de Mazenod definiciones ni reflexiones sistemáticas. Pero se podrán descubrir en él experiencias vivas de la misericordia de Dios para con él. De donde nacerán convicciones sólidas y actitudes consecuentes para con el prójimo en general, y especialmente en su práctica pastoral. Como veremos, él se sitúa particularmente en la perspectiva de la misericordia perdonadora, la que recibe de Dios y la que administra en su actividad misionera. Nos vamos a detener aquí casi únicamente en el fundador, tanto en su vida personal como en su trabajo apostólico. Mencionaremos aquí o allí algún dato de la historia de la Congregación; pero para hablar con la exactitud y la extensión necesarias de este rasgo de la misericordia en la vida y el apostolado de los oblatos, harían falta estudios que rebasan ampliamente los marcos de este artículo.

EUGENIO, BENEFICIARIO DE LA MISERICORDIA DIVINA

No solo es consciente en forma pasajera de las misericordias divinas para con él, sino que esto es una nota bastante característica de su vida espiritual, al menos tal como se expresa en lo que queda de sus escritos propiamente espirituales, es decir, hasta alrededor de 1837 según la edición del P. Y. Beaudoin. Ciertamente, se señalan con claridad sus otras virtudes, como muestran diversos estudios acerca de su espiritualidad [4]. Las virtudes ¿no están enlazadas unas con otras, según la teología más clásica? Pero en cada persona los enlaces y los acentos se individualizan. Ahora bien, en Eugenio de Mazenod el sentimiento de haber sido ampliamente beneficiario del perdón divino es vivo y constante.

Para percatarse de ello basta recorrer la lista de referencias a la palabra misericordia y a otras voces conexas en el índice temático de los Escritos espirituales. Se comprobará, no solo que esas palabras se repiten con frecuencia, sino que traducen un sentimiento profundo y permanente.

El editor de esos Escritos da la explicación en su introducción cuando pone de relieve dos temas significativos. El primero es justamente la conciencia de sus pecados que con tanta frecuencia aflora en Eugenio, y consiguientemente, el reconocimiento por los perdones de que es deudor a la misericordia divina. Ninguna consideración teológica, pero sí la expresión de una experiencia muy viva. Nada de artificial ni de superficial; su ser más profundo está comprometido en ello. Tampoco hay traza alguna de una culpabilidad más o menos morbosa.

Después de lo que otros han escrito, no hay por qué detenernos aquí sobre lo que Eugenio llama sus pecados. Para él han sido graves y reconoce haber vivido en ese estado durante un tiempo más o menos largo. Recuerda cómo y en qué ocasión lo sintió pesar más dolorosamente en su conciencia y concibió un arrepentimiento de auténtica conversión un viernes santo antes de 1808 [5]. No solamente guardó y como que entretuvo viva memoria de ese pasado, sino que sus notas de retiro manifiestan su preocupación permanente de recordar las faltas aun las más leves que todavía se le escapan. Alimenta de amor un estado habitual de compunción [6].

Estas retrospecciones de conciencia están bañadas en el sentimiento explícito y vivo de la misericordia divina. Este, lejos de replegarle dentro de su dolor, le vuelve invariablemente hacia el Dios perdonador. Ya no es solo la vergüenza sino el más intenso pesar por la ingratitud para con un Dios tan bueno. Eugenio no se cansa de recurrir a la misericordia. Se refugia en ella con total confianza. Sabe bien que la gracia le ha prevenido multiplicando las llamadas a salir de esos estados de pecado. Lo cual no hace más que avivar su compunción. No sale de su asombro al pensar que Dios ha llevado al colmo sus gracias llamándolo al sacerdocio. Cuenta con esos mismos auxilios para preservarse de las menores flaquezas. Se examina atentamente. Frecuenta el sacramento del perdón. Desborda en acción de gracias. Experimenta la necesidad de publicar y proclamar las misericordias del Señor para con él. La amargura del pesar cede el paso a la consolación y a momentos deliciosos de amor provocados por los encantos de las bellezas y bondades de Jesucristo, especialmente como redentor, a quien llega a llamar “el Esposo de mi alma”, “el amado de mi corazón” [7].

Abundan las páginas con estos sentimientos. Van jalonando todo el curso de sus notas de retiro y otros escritos espirituales. Se abren paso hasta en su correspondencia, desde su entrada al seminario en 1808, hasta el retiro preparatorio para la toma de posesión de la sede episcopal de Marsella en 1837. Los textos son ya fácilmente accesibles; no es necesario aquí multiplicar y alargar las citas. Basta consultar el índice de materias en la edición de los Escritos espirituales.

Aun cuando, a partir de 1837, los textos sean menos frecuentes, no hay que pensar que la misericordia divina esté menos presente en el corazón de Mons. de Mazenod. Como prueba, en primer lugar, basta el simple hecho de que haya conservado sus notas de retiro, sabiendo que habrían de ser leídas después de su muerte [8]. Para él esto era, más que un acto de humildad, un modo de publicar las misericordias del Señor en su favor. Otra prueba es su testamento redactado en 1854. Los términos de este documento son más sobrios, pero también más meditados. Se los puede considerar como una mirada final sobre este rasgo de su espiritualidad. Inmediatamente después de su profesión de fe, añade: “Imploro la misericordia de Dios, por los méritos de nuestro divino salvador Jesucristo en quien pongo toda mi confianza, para obtener el perdón de mis pecados y la gracia de acoger mi alma en el santo paraíso. Invoco a este fin la intercesión de la Santísima e Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, atreviéndome a hacerle presente, con toda humildad y con mucho consuelo, la entrega filial de toda mi vida y el deseo que siempre he tenido de hacerla conocer y amar y de propagar su culto en todas partes por el ministerio de aquellos que la Iglesia me ha dado como hijos y que se han asociado a mis deseos”. Apela luego a la intercesión de los ángeles, de los santos, de sus patronos, de San José, de las almas del purgatorio y de que aquellos que le sobrevivan, y en seguida continúa: “Tengo firme confianza en que el buen Dios, por su misericordia infinita, me conceda su santo paraíso […] Precisamente el conocimiento de la imperfección de esta caridad en mí y las incontables infidelidades que tengo que reprocharme, las cuales la han entibiado en mi alma, a pesar de las gracias de que he sido colmado toda mi vida, es lo que me hace temer la prolongación y la severidad de mi purgatorio. Reconociendo haber merecido el infierno, no puedo menos de conformarme con entera voluntad a la sentencia de la pena temporal que la justicia de Dios, suavizada por su misericordia, pronuncie contra mí […] Esta persuasión es la que, a fin de abreviar el término deseable, me hace gritar a los amigos, sirviéndome de las oraciones de la Iglesia: miseremini mei saltem vos amici mei [compadeceos de mí, al menos vosotros, mis amigos ] [9].

Como se habrá observado, Mons. de Mazenod invoca especialmente la intercesión de María para obtener la misericordia divina. No se trata de una fórmula más o menos protocolaria. Su devoción mariana es bien conocida. Conviene notar que la Santísima Virgen se le presenta especialmente como la Madre de misericordia. El libro del P. Luis N. Boutin sobre la espiritualidad de Mons. de Mazenod lo ha puesto acertadamente de relieve. No hay por qué repetir ese estudio. Con el mismo autor, conviene que añadamos otro rasgo que es afín a la misericordia. Esta evoca ternura y suavidad. Ahora bien, a Eugenio le gusta designar a María como “dulce y tierna Madre”. La divina misericordia es siempre para nosotros un misterio. A nuestro modo de ver, ella reviste en la maternidad de María para con nosotros, algo de ternura que nos la vuelve más humana y más cercana. Así ella favorece más la confianza. El Fundador tenía mucha razón al incitar en la Regla a los oblatos a cultivar en los fieles la confianza en María. El mismo tendrá el consuelo y la recompensa de escuchar como última oración en su lecho de muerte la Salve, saludo e invocación a la Madre de misericordia, la clementísima, piadosa y dulce Virgen María.

No solo para sí mismo, sino para todos los suyos veía Eugenio una gran misericordia de Dios en el hecho de haber sido llamados a vivir y a morir como hijos de María en la Congregación. Unos años antes de su muerte lo recordaba en una sencilla carta que dirigía a uno de sus misioneros en peligro de muerte en Ceilán: “Oh, sí, querido Padre, es el Espíritu Santo quien le ha inspirado eso que me dice, tan verdadero y tan conforme a la vocación divina a la que ha sido llamado por un insigne favor de la divina misericordia […] Todos los que han muerto en [la Congregación] sin excepción confesaban no encontrar palabras que expresaran la dicha que sentían al morir como hijos de María en la Congregación a la que les había llamado la misericordia de Dios” [10].

SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE

No tenemos que preguntarnos si San Eugenio de Mazenod se mostró misericordioso para con los otros, tanto con los individuos como con los pueblos a los que evangelizó o a los que tuvo a su cargo. Él, que tan vivamente sintió las misericordias de Dios para con él, no podía menos de sentir una especie de instinto a la vez humano y espiritual de reflejar esa misericordia para con el prójimo. Instinto, sí, pero también convicción fundada en un sentido evangélico y eclesial. Esto aparecerá sobre todo en su ministerio sacerdotal y en su praxis pastoral, como se verá más detenidamente. Pero no habría que dejar de lado sus actitudes y sus modos de obrar con personas particulares, sobre todo con la gente humilde y con sus hijos y hermanos oblatos. Empecemos por algunos apuntes sobre este último tema.

Es el momento de evocar el temperamento de Eugenio. Como todos saben, podía estallar en tormenta de vehemente indignación, pero le bastaba un instante para calmarse y dejar que la misericordia y la ternura vencieran. Se ha citado a menudo esta observación de Mons. Jeancard: “He visto también al Superior general estallar en las santas indignaciones de la virtud con una vehemencia aplastante, y luego, con una caridad no menos ardiente, otorgar el más misericordioso y consolador interés a la humildad y el arrepentimiento” [11].

Esas pocas líneas presentan bien un aspecto de la personalidad de Eugenio. A pesar de ese carácter entero y explosivo, se descubre fácilmente en él un corazón todavía más fuertemente inclinado a la misericordia. Contribuirán a ello ciertas disposiciones naturales, que él nunca quiso ahogar, muy al contrario [12]. Él mismo señala algunos rasgos en el autorretrato que traza para su director espiritual en el retiro de octubre de 1808 [13]. Después de describirse como hombre de una sola pieza, continúa: “Es difícilmente comprensible que, a pesar de un carácter como el mío que acabo de describir, mi corazón sea tan sensible, lo es en exceso”. Desde su infancia era inclinado a socorrer a los miserables. Se apresura a reparar cualquier ofensa que haya cometido, aunque sea con un simple doméstico. Ama en forma increíble a los criados que se sienten de veras unidos él.

Unos ejemplos. Como dos años antes de su ingreso al seminario, Eugenio es nombrado rector de las prisiones. Lejos de tomar esa función como una sinecura, pone todo su empeño – escribe a su padre – en “aliviar sus penas [de los prisioneros] por todos los medios que están en nuestra mano, pero sobre todo por los consuelos que la religión nos ofrece” [14]. En la misma carta cuenta cómo ha acompañado largo tiempo durante su agonía a la esposa de un amigo de la familia, sugiriéndole toda clase de oraciones adecuadas para prepararla a la muerte.

Más tarde, ya sacerdote, escribe a un viejo amigo para apremiarlo, en nombre de la amistad, a mantenerse o a empeñarse en una vida verdaderamente cristiana; a este fin, desde hace diez años no ha dejado de implorar a su favor la misericordia divina “cada día” [15] (subrayado por él). Se ve fácilmente que si Eugenio está naturalmente inclinado a ayudar o socorrer a seres necesitados, los confía y los conduce a la misericordia de Dios.

Estos sentimientos, los expondrá con mucho mayor abundancia aún para con sus hermanos e hijos oblatos. Su misericordia brota de esa inmensa sensibilidad y generosidad que animaban su corazón. Un corazón de padre, dice; pero no es bastante: un corazón de madre. Lo repite muchas veces. Por ejemplo, hacia el final de su vida, escribe: “He dicho muchas veces a Dios que, puesto que me ha dado un corazón de madre y unos hijos que merecen por tantos títulos mi amor, es preciso que me permita amarlos sin medida. Y es lo que hago bien conscientemente. Me parece que cuanto más amo a seres como vosotros, mi querido hijo, más y mejor amo a Dios, principio y lazo de nuestro mutuo afecto. Este sentimiento es permanente en mi alma, lo llevo conmigo dondequiera que estoy y, a falta de la presencia de los seres queridos, lo derramo ante Nuestro Señor en esa visita de la tarde en que me siento feliz al ocuparme de ellos” [16].

Cabría esperar, de parte del fundador, que la palabra misericordia apareciera en las Reglas que redactó para su Congregación. No se encuentra como tal. Evidentemente hay que verla evocada detrás de otras palabras. El fundador describe bien al hombre misericordioso que quiere ser, al delinear este retrato de lo que debe ser el superior general : “soportará con paciencia los defectos de cada uno; escuchará a todos con bondad; corregirá con suavidad; ayudará a cada uno con caridad en toda ocasión; se prestará con celo a todas las necesidades espirituales o temporales” [17]. Aparte de los superiores y siempre según la Regla, se dirige a todos, cuando, por ejemplo, escribe el 9 de octubre de 1841 a los misioneros partidos para el Canadá: “No tengáis más que un mismo espíritu; soportaos unos a otros. Incluso cuando algo no sea de vuestro agrado, guardaos de murmurar; comunicaos con mucha dulzura, sin tensión y sin acritud, las observaciones que creáis útiles. Si no son aceptadas, manteneos en paz y no os apartéis de la obediencia. Nunca personalismos ni susceptibilidades; candor, franqueza, sencillez, dulzura y sobre todo caridad […]” [18]. En esto hay mucho de misericordia.

Es el momento de tocar el modo como trata a los oblatos culpables. Sin pasar en revista todos los casos, vemos aparecer, en condenaciones o exhortaciones, el carácter contrastante del superior general; entero, le cuesta comprender o soportar las flaquezas o las mediocridades, y con todo, no deja de inclinarse a la indulgencia y a la compasión. Le parece que la Congregación está “cribada por el demonio” cuando acaba de expulsar a uno de los miembros. Habría sido preciso, prosigue, hacer justicia antes, si no hubiera sido la falsía del individuo, pero no puede menos de justificarse así: “Pero, Señor ¿me curaré alguna vez de inclinarme siempre a la misericordia cuando espero el arrepentimiento del culpable?” [19].

De otro “desertor” al que acaba, dice, de entregar a Satanás con una sentencia de despido, dice: “Yo había volcado la medida de la misericordia, y él me ha forzado por su obstinación extravagante y culpable a emplear el rigor que no ha cesado de provocar” [20]. Otro ejemplo más, y conmovedor. A un Padre de Canadá, como conclusión de una carta severa, le invita con exquisita ternura a ir a encontrarlo en Marsella: “Cara a cara conmigo, apoyado en mi corazón paternal, podrá decirme si no soy para usted lo que debo ser, es decir, el padre más amante, el más afectuoso y permítame añadirle, el más misericordioso, porque en verdad tengo algo que perdonarle” [21].

Ante faltas evidentes y graves el superior general podía mostrarse despiadado. Así ordena expulsar inmediatamente a un escolástico convencido de una amistad particular (en sentido peyorativo). Además, exige de toda esa comunidad una serie de oraciones reparadoras [22]. Por otra parte, un año antes, se muestra dispuesto a admitir al subdiaconado a un escolástico de buena voluntad, pero que no deja de presentar contraindicaciones; osa escribir que “se confía a la misericordia de Dios, que bendecirá, hay que esperarlo, nuestra resolución, más caritativa que prudente” [23].

¿Se fiaba demasiado el anciano obispo de la misericordia divina? En todo caso, en esta escuela divina, así como en la de la experiencia humana, había aprendido a tener en cuenta la debilidad y la lentitud del corazón humano. Lo deja bien a la vista en este aviso que escribió el año 1837 al P. Tempier. Este había transmitido a su superior una esquela severa para un penitente. Respuesta: “[…] el billete para el penitente del que se trata no era ni amigable ni caritativo. No se esperaba uno expresiones tan duras. Cuando se conoce el corazón humano, no debe uno preciarse de curar llagas con semejante remedio. Conociendo la sensibilidad del individuo, le puedo asegurar a usted que habría quedado excesivamente afectado. Por eso he quemado ese papelito que le iba a caer mal” [24].

MISERICORDIA PASTORAL

Los diferentes textos y gestos que acabamos de mencionar pertenecen ya a su actividad apostólica. Preparan a comprender un despliegue más amplio en el ministerio de las misiones populares. Ahí es donde la misericordia tomará una forma más fuerte, más viva.

Vamos a ello. Pero antes diremos una palabra de lo que podríamos llamar, en sentido amplio, las obras de misericordia corporal de Eugenio de Mazenod. Puede leerse la descripción en Juan Leflon [25]. No será inútil anotar que su obra de socorros individuales y de ayuda social no tiene toda la amplitud que felizmente iban a alcanzar después la defensa de la justicia y la promoción de la dignidad humana. Esta visión, sin embargo, no está fuera de su horizonte cuando el fundador enumera, en el Prefacio de las Constituciones, las etapas del apostolado al que llama a los oblatos: “llevar a los hombres a sentimientos humanos, luego cristianos, y ayudarles finalmente a hacerse santos”. Las Constituciones y Reglas de 1982 se sitúan claramente en esta perspectiva. Lo veremos al final.

Cuando se piensa en la misericordia en San Eugenio de Mazenod, se presenta sobre todo a la mente la actitud que él adoptó y practicó y que quiso que los suyos siguieran en la pastoral misionera. Escogió adrede hacer prevalecer la misericordia sobre el rigorismo que existía. Hay que situarlo en su contexto histórico para comprender lo que su posición tenía de destacado.

No hace falta mencionar por extenso las circunstancias. El jansenismo, sobre todo en la vertiente de la moral, estaba lejos de haber desaparecido en Francia en la primera mitad del siglo XIX. Quedaban muchas secuelas de los siglos precedentes, sobre todo en lo concerniente al sacramento de la penitencia [26].

Resulta algo difícil imaginarse hoy las consecuencias morales del jansenismo en Francia hasta comienzos del s. XIX. Como escribe Felipe Rouillard, osb, “dos espiritualidades y dos disciplinas sacramentales se enfrentan en Francia en el s. XVII: mientras los jesuitas muestran confianza en la naturaleza humana, los jansenistas están convencidos de que el hombre corrompido solo puede curarse mediante una penitencia severa. Antonio Arnaud en su obra De la confesión frecuente (1643) y Nicolás Pavillon, obispo de Alet, en su Ritual latino-francés (1667) preconizan un rigorismo moral y sacramental que ejercerá una influencia duradera. Pero la ética que ellos defendían ¿es todavía una ética evangélica?” [27].

En tiempo de Eugenio quedaban aún bastantes residuos tenaces. Sin embargo, mientras tanto se iba difundiendo cada vez más la teología moral de Alfonso de Ligorio. Sin propender a ningún relajamiento, era mucho más comprensiva y compasiva, en una palabra, más misericordiosa. El Padre de Mazenod adoptó deliberadamente, con pleno conocimiento de causa, esa teología y sus aplicaciones pastorales. Le impulsaba a ello el ultramonta- nismo que estaba ganando terreno y , por ende , el favor que la Santa Sede concedía a la teología ligoriana. Esta respondía también a la opción preferencial de Eugenio por los pobres, no solo por los pobres pecadores en general, sino por las poblaciones más o menos abandonadas, que más sufrían por las consecuencias del rigorismo que favorecía cierto elitismo. Como nota André Jaquin en el artículo antes citado, “el pueblo cristiano y sobre todo los más pobres se sintieron abandonados a sí mismos y entregados a su mediocridad” [28]. El P. de Mazenod se sentirá justamente llamado a inclinarse hacia estos pobres para sacarlos de su mediocridad religiosa. Lo hará ganándolos por la bondad misericordiosa del Redentor. Este sería el momento de releer su primera instrucción para la cuaresma de 1813: “Los pobres, porción preciosa de la familia cristiana, no pueden ser abandonados a su ignorancia. Nuestro divino Salvador hacía tanto caso de ellos que se encargaba él mismo del cuidado de instruirlos […]” [29].

La historia de la oposición de Eugenio al jansenismo ha sido abundantemente descrita por sus biógrafos. Señalemos unos jalones. Encontraba todavía sostenedores del rigorismo entre su propia parentela. Pronto él se separa resueltamente. Ya en 1806 se opone con fuerza a un tío cuyas virtudes admira, pero cuyas posiciones jansenistas rechaza netamente [30]. Lee y estudia a fondo un autor jansenizante, y condena sus errores en una profesión de fe escrita también en 1806 [31]. En el seminario, se da concienzudamente al estudio de la moral. Aun cuando, en opinión de Juan Leflon, recibe una enseñanza todavía empañada de rigorismo, él no se inclinará en esa dirección [32]. En efecto, unos años más tarde, ya sacerdote y misionero, escribirá que desde mucho antes se aplicó especialmente al estudio de la moral de Alfonso de Ligorio [33]. Por las mismas razones, confiará al P. Domingo Albini los cursos de moral en el escolasticado, luego en el seminario mayor de Marsella y más tarde en el de Ajaccio [34]. Todavía en 1830 recomienda a uno de sus seminaristas que modere la severidad de sus opiniones, estudiando a Alfonso de Ligorio [35].

Estas pocas menciones bastan para mostrar que las convicciones del P. de Mazenod se basan en su confianza en el favor que el Magisterio muestra hacia la enseñanza de San Alfonso y han sido profundizadas en un cuidadoso estudio de esa misma enseñanza. Han madurado en la práctica de las misiones populares. No se debilitarán por las resistencias que van a encontrar en el clero e incluso de parte de un obispo como Mons. de Miollis [36]. Él mismo como obispo tuvo que intervenir contra las tendencias rigoristas en el ministerio del sacramento del perdón [37].

En este sacramento, en efecto, es donde hace irradiar la clemencia, la dulzura y la misericordia. Siendo aún joven sacerdote, explica: “Nosotros [los predicadores] amenazamos solamente en el púlpito; en el sagrado tribunal usamos un lenguaje muy distinto; tal vez entonces somos demasiado indulgentes” [38]. Pero ya la predicación debe apelar al corazón: “Después de haber expuesto los deberes, hablad mucho a los corazones, no tengáis miedo de hacerlo con una suave efusión. Yo siempre me he sentido muy bien con ello y no recuerdo que nadie se haya resistido cuando ejercía vuestro santo ministerio” [39]. En todo caso, si cabe la opción, se dará siempre preferencia al ministerio de las confesiones antes que a la predicación. El fundador lo explica en un capítulo bastante largo de las Reglas de los oblatos. Ay del ministro pusilánime que tuviera miedo de ejercer este ministerio. No hay que titubear cuando se nos pide ese servicio. No hay que ser demasiado indulgentes ni demasiado severos. Hay que acoger con caridad inagotable y levantar a los decaídos con benevolencia y misericordia [40].

Por supuesto, hay que prepararse ante todo “con la práctica de las más excelsas virtudes para hacernos dignos ministros de las misericordias de Dios” [41]. Pero también con el estudio. Algo dijimos antes. Añadamos aún que el seminarista Eugenio compiló un cuaderno esmerado sobre el tratado de la penitencia, intentando, escribe Leflon, “proveerse de un caudal indispensable para su futuro ministerio entre los pequeños y los pobres” [42].

Este ministerio se llevará a cabo hasta con riesgo de la vida en tiempos de epidemia [43]. En los períodos de misión se le consagrará el tiempo debido, por más afluencia que haya: “Como seguimos para las confesiones el método de San Vicente de Paúl, aun confesando sin descanso, no vamos muy de prisa” [44], aunque haga falta en ocasiones pasar “hasta veintiocho horas seguidas” [45] para atender a los penitentes. También en tiempo ordinario, el P. de Mazenod, aun siendo fiel a la regularidad de la oración, se dice dispuesto a interrumpir la contemplación de las “misericordias de Jesús en su sacramento […para responder a una llamada y a] dejar inmediatamente sin quejas y sin pesar a Nuestro Señor para cumplir ese deber de caridad” [46].

En un tiempo en que se exigía todavía al penitente que rehiciera su confesión varias veces con algunos intervalos, para cerciorarse de la sinceridad de su perseverancia, no se debía retardar tanto la absolución, como si se pretendiera la impecabilidad, corriendo el riesgo de sumir al pecador en la desesperación. El P. de Mazenod se explica sobre esto en una hermosa carta a un párroco descontento de los resultados de una misión porque habían disminuido las comuniones en Pascua: “[…] hay que recordar, le dice, que la reconciliación en el sacramento de la penitencia, lo mismo que la justificación en el del bautismo, no dan la impecabilidad […] Al instituir el sacramento de la penitencia de forma que pueda ser recibido dignamente por el mismo hombre, él [Nuestro Señor] ha dado seguridad de antemano al sacerdote que lo administra según las reglas, y al mismo tiempo ha sacado al pecador de la desesperación a la que se habría entregado si no fuera por esta previsora misericordia […]” [47].

La misericordia de Mons. de Mazenod en la práctica sacramental se traduce también en otro rasgo que, no por ser poco frecuente, deja de ser expresivo. Era obispo en esas ocasiones. Yendo contra la corriente de una costumbre que prevalecía aún en su tiempo, él se interesa por dar la comunión a los condenados a muerte [48]. Expresa su “dicha por asegurar a un criminal los auxilios religiosos y por sancionar con un ejemplo la doctrina que enseño”. Celebra la misa en la prisión y dirige al culpable arrepentido una emotiva exhortación, antes de colocar el Cuerpo de Cristo en la boca de aquel pobre cristiano que “se deshacía en lágrimas”.

Tal vez donde mejor se dibuja el corazón a la vez humano y evangélico de Eugenio de Mazenod para con los pecadores es en la carta que dirige al P. Guigues con ocasión de un incidente bastante trivial en sí (parece que esos jóvenes se habían divertido perturbando una ceremonia de la misión). Pero la respuesta del superior está lejos de ser insignificante, más aún porque no se trata de un texto oficial y calculado, sino de una reacción espontánea e inmediata, reflejo de una inspiración largo tiempo meditada y vivida. Me parece que vale la pena citarla, aunque sea algo larga: “Acabo de recibir su carta del 15 y lo dejo todo para responderle. Dios le libre, mi querido amigo, de rehusar la comunión a aquellos que, después de haber sido culpables de la travesura que usted me cuenta, se arrepintieron. Usted mismo confiesa que no había en ellos más que excitación y de ningún modo actitud hostil. ¡Oh! vosotros sois enviados por Dios para perdonar pecados mayores que el de ellos e incluso mayores escándalos que el que pudieron dar con su ligereza. Una vez que les haya reconciliado, tiene usted el deber de admitirlos a la Santa Mesa para hacerles cumplir a la vez el precepto pascual y la obligación de comulgar que habían descuidado. Me temo que la preocupación en que le veo le haya llevado a no brindar a esos jóvenes una acogida bastante afectuosa. El sistema contrario habría ganado sus corazones y les habría inducido a atraerle a los que eran más culpables que ellos. Y si éstos terminaran por rendirse, sin ninguna duda debería usted darles también la comunión al final de la misión. Recordad que se os ha enviado a los pecadores e incluso a los pecadores endurecidos. Por supuesto, hay que contar con una resistencia de parte del demonio, que no suelta fácilmente su presa. Esa resistencia se muestra ora de una forma ora de otra. Jesucristo es siempre vencedor, Christus vincit. Ordena sacrificios, Christus imperat. Establece su reinado en las almas, Christus regnat. Es todo lo que deseamos, es el fruto y la recompensa de nuestros trabajos. Somos los ministros de su misericordia, tengamos siempre y para con todos entrañas de padre; olvidemos tan fácilmente los ultrajes que se hacen a veces a nuestras personas en el ejercicio de nuestro ministerio, como el buen Dios se digna olvidar las ofensas que sin cesar se le han hecho. El padre del hijo pródigo no se contentó con vestir a su hijo y ponerle en su dedo el anillo, sino que hizo matar el ternero cebado. Así nosotros, no solo debemos reconciliar a los pecadores, sino que, en razón de todas las gracias que se les han concedido durante la misión y de las garantías que ofrecen por su fidelidad en corresponder a ellas y por los esfuerzos que han hecho para eso, los admitimos al sagrado banquete, les damos el pan de vida para que puedan marchar por el nuevo camino que han de seguir y cumplan a la vez un deber imperioso que los apremia” [49].

Se sabe que el santo cultivó una gran devoción al Sagrado Corazón. Otro artículo trata de ello. Aquí bastan unas líneas para captar el lazo entre esta devoción y la misericordia en el fundador y en algunos de sus hijos. Naturalmente podría esperarse que el Corazón de Jesús revelara a Eugenio las raíces profundas del amor misericordioso y fuera para él un fuerte estímulo para devolver amor por amor [50]. Cuáles hayan sido los intercambios de amor entre él y Jesús, queda bastante en secreto. Lo que sí aparece más es el aspecto de reparación. La misericordia de que se siente beneficiario le vuelve más sensible a las ofensas de que es objeto el Corazón de Jesús, y se ve precisado a ofrecer reparación. Las ceremonias públicas que él suscita o preside quieren ser actos de reparación con vistas a implorar el perdón y otros favores. Con ello va en la línea de esta devoción tal como se practicaba en su tiempo, siguiendo la estela de las apariciones a Santa Margarita María y de las recomendaciones de la Iglesia.

Parece que también los oblatos se van a situar en la misma línea al edificar la basílica de Montmartre y al propagar el culto al Sagrado Corazón alrededor de ese monumento. La inscripción grabada en el frontón de la basílica lo resume bien: Sacratissimo Cordi Jesu Christi Gallia paenitens et devota ( Al S. Corazón de Jesucristo, Francia penitente y devota). Puestos estos matices, se ve que la reparación es petición de perdón y por tanto recurso a la misericordia divina.

Habría que proseguir toda la historia del culto al S. Corazón entre los oblatos y por medio de ellos. Me limito a enumerar, por lo que toca a Francia, los nombres de Alfredo Yenveux, Juan Bautista Lemius y Félix Anizan, éste por sus libros y por la revista Regnabit. Su influencia ha sido notable, entre otras cosas, por citar solo un ejemplo, en la vida de un oblato que llegó de Francia al Canadá, el P. Víctor Lelièvre. Un libro reciente del P. María Luis Parent: Victor Lelièvre, un homme branché sur le Sacré-Coeur, describe a un apóstol en quien la devoción al Sagrado Corazón se expande admirablemente en misericordia. Muchos oblatos se han sentido en sintonía profunda con este hermano inimitable. Él había recibido de sus formadores oblatos de Francia ese sentido tan vivo de la misericordia divina revelada por el Corazón de Jesús.

A reserva de un estudio más matizado, me inclinaría a creer que el sentido de la misericordia de San Eugenio aparece más en la devoción a María. Hemos tocado ya este punto al hablar de la misericordia que él implora y recibe de Dios por María. Lo mismo vale de su apostolado. Nunca olvida invitar a sus hijos, y por ellos a todo el pueblo cristiano, a confiar en María. Ella es, no más misericordiosa que Dios, lo cual sería absurdo, sino una revelación especial de la misericordia divina, una revelación peculiarmente adaptada al corazón humano, tierna y dulce Madre, Madre de misericordia, como a menudo repite el fundador y pastor. Él prescribe a los oblatos, a modo de oración oficial, el Sub tuum praesidium [51] .

Podrían multiplicarse los gestos y los textos en que se expresa el recurso confiado de Mons. de Mazenod a la Madre de misericordia. Un ejemplo. Cuando una epidemia de cólera hace estragos en Marsella, describe a su madre cómo esa calamidad suscitó “una santa explosión de devoción hacia la Santísima Virgen[…] el corazón se dilata en medio de esta devoción admirable. Me parece imposible que el Señor no se deje conmover y que su divina Madre no nos obtenga misericordia” [52]. En carta posterior a otro correspondiente, puede anunciar el cese de la plaga y añade: “Es una bella compensación a mis penas el ver así a Dios glorificado, a tantas almas convertidas y a nuestra ciudad sanada por esos medios todopoderosos empleados ante la misericordia infinita” [53].

Cabría ahora concluir esta sección sobre la misericordia en la pastoral del fundador, recordando brevemente el apostolado de los centros de peregrinación. Como es sabido, se sentía feliz al aceptar para la Congregación el servicio de los lugares de peregrinación dedicados a María. Veía en ellos como una misión permanente y no dejaba de ponderar y subrayar cuán ampliamente se ejercía allí la misericordia divina para con los pecadores [54]. Recojamos este pasaje de una acta de visita en que felicitaba a los Padres de Notre-Dame du Laus por su celo en el ministerio de las confesiones: “De ahí la afluencia creciente de fieles que acuden a los pies de nuestra buena Madre, seguros como están de encontrar, a los pies del trono terrestre de la Reina del cielo, a unos ministros celosos de su divino Hijo, especialmente encargados de reconciliar a los pecadores, hacia los que esta Madre de Misericordia atrae con su poderosa intercesión el perdón y la paz. De ahí tantas conversiones” [55].

Está demás extendernos sobre el hecho de que casi en todo el mundo los oblatos han seguido ejerciendo ese ministerio de misericordia. Por nombrar uno solo de esos lugares, las mismas experiencias de misericordia se repiten abundantemente en el santuario de Notre-Dame du Cap, en Quebec.

Un texto de los últimos años de su vida ilustra en forma concisa pero conmovedora cómo el anciano obispo une en un mismo acto de confianza su recurso a los Corazones de Jesús y de María a fin de obtener de su misericordia gracias y auxilios. El texto está tomado de un discurso pronunciado en la sesión final del sínodo de la provincia eclesiástica de Aix, el 23 de setiembre de 1850: “Estos favores [deseados por el sínodo] nos es lícito esperarlos sobre todo del Corazón tan misericordioso de Jesús, mientras los pedimos invocando también las misericordias maternas del Corazón de María, tan íntimamente unida al Corazón de su Hijo, por donde se comunican a los hombres, como por un canal admirable, las gracias divinas. ¡Ah! El corazón de una Madre en el que nuestras miradas, desde el fondo de este valle de lágrimas, perciben nuestra esperanza, se expansionará sobre nosotros, tanto más cuanto que su gloria no es extraña a nuestros trabajos” [56].

FISONOMÍA MISERICORDIOSA DEL FUNDADOR

Como en cualquier ser humano y más, la personalidad de Mons. de Mazenod está llena de contrastes. Con muchos otros, lo ha subrayado Juan Leflon [57]. Para cualquiera que desee unificarse sin sacrificar nada de bueno, todo está en armonizar esos contrastes superándolos en un equilibrio superior. Así, en nuestro caso, queremos ver cómo van a armonizarse rigor y dulzura en San Eugenio.

Delineando un retrato de conjunto, Leflon da este juicio sobre el pontificado del obispo de Marsella: “Su modo de actuar […] se inspiró menos en S. Francisco de Sales que en S. Carlos. El carácter de éste se acercaba más al suyo que el del obispo de Ginebra, tan amable y sonriente hasta en sus más austeras exigencias” [58]. Tengamos en cuenta que se trata de la administración de la diócesis de Marsella y además del modo y no del bien hacer del obispo. El mismo biógrafo reconoce en otra parte que “su experiencia del ministerio le llevaba a cierto ‘pesimismo’ que tal vez contribuía a hacerle menos rigorista que los confesores de su tiempo, para no desalentar la debilidad de las pobres voluntades humanas” [59].

Se dio cierta evolución en San Eugenio. El mismo Leflon la ve reflejada en tres de sus retratos que distan entre sí tanto como sus fechas. El primero “revela la resolución del joven misionero que se lanza a la obra de regeneración de una sociedad trastornada por la Revolución”. “La seguridad domina en el [2º] cuadro que representa al nuevo obispo; […] conserva la misma rigidez y no gana nada en amabilidad. Muy diferente es la fotografía del anciano, marcado por las pruebas, que deja una impresión de ahogo y de cansancio un tanto doloroso. La fuerza sigue, pero se la adivina sin ilusiones acerca de las posibilidades humanas, impregnada de mansedumbre y de serenidad; en los ojos profundos y medio cerrados, la llama, antes devoradora, se ha convertido en luz” [60].

Aunque la palabra no aparece, la fuerza y la luz que predomina en esa mirada ¿no es algo propio de la misericordia? Así las tendencias que al principio contrastaban demasiado acaban por confluir en algo más elevado y más simple. Y también en algo más cercano al misterio de la misericordia del Padre, en la cual se identifican las perfecciones divinas que actúan en nuestro mundo. “La obra de justicia en Dios presupone siempre la obra de misericordia y se funda en ella” [61]. “Sed perfectos, es decir, misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Mt 5, 48; Lc 6, 36).

NUEVAS PERSPECTIVAS

Este rodeo teológico nos prepara a leer dos textos oblatos en los que es importante detenerse. Se trata, primero, de la carta circular del P.L. Deschâtelets Nuestra vocación y nuestra vida de unión íntima con María Inmaculada [62], que data del 15 de agosto de 1951. De una hechura muy diversa de los escritos del fundador, este documento de uno de sus sucesores sitúa en el centro del misterio de la misericordia divina la comunidad de vocación entre María Inmaculada y el oblato.

La idea de esta circular se apoya en lo que hay de más profundo y de más bello en el plan de la misericordia redentora: y es que la humanidad no es solo beneficiaria de ella sino que está llamada, siempre por una misericordia mayor, a cooperar activamente con ella. Ahora bien, en este orden de la cooperación, María es por excelencia la primera: rescatada con la forma más alta de redención, es la más estrechamente asociada a toda la obra de la misma redención en todo su despliegue desde la ofrenda del Calvario hasta la consumación de la santidad de todos los miembros de Cristo. Es su función de Madre. Inmaculada en virtud de la más alta misericordia redentora, María es, en virtud del mismo designio, Madre universal de misericordia. Cuanto más una vocación llama a uno a colaborar en la realización de ese designio, más debe ponerse y ejercerse en dependencia íntima de María Inmaculada. ¡Qué íntima es, entonces, la comunión que el misterio de la misericordia divina establece entre el oblato misionero y Aquella a quien el fundador gustaba de llamar Madre de misericordia!

La imagen de la Virgen María nos lleva al otro texto en que vamos a detenernos: el de las Constituciones y Reglas de 1982. El único pasaje en que aparece la palabra misericordia nos presenta a María como Madre de misericordia (C 10). De él se trata en otro lugar de este Diccionario. Pero aquí conviene notar que la mención de María en este lugar de las Constituciones da mayor relieve a los artículos de que vamos a hablar: C 9 y 10; R 7-10. Sin que se lea la palabra, la misericordia inspira y motiva este aspecto de la obra apostólica de los oblatos. Se abren perspectivas nuevas.

También aquí, y más que nunca, está presente la misericordia que se inclina al socorro de la miseria, pero en forma nueva y con un despliegue más profundo y más amplio. Más que conmiseración hacia los que sufren, más que beneficencia con los desprovistos, más incluso que comprensión y clemencia para con los culpables, la misericordia, aun incluyendo todos esos aspectos, va más allá. Se acerca a lo que la Escritura llama en griego chrestotes y que podría traducirse por generosidad. Es la manera divina de prestar ayuda a la criatura miserable no solo desde lo alto y desde lejos, sino haciéndose cercano a ella. El Altísimo se hace personalmente próximo a su criatura. No solo nos procura gratuitamente liberación y acceso al Reino. Envía a su Hijo a asumir nuestra carne y a habitar entre nosotros. Él es y contiene toda la humanidad. En él, por él y con él, toda la humanidad queda rehabilitada y regresa al Padre. En consecuencia de esta proximidad, todos y cada uno son llevados a cooperar en su obra de salvación para llevarla a cabo. En esto resplandece la misericordia divina. Es más honroso para nosotros y por tanto más misericordioso de parte de Dios el habernos dado ser, mediante uno de los nuestros, cooperadores de los dones de Dios.

Estas consideraciones permiten entrever, sin entrar en su análisis, el alcance de los artículos que nos interesan [63]. Comienzan justamente con esta expresión sencilla pero cargada de sentido: “Siempre cerca de la gente con la que trabajan”. Algunos rasgos explicitan luego las consecuencias: atención constante a sus aspiraciones y a los valores que poseen; audacia para presentar las exigencias del Evangelio y para abrir caminos nuevos al mensaje de la salvación; humildad ante nuestra propia insuficiencia y confianza en el poder de Dios; llevar a todos, especialmente a los pobres a la plena conciencia de su dignidad de seres humanos y de su filiación divina.

La Constitución 9 y las Reglas 9 y 10 llevan todavía más allá. Como miembros de la Iglesia profética, hemos de ser testigos de la justicia y de la santidad de Dios; anunciar la presencia liberadora de Cristo y el mundo nuevo; escuchar y hacer que se escuche el clamor de los sin voz, apelando (alusión al Magnificat) al Dios que derriba a los poderosos y ensalza a los pobres. Saber aprender de los pobres modos nuevos de practicar el Evangelio; dejarse enriquecer por sus culturas y sus tradiciones religiosas. Por último y yendo aún más allá, atentos a llamadas especiales, identificarse con los pobres hasta compartir su vida y sus compromisos, o bien hacerse presentes allí donde se toman las decisiones que les afectan.

Este conjunto de disposiciones no dejará de modificar la práctica de los votos y de la vida interior. Esta vena corre por todas las Constituciones y Reglas. Señalemos algunos pasajes donde aflora más visiblemente. “Don total de nosotros mismos a Dios y a los hombres, con toda nuestra capacidad afectiva y las energías vivas de nuestro ser, [el celibato consagrado] nos permite acudir allí donde se ven las necesidades más urgentes y dar juntos testimonio del amor que el Padre nos tiene y del amor que nosotros fielmente le profesamos” (C 16). El voto de pobreza “nos induce a vivir en más íntima comunión con Cristo y con los pobres. [Cuando] nos sentimos débiles y sin recursos, entonces podemos aprender mucho de los pobres, especialmente la paciencia, la esperanza y la solidaridad” (C 20). “La obediencia nos hace servidores de todos. Con ella impugnamos el espíritu de dominación y queremos ser testigos del mundo nuevo en el que los hombres reconocen su íntima dependencia recíproca” (C 25). “[…] Buscan la presencia del Señor en el corazón de los hombres y en los acontecimientos de la vida diaria, lo mismo que en la Palabra de Dios, la oración y los sacramentos” (C 31). En retorno, “llevamos ante Él la carga cotidiana de nuestra preocupación por aquellos a quienes somos enviados” (C 32).

Aparece con bastante claridad que en las Constituciones y Reglas el gran movimiento de la misericordia se resume en esta expresión ya citada de la C 8: “Siempre cerca de la gente con la que trabajan”. Las formas concretas son indefinidamente renovables, pero brotarán sin cesar de su fuente primera, la generosidad misericordiosa del Padre. Esta se manifestó en que envió a su Hijo para estar cerca de nosotros y para hacerse nuestro camino hacia Él. A imitación de Dios y, en seguimiento de Cristo, debe animarnos la misma misericordia (Ef 4, 32 – 5, 2) “Sed buenos, como es bueno (chrestos) el Altísimo. Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 6, 35-36).

Jacques GERVAIS