1. El Fundador
  2. Los Oblatos De Hoy

En la tradición oblata la expresión “las necesidades más urgentes” está muy conectada con varios conceptos fundamentales de los que saca su riqueza. La podríamos estudiar, por ejemplo, a partir del sentimiento de impaciencia que experimentaba el Fundador cuando reprendía a sus misioneros porque al parecer no ponían su prioridad pastoral en la conversión de los paganos [1]. También nos ayuda a entenderla la palabra “celo”, como la entendía Eugenio de Mazenod. Cuando él convoca a hombres “de celo ardiente por la salvación de las almas, se percibe claramente su sentido de urgencia [2]. Cabe decir lo mismo a propósito de la expresión “los más abandonados”. Habría que estudiar también la importancia y el lugar que los oblatos han dado, más recientemente, a expresiones clave como “los signos de los tiempos” y “las prioridades regionales”. Estas dos expresiones se han traducido en llamamiento y compromiso para responder a las necesidades más urgentes del mundo tal como las captan los oblatos de las seis regiones. Implican que se está dispuesto a renunciar a las posiciones establecidas y a empeñarse por senderos nuevos a fin de hacer de Cristo una realidad más viva junto a los más abandonados. El objetivo primero de este artículo es, pues, estudiar cómo Eugenio vio las necesidades más urgentes de su tiempo y cómo intentan hoy hacerlo los oblatos. Se descubrirá rápidamente que ese sentido de urgencia es una característica evidente de nuestra espiritualidad y de nuestra misión.

EL FUNDADOR

1. URGENCIA ESPIRITUAL

Como sucede con la belleza, la percepción de toda necesidad urgente se sitúa en el ojo de quien mira. Es algo subjetivo, que se percibe desde adentro, a nivel existencial o, si se quiere, a nivel de las convicciones. Lo que parece urgente para uno, no lo es necesariamente para otro. Para el Fundador, lo que urgía sobre todo era “avanzar en las vías de la perfección eclesiástica y religiosa” [3]. El aspecto apremiante de esta necesidad aparece por todas partes en sus escritos, especialmente en el Prefacio de la Regla: “Deben trabajar seriamente por ser santos”. A sus ojos, ninguna otra necesidad eclipsa o supera esta llamada a la santidad personal, ni exige un cuidado tan inmediato y continuo, a tiempo y a destiempo, o, como él mismo dice: “tanto en la misión como en el interior de la casa” [4]. “El que quiera ser de los nuestros, deberá arden en el deseo de su propia perfección” [5] “En nombre de Dios, insiste, seamos santos” [6].”Que los oblatos se persuadan bien de lo que la Iglesia espera de ellos; no bastan virtudes mediocres para responder a lo que exige su santa vocación […] Que se apresuren, pues, a hacerse santos, si no lo son todavía en el grado que se requiere” [7].

Lo que hace tan apremiante este llamamiento a los ojos de Eugenio de Mazenod, es “el estado deplorable” en que se halla la Iglesia misma de su tiempo. Aquella situación de profundo desamparo fue la que dio su carácter de urgencia a su búsqueda de santidad personal, así como fue la misión que cumplir la que dictó el esfuerzo personal que había que hacer. De hecho, no se puede separar lo uno de lo otro; ambas realidades forman el tejido y la corona de la misma urgencia, la de conocer y amar a Cristo. “Cuanto más santos, ejemplares y regulares seáis, tanto más se propagará el bien” [8]. El Fundador veía claramente el lazo fundamental que se da entre la santidad personal y el esfuerzo misionero. Y, en efecto, de la percepción profunda de ese lazo iba a nacer y progresar su instituto Su sentido de la urgencia espiritual estará, pues, en adelante inextricablemente unido a su sentido de la urgencia misionera.

2. URGENCIA MISIONERA

A los ojos de Eugenio la necesidad misionera es más urgente “cuando va en ello la salvación de las almas” [9]. A este respecto es muy explícito en el Prefacio de la Regla: “Es, pues, sumamente importante, es urgente hacer que vuelvan al redil tantas ovejas descarriadas, enseñar a los cristianos degenerados quién es Jesucristo y, arrebatándolos al dominio de Satanás, mostrarles el camino del cielo” [10]. Detrás de esa necesidad apremiante, hay una teología de la salvación (y del infierno) que es la del Fundador y de su tiempo. Para él, se trataba de arrancar a las almas del dominio del infierno, es decir, de la “ignorancia supina” de todo lo concerniente a su salvación. En contrapunto, estaba la voluntad salvífica de Dios, que no podía alcanzarles más que por el trabajo misionero. Para él era urgente ir a evangelizar a aquellos a quienes hoy llamaríamos los marginados o los no practicantes, los que estaban en peligro de perder la fe o que, en la práctica, ya la habían perdido. En una palabra, los que no conocían realmente a Jesucristo y no tenían a nadie que se lo anunciara. Analizando las causas de aquella situación, escribía: “Se pueden reducir a tres capítulos principales: 1. el debilitamiento, por no decir la pérdida total de la fe; 2. la ignorancia de los pueblos; 3. la pereza, el descuido y la corrupción de los sacerdotes. Esta tercera causa debe mirarse como la principal y como la raíz de las otras dos” [11]. En el contexto de “este deplorable estado” se despertó en Eugenio de Mazenod el sentido de la urgencia. Nunca lo iba a perder. “Los oblatos, escribía, […] tienen como misión principal convertir a los infieles e instruir a este pueblo ignorante que se dice cristiano pero que no lo es ni en principio ni en práctica” [12]. Eran los “pobres”, los “más abandonados”, los que estaban, en lo más profundo de sí mismos, privados de su dignidad. Justamente pensando en ellos escribía al párroco de Barjols el 20 de agosto de 1818: “Nuestro deber es acudir allí donde el peligro es más apremiante” [13].

Para Eugenio de Mazenod, la evangelización de los pobres no brotaba solo de una opción deliberada para él mismo y para su sociedad, sino también de una coacción, de algo que se imponía a él desde su interior. Como hombre realista y muy de su tiempo, sentía la urgencia que provenía de las verdaderas necesidades de su época; pero como hombre de fe que ardía en un gran amor a Jesucristo crucificado, sentía esa urgencia como un fuego interior. En este punto, Eugenio refleja a san Pablo que describe su apostolado en términos de apremio divino del que no podía escapar: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9, 16). Esta necesidad, esta urgencia nace de que una parte del plan de salvación de Dios se le ha confiado, y la gravedad de su situación nace del hecho de no poder escapar de ese plan sin atraer sobre sí la desgracia de la perdición eterna. ¡Cuánta verdad era esto en Eugenio de Mazenod!

A la luz de esta coacción cargada de fe es como debemos comprender muchas expresiones que se hallan en sus escritos, por ejemplo: “hay que intentarlo todo”, “nuestro deber es acudir donde el peligro es más apremiante”. “dispuestos a volar en cualquier tiempo y a la menor señal allí donde la obediencia les muestre algún bien que realizar” [14].

Este sentimiento de urgencia explica por qué Eugenio, siendo joven sacerdote, pidió a las autoridades diocesanas que no le dieran puesto en una parroquia sino que lo dejaran libre para dedicarse del todo a aquellos que no eran alcanzados por las estructuras parroquiales. Explica también por qué aquellos que quedaban fuera de la vida pastoral y de las estructuras parroquiales de la Iglesia fueron el objetivo principal de sus primeras actividades apostólicas. Son, como indica el P. Jetté en una conferencia sobre el fundador, “los criados, los artesanos, la gente humilde que prácticamente es dejada de lado por causa del horario de los oficios y por causa de la lengua […]; la juventud: las parroquias no tienen nada para los jóvenes […]; los prisioneros, grandes criminales o pequeños delincuentes […]; los enfermos, los agonizantes, los pobladores del campo cuya ignorancia es todavía más grande que en la ciudad” [15].Tales eran las necesidades urgentes de la Iglesia que Eugenio percibió primero. Para él, estos diferentes grupos de personas tenían una cosa en común: todos eran pobres por estar privados de Jesucristo. Esta privación constituía, a sus ojos, la necesidad más apremiante, dentro de la Iglesia como fuera de sus límites y de su pertenencia.

Se comprende, entonces, fácilmente por qué el Fundador nunca quiso que sus misioneros se contentaran con ser “simples” sacerdotes de parroquia, es decir, sacerdotes que emplean la mayor parte del tiempo y de las energías en la atención de aquellos que ya conocen y aman a Jesucristo, los cristianos que practican. “Que se ayude a los párrocos, de paso, está bien; pero hacer de nuestros misioneros párrocos, eso no se puede” [16]. Ese mismo sentimiento misio- nero de urgencia está también detrás de su decisión de retirar de Argelia a sus misioneros: no se les había confiado la tarea de convertir a los árabes, como había esperado el Fundador; en cambio se les habían asignado parroquias, como a “simples párrocos de pequeñas aldeas donde casi no hay nada de bien que hacer” [17]. Su repugnancia inicial a enviar misioneros a Estados Unidos se fundaba en el mismo principio: “Nunca me habían gustado las fundaciones en Estados Unidos porque me parecía que no eran más que parroquias, y el proyecto de Nueva York no parece ser otra cosa” [18]. Aquí como en otras partes, la línea de conducta del Fundador es tan coherente como clara: “Fundar […]una comunidad de misioneros que puedan cumplir los deberes de su vocación, que no es precisamente ser párrocos, sino verdaderos misioneros, recorriendo la región para anunciar las verdades de la salvación y llevar las almas a Dios” [19].

3. GRANDES CUALIDADES

Para captar bien el sentido agudo que el Fundador tenía de la urgencia de las situaciones, hay que darse cuenta de lo que toda necesidad apremiante requiere de un individuo. O, por decirlo un poco distinto, ¿qué cualidades personales permitían a Eugenio de Mazenod identificar las necesidades más urgentes de su pueblo y responder a ellas? Toda la luz que se haga en este campo nos será especialmente útil en los esfuerzos que hacemos para responder a las necesidades misioneras más urgentes de nuestro tiempo.

a. Hombre de discernimiento

En las circunstancias concretas en que vivimos, hay siempre lugar para la equivocación, los motivos ocultos y el celo intempestivo. La tarea de evaluar la urgencia de cada verdadera necesidad en la Iglesia no está exenta de este peligro. Estudiando de cerca el modo en que Eugenio ejercitó la virtud del discernimiento, saltan a la vista tres cosas:

Primero, pide siempre la luz divina antes de tomar una decisión importante, sobre todo si ésta implica la necesidad urgente de enviar misioneros a una nueva misión. Un ejemplo característico lo tenemos cuando se le propuso aceptar un nuevo vicariato apostólico en Natal; la necesidad era ciertamente apremiante: “Va en ello la salvación de las almas”, escribía en su diario [20]. Y sin embargo, el dilema era real: simplemente, no tenía los hombres necesarios para aceptar esa misión. Pidió, pues, en la oración “las luces de lo alto”. “Es preciso, pues, ponerse en la presencia de Dios antes de responder, prosigue. […] He rogado mucho a Dios que nos dé la gracia de conocer su voluntad y de conformarnos a ella”. La decisión de retirar a sus misioneros de Argelia y de mandarlos a Natal se tomó, dice, “en la visita de las Iglesias que hicimos el jueves santo” [21]. Era una idea luminosa, una idea que él podía, con toda confianza, atribuir a la inspiración de Dios. Así sucedía en todas sus decisiones importantes: las llevaba a la oración, se ponía a la escucha de Dios y se esforzaba por captar los signos de la presencia de Dios en los acontecimientos.

El segundo elemento importante del método de discernimiento del Fundador era su sed de información y de detalles de la parte de sus misioneros metidos en la obra, y la importancia que daba a esa fuente de información. Nunca le gustó que le dejaran en la ignorancia de cualquier asunto. Pedía, en la oración, “las luces de lo alto” pero buscaba también las luces de abajo , es decir, tomaba sus datos de las cartas y los informes que recibía de sus oblatos. Si su inmensa correspondencia algo nos manifiesta, es su deseo ardiente de ser informado y de mantener contacto en forma objetiva con los acontecimientos. Esta sed de informaciones no solo le servía para sostener el celo y el valor de sus hijos; era también un elemento crucial de su modo de discernir las urgencias de las misiones. Sin datos e informaciones suficientes, se sentía vulnerable: “No hay que temer replicarme cuando crea que he dado una decisión que presenta algunos inconvenientes. Esto probablemente se deberá a que no habré sido informado suficientemente” [22]. A menudo difería una decisión importante por el mismo motivo, como el proyecto de enviar oblatos a Nueva York y a Toronto: “No estoy suficientemente informado para decidir la cuestión de Nueva York” [23]. Es el estribillo que se repite en su correspondencia y que expresa su frustración: “Es absolutamente intolerable que esté tres meses sin escribirme” [24]. Para discernir con tino, hay que estar bien informado; nadie sabía esto mejor que el Fundador.

El tercer elemento del método de discernimiento de Eugenio, que no hay que olvidar, es la voz de la Iglesia. Entre las numerosas peticiones que se le dirigieron, las que venían de Roma, en particular de Propaganda, tenían prioridad para él. “Estamos, pues, en el caso, escribía, de preferir una misión que se nos ofrece por el órgano del Jefe de la Iglesia” [25]. La urgencia de estas llamadas era, para él, tanto mayor cuanto que parecían venir directamente de Dios. En un sentido muy real, para el Fundador, la vox ecclesiae era vox Dei (la voz de la Iglesia es la voz de Dios). En todos estos casos, como la llamada era más clara y las necesidades más apremiantes, el fundador se sentía impulsado a darles una atención más inmediata [26].

b. Hombre de gran valentía

Una cosa es identificar una necesidad urgente y otra bastante distinta es encontrar en sí la valentía necesaria para responder a ella. Eugenio de Mazenod era, en una palabra, un hombre de notable coraje. Una vez que había discernido bien una necesidad, ponía todos los medios para responder a ella. Estaba dispuesto a asumir riesgos, a imponerse sacrificios y a afrontar el porvenir, confiando en que el plan de Dios acabaría por realizarse. De hecho, gracias a su audacia excepcional y a su valentía, la Congregación de los Oblatos ha conocido un desarrollo rápido y extenso. El P. Jetté lo resume bien así: “En el espacio de unos diez años, toda una serie de fundaciones en todas las direcciones y casi todas, humanamente hablando, bien imprudentes. La prudencia natural habría aconsejado afianzarse bien, arraigarse en Francia, antes de mandar misioneros a lo lejos. La audacia apostólica ha podido más que la prudencia” [27].

La valentía del Fundador corría parejas con la confianza en la divina Providencia. Creía que el porvenir, aunque es desconocido, no es amenazante; al contrario, se inserta en el plan de Dios. La Biblia nos habla de kairós, delmomento presente que nos ofrece ocasiones únicas de promover el Reino de Dios. Eugenio manifestaba una apertura llena de confianza. Para él las dificultades y las pruebas se volvían un kairós, un desafío que superar, de forma que no se permitía a sí mismo, ni tampoco a sus misioneros, titubear o hacer las cosas sin entusiasmo. Así reprochó a Mons. Allard que no daba ejemplo y permanecía demasiado sedentario [28]. Manifestó también su disgusto ante la timidez y las vacilaciones del P. Juan B. Honorat en mandar oblatos a la misión de Bytown (Ottawa): “No es un ensayo lo que había que hacer. Había que ir con la firme resolución de superar todos los obstáculos, de permanecer, de fijarse allí. ¡Cómo dudar! ¡Qué misión más hermosa! Ayuda en los campos de trabajo, misiones a los salvajes, fundación en una ciudad llena de porvenir. El ideal estaba realizándose y usted le habría dejado escapar. Solo el pensarlo me estremece. Recobre, pues, todo su coraje y que la fundación se haga en regla” [29].

c. Hombre perspicaz

Uno de los peligros reales del empeñarse sin reserva en responder a una necesidad urgente, es el de dejarse absorber en forma demasiado exclusiva. Uno puede dejarse absorber por el aspecto de inmediatez hasta el punto de no ver casi ninguna otra cosa. Se ve bien el árbol, pero se oculta el bosque. Una de las características bien manifiestas para quien está familiarizado con los escritos del Fundador es su perspicacia y su sentido de lo posible. Uno no puede menos de quedar admirado ante el hecho de que él formaba plenamente parte de su época , pero sin dejarse absorber totalmente por ella. Era hombre de su tiempo, aunque se adelantaba bastante al mismo.

A pesar de las múltiples necesidades apremiantes que lo asaltaban y se disputaban sus cuidados inmediatos, Eugenio de Mazenod nunca perdió de vista el retrato o el sueño de conjunto. Miraba siempre más allá de aquello que ya se había logrado y pensaba en nuevos desafíos así como en nuevas aperturas. Todo es posible para Dios; para Eugenio de Mazenod, esto quería decir que toda situación, por desesperada que pudiera parecer a primera vista, se podía transformar. Tenía la perspicacia y el impulso de una persona que ve con amplitud en toda situación, que no se deja encerrar por nada ni por nadie, pero siempre encuentra una solución. De ahí su magnanimidad. “No soy profeta, decía, pero he sido siempre el hombre de los deseos” [30].

Ya en 1818 en la primera edición de la Regla, vemos que el Padre de Mazenod soñaba ya con las oportunidades de éxito que el amor de Dios le reservaba a él y a su sociedad. Él quería hombres que, como él, miraran lejos y soñaran con amplitud : “Su ambición debe abarcar, en sus santos deseos la inmensa extensión de la tierra entera” [31]. Lo que sigue demuestra también su magnanimidad:

— Sin salir de Europa, el Fundador siempre estaba, con su oración y su amplísima correspondencia, al lado de sus misioneros, en cualquier rincón del mundo que estuvieran.

— Si en sus memorias pudo escribir: “Mi atención se fijaba únicamente en la deplorable situación de nuestros cristianos degenerados” [32], podía escribir igualmente a uno de sus misioneros en Ceilán: “Siempre he creído que se miraba a convertir a los paganos. Nosotros estamos hechos para eso más aún que para lo demás” [33].

— Aunque vivió cada jornada con una intensidad que asombra a quien conoce bien sus horarios cargados, encontraba, no obstante, el tiempo para rezar, para recibir visitas, para oír confesiones y para visitar las parroquias.

— Siendo francés hasta el fondo del alma, nunca manifestó apego exclusivo a su cultura nativa. Insistió muchas veces en que sus misioneros se adaptaran a las poblaciones que atendían y en que aprendieran sus idiomas.

En resumen, Eugenio de Mazenod fue capaz de trascender los límites estrechos de su entorno inmediato y de mirar más lejos. En casi todas sus cartas a los misioneros, se esfuerza por estimular su imaginación, por ensanchar su campo de visión, y por llevarlos a ver, como él, las ilimitadas posibilidades del amor misericordioso de Dios. El anticiparse a su tiempo lleva consigo grandes sufrimientos. Con todo, Eugenio optó por amar a la Iglesia con la mirada puesta en el porvenir.

LOS OBLATOS DE HOY

Acudir adonde las necesidades son más urgentes sigue siendo hasta hoy una de las características de la perspectiva misionera de los oblatos. Esto empalma seguramente con la comprensión profunda que tenía el Fundador de las situaciones desesperadas. En este campo, los oblatos hacen verdadero esfuerzo por evaluar sus obras y su ministerio a la luz de lo que se podría llamar el criterio de las necesidades más urgentes. El impacto de este aspecto del carisma se manifiesta claramente en el comentario oficial y la introducción a la lectura de las Constituciones de 1966. En este documento, titulado Dans une volonté de renouveau, leemos: “Si hay una lección que sacar de esta historia viva, escrita por el Espíritu de Dios, es el deber evidente para los oblatos, en virtud de su carisma peculiar, de no instalarse , de no detenerse, de no recopiar con complacencia lo que han hecho en otro tiempo y en otras situaciones, de no encerrarse tampoco en las situaciones adquiridas. Es una ley de la vida y de la evolución del mundo que lo que se ve urgente en un tiempo no lo sea ya en otro. Puesto que el carisma propio del grupo oblato, los remite al acontecimiento, deben, como indica la Regla 2, “renovar constantemente su mirada sobre el mundo y la sociedad de su tiempo”. Deben, en el fondo, volver a escribir sin cesar el Prefacio con el mismo acento de actualidad. ¿Cuáles son los hechos capitales de hoy? ¿Cuáles son las zonas de urgencia? ¿Cómo podemos nosotros hacernos presentes ahí, con riesgo de abandonar el disfrute de resultados adquiridos, que ya están al alcance de la actividad ordinaria de la Iglesia?” [34].

Estas preguntas y otras maduras reflexiones no son mera retórica. Desde la mitad del decenio del 60 hasta nuestros días, han estado en la base de un estudio profundizado y sostenido de la vida y de la misión de los oblatos en las seis regiones de la Congregación. Aparecen en casi todos los informes de provincia de estos últimos 20 años [35]. En todos estos esfuerzos de renovación no se pierde nunca de vista el sentido que tenía el Fundador de la urgencia misionera. Su carisma marca profundamente los recursos psíquicos y llenos de fe de toda la Congregación. Así podemos leer en La perspectiva misionera, documento breve pero profundamente inspirado que nos legó el Capítulo de 1972: “Queremos sinceramente volver a evaluar nuestros compromisos actuales, a la luz del Evangelio y de nuestro carisma misionero, de forma que determine- mos objetivamente si no estamos demasiado metidos en ciertas situaciones instaladas. Una vez hecho este examen, a nivel provincial, tendremos el valor de tomar decisiones concretas exigidas por el Espíritu que nos habla a través de las necesidades más urgentes de los pobres. Con la movilidad y la disponibilidad propias de un grupo de misioneros, estaremos cada vez más libres para comprometernos en el servicio de la Iglesia y del mundo. Este era nuestro carisma original. Sigue siendo fundamental para nuestra vida y nuestra utilidad como congregación misionera. Debemos mantenerlo a toda costa” [36].

Otro acontecimiento importante en la renovación de la Congregación fue el Congreso sobre el carisma del Fundador, tenido en Roma desde el 26 de abril al 14 de mayo de 1876. También aquí encontramos este sentido de la urgencia misionera, reconocido como uno de los principales elementos del carisma oblato. Los miembros de ese Congreso no solo profundizaron el sentido de este valor oblato fundamental, sino que también trataron de captar sus raíces bíblicas y su pleno alcance [37]. En su declaración final, el congreso se expresaba así: “Recordamos, para acabar de entender el carisma oblato hoy, que nuestro Fundador nos quiere atentos a discernir las necesidades más urgentes de la Iglesia y del mundo, sin temer ser arrastrados a emprender con una santa audacia la llamada actual que Dios nos grita, en favor de sus pobres […]” [38].

La expresión “las necesidades más urgentes” asumía tal importancia en la renovación de la Congregación que se ha hecho preciso profundizar más el estudio de este valor oblato fundamental. En efecto, varios artículos se han publicado poco después en la revista Vie Oblate Life, intentando, cada uno a su modo, dar un poco de luz sobre el tema.

En su artículo Appels et nouvelles missions [39], el P. Marcello Zago explica los motivos que han llevado a la Congregación a aceptar 9 nuevas misiones en el mundo entre 1972 y 1979, y las razones para rehusar otras 11 solicitudes urgentes. El artículo es revelador en varios aspectos: se detiene primero en los criterios invocados por la Administración general para aceptar o rehusar una nueva misión; luego, permite captar bien el proceso seguido por la Congregación en su toma de decisiones y el problema complejo que plantea la respuesta a ciertos pedidos urgentes; y por último, nos recuerda oportunamente que nuestro carisma depende de lo concreto de la existencia y no es de naturaleza puramente teórica.

En otro artículo esclarecedor, el P. Roger Gauthier repasa las diversas razones que llevaron a Eugenio de Mazenod a aceptar o rehusar nuevos campos de apostolado. Para el autor, una de las razones más importantes es “la necesidad de responder con prioridad a las situaciones catastróficas a las que nadie responde” [40].

Por tanto, no es extraño que, al reescribirse nuestras Constituciones y Reglas y ser aprobadas en 1982, no solo haya entrado definitivamente en el lenguaje oficial de la Congregación la fórmula “las necesidades más urgentes”, sino que ésta constituya hoy una categoría fundamental de nuestro programa de acción misionera. La expresión aparece explícitamente cuatro veces en las Constituciones y Reglas:

— “Están siempre dispuestos a responder a las necesidades más urgentes de la Iglesia mediante varias formas de testimonios y ministerios”(C 7);

— “El celibato […] nos permite acudir allí donde se encuentran las necesidades más urgentes” (C 16);

— “Aprovecharemos todas las ocasiones para dar a conocer las urgentes necesidades de la Iglesia y del mundo, y el modo en que la Congregación trata de responder a ellas” (C 52);

— “Los educadores […] en su tarea se dejarán guiar por la tradición viva de la Iglesia y prestarán atención a las necesidades del mundo” (R 35).

Lo más revelador en estos textos es el alcance que se da a la expresión “las necesidades más urgentes”. Más allá de la cuestión de la misión (C 7), sirve también como justificante del celibato consagrado (C 16), como motivo apto para suscitar vocaciones (C 52) y como principio orientador para los formadores (R 35). En suma, podemos ahora hablar de las necesidades más urgentes como de un valor verdaderamente fundamental para los oblatos, un valor que tiene alcance directo sobre cada aspecto de nuestra vida y de nuestra misión.

1. LAS NUEVAS TENDENCIAS

La noción de “necesidades más urgentes” hoy forma parte del pensamiento y del vocabulario de los oblatos. Ha llegado a ser, en efecto, un verdadero principio de discernimiento en las opciones que tienen que hacer y en los compromisos que asumir. Debemos, sin embargo, señalar que el modo en que los oblatos han percibido esas necesidades ha conocido cambios estos últimos años. Lo que sigue no es una lista exhaustiva de tales cambios, sino más bien un intento de atraer la atención sobre los más visibles.

a. El discernimiento comunitario

En cada región y cada provincia de la Congregación se han hecho hasta ahora notables esfuerzos por evaluar las obras y los ministerios. Lo que hoy vuelve tan dramática la situación es el hecho de que, en varias provincias, aumenta la edad de los oblatos y disminuye su número. Esta disminución del personal añade a la urgencia de la cuestión el tema de saber qué compromisos apostólicos conservar y qué otros abandonar.

Cada vez son más los oblatos que reconocen, con todo, las diferencias que existen entre una y otra región respecto a las clases y grados de pobreza que prevalecen entre aquellos a quienes atendemos. Así, para responder a las necesidades más urgentes de los pobres, cada región, provincia o distrito ha tratado de determinar cuáles son las mayores necesidades. Lo cual ha llevado a recurrir más al discernimiento comunitario. Hoy hay más estructuras de participación y de colaboración que nunca: seminarios de planificación y de revisión, consejos provinciales extraordinarios, congresos provinciales, encuentros de distritos, talleres de reflexión a nivel interprovincial e interregional. El hecho de que cada vez más oblatos tomen parte en el proceso de planificación de su provincia es fuente de una experiencia más intensa de responsabilidad comunitaria y social.

Entonces, lo que llamamos “las prioridades regionales” no es más que otra forma de designar “las necesidades más urgentes” que han percibido la mayor parte de los oblatos de una región. En cuanto a los compromisos apostólicos, “el individualismo feroz” del tiempo de los pioneros ha cedido el lugar a una visión y un compromiso más comunitarios.

Esta nueva tendencia ha sido, no solo sancionada, sino alentada por la Administración general. Escribiendo a los oblatos el 19 de octubre de 1976, el P. Jetté decía: “Toca a cada región, a cada provincia, analizar objetivamente las necesidades y las llamadas de los pobres de su entorno y ver, a la luz del Evangelio, de las Constituciones oblatas y del espíritu del Fundador, cómo puede la Congregación responder concretamente a esas necesidades de una manera eficaz permaneciendo fiel a su ser. Hay aquí un deber de reflexión y de discernimiento comunitario que se impone a cada provincia” [41].

b. Compromisos a largo plazo

Otra tendencia reveladora del modo como los oblatos consideran las necesidades más urgentes se refiere a lo que podríamos llamar la perspectiva a largo plazo. Si las necesidades de los pobres son muy reales y conservan su característica de urgencia, la esperanza de responder a esas necesidades en forma satisfactoria aparece más compleja y, por tanto, más lejana. El análisis más sistemático de las causas y de los factores de permanencia de la pobreza es lo que nos ha forzado a cambiar de perspectiva.

Sabemos muy bien hoy día que la vida de los hombres y las mujeres está sometida a estructuras socio-económicas y políticas, algunas de las cuales son hostiles incluso al trabajo de la evangelización. Identificar, criticar, y, si es posible, transformar las estructuras injustas en pro de una liberación humana auténtica, forma parte de la tarea misionera del oblato. Es una forma de compromiso reconocida y aceptada el impugnar la causa de las injusticias sociales y no preocuparse sólo de sus síntomas. Hablar de “lucha” por la paz y la justicia, es admitir claramente que los obstáculos no van a desaparecer fácilmente. De ahí la necesidad de longanimidad y de esperanza a largo plazo.

Al mismo tiempo que tenemos una visión más realista de la amplitud y la complejidad de los problemas de pobreza y de injusticia, reconocemos humildemente nuestros propios límites y nuestra pobreza. Parafraseando al P. Yves Congar, de repente tenemos la impresión de ser “una pequeña comunidad religiosa en un vasto mundo”. Pero esta conciencia ha movido a los oblatos a colaborar de mejor gana con otros grupos o comunidades para buscar respuestas a las necesidades de nuestra época, ya sea al apartheid en Africa del Sur, ya a las persecuciones contra la fe en Polonia, ya a los conflictos sobre la reforma agraria en Brasil. No hay soluciones rápidas a ninguno de esos problemas candentes y cada grupo que se dedica a ello necesita una esperanza sostenida.

Una vez más, es el P. Jetté quien, en la exposición que ofrecía a la sesión intercapitular de 1984, en Roma, resumía este nuevo enfoque: “Mi convicción profunda , en esta materia, es ésta: las verdaderas respuestas apostólicas a las necesidades del mundo de hoy irán viniendo poco a poco. Las darán las generaciones más jóvenes, las que nos siguen, y que se están formando paulatinamente en África, en Asia, en América Latina, en Polonia, en Italia y en las provincias que tienen vocaciones” [42]. Esta perspectiva no es nada míope; podemos una vez más descubrir en ella el espíritu mismo del Fundador y su visión progresista.

c. El compartir oblato

Otro aspecto de la respuesta actual de los oblatos a las necesidades más urgentes del mundo es el aumento significativo del compartir entre oblatos. En la conciencia general de los oblatos de hoy como en las actuales estructuras administrativas la cuestión de las necesidades más urgentes va ligada en forma inextricable a la idea de un auténtico compartir. Raramente se piensa en una sin tener en cuenta a la otra; son como las dos caras de una misma moneda, dos cuestiones entremezcladas. El símbolo más elocuente y más directo, tal vez, de esta nueva tendencia ha sido la creación del Fondo de solidaridad oblata, que se hizo posible por la venta del escolasticado internacional de la Via Pineta Sacchetti en 1972. Más que la sustancial ayuda financiera que distribuye cada año a través de la Congregación, esta estructura de servicio tiene un valor de símbolo muy significativo. Y, a semejanza de todos los símbolos vivientes a los que nos adherimos, el Fondo de solidaridad oblata libera virtualidades escondidas dentro de la Congregación y revela los recursos más profundos de los que disponemos.

Las Constituciones y Reglas hablan en diversos lugares de reparto de recursos y de solidaridad [43]. El Fundador fue siempre claro sobre esto: “Somos todos miembros de un mismo cuerpo; que cada cual coopere con todos sus esfuerzos, y con sacrificios, si hace falta, al bienestar de ese cuerpo y al desarrollo de todas sus facultades” [44]. Este común deseo de solidaridad y de compartir se expresa concretamente en diversas formas: ayuda financiera, personal, servicios.

El espíritu del compartir se manifiesta también en los esfuerzos comunes hechos a través de la Congregación para promover el ministerio de los laicos y su participación en las responsabilidades, opción que ha tenido prioridad en varias regiones. En las respuestas que aportamos a las necesidades más urgentes, buscamos casi sin excepción asegurarnos la colaboración de ellos. La misión de los oblatos y la colaboración de los laicos están tan entrelazadas que es difícil ver cómo puede marchar una sin la otra; juntos y cada uno a su modo, tratamos de responder en forma más eficaz a las necesidades particulares presentes. Esta colaboración comienza, como a menudo sucede con la caridad, por los que nos están más cercanos: nuestros asociados, los oblatos honorarios, los miembros de la Asociación Misionera de María Inmaculada y todos aquellos y aquellas con quienes trabajamos íntimamente en el mundo entero.

2. DOS PREOCUPACIONES DESTACADAS

Para concluir, valdría la pena subrayar dos necesidades específicas importantes que últimamente han sido sometidas a nuestra atención. Estas necesidades no han recibido todavía respuesta concertada de parte de los oblatos. Estos dos desafíos parecen situarse muy dentro del campo propio de la misión de los oblatos. Se podría, pues, esperar que en el futuro se les dedique mayor atención y se les dé una solución.

La primera de estas preocupaciones versa sobre el problema creciente de la indiferencia religiosa, de la increencia y del ateísmo. He aquí cómo el P. Jetté se expresaba sobre el tema ante los provinciales oblatos, el 10 de mayo de 1984: “Globalmente, diría, el conjunto de nuestro ministerio responde a esta llamada: suscitar o despertar la fe de aquellos a quienes somos enviados. Por otra parte, si restringimos la cuestión al problema preciso de la indiferencia religiosa, de la increencia o del ateísmo, tenemos a muy pocos oblatos dedicados directamente a este apostolado, y pocas provincias, si hay alguna, orientada en esa dirección. En el mundo occidental que se ha vuelto en parte no practicante e incluso indiferente en materia religiosa ¿no debería hacer más una Congregación como la nuestra? Tengo a menudo la impresión de que ya no somos suficientemente sensibles a esta llamada, si viene sola, si no viene acompañada de una situación material de pobreza” [45].

El otro problema es muy complejo y presenta un gran desafío: se trata de la necesidad de evangelizar las culturas. También en esto el P. Jetté expresa su preocupación: “Mi impresión, sin embargo es ésta: avanzamos mucho más de prisa en la caridad que nos hace defender al hombre, que en el estudio que nos ayuda a penetrar en las culturas nuevas” [46]. En su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi Pablo VI había lanzado ya un llamamiento profético: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo […] De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva” [47].

¿Por qué es tan importante y tan urgente? Es que nosotros nos damos ahora cuenta de que, para tener éxito, la evangelización debe dirigirse no solo a las personas tomadas individualmente, sino también a todo el patrimonio o a toda la cultura de la que viven esas personas. La dialéctica entre la fe y la cultura es una cuestión muy delicada que, sin embargo, no puede ya ser ignorada por mucho tiempo. En este contexto es donde la evangelización intenta alcanzar el corazón mismo de una cultura, el campo de sus valores fundamentales, sean los que sean, para aportar los cambios que servirán de base y de garantía a una transformación de sus estructuras y de su clima social.