1. Eugenio De Mazenod
  2. La Tradición Oblata
  3. Las Constituciones Y Reglas

El Concilio Vaticano II ha propuesto de nuevo y con energía la verdad de la vocación universal a la santidad (cf. LG 5). Como todos los cristianos, los oblatos están llamados a la santidad. Eugenio de Mazenod, el primero, alimentó un deseo cada vez mayor de santidad. La deseaba para sí mismo y para cuantos alcanzaba con su ministerio: quería llevarlos a ser, primero razonables, luego cristianos, y por fin ayudarlos a hacerse santos. La deseaba para sus oblatos, a quienes suplicaba: “En nombre de Dios, seamos santos” [1]. Concebía la comuni- dad como un lugar de santificación; abrazó la vida religiosa como medio eficaz para alcanzarla, y escogió la misión como ministerio en el que uno se santifica y se santifica a la gente. Percibió el lazo íntimo que se da entre la santidad y la misión e insistió constantemente en este punto. Vivió como para lograr la santidad. Jamás fue hombre de compromisos o de medias tintas. Por eso propuso a los suyos un radical compromiso de vida: “No quiero en la sociedad mechas humeantes; que quemen, que calienten, que alumbren, o que se vayan” [2].

En este artículo no abordamos el tema de la santidad en general, que es la meta de todo cristiano. Nos vamos a detener más bien en los rasgos característicos del camino de santidad que deben recorrer los oblatos.

EUGENIO DE MAZENOD

1. EL DINAMISMO DE LA SANTIDAD

Un aspecto que se descubre al leer los escritos de Eugenio de Mazenod es la terminología que usa en este campo. Al término abstracto ‘santidad’ prefiere a menudo el más concreto de santo, o el más dinámico de santificación o de tensión hacia la santidad o la perfección. Para él, en efecto, la santidad es un proceso dinámico, una marcha constante que dura toda la vida. Los oblatos, leemos en el Prefacio, “deben trabajar seriamente por ser santos […] vivir […] con el empeño constante de alcanzar la perfección”. “No hay límite para nuestra santidad personal”, exclamaba el P. Deschâtelets a la lectura de este texto [3].

Ese dinamismo debe ser sostenido por la firme determinación de alcanzar la santidad. “En materia de perfección, jamás hay que decir: basta” [4].

La evocación del deseo y de la voluntad de alcanzar la santidad es firme y constante. En la Regla, el primer criterio de discernimiento de la vocación oblata es “arder en el deseo de la propia perfección” (CyR de 1928, art. 697). “Es una resolución tomada el deshacernos de cuantos no quieren tender a la perfección” [5]. Se trata de un deseo que no debe quedar reservado a los novicios, sino que debe crecer siempre como recuerda el Prefacio, que nos pide vivir “con el empeño constante de alcanzar la perfección”.

Si, en efecto, la santidad es un don de Dios que comunica su vida, es también una respuesta que implica un compromiso, un trabajo, un quehacer. Uno es santo por razón del don del bautismo, pero a la vez se debe llevar a madurez el germen de vida que el bautismo sembró en nosotros.

2. LA SANTIDAD DEL HOMBRE APOSTOLICO

Un rasgo característico de la santidad que el Fundador pide al oblato es la conexión íntima de la misma con la idea del hombre apostólico. Santidad y hombre apostólico son términos que se usan prácticamente como sinónimos. Se ve, pues, con claridad el género de santidad al que el Fundador se sintió llamado por Dios y al que él invita a sus oblatos. Sus cartas en el inicio de la Sociedad muestran bien cómo ve él al misionero de Provenza: debe ser “un hombre extraordinario” [6], un hombre “verdaderamente apostólico” [7], capaz de realizar la síntesis de una vida de santidad y de una vida de anuncio del Evangelio. Por “hombre extraordinario” no entiende una persona dotada de dones fuera de lo común, un predicador de renombre, capaz acaso de conquistar las almas: “Si no se tratara más que de ir a predicar bien que mal la palabra de Dios, con mucha mezcla de ingredientes humanos, escribe al abate Tempier cuando la fundación estaba en proyecto, de recorrer los campos con la intención si quiere de ganar almas para Dios, pero sin preocuparse mucho de ser nosotros hombres interiores, hombres verdaderamente apostólicos, creo que no sería difícil reemplazarlo; pero ¿puede usted creer que me interesa semejante mercancía?” [8]. Para su proyecto misionero, más que buenos predicadores, se necesitan hombres interiores, hombres de verdad apostólicos, en definitiva, santos: “Es preciso que nosotros mismos seamos resueltamente santos. Esta palabra comprende todo lo que podríamos decir” [9].No es el número lo que cuenta, sino la calidad, como explica a Carlos de Forbin-Janson. A diferencia de su amigo, que tiene un vasto proyecto misionero y recluta muchos sacerdotes para la evangelización de toda Francia, Eugenio busca hombres que sean capaces de vivir en forma auténtica la vida cristiana y la vida de comunidad. “Yo en vuestro lugar, le escribe, miraría un poco menos a la brillantez y me interesaría más por lo sólido. ¿A qué sirven los hermosos discursos si uno es orgulloso? La humildad, el espíritu de abnegación, la obediencia, etc., la más entrañable caridad fraterna son tan necesarias para el buen orden como para la felicidad de una sociedad; y no todos los vuestros lo han comprendido bien […] Aquí nosotros no entendemos los negocios. Éramos seis […] Así nuestra comunidad es muy fervorosa; no hay mejores sacerdotes en la diócesis” [10].

Las expresiones “ser santos” y “ser hombres apostólicos” en cierto modo se equivalen. Al P. Tempier le escribe que recomiende a los misioneros “portarse como santos, como verdaderos apóstoles” [11]. Y al P. Antonio Mouchette, a propósito de los escolásticos: “Deben saber que su ministerio es la continuación del ministerio apostólico […] Que se den prisa a hacerse santos, si aún no están donde es preciso[…]” [12]. Al final de su vida, como si resumiera su propio ideal de vida, escribe a los misioneros del Canadá: “Tengo un concepto tan grande de vuestra vocación que no me hago a la idea de la menor imperfección y que me aflijo por ella como por una infidelidad muy dañina. Por eso rezo cada día para que su gracia os mantenga a todos en la más alta santidad. Yo no comprendería en otras proporciones la vida de sublime dedicación de nuestros misioneros” [13].

Para comprender esa conexión entre misión y santidad, hay que remontarse a los orígenes. Fue, en efecto, un fin doble e indivisible lo que inspiró la fundación del Instituto: la misión y el deseo de la perfección evangélica. Una crisis interior había atormentado durante años al joven abate de Mazenod: vacilaba entre consagrarse a la vida apostólica o retirarse a un monasterio. La crisis no se había resuelto más que por la confianza de poder, por la fundación de los misioneros de Provenza, evangelizar a los pobres campesinos y al mismo tiempo alcanzar la santidad a la que se sentía llamado. El santo Instituto, escribe en el libro de las Fórmulas de admisión al noviciado, “debía ayudarnos a adquirir las virtudes propias del estado de perfección al que con gusto nos consagramos. Así fue como echamos los cimientos de la Sociedad de los Misioneros de Provenza en Aix, el 2 de octubre de 1815” [14].

En la Súplica dirigida a los vicarios generales capitulares de Aix había escrito: “El fin de esta Sociedad no es solo trabajar por la salvación del prójimo dedicándose al ministerio de la predicación, tiene además principalmente la intención de procurar a sus miembros el medio de practicar las virtudes religiosas […]” [15]. Por eso, en la comunidad naciente, los misioneros “trabajarán en su propia santificación conforme a su vocación” [16].

El Prefacio confirma que el fin del Instituto es, siguiendo la inspiración del Señor, “dedicarse más eficazmente a la salvación de las almas y a la propia santificación”. Los primeros sacerdotes quisieron someterse a una Regla “apta para procurarles los bienes que […] se proponen alcanzar para su propia santificación y para la salvación de las almas”. El fin solo puede alcanzarse si los miembros del Instituto “responden santamente a su excelsa vocación”. La introducción de los votos y la transformación progresiva del primer grupo de sacerdotes en comunidad religiosa se hará con ese fin.

3. DIMENSION CRISTOLOGICA DE LA SANTIDAD

Cuando se trata de describir concretamente el programa de santidad al que son llamados los miembros de la Sociedad, el fundador propone un estilo particular de vida donde se hace distinción entre el tiempo que se dará al ministerio y el que se pasará en casa, a fin de poder “trabajar juntos por la gloria de Dios y por nuestra santificación” [17]. La vida de recogimiento, de silencio, de estudio y de oración que los miembros del Instituto llevan en casa parece la más propia para asegurar el camino de la santificación: “la otra parte [del año, pasada en casa, se dedicará] a nuestra santificación propia” [18].

La Regla precisará más tarde esta primera intuición: “[…] emplearán una parte de su vida en la oración, el recogimiento y la contemplación en el retiro de la casa de Dios, en la que habitarán juntos. La otra parte, la consagrarán enteramente a las obras exteriores del celo más activo […]” [19].

En la historia de la Congregación esa distinción estuvo a punto de crear una dicotomía y dividir el ideal del hombre apostólico entre actividad misionera y retiro en la casa, reservando a este último el valor de medio de santificación.

Para comprender bien la distinción propuesta por el fundador, es preciso, en cambio, situarla en su contexto. Se inspira en la imitación de Cristo y de los Apóstoles: los misioneros deben “imitar en todo los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo, principal fundador de la Sociedad, y de los Apóstoles, nuestros primeros padres. Imitando a esos grandes modelos, emplearán una parte de su vida […]” [20]. A la luz de este texto, la principal preocupación de los misioneros no es ni la predicación ni la oración en el silencio de la casa, sino la imitación de Cristo. El principio de unidad se halla, pues, en la tensión por revivir el misterio de Cristo siguiendo el ejemplo de los Apóstoles [21]. La santidad que Eugenio propone es eminentemente cristológica. Se trata de convertirse en otros Jesucristo, de hacerse cooperadores de su misterio pascual. La acción misionera es intrínsecamente la obra de Cristo, es decir, consiste en revivir a Cristo en su mayor misterio, el de la Redención.

En esta perspectiva podemos leer las innumerables referencias a Cristo, especialmente a Cristo Salvador que continuamente se repiten en los escritos de Eugenio de Mazenod. Desde el inicio de su vida espiritual, Cristo es el modelo y el guía en el camino de la santidad. Eugenio se sitúa ante el misterio de Cristo como “un pintor copia un modelo”. ¿Qué hace el pintor? “Coloca su modelo en la mejor luz, lo observa atentamente, lo mira de hito en hito, trata de grabar su imagen en el espíritu, luego traza sobre una hoja o sobre una tela algunos rasgos que confronta con el original; los corrige si no responden exactamente, en otro caso, continúa” [22]. Eugenio hace lo mismo con Cristo, “amable modelo, escribe, al que debo y quiero con su gracia conformarme” [23].

No se trata de una imitación externa, sino de una auténtica identificación con Cristo hasta llegar a ser otro él, como escribía en 1811, recién ordenado sacerdote: “[…] San Pablo dijo que aquellos a quienes Dios ha querido salvar, a quienes ha predestinado a su gloria[…], ha resuelto, ha ordenado que fueran semejantes a su Hijo Jesucristo, […] los ha predestinado a su gloria. De uno u otro modo, es siempre la conformidad con Jesucristo la que es el signo cierto de la predestinación porque es siempre infaliblemente o el efecto o la causa de ésta. ¿Somos semejantes a Jesucristo? ¿Imitamos a Jesucristo en toda la dimensión de nuestras fuerzas? ¿Vivimos de la vida de Jesucristo? Entonces seremos infaliblemente salvos” [24].

Para Eugenio, la conformidad con Jesucristo pasa por la Cruz. No hay camino de santidad sin sufrimiento. Las contrariedades, las pruebas, las dificultades, todo puede volverse ocasión de revivir a Cristo crucificado. “No se deje abatir por las contrariedades y las penas inseparables de nuestra existencia aquí abajo, cualquiera que sea la posición en que nos ha puesto la Providencia, escribe aduciendo su propia experiencia. La sabiduría está en sacar partido de todo para nuestra santificación” [25].

Aunque aparezca dividido, el proyecto del oblato tiene una profunda unidad. Misión y santidad se reclaman mutuamente. El Fundador, meditando sobre su Regla escribe:”[…]¿a qué santidad no obliga la vocación apostólica, quiero decir la que me compromete a trabajar sin descanso en la santificación de las almas por los medios que emplearon los Apóstoles?” [26].

4. DIMENSION COMUNITARIA DE LA SANTIDAD

Otro rasgo característico del concepto de santidad en Eugenio de Mazenod es la dimensión comunitaria. Si no basta tener predicadores cualesquiera, tampoco basta tener hombres apostólicos solos. Para ser “hombres verdaderamente apostólicos”, es necesario caminar juntos por las huellas de los Apóstoles. Es preciso vivir unidos como ellos lo estaban en torno a Jesús y según el modelo que enseñaron a los primeros cristianos de Jerusalén. Hace falta una “santificación común”, escribe Eugenio al abate Tempier al proponerle la primera reunión con los futuros miembros de la comunidad: “Nos ayudaremos mutuamente con nuestros consejos y todo lo que Dios nos inspire a cada uno para nuestra santificación común[27].

La casa de Aix, había escrito también Eugenio al abate Tempier, “en mi idea y mis esperanzas debe reflejar la perfección de los primeros discípulos de los Apóstoles”, es decir, de la primitiva comunidad de Jerusalén, porque, prosigue, “fundo mucho más en esto mis esperanzas que en los discursos elocuentes. ¿Han convertido alguna vez a alguien?” [28]. Se refiere claramente al testimonio dado por la primera comunidad cristiana, con su vida de santidad fruto del mutuo amor. Ella se caracteriza, en efecto, por la unión de los corazones y de los espíritus y por la comunión de los bienes materiales. Así, para los futuros miembros de la Sociedad, se tratará de tener una perfecta unanimidad de sentimientos, la misma buena voluntad, el mismo desinterés. Todo, hasta el trabajo de la santificación, deberá ser común. Así es como en comunidad se podrá gustar conjuntamente la misma alegría espiritual. La vida común se muestra como un elemento esencial al hombre apostólico, bien para una acción misionera eficaz, bien para la santificación personal. La santidad se construye ahí en conjunto, se vuelve una santidad común. “Oh, no lo dude, nos haremos santos en nuestra Congregación, libres, pero unidos por los lazos de la más tierna caridad[…]” [29]

Tras el nacimiento del grupo de los Misioneros de Provenza, la exigencia de santificación con vistas a la misión se hace mayor. A alguien que le pide la descripción de la nueva vocación, Eugenio le escribe: “El misionero, por estar llamado propiamente al ministerio apostólico, debe aspirar a la perfección […] Debe, pues, poner todo su empeño en llegar a esa codiciable santidad que debe producir tan espléndidos resultados” [30]. Escribiendo al seminarista Hipólito Guibert para explicarle su vocación, Santiago José Marcou, entonces novicio, muestra que ha aprendido bien la lección: “¿Le hablaré yo mismo de nuestro Instituto? Me basta decirle que tendemos a la perfección […] no tenemos más que un corazón y un alma” [31].

El hombre apostólico es alguien que, en comunidad con sus hermanos, se compromete seriamente en el camino de la santidad porque, como leemos en el Prefacio, la misión exige “en una palabra, hombres apostólicos que, convencidos de la necesidad de la propia reforma, trabajasen con todas sus fuerzas por la conversión de los demás”.

En la Regla precisa después Eugenio este ideal de perfección enunciado desde el comienzo. El camino que quiere recorrer es comunitario. El hombre apostólico no es santo independientemente de los otros. Lo somos juntamente, enlazados todos por el amor recíproco. En efecto, ser santos, como acabamos de decir, significa revivir en plenitud a Cristo, transformados en Él por el Espíritu que nos incorpora a Él. La identificación de cada uno con el único Cristo hace que los misioneros sean solo uno: “Estarán unidos todos por los lazos de la caridad más entrañable y en la sumisión perfecta a los superiores” [32]. Comentando este pasaje de la Regla, el Fundador mismo anota: “Y siempre Jesucristo como modelo. Íntimamente unidos a Jesucristo, sus hijos serán uno entre sí, muy estrechamente unidos por los lazos de la más ardiente caridad, viviendo en la obediencia más perfecta, para adquirir la humildad que les es necesaria” [33]. “Estemos unidos en el amor de Jesucristo, escribe también al P. Courtès, en nuestra común perfección; amémonos siempre como nos hemos amado hasta ahora, no seamos más que uno […]” [34]. Insertos en el único Cuerpo de Cristo, somos llamados a ser el único Cristo.

En definitiva, el ideal del oblato como hombre apostólico, posee, desde el comienzo gran riqueza. Comprende, unidas de forma inseparable, las ideas de santidad de vida, de santidad compartida en la vida fraterna, y de santidad compartida en el ministerio apostólico. He aquí un texto que sintetiza ese ideal: “Vivid para Dios y para la Iglesia, para la santificación de esos pobres infieles, para la Congregación […] Estad bien unidos, cor unum et anima una. Releed sin cesar vuestra santas Reglas. Por la fidelidad en observarlas os santificaréis […] Recordad que Deus caritas est[35]. El P. José Morabito resume así lo que propone Eugenio de Mazenod: “Oblación, santidad personal, apostolado; datos que se armonizan perfectamente y se completan entre sí, siendo el primero como el foco central de donde emanan los otros dos, que son como su consecuencia y su fin” [36]. Las distinciones tienen que quedar en el nivel de las ideas. En la realidad, el ideal oblato es profundamente simple, indivisible.

5. LA PRACTICA DE LAS VIRTUDES

En el ascenso hacia la santidad, Eugenio de Mazenod da mucha importancia a la práctica ascética de las virtudes. Primera entre todas, está la caridad, vínculo de la perfección. En el proyecto inicial de fundación, ella debía ser el único lazo que uniera a los misioneros. Ella es “el eje sobre el que gira toda nuestra existencia” [37]. Pero la caridad tiene como servidoras todas las virtudes. El Fundador las enumera a menudo en sus escritos, aunque no en forma sistemática. “Por amor de Dios, escribe al P. Tempier, no cese de inculcar y de predicar la humildad, la abnegación, el olvido de sí, el menosprecio de la estima de los hombres. Que esos sean para siempre los fundamentos de nuestra humilde Sociedad, con lo cual, unido a un verdadero celo desinteresado por la gloria de Dios y la salvación de las almas, y a la más tierna caridad, bien afectuosa y sincera entre nosotros, hará de nuestra casa un paraíso en la tierra […]” [38]. A Forbin-Janson le escribe: “La humildad, el espíritu de abnegación, la obediencia, etc., la más íntima caridad fraterna son tan necesarias para el buen orden como para la dicha de una sociedad” [39]. Entre las disposiciones ascéticas, menciona la “santa indiferencia, que es el camino real para cumplir la voluntad de Dios” [40], “el quicio de la vida religiosa” [41].Y también “renuncia a sí mismo,[…] abnegación […] vida interior, regularidad, aprecio de la vocación” [42]; “reserva y modestia exterior, que edifican mucho” [43]; “el deseo más ardiente de la perfección,[…] la dedicación a la Iglesia, el celo por la salvación de las almas, […] gran apego a la familia, […] respeto a los superiores […]” [44].

Pero es sobre todo en el Prefacio donde el Fundador propone un programa de ascesis exigente. Los misioneros “deben renunciarse completa- mente a sí mismos, sin más miras que la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la edificación y salvación de las almas, renovarse sin cesar en el espíritu de su vocación, vivir en estado habitual de abnegación, y con el empeño constante de alcanzar la perfección, trabajar sin descanso por hacerse humildes, mansos, obedientes, amantes de la pobreza, penitentes y mortificados, despegados del mundo y de la familia, abrasados de celo, dispuestos a sacrificar bienes, talentos, descanso, la propia persona y vida por amor de Jesucristo, servicio de la Iglesia y santificación de sus hermanos”.

6. LA REGLA, “MANUAL” DE SANTIDAD

El Fundador no se contentó con afirmar la exigencia de la santidad ni con indicar las pistas fundamentales (apostólica, cristológica, comunitaria) que seguir y las virtudes concretas que practicar. Ofreció también instrumentos concretos para alcanzarla. Lo hizo sobre todo escribiendo la Regla, cuya observancia es, a sus ojos, la vía ordinaria de la santidad. “Todos los miembros del Instituto, leemos en la Regla,[…] deben ajustar fielmente toda su vida a las Reglas y Constituciones, para así acercarse cada vez más a la perfección del estado que han abrazado” (CyR de 1928, art. 228). Dada la aprobación pontificia, es claro que ya “no son simples reglamentos, o simple orientación piadosa; son Reglas aprobadas por la Iglesia tras el más minucioso examen” [45].

El Fundador está “íntimamente convencido de que la santificación de los miembros de nuestra Sociedad y el éxito de sus trabajos depende de su fidelidad en observar puntualmente las santas Reglas de nuestro Instituto […] [46]. La Regla sirve, escribe al P. de L’Hermitte, “para su propia santificación y para la salvación de las almas que usted tiene la misión de convertir” [47]. Y en una circular: “Ahí se halla el secreto de vuestra santificación: ellas abrazan todo lo que debe conduciros a Dios. Adornad vuestras almas con las virtudes más bellas, acumulad méritos, asegurad vuestra perseverancia; leed, meditad y observad las Reglas y os haréis verdaderos santos, edificaréis a la Iglesia […]” [48].

En efecto, como observa el P. Yvon Beaudoin, la Regla escrita por el Fundador contiene más artículos sobre la santidad que sobre los fines, los ministerios y los medios de salvar las almas. Estaba convencido de que “el medio más eficaz de evangelización es el ejemplo de una vida santa” [49].

LA TRADICIÓN OBLATA

1. ENSEÑANZA DE LOS SUPERIORES Y DE LOS CAPITULOS GENERALES

En la tradición posterior al Fundador surgirá la tendencia a esquematizar de modo didáctico la distinción entre actividad misionera y vida de perfección. Esta distinción tiene por fundamento las dos primeras partes de la Regla: el fin del Instituto y la vida religiosa. Se juntan ciertos valores en torno al tema de la misión y otros en torno al de la vida religiosa. A menudo se sitúa la cuestión de la santidad en el contexto de la vida religiosa.

Podemos, por ejemplo, leer frases lapidarias como ésta: “Como religiosos, nuestro deber es tender a la santidad; esto está claramente establecido por nuestro fundador. Somos religiosos para hacernos santos” [50]. O también palabras que explícitamente intentan ser muy autoritarias: “Afirmamos en nombre de Dios, de su Vicario en la tierra y de nuestro venerado Fundador, que en nuestra Congregación somos religiosos antes que misioneros, religiosos para ser misioneros sobrenaturales, religiosos para perseverar hasta la muerte en las fatigas del apostolado” [51].

En esta polarización, el lazo entre santidad y misión sigue constante con una subordinación clara: para ser un auténtico misionero, hay que ser santo y uno es santo en la medida en que vive con coherencia su vocación religiosa. La concatenación es patente: vida religiosa – santidad – misión.

Fue sobre todo el P. José Fabre, sucesor inmediato del Fundador, quien estableció esa manera de ver que ha perdurado hasta la mitad de nuestro siglo. “¿A qué somos llamados, mis queridos hermanos?, escribe en su segunda carta circular. A ser santos para poder trabajar eficazmente en la santificación de las almas más abandonadas. Esa es nuestra vocación […] Debemos trabajar activamente, generosamente en nuestra propia santificación, es decir, meditar cada día más seria y profundamente sobre los deberes de nuestro estado, conocer cada vez mejor las virtudes que Dios exige de nuestra alma a fin de que ésta llegue con una conducta cada vez más religiosa a la práctica de nuestras santas obligaciones. […] Trabajar en la santificación de los otros por el ejercicio del ministerio exterior, es una misión muy hermosa, pero no es más que una parte de nuestra santa vocación; supone la primera como su principio y como fuente de su fecundidad. En efecto ¿podemos corresponder eficazmente y de manera sobrenatural a la gracia del ministerio de las almas, si no poseemos ya una visión clara y un sentimiento profundo de la necesidad de nuestra propia santificación?” [52]. Para el oblato, todo relajamiento en la búsqueda de la santidad penaliza su ministerio :”Nuestra negligencia, al privarnos del fervor y de la santidad, privaría a esas almas del fruto y la recompensa de ese fervor y esa santidad” [53]. En su reflexión, el P. Fabre cita los artículos 288 y 289 de la Regla, que dividen la vida del oblato en dos tiempos, uno pasado dentro de la comunidad y consagrado a la oración y al silencio, y el otro consagrado a la predicación y a los demás ejercicios del apostolado. En el primer tiempo, el del silencio y recogimiento interior, es cuando sobre todo uno trabaja en su santificación. En el segundo, el de la evangelización, uno se sirve de la santidad adquirida en la casa religiosa. “Apóstol infatigable durante el tiempo consagrado a los trabajos evangélicos, el Oblato de María, digno de ese nombre, vuelve contento a su celda para vivir allí como perfecto religioso y contribuir, según sus fuerzas, a mantener en la comunidad la vida de perfección que es el carácter distintivo de ella” [54].

Cita entonces otro texto fundamental para el itinerario de santidad del oblato, el artículo 246 de la Regla: “La vida entera de los miembros de la Sociedad debe ser un continuo recogimiento”, con los artículos siguientes sobre el estilo de vida que se ha de guardar en la casa religiosa. En esta sección de la Regla titulada Del silencio y el recogimiento interior, de la oración y los otros ejercicios religiosos, de las penitencias corporales y de las reuniones de comu- nidad, se encuentran todos los medios recomendados al oblato para santificarse: el silencio, el recogimiento interior, los ejercicios de piedad, la práctica de la mortificación, las penitencias… El juicio que el P. Fabre da sobre la Congrega- ción partiendo de esos artículos revela la importancia que él atribuye a esta parte de la Regla. “[Los Oblatos] han sido fervorosos mientras han amado la soledad, la celda y el silencio; el relajamiento ha empezado el día en que han encontrado la soledad demasiado profunda, la celda demasiado monótona y el silencio demasiado penoso […] Amemos el silencio, amemos nuestra celda[…]” [55].

La tradición oblata ha seguido fielmente la enseñanza del P. Fabre. Los medios de santificación ahí indicados se vuelven a mencionar a menudo en las circulares de los superiores generales como rasgos fundamentales de la búsqueda de la perfección. En el informe presentado al principio de cada Capítulo, una parte se dedica al estado de la vida interior de la Congregación, y la medida que se emplea es la observancia de esos medios. Lo mismo, cuando se quiere apelar a una vida espiritual más intensa, se recurre a ellos preferentemente. Se insiste también en el ejercicio de la presencia de Dios y en las oraciones jaculatorias, el culto de la Eucaristía, el rosario, el examen de conciencia, la confesión, la ‘culpa’, los retiros, la lectura de la Escritura y la lectura espiritual, la soledad, el silencio, etc. [56].

Comentando el Prefacio, el P. Fabre subraya, además, las virtudes características de la vida de santidad del oblato. La generosidad, la abnegación, la mortificación, la humildad, la obediencia, la pobreza, la pureza, el celo…Virtudes todas indispensables al misionero: “Somos enviados para convertir y santificar las almas; ofrezcámosles ante todo el ejemplo de las virtudes que vamos a anunciarles […] Dichoso el misionero que deja tras sí el buen olor de sus virtudes, el recuerdo conmovedor de su santidad” [57]. Entre las virtudes campea la caridad con sus hermanos y con las almas. Es “la virtud que debe caracterizar al Oblato de María Inmac. […]: es nuestra virtud especial” [58].

Para confirmar la relación íntima que la tradición reconoce entre santidad y misión y por tanto la absoluta necesidad de buscar la santidad según nuestra vocación específica, bastará citar un Capítulo general importante: el de 1926. Cien años después de la aprobación de la Regla, asume explícitamente como preocupación principal la santidad de los miembros y la fidelidad al minis- terio de la evangelización. En las actas, se recuerda que el Fundador colocó la santidad en la cima del programa trazado en el Prefacio de la Regla. Y se subraya: “El celo, él lo requiere sin duda; sabe que está formando misioneros, apóstoles, y la virtud del apóstol es el celo. Pero sabe también que hay dos clases de celo. Primero, el que del verdadero celo sólo tiene el nombre, que no es más que una necesidad de la naturaleza, una necesidad de movimiento y de acción. Ese celo no es bueno. El celo verdadero, eficaz, el que remueve las almas, que las conmueve, que las convierte, es el celo que viene de la santidad: es un resultado, una consecuencia de la santidad. En la base de nuestro edificio espiritual, nuestro Fundador pone, pues, la santidad […] Y, como coronamiento, como consecuencia, como fruto de la santidad, el celo […]” [59].

Uno de los superiores generales que, después del P. Fabre, más escribió sobre la espiritualidad oblata y dio pistas precisas para caminar hacia la santidad fue el P. Deschâtelets. Entre sus numerosos escritos, la circular del 15 de agosto de 1951 sigue siendo, sobre el tema, uno de los textos más estructurados de nuestra literatura. No presenta una enseñanza original, pero reúne en una síntesis magnífica toda la tradición oblata. Su presentación del “estilo oblato de vida espiritual” parte directamente de la lectura de la Regla, donde el P. Deschâtelets encuentra todo lo que puede llevar a la santidad [60].

Él resume la identidad oblata en cuatro palabras: sacerdote, religioso, misionero, oblato, a las que asigna cuatro rasgos característicos [61]. Se advierte sobre todo que explota hasta lo último el contenido de estos cuatro rasgos del oblato. Muestra cómo el oblato debe vivir “todavía más”, podríamos decir, cada uno de esos aspectos. Acerca del sacerdocio, por ejemplo, dice que “no podemos contentarnos con un sacerdocio ordinario” [62]. Una característica del sacerdocio oblato es “su fervor, su celo por la conversión de todas las almas”; “el oblato no puede ser como los otros sacerdotes, debe ser el modelo de ellos” [63]. Igualmente estamos llamados a “ser mejores religiosos que todos los otros, ya que, según el osado pensamiento del Fundador, somos una especie de quintaesencia de la perfección de todas las Órdenes e Institutos a los que quiere reemplazar” [64]. Acerca de nuestra vida misionera: “Ningún límite tampoco a nuestro celo” [65]. Por fin, nuestra oblación consiste en “cierto grado superior de compromiso al servicio de Dios y de las almas, de loca donación al servicio de Dios, de su gloria, de su amor y su misericordia infinita; una oblación sin límites de nosotros mismos, que hace que no se nos pueda definir más que afirmando: “son Oblatos por excelencia”. Sin duda, no hay Instituto religioso que no aspire también a alcanzar la perfección en la donación. Con todo, en la medida en que la tendencia continua a la perfección en todos los campos y por todas las fibras del corazón y del alma constituye una vocación especial, ésta es la nuestra” [66]. Vinculados al espíritu de oblación, él ve toda una serie de elementos que constituyen el aspecto ascético de nuestra vida espiritual: la vida de oración, el recogimiento y el silencio, el desprendimiento, la mortificación, la obediencia perfecta, la pobreza, la humildad, la sencillez, la pureza de intención, la caridad cordial [67].

El P. Deschâtelets recoge también el tema mazenodiano de la confor- mación con Cristo, desarrollándolo de modo que hace resaltar – lo que raramente ha ocurrido en la historia oblata – la dimensión contemplativa de nuestra vocación. “Nuestro ideal es un compromiso absoluto y entusiasta, una disponi- bilidad total para Dios y para las almas por Dios, que tiene su fuente en la contemplación, en la unión interior con Dios […] Un oblato que viva su Regla […] conocerá todas las gracias y los dones de la vida mística […] Vayamos, Padres y Hermanos, usque ad apicem perfectionis, hasta la caridad en su cumbre” [68].

El punto principal que se aborda en esa circular es el aspecto mariano. Se asume también aquí la consigna tradicional llevándola a su tensión máxima. La vía de la santidad para el oblato pasa por María. Ella es, en cuanto Inmaculada, el modelo de toda virtud, el modelo de la santidad; ella “fue rescatada en toda perfección” [69] y es “el tipo acabado de todo lo que Dios quiere hacer de cada uno de nosotros” [70]. Pero no es un modelo que se observa desde fuera. La gracia de nuestra vocación nos lleva a revivirla en nosotros: “Somos Oblatos de María Inmaculada. Esto no es solo una etiqueta […] Se trata de una suerte de identificación con María Inmaculada, se trata de una donación de nosotros mismos a Dios por Ella y como Ella, que va hasta el fondo de nuestra vida cristiana, religiosa, misionera, sacerdotal” [71]. Conformados con Ella, podemos vivir su virginal santidad, su anonadamiento de humilde servidora, su vida pobre y oculta, sus inmolaciones con su Hijo y sobre todo su amor tan semejante al de Él como es posible [72].

El P. Deschâtelets reafirmará constantemente, a través de toda su enseñanza, este ideal de santidad. En 1959 escribía: “¿Cómo podemos pretender ser dispensatores mysteriorum Dei, si no sabemos por experiencia personal lo que es la Trinidad, su inhabitación en las almas, quién es Cristo, quién es la Santísima Virgen?” [73]. Igualmente después del Concilio, hacia el final de su generalato: “¡Necesitamos ser más espirituales y más interiores que nunca! […] Para abordar el trabajo del ministerio, el apostolado con las masas, sobre todo con los más pobres, con todas las categorías de personas, se requiere antes estar lleno de Dios, se requiere antes vivir de Dios […] [74].

2. LA LITERATURA OBLATA

Con la aparición de la revista Études Oblates se hizo más intenso y sistemático el estudio de nuestra espiritualidad. Recorriendo los artículos de los años 40 a los años 60, me parece que va apareciendo cada vez más un elemento unificador de la espiritualidad: el puesto central de Cristo. El programa de santidad acaba siendo el propuesto por el Fundador. Menos preocupados que los superiores generales por dar normas concretas de vida, por reprimir los abusos y por exhortar a la observancia de la Regla, los autores de los artículos van directamente al centro del camino de la perfección seguido por Eugenio de Mazenod. Uno de los primeros colaboradores de la revista, Henri Gratton identifica el trazo esencial de la espiritualidad oblata: “Vivir a Cristo crucificado, redentor, salvador, en su oblación a la gloria de Dios, para la salvación de las almas más abandonadas y la utilidad de la Iglesia, ése es el ideal característico que distingue a nuestro Fundador de muchos santos, hermanos suyos” [75]. Poco después el P. Germán Lesage escribe: “La imitación del divino Salvador constituye, a nuestro entender, la trama de una vida orientada hacia tantos objetos desemejantes, ilustrando así la idea central de las obras y del espíritu del Misionero de los pobres” [76].

La imitación de Cristo se orienta siempre hacia el misterio de Cristo Salvador; por eso, el camino de la santidad como identificación con Cristo nunca se separa de la acción apostólica. Somos llamados a revivir a Cristo en su obra de evangelización. Al seguir a Cristo, el oblato se encuentra, como Él, sumergido en la humanidad, dispuesto a dar la vida por aquellos a quienes es enviado. “[…] el oblato de los tiempos modernos se ve puesto de manera imperativa en la escuela del Verbo encarnado, del Verbo precisamente considerado en su función de Salvador […]. El amigo de los pobres y de los abandonados, el apóstol de las masas, mucho antes que el oblato y con un título infinitamente superior, ha sido el Redentor y lo ha sido por todas las fibras de su ser. El misionero de los pobres sólo tiene que ajustar sus pasos a los de Él para realizarse a su vez” [77].

En este sentido, la oblación, elemento característico de nuestra vocación, reviste un aspecto puramente apostólico. Con ella nos ofrecemos totalmente a Dios para ser todos ofrecidos con Cristo a la humanidad, consagrados sin reserva a la salvación de las almas: “Somos hombres de acción. Entonces, tenemos que santificarnos en la acción y por ella. Debemos tener una espiritualidad que conduzca a la acción. Ahora bien, “el rasgo dominante de la espiritualidad de la oblación, es el ser eminentemente dinámica, activa, práctica; es un maravilloso trampolín para la acción” [78]. El camino de la santidad pasa entonces por el servicio de la Iglesia, particularmente en el campo de la evangelización de los pobres y de los más abandonados.

En el curso de estos años se puso muy de relieve otro elemento de la espiritualidad, el carácter mariano de la vida oblata. La literatura en este campo se vuelve muy abundante, sobre todo por los años 1950. En la encuesta sobre la espiritualidad oblata lanzada por Études Oblates en 1950, “la mayoría de las respuestas están de acuerdo para expresar el centro de unidad de nuestra vida espiritual con esta divisa: “Al Cristo Redentor por la Inmaculada Corredentora” o, más brevemente: “Ad Jesum per Mariam Immaculatam”, o simplemente: “Llevar las almas a la Madre de Misericordia”, o, por último, en una forma un poco diferente: “Reproducir a Cristo en su oblación al Padre y a las almas por medio de María Inmaculada” [79]. María aparece como el modelo de santidad que el oblato está llamado a seguir, por su oblación total a Dios y a la obra de la Redención del Hijo. Con Él y en Él, el oblato puede llegar a vivir en plenitud su propia vocación [80].

Con el Concilio Vaticano II entra también en la Congregación un nuevo aliento del Espíritu. Las Constituciones y Reglas de 1966 son el ejemplo más evidente. En ese texto, no solo se concreta la cuestión del hombre apostólico y de la comunidad apostólica, sino que, sobre todo – y esto me parece nuevo en nuestra espiritualidad – se reconoce que “[…]el apostolado no es un obstáculo sino más bien un alimento de oración y de vida interior […]” [81]. Esto respondía a una gran necesidad. Ya en 1950, por ejemplo, el P. Mauricio Dugal se había preguntado si el camino del oblato hacia la santidad no debía pasar por el apostolado más bien que por el silencio, el recogimiento y la celda. “El hombre apostólico, decía, debe aprender cómo su trabajo puede ser para él una verdadera fuente de santificación y de recogimiento”. Releyendo el artículo 246 de la Regla, mostraba cómo el acento se ponía, no sobre “Un continuo recogimiento del alma” sino sobre “toda la vida”. El “recogimiento continuo” comprende por igual el tiempo de soledad dentro de la casa y el tiempo de la misión fuera. El camino de la santidad, parece concluir el P. Dugal, pasa por la vida de oración como por la del apostolado. Se trata, en efecto, de una sola vida vivida por la misma persona [82].

A partir de 1966 la revista Études Oblates (desde 1973 Vie Oblate Life) continúa dando cuenta de la reflexión proseguida en la Congregación [83].

3. LA SANTIDAD CANONIZADA

“Santos sacerdotes, ¡ésa es nuestra riqueza!” [84]. Estas palabras de Eugenio de Mazenod reconocen que en la congregación de los oblatos la santidad no es solo un ideal o un tema de literatura espiritual. Gracias a Dios, la santidad es una realidad vivida por muchos de sus miembros. Para el Fundador era normal pensar que en nuestra Sociedad “todos los miembros trabajan por hacerse santos en el ejercicio del mismo ministerio y en la práctica exacta de las mismas Reglas” [85]. La muerte santa de los oblatos, era para él la certeza de que su ideal de vida podía vivirse en realidad. En 1828, con ocasión de la muerte del P. Arnoux, dice, refiriéndose a los cuatro que ya habían partido para “nuestra casa madre”: “Su santa muerte es, en mi opinión, una valiosa sanción de esas Reglas, que con ello han recibido un nuevo sello de la aprobación divina. La puerta del cielo está al término del sendero por el que caminamos” [86]. Otras veces, viendo a sus oblatos, escribe: “Me felicitaré por mis hermanos, por mis hijos, ya que, a falta de virtudes que me sean propias y personales, estoy orgulloso de sus obras y de su santidad” [87].

Las mismas observaciones encontramos en los otros superiores generales: “Nos complace constatar, leemos en una circular del P. Augier, que hay en nuestras filas religiosos ejemplares. Aman y practican la Regla con entera y constante fidelidad. Atentos ante todo a su propia santificación, hallan sus delicias en la pobreza, la humildad, la mortificación y la obediencia. Su vida exhala el perfume de la vida misma de Nuestro Señor y, a su paso, se les saluda con una palabra que lo dice todo: “¡es un santo!” [88]. La beatificación del P. José Gérard, los ya numerosos siervos de Dios y venerables, y la multitud innumerable de los oblatos conocidos y menos conocidos que, “al final del sendero por el que marchamos” han encontrado “la puerta del cielo”, nos confirman en esa convicción. El ejemplo de estos oblatos sigue manteniendo despierto, en toda la Congregación, el deseo de la santidad y el ardor por alcanzarla. “Nobleza obliga, decía Mons. Dontenwill con ocasión del primer centenario de la Congregación, […] hijos y hermanos de santos, debemos trabajar por ser santos nosotros mismos” [89]. Se ve, pues, la importancia de tener alerta y cultivar la memoria de la historia de la Congregación. El estudio de las ya numerosas biografías de oblatos nos ayudaría enormemente a comprender cómo se vive el carisma oblato y cómo se hace uno santo [90].

En ese tropel de santos, San Eugenio de Mazenod ocupa un lugar del todo especial. Si “la vida espiritual conserva entre nosotros su llama”, es porque, como escribía el P. Deschâtelets, esa llama “se encendió en el corazón ardiente de Mons. de Mazenod” [91]. El Espíritu no solo transmitió a través de él a los oblatos y a la Iglesia, un carisma que hace de él un instrumento de gracia, sino que lo llevó también a vivir ese carisma en plenitud, haciendo de él un modelo de santidad. Después de tomar nota de que “el Fundador no omitió nada, ni descuidó nada para hacer de nosotros santos y apóstoles en todo tiempo”, debemos repetir con el P. Deschâtelets: “tengamos fe en él, creamos en él, tomémoslo por guía; seamos ávidos de recoger hasta sus menores palabras, sus menores enseñanzas y directrices, resumidas en la santa Regla” [92].

El P. Marcelo Zago escribía en la carta que dirigió con ocasión de la canonización del Fundador: “Cada oblato recibe del Fundador el espíritu que lo anima, encuentra en él un modelo de vida.[…] Por eso, os invito a fijar juntos la mirada en el Fundador, considerándolo como un santo a quien imitar, un fundador a quien seguir, un maestro a quien escuchar, un padre a quien amar, un intercesor a quien invocar. Siguiendo sus huellas y guiados por él, podremos renovarnos en el carisma que el Espíritu transmitió a la Iglesia a través de él” [93].

LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

La tradición oblata, lo mismo que el Fundador, ha visto en la observancia de la Regla el camino privilegiado de la santidad. Basta leer las cartas circulares nº 11, 14, 15, 20, 26 y 42 de los superiores generales. “¡Qué falanges de oblatos han contribuido a santificar […] estas Reglas!” [94] exclamaba Mons. Dontenwill. Y el Capítulo de 1926, con ocasión del centenario de su aprobación, hacía esta exhortación: “Observémoslas; son santas y nos santificarán” [95].

Es toda la Regla la que determina el estilo de vida del oblato. Con todo, como hemos visto, la parte que más hablaba del camino de la santidad, era la titulada De las otras observancias principales. Se la ha llamado “el corazón de nuestra espiritualidad” [96]. En ella encontraba el Fundador mismo, al comentar la Regla, la descripción más clara de su proyecto de vida: “Todo está ahí”, exclamaba [97]. Ahí, en efecto, es presentada la vocación oblata como una vida empleada en seguir a Cristo, en imitarlo y en transformarse en él: “Los misioneros deben […] imitar en todo los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo,[…] tratarán de hacerse otros Jesucristo”. Sólo entonces podrán cumplir su tarea misionera que consiste en difundir “por todas partes el buen olor de sus [de JC] amables virtudes”. Son invitados además a estar “todos unidos por los lazos de la caridad más entrañable y en la perfecta sumisión a sus superiores […]” [98]

Partiendo de este texto de la Regla de 1818, quisiera destacar tres aspectos particulares del camino de santidad del oblato, tales como ya los hemos visto en los escritos del Fundador: la conformación con Cristo, la misión y la vida común fraterna. Al hacerlo seguiré la Regla actual que sabiamente logró actualizar el pensamiento del Fundador.

En las Constituciones y Reglas de 1982 no encontramos ya la palabra santidad más que de paso: los oblatos son llamados a “ser testigos de la justicia y de la santidad de Dios” (C 9). Pero, más allá de las palabras, es claramente la santidad lo que nos proponen, sobre todo donde se trata de dejarlo todo para seguir a Cristo (cf. C 2), de realizar nuestra unidad de vida en Jesucristo (cf. C 31), de formar a Cristo en nosotros gracias al Espíritu (cf. C 45). A medida que crece entre nosotros la comunión de espíritu y de corazón, leemos también, tenemos a Jesús en medio de nosotros, el cual nos comunica su santidad y hace nuestra unidad para enviarnos a anunciar su Reino (Cf. C 37).

1. LA CONFORMACION CON CRISTO EN LA OBLACION

En el corazón del camino de santidad se halla manifiestamente la relación con Cristo Salvador. El puesto central que ocupa Cristo en la vida oblata, puesto fuertemente destacado en las Constituciones de 1982, da a la santidad toda su consistencia ontológica. Antes de ser un deseo, una tarea o una ascesis, la santidad es una participación en la santidad misma de Cristo. Uno es santo en la medida en que, respondiendo a la llamada de Cristo Salvador, le sigue, vive de su vida y es introducido por él en la vida trinitaria.

Los oblatos, leemos en las Constituciones, son segregados (C 2), llamados a seguir a Cristo (C 1, 2, 19, 24) para hacerse plenamente sus discípulos (C 50). Le siguen y toman parte en su misión (C 1), cooperan con él e imitan su ejemplo en forma radical (C 1, 12). Por vocación, deben vivir en comunión más íntima con él (C 20), acostumbrarse a escucharle (C 56), a fin de conocerlo de verdad (C 33) y dejarse modelar por él de suerte que hallen en él lainspiración de su conducta (C 33) y que crezcan en su amistad (C 56) hasta la intimidad (C 36, R 65). Así los oblatos solo “realizan la unidad de su vida en Jesucristo y por él” (C 31)

El camino de la santidad a la que tienden los oblatos es esa identifi- cación con Cristo Salvador. El oblato no se pertenece ya a sí mismo, sino única- mente a Cristo y a su obra. Muere cada día a sí mismo para dejarse poseer por Cristo hasta el punto de pensar como Cristo. Lo mira todo con los ojos de Cristo. En los pobres ve a los “pobres de Jesucristo”, según la expresión de Eugenio en la iglesia de la Magdalena en 1813; la Iglesia se le presenta como “la Esposa querida del Hijo de Dios”, “nacida de la sangre de un Dios que muere en la cruz; la vida misionera consiste en ser “cooperadores de Cristo Salvador”. La identifi- cación progresiva de Eugenio con Cristo y con Cristo crucificado resulta típica para el camino de santidad del oblato. Ese camino conduce a la transformación del ser en un ser nuevo, hasta revestir la personalidad apostólica de Jesucristo.

La oblación es el acto que expresa más profundamente la identificación con Cristo. Es, en efecto, una respuesta total de amor que nace de la conciencia de haber sido amado en forma absoluta.

Nuestro nombre expresa lo que implica la santidad: Oblatos quiere decir dados por entero sin condición y sin retorno a ese Dios al que ya pertenecemos y de quien nos reconocemos criaturas, frutos de su amor eterno; Oblatos, hechos holocausto, inmolación de todo nuestro ser a ese Dios que se ha dado entero a nosotros en su Hijo; Oblatos, lógicamente por haber comprendido quién es Dios y haber visto cómo se ha hecho presente y enteramente nuestro y cómo ha intervenido en la historia de nuestra salvación; Oblatos, como respuesta de amor al amor con que Cristo Jesús nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga 2, 20) [99].

Por la oblación somos uno con Cristo, en el don al Padre. Ella se injerta en la ofrenda sacerdotal de Cristo al Padre. “En el momento de vuestra profesión religiosa, escribía Pablo VI a los religiosos, habéis sido ofrecidos a Dios por la Iglesia, en íntima unión con el sacrificio eucarístico. Día tras día, este ofreci- miento de vosotros mismos debe convertirse en realidad, concreta y continua- mente vivida” (Evangelica Testificatio, 47). Estamos dentro del misterio enun- ciado por Pablo: “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 19-20). Se trata de morir con él, para existir en él, de perder la vida para encontrarla (cf. Mc 8, 35) en él, renovada y en plenitud.

Se subraya generalmente el aspecto ascético de la oblación: hay conciencia de que debemos morir a nosotros mismos para dejar que Cristo viva en nosotros. Es preciso, no obstante, señalar también su dimensión mística: seguir totalmente a Cristo, sometiéndonos sin reserva a la dirección del Espíritu. Un oblato anónimo escribió estas palabras de sabiduría: “El alma, ya muerta a sí misma y bien decidida a morir cada vez más, se dejará guiar dócilmente por el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo. Su unión a Cristo Salvador se volverá pasiva. El Espíritu Santo la iluminará por dentro, la abrasará de celo, la guiará en la elección de los medios apostólicos más eficaces y a veces hasta la consumirá como víctima por la salvación de las almas. Su inteligencia reposará habitualmente en la contemplación del misterio redentor de Jesucristo y su voluntad arderá en un fuego apostólico inextinguible” [100].

Sumergidos en la muerte fecunda de Cristo, podemos esperar hacernos sus auténticos cooperadores en el misterio pascual. Lo mismo que el ofrecimiento que Jesús hizo de sí mismo al Padre es camino de salvación, de vida nueva y de unidad del género humano, también nuestra oblación, injertada en la suya y tomando de ella su valor, podrá ser el secreto de nuestra fecundidad apostólica. En esta santidad teologal alcanza todo su sentido la misión de “proclamar el Reino de Dios y de buscarlo sobre todo” (cf. Mt 6, 3)” (C 11). Porque nuestra misión se sitúa como prolongación de la de Cristo (“Como el Padre me envió, así os envío yo”), el ideal de hombre apostólico y de comunidad apostólica concebido por Eugenio implica una vocación intrínseca a la santidad, es decir, a la unión transformante con Cristo en su Espíritu. Para proseguir la obra de Cristo, hace falta que cada oblato sea otro Cristo y que la comunidad esté habitada por su presencia y por su Espíritu. El proyecto de evangelización típico del carisma oblato comprende necesariamente el de la santidad de vida. Así los oblatos serán “testigos de la justicia y la santidad de Dios”(C 9).

2. LA MISION

Otra dimensión del camino oblato de santidad es la misión. Como ya indicamos, en el pasado la reflexión sobre la santidad privilegió el ambiente de la vida religiosa y consideró la misión más bien como una consecuencia de la santidad personal. Se ponía de relieve la influencia de la santidad de vida en la misión. Se insistía menos en la idea de que la misión misma contribuye a la santidad de los oblatos y no solo lo contrario. En las Constituciones de 1982 se dice que “su celo apostólico es sostenido por el don sin reserva de la propia oblación”; pero que ésta a su vez es “renovada sin cesar en las exigencias de su misión”(C 2).

Para el oblato, la santidad se construye en la entrega constante de sí que la misión exige, en el amor y el servicio concreto a las personas a las que es enviado. Don de sí a Dios, la oblación pasa por el don de sí a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Así fue la oblación del Hijo del hombre, venido para dar su vida para el rescate de sus hermanos. Precisamente dando la vida por sus amigos es como dio la mayor prueba de su amor.

Siguiendo a Cristo venido para servir, a Pablo que se define como siervo de Jesucristo, y a Pedro que se reconoce servidor y apóstol de Cristo, Eugenio de Mazenod pudo escribir: “La caridad para con el prójimo forma también parte esencial de nuestro espíritu. La practicamos primero entre nosotros queriéndonos como hermanos […]; y con los demás hombres, mirándonos solo como servidores del Padre de familia encargados de socorrer, de ayudar y de guiar a sus hijos con el trabajo más asiduo, en medio de las tribulaciones y de las persecuciones de todo género, sin pretender otra recompensa que la que el Señor prometió a los servidores fieles que cumplen dignamente su misión” [101]. El P. Fernando Jetté escribía a este propósito: “Es una espiritualidad, no de esposa sino de buen servidor, y de buen servidor que da todo sin reclamar nada, ni gusto sabroso, ni consolación, ni gracia mística, buscando solo el contento de Jesucristo por quien trabaja” [102].

La oblación no es solo don de sí a Dios, sino también don de sí a la Iglesia y a la humanidad, don sin reserva a la evangelización de los más pobres. Cristo nos dio la medida del amor: hasta dar la vida. Su misión pasaba, pues, por la cruz. Él debía morir “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52). Para atraer hacia sí a todos los hombres, debía ser “levantado de la tierra” (Jn 12, 32 s.) Es la lógica del grano de trigo que, porque muere, “da mucho fruto” (Jn 12, 24).

Este mismo camino están invitados a recorrer cuantos, con Él y como Él, quieren trabajar en la edificación del Reino de Dios y reunir a los hombres en la familia de los hijos de Dios. También para nosotros, oblatos, “la cruz de Jesús ocupa el centro de nuestra misión”(C 4). Si queremos ser auténticos cooperadores de Cristo, somos también llamados a revivir su misterio de amor crucificado: “La cruz oblata, recibida el día de la profesión perpetua, nos recordará constantemente el amor del Salvador que desea atraer hacia sí a todos los hombres y nos envía como cooperadores suyos” (C 63). Para entrar en la dinámica de Cristo que atrae hacia sí, hace falta insertarse en su misterio mismo.

Nuestra muerte, nuestra “oblación”, como la de Jesús, se realiza principalmente en el apostolado. Nuestras penitencias, nuestros ayunos, nuestras vigilias no son tan característicos como los de los monjes. Es sobre todo en la evangelización donde encontraremos la vía de la ascesis, al darnos a los otros a ejemplo de Cristo cuya muerte fue el resultado del don de su vida por aquellos a quienes amaba. Evangelizar quiere decir poner todos los dones propios, el propio tiempo y las propias fuerzas al servicio de las personas que Dios nos confía, sin poderse reservar nunca. Nuestra oblación se hace real por esta práctica concreta del amor y del don de sí en la evangelización.

Incluso las “noches de los sentidos” y las “noches del espíritu” del oblato tendrán las connotaciones del apostolado. Sus pruebas podrán provenir del sentido de la frustración, del fracaso aparente o real, de la percepción de la propia ineficacia, de la desconfianza de sí o de la fatiga. Ante los nuevos desafíos de la evangelización, uno puede sentirse inepto, incapaz, impreparado. Puede ver derrumbarse obras construidas con tanto ardor, fallar las personas que le habían seguido, olvidando su deber. Una obediencia imprevista puede retirarle de un campo en que había trabajado con cariño y acierto. Puede sentirse disminuido y tentado a rebelarse porque el bien de las almas que le estaban confiadas parece estar en contraste con la nueva voluntad de Dios… A cierta edad, uno ve disminuir sus fuerzas y se siente incapaz de trabajar como hasta entonces… Uno se da cuenta de que lleva el tesoro del ministerio de Cristo “en recipientes de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Co 4, 7). “Pues cuando estoy débil, dice San Pablo, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10). “Por esto precisamente me afano, luchando con la fuerza de Cristo, que actúa poderosamente en mí” (Col 1, 29); “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13). El trabajo apostólico se purifica de toda veleidad humana y se vuelve solo transparencia de la obra de Dios.

Todo esto puede ser el camino concreto de la cooperación a la misión de Cristo hasta completar en la propia carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). La configuración con Cristo y, por consiguiente, la santificación hallan su coronamiento en nuestra misión: ir hacia las personas a las que somos enviados y amarlas hasta dar la vida, contribuyendo así a la edificación del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

3. UNA “SANTIDAD COMUN”

Recogiendo el pensamiento del Fundador, las Constituciones de 1982 evidencian plenamente otra característica de la santidad del oblato: su dimensión comunitaria. El texto clave es la constitución 37. Comentando este artículo que presenta la comunidad de los Apóstoles con Jesús como modelo de vida, el P. Zago escribe: “El modelo en este caso no es meramente exterior, sino la realización del modelo mismo, y aunque la realización es análoga, es con todo real. Cristo nos llama, nos reúne y está presente entre nosotros. Nosotros le seguimos y nos hacemos sus cooperadores en la comunidad y a través de la comunidad: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Si la santidad y la misión pasan por la comunidad, no es porque ésta sea el instrumento de su realización, sino porque Cristo está presente en la comunidad y a través de ella. Es verdad que esa presencia no se realiza por una fórmula sacramental como la Eucaristía. Se realiza por nuestra forma de vivir como cristianos. La constitución 37 nos da la razón teológica y nos indica el modo de actuar para formar la comunidad, para hacer presente a Cristo y para crear una comunidad misionera” [103].

La comunidad aparece como un lugar de experiencia mística. Jesús vive en medio de los suyos y los impregna a todos de su presencia. La santidad queda así liberada de las falsas introspecciones y de los falsos intimismos o individualismos. Vuelve a ser el camino común del pueblo de Dios.

Después de haber considerado la comunidad como lugar de santifi- cación (dimensión mística de la vida fraterna), las Constituciones la presentan como lugar de apoyo recíproco para el crecimiento espiritual (dimensión pedagógica). Si compartimos “lo que somos y lo que tenemos”, dice la constitución 39, “esta comunicación contribuirá a intensificar nuestra vida espiritual, nuestro desarrollo intelectual y nuestra actividad apostólica”. La vida de comunidad nos hace sentir, además, la “responsabilidad para con los demás” (C 39), en una “evangelización recíproca” con la que nos invitamos “mutuamente a un compromiso cada vez más profundo” (C 48) y a “compartir intensamente nuestro amor a Cristo” (C 73) y “nuestra experiencia de fe” (C 87). La Regla subraya también los instrumentos del crecimiento en la comunión fraterna: proyecto común (C 38), comunidad de bienes, ayuda recíproca, corrección fraterna (C 39) y oración en común (C 40) etc.

La oblación no es solo un don de sí a Dios o a aquellos a quienes somos enviados; es también un don total de sí a los hermanos en comunidad.

El documento de la Congregación para los religiosos y los institutos seculares sobre La dimensión contemplativa de la vida religiosa nos ayuda a comprender, en forma de síntesis, esta doble orientación de las Constituciones y Reglas. Afirma ante todo que “la comunidad religiosa es en sí misma una realidad teologal, objeto de contemplación: como ‘familia congregada en el nombre del Señor’ (PC 15)”. Saca luego esta consecuencia: si ella es lugar de presencia de Dios, “es, por naturaleza, el lugar en que la experiencia de Dios debe especialmente poder alcanzar su plenitud y comunicarse a los otros. La fraterna acogida recíproca, en la caridad, ayuda a ‘crear un ambiente apto para favorecer el progreso espiritual de cada uno de los miembros’ (ET, 39)” [104].

La vida de comunidad se muestra así como un auténtico camino de santidad, una ayuda para “hacernos cada vez más hombres de oración y de reflexión, y vivir el evangelio en forma radical, dejándonos así liberados para una mayor fidelidad a nuestra vocación” (C 87). Del mismo modo, los oblatos “juntos se esfuerzan por llevar a su plenitud la gracia del bautismo” (C 12). Porque Jesús mismo está presente entre ellos, los miembros de la comunidad pueden , viviendo un amor recíproco, llegar a la santidad.

Por último, en su búsqueda de la santidad, la comunidad refleja la vida trinitaria. Ser un solo corazón y una sola alma quiere decir participar en la koinonía trinitaria y ser un icono viviente de ella. Nuestra santidad es, en definitiva, trinitaria: “[…] la Trinidad, una e indivisible […] en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad” (LG 47).

4. EL CAMINO DE LA SANTIDAD

Las actuales Constituciones y Reglas presentan, por fin, el dinamismo de la santidad. Leemos en ellas que el don sin reserva de la oblación debe ser renovado sin cesar (cf. C 2); los oblatos están llamados a crecer “en la fe, la esperanza y el amor” (C 11); “como peregrinos, caminan con Jesús en la fe, la esperanza y el amor” (C 31).

La formación se mira en esta perspectiva dinámica. “Tiene como objetivo el crecimiento del hombre apostólico” (C 46), “llevar a la madurez en la fe a quien ha optado personalmente por Cristo” (R 52). “Jesús llama a ser plenamente sus discípulos” (C 50). La C 47 se expresa en forma igualmente clara: “La formación tiende al crecimiento integral de la persona. Es tarea de toda la vida. Lleva a cada uno a aceptarse como es y a irse realizando según lo que está llamado a ser. Implica una conversión constante al Evangelio y nos mantiene siempre dispuestos a aprender y a modificar nuestras actitudes para responder a las nuevas exigencias”.

Este dinamismo constante exigido a la vida espiritual tiene graves consecuencias también en la vida apostólica, llamada a una renovación continua. “La fidelidad a nuestra vocación oblata ha de guiarnos […] en el establecimiento de […] prioridades y en la elección de los ministerios […] Servirá también de criterio al evaluar periódicamente nuestros compromisos apostólicos” (R 4). Se pide una “fidelidad siempre creadora”(C 46). “Los oblatos, instrumentos de la Palabra, deben permanecer abiertos y flexibles; deben aprender a hacer frente a nuevas necesidades y a buscar soluciones a nuevos problemas” (C 68). La renovación interior lleva a una creatividad siempre nueva y los desafíos apostólicos contribuyen a su vez a la renovación interior constante y a la santificación.

La edificación del hombre interior en nosotros nunca está acabada. Su meta es alcanzar la talla adulta de Cristo, proseguir “hasta el día de Jesucristo”. Solo el Espíritu puede llevar esta obra a su culminación. Solo él puede hacer que nuestro ser, nuestro tiempo, nuestro trabajo y nuestro amor puedan quedar interiormente formados por Cristo y orientados hacia él. “Este Espíritu divino, escribe Eugenio, es quien debe ser en adelante dueño absoluto de mi alma, motor único de mis pensamientos, deseos y afectos, de toda mi voluntad” [105]. La santificación es obra del Espíritu, quien, por naturaleza, es siempre creador e invita constantemente a ir adelante resueltamente por el camino de la vida. Sabiendo esto, todo oblato debe estar “dispuesto a responder con generosidad a las inspiraciones del Espíritu, en cada etapa de su vida” (C 49).

En el camino de la santidad, los oblatos han visto su modelo en María Inmaculada. “Por su respuesta de fe y su total disponibilidad a la llamada del Espíritu, es el modelo y la salvaguardia de nuestra vida consagrada” (C 13). Ella fue la primera en consagrarse totalmente a Dios hasta estar del todo al servicio del Hijo y de su misión: “Dócil al Espíritu, se consagró enteramente, como sierva humilde, a la persona y a la obra del Salvador” (C 10). Su virginidad expresa estupendamente el sentido de la oblación, cuando llegada a la cima de su despojo total al pie de la cruz, comparte la kénosis del Hijo. La oblación de María refleja plenamente la de Jesús. Y como Jesús, por su oblación, engendra la nueva humanidad, así María, asociada a su ofrenda, se convierte en Madre de la Iglesia.

Oblatos de María Inmaculada, nosotros somos como ella, a su imagen, ofrecidos por ella y en ella, unidos en la misma voluntad a la oblación de Cristo. Ella nos enseña cómo vivir la muerte de Jesús, cómo unirnos a él en su misterio pascual, cómo hacernos sus cooperadores, cómo, a través del misterio de la cruz, hacernos padres y madres de las almas, hasta engendrar a la Iglesia. Inspirándonos “en el ejemplo de María” podemos ponernos del todo “al servicio de la Iglesia y del Reino” (C 46).

5. DESAFIO ACTUAL

El objetivo de la santidad sigue siendo un desafío para la Congregación hoy. Para darnos cuenta de ello, basta leer lo que han escrito los Padres Jetté y Zago.

El P. Jetté dijo al Capítulo de 1980: “El primer profetismo de una familia religiosa, por muy misionera que sea, será siempre el de la calidad de su ser y el dela santidad de sus miembros. La Iglesia necesita nuestra acción; necesita todavía más nuestra santidad” [106].

El P. Zago, en carta dirigida a los oblatos de Europa en 1991, decía: “Hoy más que nunca el Señor nos interpela en nuestro ser y no solo en nuestro actuar. Las necesidades de salvación de la humanidad de hoy, no solo nos presentan nuevos desafíos misioneros, sino que nos piden la santidad y un nuevo estilo de vida a nivel personal y comunitario. Un oblato, poco antes de morir de cáncer me escribía: “El verdadero desafío de hoy para los oblatos, no es la evangelización, sino la santidad”. En el hoy del mundo secularizado, es la calidad del ser personal la que hace de nosotros misioneros auténticos, testigos de la Trascendencia y guías espirituales” [107].

Fabio CIARDI