La señora viuda Ana Faraud, llamada la gorda Nanon a causa de su obesidad, había entrado al servicio de la familia de Mazenod el 19 de febrero de 1783 como doncella de la Sra. de Mazenod. Siguió a los Mazenod en el exilio en Nápoles y Palermo. En 1791 acompañó a su ama en el viaje a Turín, donde ya se había establecido la familia de los Mazenod. El 2 de mayo de 1794, el presidente de Mazenod fletó una barca que debía conducir a la familia a Venecia. En cierto momento Nanon dio un paso en falso y cayó al agua. Por suerte, uno de los marinos que trabajaban en la barca logró salvarla. En octubre de 1895 la Sra. de Mazenod dejó Venecia para volver a Francia. Nanon no siguió a su ama, sino que quedó al servicio de los Mazenod. Los siguió a Nápoles en noviembre de 1797 y a Palermo en enero de 1799. Durante la travesía de Nápoles a Palermo, el mar estaba bastante agitado, de suerte que la pobre Nanon se había cubierto la cabeza con su delantal por no ver el peligro. Se quedó al servicio de los Mazenod hasta su muerte acaecida el 31 de marzo de 1811 (A. Amyot a la Sra. de Mazenod, 12-6-1811).

Al partir Eugenio hacia Francia en 1802, ella mezcló sus lágrimas copiosas las de los Mazenod, pues lo amaba de todo corazón. El abate de Mazenod sentía también cariño por esa fiel doméstica. Escribe así a su madre el 14 de octubre de 1811, al tener noticia de la muerte de Nanon: “Recibí su carta del 6 de octubre. Confieso que me causó sensible agrado. No es que estuviese precisamente decaído, pero esa buena carta ha venido muy a punto. Me enteré con mucha alegría de las noticias de nuestros queridos insulares. Pero ¡qué dolor me ha causado la muerte de esa infortunada Nanon! Justo hace unos días yo pensaba en ella y sentía cierta impresión de pena por su suerte; encontraba duro y casi injusto que hubiéramos forzado, aunque en cierto modo inocentemente, a esa desventurada mujer a permanecer en un destierro involuntario, separada de sus allegados, presa del aburrimiento, etc. Me daba lástima de su suerte; me parecía que habría querido encontrar un medio de consolarla. Consideraba luego su edad, que suponía bastante avanzada. Temía para ella la muerte, recelando que fuese sorprendida sin estar bastante preparada. Y ahora la carta de usted me anuncia su triste fin. ¡Dios mío! Cuando se piensa qué preciosa es un alma, cuánto ha costado a nuestro Salvador, y la horrorosa suerte que la aguarda si ha permanecido en su ingratitud hasta el fin, Dios mío, me estremezco; pobre mujer, yo la quería. Tres horas para prepararse a comparecer ante Dios, y encima ¿tenía bien la cabeza? No es probable”.

JÓSEF PIELORZ, O.M.I.