1. Introducción
  2. Espíritu De Mortificación Del Fundador
  3. El Obispo Y El Superior General
  4. La Mortificación En La Congregación
  5. Conclusión

I. INTRODUCCIÓN

“La mayoría pretende llegar al cielo por otro camino que el de la abnegación, de la renuncia, del olvido de sí mismo” [1]. San Eugenio de Mazenod, fundador de los Oblatos de María Inmaculada, tenía alma de apóstol. Su primera intuición para sí mismo y para sus colaboradores, fue la de reproducir el ejemplo de Jesús y de los Apóstoles, que establecieron el Reino de Dios por la cruz y todo lo que ésta incluye de sacrificio. Por eso, además de lo que dice en el Prefacio, traza con energía el camino para sus hijos: “Los obreros evangélicos, deben apreciar en gran manera la mortificación cristiana si quieren sacar frutos abundantes de sus trabajos. Por eso, todos los miembros de la Sociedad se aplicarán principalmente a mortificar su ser interior, a vencer sus pasiones, a renunciar en todo a su propia voluntad, procurando, a imitación del Apóstol, complacerse en los sufrimientos, los desprecios y las humillaciones de Jesucristo” [2].

El Fundador, como todos los que se han consagrado a Cristo, comprendió que la cruz es la ley de toda redención. Cristo no se sustrajo a esta ley: “Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto mas la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a si mismo sin tacha a Dios, purificará de la obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” [3].

La redención realizada por Cristo es con mucho superior a la de la antigua alianza, no sólo por razón del cambio de víctima, sino sobre todo por la voluntad de amor expresada por Cristo desde el principio de su oblación : “En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” [4].

San Pablo no deseaba para sí mismo más gloria que la de la cruz: “En cuanto a mí Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es un crucificado para mí y yo un crucificado para el mundo” [5].

Así pues, por ser miembros de Cristo, los que le han seguido, han abrazado también la cruz. Su cruz es prolongación de la de Él. Los discípulos de Cristo le ofrecen cada uno su propia humanidad para que Él pueda seguir salvando al mundo, aplicándole los méritos infinitos de su propia pasión. Jesús sufrió para establecer el Reino de Dios y cuantos toman parte en su obra han de estar dispuestos a tomar parte en sus padecimientos. Por cierto, el cristiano no pretende añadir nada al valor propiamente redentor de la cruz, a la que no le falta nada; pero se asocia a las “pruebas” de Jesús, es decir, a sus tribulaciones apostólicas. El cristiano unido realmente a Cristo por el bautismo y la eucaristía, le pertenece hasta en su cuerpo [6]. Por eso, la vida de este cuerpo, sus sufrimientos y hasta la misma muerte, pasan a ser místicamente los de Cristo, que habita en él y en él es glorificado [7].

ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN DEL FUNDADOR

Para el Fundador, la mortificación es un compromiso normal de amor ascético, por el cual el alma toma conciencia de estar de lleno en la luz que proviene del crucificado: “La vida interior de Jesucristo ha sido una cruz continua y un continuo martirio; por eso, he de aplicarme a identificar mi vida con la suya por la práctica de la mortificación interna y externa” [8].

Nuestro aprecio de la cruz de Cristo se manifestará en la intención de llevarla, por decirlo así, continuamente en nuestro cuerpo. La cruz que debemos llevar sobre el pecho, será como el certificado de autenticidad de la misión de que estamos investidos ante diversos pueblos: “Estos serán así movidos al respeto y los misioneros mismos recibirán una constante lección de humildad, de paciencia, de caridad y de las demás virtudes que deben practicar durante su santísimo y sublime ministerio” [9].

Quisiera trazar brevemente el itinerario espiritual de nuestro fundador sobre el tema que nos ocupa, a partir de su entrada al Seminario de San Sulpicio en 1808. Todas las biografías y los estudios que se han hecho sobre su vida y sus escritos autobiográficos demuestran que Eugenio daba un lugar destacado a la mortificación de toda su persona. Antes de acudir al testimonio de los distintos textos, quisiera esbozar los motivos que impulsaron al joven seminarista, y luego al sacerdote e incluso al venerable obispo a dar una importancia particular al sufrimiento aceptado como medio para alcanzar una conformidad mayor con Cristo Salvador.

Sus motivaciones para la penitencia se pueden atribuir a diferentes realidades del itinerario espiritual común a todo cristiano que quiere seguir más de cerca al Señor.

El primer motivo que encontramos constantemente en su trabajo de vida interior es la reparación por sus pecados. Se acusa con frecuencia de haber pasado demasiado tiempo en el pecado; por eso quiere reparar por medio de la penitencia. Veremos luego cómo llega a este razonamiento sencillo: si soy discípulo de Cristo, debo aceptar como Él el sufrimiento. El segundo motivo es el de reparar por las ofensas cometidas por los cristianos contra la santidad de Dios. Desde el primer año del seminario, instituye entre los seminaristas un grupo de oración para expiar las faltas de los cristianos durante el carnaval [10]. Otro motivo que aparece con frecuencia, sobre todo durante sus primeros años de sacerdote, es el de imponerse penitencias para recobrar y mantener continuamente el fervor de su unión y de su entrega al Señor. Eugenio de Mazenod se lanzó sin reserva al apostolado. Un día se dio cuenta de que las penitencias que se había impuesto encima de su trabajo apostólico agotador, habían minado su salud, cuando el apostolado constituía para él mismo un extenso campo donde practicar la abnegación.

A propósito del apostolado, el P. José Morabito en su libro Je serai prêtre, rico en teología espiritual, da a conocer otro motivo profundo por el que el Fundador procura purificarse. Este motivo está unido estrechamente a su propio carisma: “De su sacerdocio y de sus pecados brotaban un sentimiento de humildad y una reacción muy personal: dedicar su sacerdocio al servicio de los hijos más humildes de la familia del Maestro” [11].

Otra observación conviene hacer a propósito del espíritu de mortificación del Fundador, observación ya hecha muy atinadamente por el P. Morabito. ¿Por qué nos ha dejado el Fundador notas personales tan detalladas, donde se ensaña, a veces implacablemente, con sus pecados y con su indignidad? “Cuando se ha obrado mal, responde el autor, hay dos maneras de repararlo: una, haciendo olvidar el pecado si es público, o cubriéndolo con el silencio si es secreto; otra, reconociendo el propio pecado humillándose, dándose a conocer tal cual uno es, para humillación propia y para gloria de Dios. La primera es la de las almas ordinarias; la segunda es la de los santos” [12].

Tras estas observaciones generales que nos indican el sentido de la penitencia en el fundador, veamos ahora, a partir de sus escritos y de su propia vida, el ardor con que se empeña en ella. La idea que él se hacía de su posición en el estado “eclesiástico” (así define él su propia condición) era muy elevada. De una parte, le llevaba a disociarse de los clérigos que no estaban a la altura de su dignidad; de otra , a guardarse de una preparación personal apresurada. Las expresiones que siguen nos revelan el secreto del gran ardor que Eugenio, seminarista, pondrá en el camino que ha elegido.

“No quiera Dios que yo me descuide en tomar todas las precauciones que puedan asegurar el éxito de mi ministerio. La gracia de Dios ya va a encontrar bastantes obstáculos en mi escasa virtud y en el gran número de mis imperfecciones sin que necesite agregar las dificultades externas que puedo fácilmente evitar. Quiero que se me pierda de vista, que se olviden de Eugenio, para que no haya peligro de que se me confunda con el sacerdote. No quiero entrar en liza hasta que esté del todo afianzado y moralmente seguro de no comprometer el honor de la religión que se me va a confiar” [13]. En el seminario, el joven Eugenio intenta ponerse en las mejores disposiciones espirituales para agradar a Dios. Ciertamente, se arrepentirá de sus faltas, pero con gran confianza en Dios. Quien aspira a ser un ministro más cercano a Dios debe tender a una vida cristiana mejor que la de los simples fieles. “Adhesión total a las órdenes de los superiores, sumisión perfecta a cualquier indicación de ellos, por pueril que parezca, o por dura que pueda ser para un hombre que ha vivido hasta los veintiséis años en la más completa independencia, aun en lo que toca a la piedad” [14].

Una sincera mirada sobre el pasado le impulsa vivamente a adoptar una vida de penitencia para expiar sus faltas pasadas y ponerse a la altura de su nuevo estado. Traza él mismo una lista de penitencias que cumplir: levantarse nada más despertar, permanecer de rodillas durante la meditación, no repetir en la comida, ayunar los viernes, no desayunando y comiendo poco en la comida y en la cena. A más de las penitencias corporales, están las espirituales: “[…] hay que acordarse de reprimir la voluntad, me empeñaré sobre todo en mortificar mi espíritu, en sofocar los deseos desordenados de mi corazón, en someter esta voluntad; haré lo posible por domar mi carácter […]” [15].

En el retiro previo a la ordenación sacerdotal se lamenta de su disminución en el fervor. El remedio estará en dar nuevo impulso a las mortificaciones corporales, ya que también se ha dado cuenta de que empiezan a pesar. Dirige su esfuerzo a la observancia fiel del reglamento; madrugar más para tener tiempo de hacer más cosas ; rechazar cuanto le aparte del estudio; rezar el rosario tres veces por semana; rezar el oficio divino más lentamente [16].

Del 1 al 21 de Diciembre de 1811 hace el retiro inmediato a la ordenación sacerdotal. La meditación sobre el hijo pródigo le invita a plantearse qué debe hacer para satisfacer a la justicia divina. Aunque el padre del hijo pródigo no exige penitencia alguna, las Escrituras hablan con frecuencia de la necesidad de penitencia para expiar los pecados. Todos los santos son modelos de esta virtud. ¿Es él menos pecador o entiende mejor la doctrina del Salvador? En seguida hace un recuento de las virtudes que quiere practicar a través de la penitencia. Una de las principales virtudes es la humildad, no solo ante los superiores sino también ante los inferiores. Otro campo de mortificación es la lucha contra la delicadeza y lo que él llamaba la sensualidad, que probablemente era la búsqueda de comodidad. Contra estas tendencias recurre ampliamente a las penitencias corporales [17].

Apenas ordenado, se apresura a marcarse un camino a seguir, ahora que ya ha llegado al fin tan anhelado. A finales de diciembre de 1811 establece su programa que denomina “resolución general”: “Resolución general de ser del todo para Dios y para todos ; de huir del mundo y de cuanto pueda ofrecer de halagüeño etc. ; de buscar sólo la cruz de Jesucristo y las ocasiones para mortificarme; de pisotear y contrariar sin cesar la naturaleza. Según la expresión de San Pedro, no permitiré a mi corazón formar ningún deseo de cosas terrenas . Os exhorto a que, como extranjeros y forasteros, os abstengáis de las apetencias carnales (1 Pe 2,11)” [18].

En 1812, poco después de ordenado, se traza un reglamento para orientar más fácilmente su fervor. No falta la sección dedicada a la penitencia: “Para tratar de obtener que el Señor escuche mis súplicas, uniré a la más exacta observancia de la ley la práctica de la mortificación, de tal suerte que se extienda a todas mis obras y a todas las circunstancias de mi vida, recordando que la vida entera de Jesucristo, mi modelo, ha sido cruz continuada y martirio constante” [19].

Al cabo de algunos años de sacerdocio, Eugenio hace examen sobre la duración de su fervor. Durante un retiro, pone por escrito los medios oportunos para preservarla: “Si quiero marchar este año como es debido, es indispensable que me arme de severidad conmigo mismo, para que nada me aparte de la observancia exacta de mi reglamento particular” [20].

Se impone un penitencia corporal proporcionada a los actos de piedad omitidos o mal hechos, y si no fuera suficiente, se lo impone con voto. De esta serie de faltas externas, pasa en seguida a proponerse dominar interiormente el orgullo, la vanidad, el amor propio, “la fuerte inclinación a hablar del bien que llevo a cabo” [21], la sensibilidad del corazón. Su penitencia, entonces, ya no es solo exterior sino también interior. Es de verdad admirable su modo de luchar interiormente contra cualquier defecto. Por ejemplo, contra la envidia, se compromete a hablar siempre bien de cuantos podrían hacerle sombra.

En 1814, vuelve de nuevo al tema de la mortificación interior: “Trabajar por la virtud de la amabilidad, la mortificación de la lengua cuando me sienta molesto, por la humildad, vencer el amor propio […]” [22].

De este retiro conservamos varias meditaciones sobre Dios, los novísimos y el estado sacerdotal. El tema que más aflora es su situación moral ante esas grandes realidades. La conclusión es siempre la misma: Dios me ha amado y yo he sido un ingrato. Si quiero ser semejante a Jesucristo en su gloria, he de asemejarme a él en las humillaciones y en los sufrimientos, asemejarme a Jesús crucificado [23].

En la meditación 14ª queda impresionado por una verdad del plan de salvación de Dios: “ […] puesto que Jesucristo, que es la sabiduría eterna, ha elegido las humillaciones y el anonadamiento para reparar la gloria de su Padre, es preciso que ese sea el medio más apropiado para glorificar a Dios” [24]. Espera que este pensamiento le será de gran utilidad durante toda su vida. En el mismo retiro, en la meditación sobre la mortificación de Jesús en la circuncisión, el joven sacerdote aborda el capítulo de la mortificación de manera sistemática. Su director, a quien debe obedecer, no le permite castigar su cuerpo como él desearía. Su deseo de mortificarse le lleva a imaginar nuevas maneras para tener su cuerpo sometido. Aquí se va afinando su espíritu de mortificación. Pasa de una mortificación más exterior a una mortificación más interna; quiere ser más asiduo en el servicio, sacrificar sus comodidades, mortificar la mirada, la lengua y el gusto. “Pero no es todo. No hay que olvidar la mortificación del espíritu y del corazón […] Sofocar sin cesar las pasiones que intentan renacer de sus cenizas, aplacar los primeros impulsos del corazón propenso a varios afectos desordenados, combatir sobre todo el amor propio, eterno enemigo de todas nuestras acciones que él corrompe […]” [25]

Su retiro de 1816 en Bonneveine marca sin duda alguna una evolución. Se da cuenta de que dedicando poco tiempo al descanso y a la comida ha arruinado su salud. Creía ser como los otros santos: “El ejemplo de los santos me ha seducido, pero me parece que Dios no quiere lo mismo de mí, pues parece que me avisa con la disminución de mis fuerzas y el desarreglo de mi salud” [26].

A través de estas consideraciones se puede apreciar que no es tanto Eugenio quien busca con ardor medios para sufrir con su Señor, sino que, al contrario, es el Espíritu mismo quien le lleva de la mano a descubrir en la entrega de sí mismo un medio de santificación. En adelante, como lo hace notar el P. Morabito, no se da dualismo entre la búsqueda personal de la santificación y el apostolado. El apostolado pasa a ser el único camino del don de sí. Es la inmolación total: “Ante todo, debo convencerme bien de que cumplo la voluntad de Dios dedicándome al servicio del prójimo, ocupándome de los asuntos externos de nuestra casa, etc., y luego, actuar lo mejor que puedo, sin inquietarme si, trabajando así, no puedo hacer otras cosas que me agradarían más o que parecerían ayudarme más directamente en mi propia santificación” [27].

Se da cuenta ahora de que no puede ser él mismo el árbitro de sus iniciativas ascéticas. El Espíritu Santo la hace comprender que debe someterse a su director espiritual.En efecto, en un retiro de 1817 promete nuevamente dejarse conducir por el consejo de su director, sin caer en ningún exceso de un lado o de otro. Al año siguiente vuelve sobre el mismo tema con mayor precisión y con un vago pesar de tener que abandonar las prácticas de penitencia que le habían ayudado a crecer en el amor al Señor, al sacerdocio y al apostolado: “He sentido la necesidad de llevar una vida más todavía mortificada y he deseado ardientemente hacerlo. Una sola cosa me entristece y es el temor de encontrar oposición y de que mi director se prevalga del voto de obediencia que le he hecho para poner obstáculos a lo que me parece claramente la voluntad de Dios […] Pediré con insistencia a mi director que me deje seguir el atractivo que me lleva con fuerza a una vida penitente. Me parece que sería contrariar al espíritu de Dios intentar seguir oponiéndose por más tiempo, so pretexto de que mi salud tiene necesidad de cuidados” [28].

EL OBISPO Y EL SUPERIOR GENERAL

Como obispo y superior general, el Espíritu de Dios que le dirigía le hizo comprender que el tiempo dedicado a sus múltiples ocupaciones ya constituía en sí mismo un sacrificio.

“Jóvenes de buena voluntad, no lograréis causarme escrúpulos, por más que me duela no poder hacer más. Cuando uno se levanta a las 5 de la mañana y se acuesta cerca de media noche, cuando uno no se permite ni un paseo de media hora, estando de la mañana a la noche al servicio de todo el mundo, o en el despacho con la pluma en la mano, todo el tiempo que la exigencia o la indiscreción le dejan libre, uno no se puede reprochar no haber cumplido con su deber” [29].

En sus notas del retiro anual de 1831, el fundador hace un pequeño comentario de la Regla que él mismo había escrito. Pero al leerlo, uno no diría que ha sido él el autor. Cita la Regla como obra de la Iglesia y de Dios. Casi como un novicio que la lee por primera vez, manifiesta su asombro ante la belleza y la fuerza de sus prescripciones.

Comentando el art. 6, escribe: “Todo esto es precioso. Ellas son eminentemente apropiadas para mantenernos en el espíritu de nuestra vocación, para llevarnos a adquirir nuevas virtudes y méritos más abundantes; por eso la Regla insiste en que el misionero, especialmente el que ha prestado servicios más brillantes a la Iglesia, el que ha procurado mayor gloria a Dios y salvado mayor número de almas en el ejercicio de las santas misiones, acuda gozoso al seno de nuestras comunidades para hacerse olvidar de los hombres y renovarse, por la práctica de la obediencia y la humildad y de todas las virtudes escondidas, en el espíritu de su vocación y en el fervor de la perfección religiosa, sin olvidar los otros deberes” [30].

El Fundador, está claro, no escribió estas palabras pensando en sí mismo, sino en el Oblato ideal. No obstante, sabemos que en la práctica él fue por su vida el modelo de un Oblato según la Regla.

LA MORTIFICACIÓN EN LA CONGREGACIÓN

1. SEGUN LAS REGLAS DE 1818 A 1966

En las primeras ediciones de la regla, el capítulo VIII está consagrado a la mortificación y a las penitencias corporales. Se inspira en el párrafo de la Regla de San Alfonso que lleva por título “De la mortificación y de las penitencias corporales”. Pero el fundador añade profundas modificaciones a los artículos sobre el ayuno, “la disciplina” y el sueño. Suprime dos artículos y agrega otros dos.

En el primer manuscrito francés de 1818 [31] el Fundador comienza el párrafo sobre la mortificación, recordando a los obreros evangélicos que, si quieren sacar frutos de su trabajo deben ejercitarse en la mortificación, sobre todo en la interior de la voluntad y de las pasiones. Prosigue dando, para la mortificación externa, una lista de días en los que los oblatos deben ayunar. Para este ayuno, precisa incluso la cantidad de alimento que se puede tomar. El fundador no prescribe maceraciones, pero al mencionar las que San Felipe Neri y San Alfonso habían prescrito a los suyos, invita a los oblatos a seguir tales ejemplos. Entre las diversas mortificaciones enumeradas, desea que se utilice un camastro mejor que una cama confortable que invita al descanso prolongado y, por consiguiente, contrario a la mortificación [32].

En el primer texto de la Regla, en el capítulo sobre el fin de la Congregación, el Nota Bene [33] se convertirá en el célebrePrefacio de todas las ediciones posteriores. El Fundador ya traza ahí el camino de la penitencia para los nuevos misioneros, llamados a ser los nuevos apóstoles, y a proclamar, también por la mortificación, el Evangelio: “Vivir en estado habitual de abnegación[…] trabajando sin descanso por hacerse humildes, mansos, obedientes, amantes de la pobreza, penitentes y mortificados, despegados del mundo y de la familia, abrasados de celo, dispuestos a sacrificar bienes, talentos, descanso, la propia persona y vida por amor de Jesucristo” [34].

De 1819 a 1825 nuestra Regla conoció un período de perfecciona- miento. Este trabajo se encuentra en un documento conocido con el título de Manuscrito Honorat I y II [35]. En el manuscrito I, en el párrafo “De la mortificación y penitencias corporales”, se suprime el ayuno los viernes que preceden o siguen a un día de ayuno y se añade la prohibición de darse disciplina sin el permiso del superior [36]. En el manuscrito II se suprime el ayuno durante la octava de Navidad y en la vigilia de la fiesta de San Vicente de Paúl y se añade el de la vigilia de la fiesta del patrono titular de la Iglesia.

El manuscrito III no revela nada nuevo y el manuscrito IV, última etapa de perfeccionamiento, es idéntico al manuscrito V, conocido como Manuscrito Jeancard. Este último fue el que el Fundador presentó en Roma; hoy no se lo encuentra. El manuscrito VI es la copia que él hizo del de Jeancard.

La revisión de 1843 no ofrece cambio alguno. En la de 1850 se agrega: “Ejercicios de fin de año”: Exposición del Santísimo Sacramento para pedir perdón a Dios por todas las infidelidades y por los pecados cometidos durante el año. También se añade el ayuno de la vigilia de la fiesta del S. Corazón y queda abolido el de la vigilia de la fiesta de San Alfonso.

En sus propósitos de retiro de 1808, en San Sulpicio, Eugenio había decidido conformarse para desayunar con el primer trozo de pan que se le diera, sin pedir otro. [37] Mantuvo esta costumbre aun después del Seminario y quiso adoptarla en la Regla. Pero tuvo que tomar en cuenta primero el trabajo con frecuencia excesivo de los misioneros y luego las necesidades de los estu- diantes, para quienes esa práctica fue mitigándose en el correr de los años [38].

En cuanto a la disciplina, en los comienzos, en 1818, es facultativa. Pero la costumbre es que se dé todos los viernes. El Fundador da ejemplo dándosela hasta sangrar [39]. Incluso en 1826 no se vuelve obligatoria; con todo, el Fundador la recomienda a menudo en sus escritos y cartas [40]. Todavía en 1826 se deja puerta abierta al uso del colchón, pero el Fundador se mantendrá siempre fiel al jergón [41]. En 1908, en relación al voto de castidad, se añade: “Para alcanzarla [la pureza de los ángeles], dediquémo- nos con ardor a la oración, a la mortificación […]”. En la revisión de 1926, se suprime el artículo sobre el desayuno; ya no es posible tenerlo en cuenta. Se mitiga también el artículo acerca de la cama [42].

2. LA REVISION DE 1966

Las Constituciones y Reglas, cuando hablan delhombre apostólico, recuerdan al oblato la necesidad de la mortificación para vencer su suficien- cia o su timidez, su pereza o su imprudencia imitando “a Aquel que se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo” [43]. “En una sociedad en la que circulan fuertes corrientes de ateísmo y de incredulidad”, es invitado como San Pablo “a completar en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” [44]. “Se someterá generosamente a las purificaciones que Dios le inspire o le depare, a fin de hacerse más apto para amar a los hombres con el corazón de Cristo” [45]. Las Constituciones invitan a los escolásticos a alcanzar, bajo la protección de la Inmaculada, “el espíritu misionero, hecho de renuncia a sí mismo para seguir a Cristo [46].

Para hacer frente a los peligros inherentes a su ministerio, los misioneros harán uso de la mortificación, de la sobriedad y de la guarda de los sentidos [47]. En el párrafo sobre la vida de oración, la Regla recuerda al ob

lato que debe aceptar “todas las pruebas del ministerio, de la vida común y las penas personales” y responder “con generosidad a las inspiraciones del Señor que inviten a otras formas de penitencia voluntaria” [48].

3. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS DE 1982

Como en las Constituciones y Reglas de 1966, tampoco en las de 1982 hay una sección reservada a la penitencia, pero se afirma con energía la necesidad de la mortificación. En la primera parte, sobre el carisma oblato, la C 4 pone la cruz de Cristo en el corazón de la misión del oblato. Predicamos a Jesucristo y a Jesucristo crucificado; los sufrimientos presentes en nuestro cuerpo son signo de que también está presente la vida de Cristo. La C 18 señala la mortificación como uno de los medios para permanecer fieles al voto de castidad. La C 34 recoge el principio de la mortificación que proviene del ministerio y de la vida común, y también de la inspiración del Señor [49].

4. LA MORTIFICACION EN LOS NOVICIOS Y ESCOLASTICOS

La mortificación ha sido siempre una tradición en todas las casas de formación de la Congregación. En un informe sobre los noviciados, aparecido en 1951 [50] el Director de los estudios de entonces, el P. Daniel Albers, hace notar que todos los novicios hacen penitencias públicas, al menos la que consiste en estar con los brazos en cruz durante la lectura de la S. Escritura. Pero observa también que, ya en dicha época, “los jóvenes se resisten a tales prácticas, menos por falta de mortificación […] que por no ver en ello más que ‘melindres’. Se intenta hacerles comprender que estas penitencias conservan el espíritu de penitencia e incluso para algunos siguen siendo un ejercicio real y provechoso de mortificación y de humildad; dan relieve a las faltas por las que se les imponen y manifiestan además el espíritu de docilidad a los deseos del P. Maestro de novicios que aprecia eso, aunque nada impone” [51].

En los noviciados también se hacen penitencias por motivos de apostolado. Se las encuentra en general en todas las escuelas de espiritualidad de la época. Manifiestan, sin duda, una convicción constante en toda la Iglesia. Por otra parte, el Fundador lo recuerda en el Prefacio: “Si se formasen sacerdotes inflamados de celo, desprendidos de todo interés, de sólida virtud, en una palabra: hombres apostólicos que, convencidos de la propia necesidad de reforma, trabajasen con todas sus fuerzas por la conversión de los demás, se podría abrigar la esperanza de hacer volver en poco tiempo los pueblos descarriados a sus obligaciones largo tiempo olvidadas”.

En un artículo sobre la vida espiritual del escolástico, el P. Mauricio Gilbert dedica una parte entera a la ascesis. Partiendo de la expresión de San Vicente Ferrer: “hay que adaptar el cuerpo al servicio de Cristo”, el autor concluye que si el servicio de Cristo reviste formas muy diversas, también la ascesis debe variar de acuerdo a la naturaleza del servicio que se pide. La vida ascética del escolástico debe conformarse a su vida de estudio con vistas al apostolado [52].

La vida del escolástico debe también tener en cuenta sus relaciones con el mundo. El artículo 726 de la Regla de 1926 puede parecer exagerado en nuestros días, pero la vida consagrada ¿no es en sí misma una “porción” del Señor? “Como regla primordial adoptarán huir del mundo, evitar las conversaciones con los seglares, tener aversión a las vanidades, los placeres y las máximas del siglo. Reprimirán la curiosidad por enterarse de todo lo que pasa en el mundo; no participarán en asambleas mundanas; huirán de toda suerte de espectáculos o juegos públicos y procurarán no detenerse en las calles a contemplar las diversas atracciones en las que se ceba la vana curiosidad de los mundanos”.

“Para el escolástico que quiere inmolarse, dice el P. Gilbert,[…] la ocasión se presenta por todas partes: preparación de exámenes, aceptar con buen ánimo un curso pesado, sacrificar una salida, suplir un dolce far niente por un trabajo de investigación […] Se pretende a veces de tal forma mostrar la vida de perfección como plenamente conforme a la naturaleza y a la cultura, que se corre el peligro de edulcorar y desvirtuar las exigencias de las ascesis cristiana y religiosa. Como todo religioso, el escolástico no debe retroceder ante el sacrificio, ni dar un paso al costado para esquivar la cruz. Pero sobre todo debe aplicarse a ese ascetismo que reclama su vida de estudiante religioso, a ese morir a tantas actividades y tendencias, buenas tal vez en sí mismas, pero a las que hay que renunciar para adaptarse con mayor fidelidad al servicio de Cristo” [53].

CONCLUSIÓN

Al terminar, quisiera citar un párrafo de la última biografía del Fundador que se ha escrito antes de su beatificación. Está sacada del capítulo último en que se describe la vida espiritual de San Eugenio. “La intensidad y profundidad de la vida espiritual de Mons. de Mazenod no podía quedar escondida a sus diocesanos. Les impresionaba muy especialmente su austeridad. Nadie ignoraba la intransigencia de que dio pruebas en materia de abstinencia hasta en las recepciones oficiales, incluidas las de su Majestad Imperial. Si se servía carne en los días prohibidos, el obispo rechazaba todos los platos y ni desdoblaba la servilleta. Era sabido que multiplicaba los ayunos y que los practicaba de un modo tan estricto que su colación de la noche se reducía a un vaso de agua y a unos bocados de pan. A los que le recordaban su edad avanzada, respondía: Mis ochenta años pueden dispensarme de ello; pero no me dispensarán de hacer penitencia por mis pecados” [54].

En el campo de la mortificación, muchas cosas han cambiado no solo en la práctica de la vida cristiana, sino hasta en la reflexión teológica y ascética. Sin embargo, las exigencias del Evangelio, la predicación de los apóstoles y el ejemplo de los santos nos han dejado una huella tan profunda que, para los discípulos de Cristo, de cualquier época que sean, será muy difícil ignorarlos.

Nicola FERRARA