1. Las Circunstancias Y El Texto Del Testamento
  2. Estas Palabras "Resumen Su Vida Y Son El Compendio De Las Santas Reglas"
  3. Repercusiones Del Testamento En La Historia O.M.I.
  4. Conclusión

LAS CIRCUNSTANCIAS Y EL TEXTO DEL TESTAMENTO

En la tradición de la Congregación, se da el nombre de testamento espiritual del Fundador a las palabras que pronunció la víspera de su muerte el lunes de Pentecostés, 20 de mayo de 1861. La primera fuente de la narración es la circular del P.José Fabre fechada el 26 de mayo siguiente.

La tarde del 20 de mayo, el P. Enrique Tempier anuncia a Eugenio de Mazenod que “se ha perdido toda esperanza”. Monseñor hace el sacrificio de su vida y pide su cruz de oblación y su rosario. Se rezan las oraciones de los agonizantes y el rosario. Los Padres del seminario llegan después del Regina caeli. El enfermo renueva sus votos y luego bendice a los Oblatos y a las Hermanas de la S. Familia de Burdeos. El P. Fabre, superior del seminario, le pide entonces: “Dígnese manifestarnos el último deseo de su corazón”. El Fundador responde: “Practicad bien entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad y fuera, el celo por la salvación de las almas” [1].

El P. Fabre agrega que poco después, a la llegada del P. Ambrosio Vincens y de la comunidad del Calvario, el enfermo “quiso repetir…todo lo que ya había dicho. Tal es, prosigue, el precioso testamento que nos deja nuestro amado Padre, tales son sus postreros pensamientos, sus postreros sentimientos, su última voluntad” [2].

El auténtico testamento legal lleva la fecha del 1 de agosto de 1854 [3]. Se trata sobre todo de una larga lista de legados hechos al seminario y a las parroquias de Marsella. En la introducción, Mons. de Mazenod reitera la expresión de su afecto sobre todo al clero de su diócesis. En la oración fúnebre del obispo, pronunciada el 4 de julio de 1861, Mons. Santiago Jeancard dice: “Consignó por su propia mano la expresión de sus sentimientos para con sus sacerdotes, en su testamento, que por las disposiciones que contiene es un verdadero testamento de amor hacia su diócesis, el cual fue designado después por el notario [Gavot] como un himno a la caridad[4].

En la introducción al testamento Mons. de Mazenod solo menciona a los oblatos con estas palabras: cuento con los poderosos sufragios del clero, de los religiosos y religiosas “así como con los de la familia religiosa cuyo padre soy más especialmente, y cuyo elogio por justa modestia no puedo hacer aquí” [5].

Sus últimas recomendaciones escritas a los oblatos las había hecho con ocasión de la promulgación de la segunda edición de las Reglas, en la circular del 2 de agosto de 1853. Los años 1850-1856 estuvieron marcados por varias defunciones y por muchas salidas de la Congregación. A sus hijos, demasiado activos y acaparados por las obras, el padre les habla con profunda humildad y les insiste únicamente en el empeño por la santidad y en la práctica de la caridad fraterna. Escribe: “Termino esta larga carta, queridos hijos, encomendándome con más insistencia que nunca a las oraciones de cada uno, a fin de alcanzar de la bondad de Dios el perdón de todas las faltas que pude cometer en el gobierno de esta querida familia que me ha confiado, a la cual he entregado mi existencia, y a fin de que me conceda al final de mis días el consuelo de verla crecer en virtud y en santidad como me ha dado verla aumentar en número y extensión.

“Resumo todas mis recomendaciones y deseos en estas palabras de san Pablo a los corintios: Por lo demás, hermanos, alegraos, sed perfectos, animaos, tened un mismo sentir, vivid en paz y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén” [6].

En carta del 29 de enero de 1861 a la Congregación el P. Tempier da una primera formulación del testamento oral a los oblatos. El 28 de enero de ese año, a las 10 de la mañana, Mons. Guibert quiso llevar solemnemente el santo viático al enfermo. El clero de la ciudad y los oblatos de Marsella, en número de más de 70, formaban parte del cortejo.

Escribe el P. Tempier: “Antes de recibir la santa comunión, nuestro venerado Padre quiso mostrarnos su corazón en toda su nobleza: no pudiendo hablar por sí mismo, encargó a Mons. Guibert que nos dijera en su nombre dos cosas: que nos había amado y nos iba a amar siempre, y que a nuestra vez nosotros nos amáramos como hermanos; que este afecto mutuo nos haría felices, santos y fuertes para el bien. Sin duda, Dios nos concederá la gracia de seguir escuchando entre nosotros esta voz tan amada y tan santa, pero no olvidemos nunca esas palabras que nuestro Padre ha pronunciado en ese momento solemne: ellas resumen su vida y son el compendio de las santas Reglas que nos ha dado […]” [7].

ESTAS PALABRAS “RESUMEN SU VIDA Y SON EL COMPENDIO DE LAS SANTAS REGLAS”

Nadie mejor que el P. Tempier, amigo íntimo y fiel colaborador de Eugenio desde 1816 hasta 1861, podía emitir un juicio tan certero: las palabras del Fundador pronunciadas el 29 de enero y sobre todo las del 20 de mayo de 1861 “resumen su vida” y “son el compendio de las santas Reglas”; son también, podemos añadir, la síntesis de todas sus exhortaciones a los oblatos a lo largo de su vida.

En los escritos de Mons. de Mazenod hay pocos pasajes en que los dos términos caridad y celo se junten en la misma frase. Pero el primero vale su peso en oro. Se trata del primer artículo de la Regla de 1825-1826: “el fin de esta pequeña Sociedad es “quesacerdotes seculares, reunidos y viviendo juntos como hermanos (Sal 132, 1), se consagren principalmente a la evangelización de los pobres” [8]. En el mismo sentido, el P. de Mazenod escribe al P. Tempier el 12 de agosto de 1817: “Por amor de Dios, no cese de inculcar y predicar la humildad, la abnegación, el olvido de sí y el menosprecio de la estima de los hombres. Que éstos sean siempre los cimientos de nuestra pequeña Sociedad, lo cual, unido a un verdadero celo desinteresado por la gloria de Dios y la salvación de las almas y a la más tierna caridad, bien entrañable y bien sincera entre nosotros, hará de nuestra casa un paraíso en la tierra y la establecerá de manera mucho más sólida que todas las leyes posibles” [9].

Otro pasaje de los más importantes, lo escribió en un momento de tristeza, tras haber comprobado que los miembros de la comunidad de Notre-Dame de Laus vivían en forma muy distinta del ideal soñado por el Fundador y propuesto en la Regla. Escribe al P. Guibert el 29 de julio de 1830: “La caridad es el eje sobre el que gira toda nuestra existencia. La que debemos tener para con Dios nos ha hecho renunciar al mundo y nos ha consagrado a su gloria por toda clase de sacrificios, incluso el de la propia vida. Para ser dignos de ese Dios a quien nos hemos consagrado, hicimos voto de renunciar a nosotros mismos por la obediencia, a las riquezas por la pobreza, y a los placeres por la castidad […] La caridad para con el prójimo es también parte esencial de nuestro espíritu. La practicamos primero entre nosotros, amándonos como hermanos, considerando a nuestra Sociedad solo como la familia más unida que existe en la tierra, alegrándonos de las virtudes, de los talentos y de las demás cualidades que poseen nuestros hermanos como si las poseyéramos nosotros mismos, aguantando con mansedumbre los pequeños defectos que algunos no han superado todavía, cubriéndolos con el manto de la más sincera caridad, etc. y para con los demás hombres, considerándonos solo como servidores del Padre de familia, encargados de socorrer, de ayudar y de conducir a sus hijos con el trabajo más asiduo, en medio de las tribulaciones y de las persecuciones de toda clase, sin pretender otra recompensa que la que el Señor prometió a los servidores fieles que cumplen dignamente su misión” [10].

Si en sus escritos se hallan pocos textos donde estén juntos los dos términos, el Fundador habló con frecuencia del celo y todavía más de la caridad fraterna; y sobre todo vivió intensamente esa doble realidad.

1. “ENTRE VOSOTROS, LA CARIDAD, LA CARIDAD, LA CARIDAD”

Frecuentemente se ha hecho notar que el P. de Mazenod no hizo resaltar bastante la caridad fraterna en la primera edición de la Regla. Con todo, se pueden contar unas 15 referencias explícitas y cerca de 40 alusiones [11]. El texto más fuerte es éste: “Estarán todos unidos por los lazos de la más entrañable caridad y en la perfecta sumisión a los superiores” [12].

Donde el Fundador subrayó la importancia de la caridad fraterna entre los oblatos, fue sobre todo en sus exhortaciones a lo largo de su vida. Centenares de veces en su correspondencia habla de la caridad, ya para exponer su necesidad, ya para señalar las faltas o para congratularse del modo en que se es fiel a ella [13].

Dos expresiones se repiten muy a menudo en sus escritos: entre nosotros no debe haber “más que un corazón y un alma” [14]; y la caridad fraterna es el “carácter distintivo” de la Congregación [15]. Nos vamos a ceñir a la mención del texto más importante, escrito en Roma, en el Quirinal, el 2 de diciembre de 1854: “Que los hermanos oblatos se convenzan bien del espíritu de familia que debe existir entre nosotros. He visto muchas órdenes religiosas y estoy en relación íntima con las más regulares. Pues bien, he reconocido en ellas, aparte de sus virtudes, un gran espíritu de cuerpo; pero este amor más que paternal del jefe por los miembros y esta correspondencia cordial de los miembros para con su jefe que establecen entre ellos relaciones que parten del corazón y que forman entre nosotros verdaderos lazos familiares de padre a hijos y de hijos a padre, esto no lo he encontrado en ninguna parte. Se lo he agradecido siempre a Dios como un don especial que se dignó concederme, pues es el temple de corazón que él me ha dado, esta expansión de amor que me es propia y que se extiende sobre cada uno de ellos sin detrimento para los demás, como sucede, si me atrevo a decirlo, con el amor de Dios a los hombres. Digo que este sentimiento que reconozco viene de Aquél que es la fuente de toda caridad, es el que ha provocado en los corazones de mis hijos esta reciprocidad de amor que forma el carácter distintivo de nuestra querida familia. Que ello sea para ayudarnos mutuamente a gustar más el encanto de nuestra vocación, y que todo se refiera a Dios para su mayor gloria. Es el anhelo más ardiente de mi corazón” [16].

Pero, como escribió el P. Tempier, el P. de Mazenod vivió primero lo que enseñó. Escribió un día: “No vivo más que por el corazón” [17]. Quiso que sus hijos vivieran y trabajaran en comunidad, pero en comunidad fraterna y caritativa [18]. Él mismo no podía vivir a gusto más que donde había afecto y comprensión mutua. J. Paguelle de Follenay, comparando al obispo de Marsella con san Francisco de Sales, escribe: “En el conjunto de sus cualidades morales, tuvieron la misma nota dominante: el corazón, es decir, la bondad, la sensibilidad, la ternura expansiva. Nada más contrario al temperamento espiritual de ellos que la fría rigidez y la árida regularidad. En ellos todo venía del amor y todo volvía allá” [19].

El Fundador quiso mucho a sus hijos oblatos y lo repitió muy a menudo [20]. Sus expresiones, tan variadas y tan fuertes, no eran por supuesto una actitud de fachada o de cumplido, sino que brotaban de un corazón sincero, de una real y profunda amistad. Gozaba de verdad con quienes eran felices y compartía las penas de los que sufrían. Baste también aquí alegar solo dos textos. Antes de salir hacia Roma el 17 de enero de 1851, escribe al P. Carlos Baret: “Tú sabes, querido hijo, que mi mayor imperfección es amar apasionadamente a los hijos que Dios me ha dado. No hay amor de madre que lo iguale. La perfección estaría en ser insensible a la mayor o menor corresponden- cia de mis hijos a este afecto maternal. Por eso es por lo que yo peco. Por mucho que haga, no puedo llegar hasta ahí, y, aun amando a aquellos que no hacen mucho caso de mi amor, lo cual es un efecto de la gracia de estado de mi posición, confieso humildemente que siento un consuelo indecible y una especie de refuerzo de ternura hacia aquellos que comprenden mi corazón y me devuelven algo por lo que yo soy para ellos” [21].

El 10 de enero de 1852 escribe igualmente al P. Santos Dassy: “No sé cómo mi corazón da abasto al afecto que siente por todos vosotros.[…] No, no hay en la tierra una criatura a quien Dios haya dado la gracia de amar tan tiernamente, tan fuerte y constantemente a tantas personas. No se trata aquí simplemente de la caridad, no, se trata de un sentimiento materno para cada uno de vosotros, sin perjuicio de los otros. Ninguno de vosotros puede ser más amado de lo que yo lo amo. Amo a cada uno plenamente como si fuera el único amado, y este sentimiento tan delicado lo siento por cada uno. ¡Es maravilloso!” [22].

En su testamento espiritual menciona la caridad por tres veces y el celo solo una vez. Esto parece corresponder al porcentaje de sus exhortaciones. Ha hablado con más frecuencia de la caridad que del celo, porque sobre este último los oblatos más bien han tenido que ser frenados.

2. “FUERA, EL CELO POR LA SALVACION DE LAS ALMAS”

Que la Congregación haya sido fundada para evangelizar a los pobres por amor al prójimo, amor ardiente y devorador, esto aparece en todas las páginas de las Reglas de 1818 y 1825-1826. Basta recordar el artículo primero y el Nota bene del primer capítulo de la Regla de 1818 en el que se lee: “Son llamados a ser los cooperadores del Salvador, los corredentores del género humano; y aunque por razón de su escaso número actual y de las necesidades más apremiantes de los pueblos que los rodean, tengan que limitar de momento su celo a los pobres de nuestros campos y demás, su ambición debe abarcar, en sus santos deseos, la inmensa extensión de la tierra entera […]” [23]. “Es, pues, urgente [osarlo todo] hacer que vuelvan al redil tantas ovejas descarriadas, enseñar a los cristianos degenerados quién es Jesucristo y arrebatarlos al dominio de Satanás […] [24]“.

En un comentario a la Regla, escribía también el Fundador el 8 de octubre de 1831: “¿Tendremos alguna vez una idea justa de esta sublime vocación? Para eso haría falta comprender la excelencia del fin de nuestro Instituto, indiscutiblemente el más perfecto que se pueda proponer aquí abajo, ya que el fin de nuestro Instituto es el mismo que se propuso el Hijo de Dios al venir a la tierra: la gloria de su Padre celestial y la salvación de las almas […] Fue especialmente enviado para evangelizar a los pobres […] y nosotros hemos sido fundados precisamente para trabajar en la conversión de las almas y especialmente para evangelizar a los pobres” [25].

Tales reflexiones no son fruto de un momento de fervor, son la expresión misma del pensamiento y de la vida del Fundador. Su pensamiento se manifiesta claro en muchas cartas desde los años del seminario hasta su muerte. El 29 de junio de 1808, al anunciar a su madre su proyecto de entrar en el seminario, ya escribía: “[…] Pongo al Señor por testigo, lo que él quiere de mí es que renuncie a un mundo en el que es casi imposible salvarse, dada la apostasía que en él reina; es que me entregue más especialmente a su servicio para tratar de reavivar la fe que se extingue entre los pobres; es, en una palabra, que me disponga a ejecutar todas las órdenes que quiera darme para su gloria y la salvación de las almas, que él rescató con su preciosa sangre […]” [26].

El 11 de octubre de 1809 dice todavía: “Ah, mi querida mamá, si se persuadiera bien de esta gran verdad de que las almas rescatadas por la sangre del Hombre-Dios son tan preciosas que, aun cuando todos los hombres pasados, presentes y futuros emplearan cuanto tienen de talento, de recursos y de vida por salvar una sola, todo ello quedaría bien, admirablemente bien empleado […]” [27].

Las primeras cartas al P. Tempier manifiestan el mismo celo devorante: “Convénzase bien de la situación de los pobladores de nuestros campos, le escribe el 9 de octubre de 1815, del estado de la religión entre ellos, de la apostasía que se propaga cada día más y que causa estragos terribles. Mire la insuficiencia de los medios que se han opuesto hasta ahora a ese diluvio de males […] Llenos de confianza en la bondad de la Providencia, hemos echado los cimientos de una obra que proveerá habitualmente de misioneros fervorosos a nuestras zonas rurales. Ellos se ocuparán sin cesar en destruir el imperio del demonio y a la vez darán ejemplo de una vida verdaderamente eclesiástica en la comunidad que van a formar […]” [28].

“Pero ¿quiénes somos nosotros, añade el 22 de agosto de 1817, para que el Señor escuche nuestros deseos? Somos, o hemos de ser sacerdotes santos que se estiman dichosos y muy dichosos al consagrar su fortuna, su salud, su vida al servicio y por la gloria de nuestro Dios. Estamos puestos en la tierra, y particularmente en nuestra casa, para santificarnos, ayudándonos mutuamente con nuestros ejemplos, nuestras palabras y nuestras oraciones. Nuestro Señor Jesucristo nos ha dejado el cuidado de continuar la obra excelsa de la redención de los hombres. Únicamente a esta meta han de dirigirse todos nuestros esfuerzos; mientras no hayamos empleado toda nuestra vida y dado toda nuestra sangre para lograrla, no podemos decir palabra; mucho menos cuando todavía no hemos ofrecido más que algunas gotas de sudor y unas ligeras fatigas. Este espíritu de dedicación total por la gloria de Dios, el servicio de la Iglesia y la salvación de las almas es el espíritu propio de nuestra Congregación, pequeña, es verdad, pero que será siempre poderosa mientras sea santa. Es preciso que nuestros novicios se imbuyan bien de estos pensamientos, y que los profundicen y los mediten a menudo. Cada Sociedad en la Iglesia tiene un espíritu que le es propio; está inspirado por Dios, de acuerdo a las circunstancias y a las necesidades de los tiempos en que Dios se complace en suscitar esos cuerpos de reserva o mejor dicho esas tropas escogidas que se adelantan al cuerpo del ejército en la marcha, que lo aventajan en bravura y que alcanzan también victorias más brillantes” [29].Así, la “dedicación total por la gloria de Dios” es el espíritu propio de nuestra Congregación, como el espíritu de familia y la caridad fraterna “forman su carácter distintivo”.

En sus cartas a los oblatos, el Fundador ha hablado con frecuencia de celo, unas veces para estimularlo en oblatos timoratos o más preocupados de la vida religiosa que de la salvación de las almas [30], con más frecuencia para moderar los excesos a expensas de la vida interior [31]. Los oblatos no tenían necesidad de ser exhortados al celo; les bastaba conocer las fuertes expresiones de la Regla al respecto [32], saber con qué dedicación había trabajado su padre, ya como joven sacerdote junto a los prisioneros, a los jóvenes y a las almas abandonadas de Aix, y luego haberle visto actuar en Marsella, durante los años pasados en el noviciado o el escolasticado [33]. El Sr. Cailhol, canónigo de Marsella dijo en 1864 que el obispo de Marsella había sido “devorado por el celo que colmaba a los Apóstoles” [34]. Y Mons. Jeancard escribió en 1866 en el mismo sentido: “El celo por la salvación de las almas era su virtud dominante […]” [35].

Este amor por las almas y este deseo de salvarlas lo invadía tan profundamente que varias veces en el curso de su vida se mostró pronto a morir mártir [36], y ofreció [37] y arriesgó [38] su vida por salvarlas.

REPERCUSIONES DEL TESTAMENTO EN LA HISTORIA O.M.I.

Los oblatos nunca han olvidado este testamento espiritual del Fundador que es resumen de sus exhortaciones y de su vida. Buscar en la literatura oblata todas las alusiones al tema y todas las aplicaciones prácticas en la vida de la Congregación sería una tarea difícil. Sin embargo, vamos a recordar algunos escritos sobre todo de los superiores generales y a evocar algunos hechos en que aparece que los oblatos han tratado de vivir conforme a los últimos deseos de Mons. de Mazenod.

Entre los superiores generales, es el P. José Fabre quien ha recordado más veces ese testamento. Lo ha hecho en forma explícita o implícita al menos en 9 circulares. Lo han mencionado en 2 los PP. Luis Soullier, Casiano Augier y Teodoro Labouré. Mons. Dontenwill, en 4 [39]. El P. León Deschâtelets, en 8 [40]. El P. Ricardo Hanley alude a él una vez [41]. Y el P. Fernando Jetté dos veces [42].

Se nota que los superiores generales, como el Fundador, hablan más a menudo de la caridad que del celo. Todos subrayan varias veces [43], siguiendo al Fundador [44], que la caridad fraterna es o debe ser el signo distintivo de los oblatos, y todos repiten en varias ocasiones [45], siguiendo también al Fundador [46], la consigna de que debemos ser “sólo un corazón y un alma”.

Sin duda alguna, las lecciones del Fundador penetraron a fondo en el alma de sus hijos. Las dos expresiones favoritas recién mencionadas se repiten con frecuencia en los escritos de los oblatos [47], como también el recuerdo de su testamento espiritual [48]. Tanto antes como después de la muerte de Mons. de Mazenod, sus hijos se han esforzado por practicar la caridad fraterna y siempre han estado animados de un celo audaz.

1. LA CARIDAD FRATERNA OBLATA

Es sabido cómo Mons. Jeancard, como testigo agradecido, ha alabado la caridad que animaba a los padres y hermanos de la primera comunidad de Aix. Escribe, por ejemplo: “El cor unum et anima una que el Fundador recomienda en su Regla como uno de los caracteres de la Sociedad era realmente el rasgo distintivo de aquella pequeña comunidad” [49]. Y el P. Tempier completa: “Es el reino de la caridad en lo que tiene de más encantador. Oh, si los mundanos leyeran en nuestro corazón, les daría rabia estar tan alejados de la felicidad” [50].

Conservamos cartas de novicios y de escolásticos de Notre-Dame de Laus, la segunda casa de la Congregación, donde se ve que allí también son todos un corazón y un alma [51]. Santos Dassy, seminarista en Marsella en 1829, afirma por su parte que fue atraído a la Congregación por la unión y la caridad que ha visto entre los superiores del seminario [52]. En el mismo período, por lo menos tres oblatos solicitaron del Fundador permiso para ofrecer su vida a Dios en lugar del P. Mario Suzanne, tenido por más importante que ellos [53]. El mismo clima de caridad se daba en N.D. de Lumières en 1840. El Fundador escribe en el acta de visita del 10 de octubre: “Acabamos de pasar cinco días deliciosos en medio de esta porción de nuestra querida familia. ¡Qué gratas han sido las comunicaciones que hemos tenido con cada uno de los miembros de esta casa! Hemos [comprobado] que se sirve a Dios del mejor modo, que los miembros se aman mutuamente como hermanos y que todos los corazones son uno en tal grado que jamás surge la menor disensión […]”.

Durante sus estudios en Marsella en 1854 y con ocasión de su viaje en 1859, Mons. Vidal Grandin quedó especialmente impresionado por las atenciones del Fundador: “Durante todo el tiempo que estuve con él, escribe en 1859, velaba como una madre tierna por que nada me faltase en la mesa” [54].

En 1861 el P. José María Clos afirmaba que el clero secular de Texas admiraba la caridad fraterna que unía a los oblatos; un sacerdote afirmaba incluso que no había encontrado una caridad semejante en ninguna otra comunidad [55].Todos los que vivieron o estuvieron de paso en el seminario de Marsella o en el escolasticado de Motolivet entre 1854 y 1862 quedaron marcados por la atmósfera de caridad que allí reinaba [56]. De ella se hace eco Mons. d’Herbomez escribiendo al P. Tempier el 17 de abril de 1863: “Ah, qué hermoso y qué grato es vivir todos juntos como hermanos, teniendo solo un corazón y un alma”.

En su libro Missionnaire Oblat de Marie Immaculée, destinado a los jóvenes, el P. Yves Guéguen escribía en 1947: “Este espíritu de familia, hecho de mutuo afecto sincero, de delicadas atenciones y de cordial sencillez, se ha conservado fielmente entre los hijos de Mons. de Mazenod. Con el tierno amor a María Inmaculada, que es la fuente pura del mismo, constituye manifiestamente la herencia preciosa de su Instituto. Hace el encanto de su vida diaria; hace la alegría y el consuelo de sus fiestas o reuniones de familia; da a su modesta hospitalidad un carácter especial de cordialidad; les predispone finalmente a mostrarse suaves, afables y condescendientes con los fieles a los que tienen que evangelizar” [57].

Fieles a la tradición oblata, las Constituciones de 1982 recuerdan varias veces la herencia recibida, especialmente la C 37 que dice: “La caridad fraterna debe sostener el celo de cada miembro, en conformidad con el testamento del Fundador: ‘Practicad bien entre vosotros la caridad, la caridad, la caridad, y fuera, el celo por la salvación de las almas’ ” [58].

A pesar de un empeño evidente por seguir este ideal, no hay que creer que esta caridad se haya vivido sin fallos en las comunidades oblatas en tiempo del Fundador y después [59]. Si el llamamiento a la caridad es tan frecuente en los escritos de los superiores generales, es sin duda para subrayar la forma admirable en que habitualmente es vivida, pero también para señalar las flaquezas en su práctica e invitar a los oblatos a ser más fieles a este punto esencial de las Reglas y de los deseos de Mons. de Mazenod.

2. EL CELO DE LOS OBLATOS

Monseñor de Mazenod y los superiores generales han hablado igualmente de la actividad misionera de los oblatos y de su celo, pero casi nunca para quejarse o para exhortar en ese campo. El Fundador tiene sobre todo palabras de admiración y de elogio ante el éxito de las misiones parroquiales y ante la valentía de los misioneros entre los infieles [60]. Tenía razón de admirarse al ver cómo, bajo su dirección, sus hijos se establecieron en pocos años en toda la América del Norte hasta el Pacífico y el océano ártico, expansión que un escritor llamó la epopeya blanca [61]. Por el mismo tiempo se establecían en Ceilán (Sri Lanka) y recorrían Africa del Sur, fundando misiones en diversas tribus [62].

La tradición se ha mantenido hasta el punto que el Papa Pío XI en 1932 pudo llamar a los oblatos los especialistas de las misiones difíciles. “Hemos visto una vez más, dijo a los capitulares, cuánto apreciáis vuestra bella, gloriosa y santa especialidad que es la de consagrar vuestras fuerzas, vuestros talentos y vuestras vidas a las almas más abandonadas en las misiones más difíciles […] Muy noble y hermosa tarea, que os asegura en forma única, inigualable, la bendición de Dios y toda la abundancia de espíritu misionero. Por lo demás, lo estáis demostrando con el hecho: este espíritu es el alma de vuestra alma” [63].

Los superiores generales se han expresado a menudo del mismo modo que el fundador, especialmente en sus informes sobre el estado de la Congregación al comienzo de cada Capítulo general. En el de 1947, como con ocasión del centenario de las provincias de Francia en 1951, el P. Deschâtelets subrayó el papel importante de los misioneros franceses, manteniendo a través de los años el espíritu misionero, el “fuego sagrado” que anima en todas partes a los oblatos [64]. En el Capítulo de 1953 escribía también: “Nuestros vicariatos de misiones siguen dando al Instituto su aire y su dinamismo apostólico. Están en la vanguardia del trabajo por la conversión de las almas, y nos enorgullecemos de ello. Nunca ponderaremos bastante con qué espíritu auténticamente misionero nuestros oblatos se entregan a la tarea de la conversión de los paganos y a la conservación de las almas ya conquistadas al error y al demonio en las 3 archidiócesis, las 5 diócesis y los 13 vicariatos apostólicos que están a nuestro cargo. Mientras que en los antiguos vicariatos de misión nuestros padres, fieles a las tradiciones de los mayores, luchan sin tregua por extender y asegurar el reino de Cristo, el los vicariatos nuevos, como, por ejemplo en Garoua, es la embriaguez de las primeras conquistas, de las numerosas conversiones, de los primeros asentamientos en plena selva. Ahí se renueva la epopeya misionera de los primeros tiempos de nuestro apostolado en el extranjero. Creo que la Iglesia no puede reprocharnos nada ya que hacemos todo cuanto está en nuestro poder para responder a su expectativa cuando confió a la Congregación la carga y el honor de evangelizar esos territorios” [65].

En el Capítulo de 1986 fue Juan Pablo II quien elogió el celo de los oblatos en el pasado e invitó a los de hoy a seguir fieles a esa tradición. “Desde hace 160 años los Oblatos de María Inmaculada han escrito un maravilloso capítulo de la historia misionera de la Iglesia contemporánea, desde el polo norte al ecuador. Me permitiréis citar la excelsa figura de Mons. Vital Grandin en el pasado y al valiente presidente de la Conferencia de Africa del sur, Mons. Hurley en la actualidad. Doy gracias a Dios al ver que hoy gran número de oblatos, deseosos de arrastrar a sus hermanos, quieren asir con ambas manos el ideal que empujó a su beato fundador a una aventura evangélica misionera cuyo sorprendente desarrollo no se atrevía a imaginar, dados los mil obstáculos que encontró en su camino […]

“Hijos de Eugenio de Mazenod, cuyo celo por el anuncio del Evangelio se comparó al viento mistral, herederos de un linaje casi dos veces secular de oblatos apasionados por Jesucristo, dejaos atraer más que nunca por las masas inmensas y pobres del tercer mundo, como por este cuarto mundo occidental sumido en la miseria y a menudo en la ignorancia de Dios” [66].

CONCLUSIÓN

Antes de abandonar la tierra, Jesucristo dejó a sus Apóstoles su mandamiento: “Amaos unos a otros como yo es he amado” (Jn 15,12) y manifestó su última voluntad: “Id por todo el mundo y proclmad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Era normal que Mons. de Mazenod, antes de morir, dejara a sus hijos la misma consigna o testamento: “Entre vosotros, la caridad, la caridad, la caridad, y fuera, el celo por la salvación de las almas”. ¿No deben acaso empeñarse por ser otros Jesucristo [67] y marchar siguiendo las huellas de los Apóstoles, a quienes consideran como sus primeros padres [68]?

Las Constituciones de 1982 se expresan también de la misma manera: “‘Escogidos para anunciar el Evangelio de Dios’ (Rom 1,1) los oblatos lo dejan todo para seguir a Jesucristo. Para ser sus cooperadores, se sienten obligados a conocerle más íntimamente, a identificarse con él y a dejarle vivir en sí mismos. Esforzándose por reproducirle en la propia vida […]” (C 2).

“Jesús formó personalmente a los discípulos que había elegido y los inició en los secretos del Reino de Dios (cf. Mc 4, 11). Para prepararlos a la misión, los asoció a su ministerio; y para fortalecer su celo, les envió su Espíritu.

“Este mismo Espíritu forma a Cristo en aquellos que se comprometen a seguir las huellas de los Apóstoles. Cuanto más los introduce en el misterio del Salvador y de su Iglesia, más los impulsa a consagrarse a la evangelización de los pobres”( C 45).

Este testamento espiritual de Mons. de Mazenod, último eco de una voz moribunda, escribe el P. Eugenio Baffie en 1894, es “la revelación completa de las nobles aspiraciones que hicieron latir el corazón del venerable fundador de los Oblatos. Es, además, todo un programa de perfección” [69]. Es, podríamos añadir, la descripción de lo que debe ser un hijo de Mons. de Mazenod; confrontándose con ese testamento, uno ve si es fiel o no a su vocación de Oblato de María Inmaculada [70].

Yvon BEAUDOIN