1. La Voluntad De Dios En La Tradición Oblata
  2. La Voluntad De Dios En La Historia De La Espiritualidad
  3. Conclusión

LA VOLUNTAD DE DIOS EN LA TRADICIÓN OBLATA

1. EL FUNDADOR

Eugenio de Mazenod hizo de la voluntad de Dios el principio rector de su vida desde el momento de su conversión en 1807, cuando empezó a ahondarse su relación personal con Dios. Se halla uno de sus primeros indicios en la decisión que toma de hacerse sacerdote. Sabiendo que su madre no estaría muy contenta con su opción, pidió a su hermana Eugenia que le diera a conocer suavemente la noticia, pero recordándole claramente que “todos estamos obligados a someternos a la voluntad del Señor” [1].

No era una decisión precipitada de su parte. Al contrario, había buscado la ayuda de dos de los mejores directores espirituales del país, el Sr. Duclaux en París y el P. Magy en Marsella. Éste le aseguró que su vocación era “tan luminosa como el pleno mediodía del día más espléndido” [2]. Para Eugenio, estas consultas formaban parte normalmente del discernimiento de la voluntad de Dios.

Unos años más tarde, al prepararse a la ordenación, mantenía el vivo deseo de cumplir la voluntad de Dios, como lo muestran las intenciones de su primera misa: “La gracia de darme a conocer su santa voluntad: 1º acerca de la clase de ministerio que debo abrazar; 2º en todas mis acciones diarias, por insignificantes que puedan parecer y una atención constante a su voz interior para no hacer nada que no sea de su agrado” [3].

Durante sus primeros años de sacerdocio, Eugenio siente ciertos titubeos; aguarda a que Dios le manifieste su voluntad de uno u otro modo acerca de la forma que debe tomar su ministerio y su estado de vida. En ciertos momentos, se siente fuertemente atraído a la vida contemplativa, pero la llamada misionera es todavía más fuerte. Dentro incluso de la actividad apostólica, se le ofrecen varios horizontes. Su amigo Carlos de Forbin-Janson le insta a unirse a las filas de los Misioneros de Francia. Esta propuesta presenta muchos atractivos y respondería a muchas de sus expectativas. Pero ¿es ese su deseo más profundo ? ¿es ahí donde Dios lo quiere ? Estas son las cuestiones que cuentan para Eugenio: “No sé todavía lo que Dios me exige, pero estoy tan resuelto a hacer su voluntad apenas me sea conocida, que partiría mañana para la luna, si fuera preciso” [4].

Debe aguardar todavía un año para tener un signo claro acerca de la orientación que ha de tomar. Este signo le llega en forma de una fuerte sacudida de la gracia que no le deja ninguna duda; debe fundar una sociedad misionera para Provenza: “Es la segunda vez en mi vida que me veo tomar una resolución de las más serias como movido por una fuerte sacudida externa. Cuando reflexiono en ello, me persuado de que Dios así tiene a bien poner fin a mis irresoluciones” [5].

Como siempre, en las decisiones que toma, Eugenio verifica la autenticidad de su inspiración junto a su superior inmediato, que a la sazón es el vicario general de la diócesis. Este le permite poner en pie una sociedad de misioneros. Para el Fundador, que reconoce en su superior “la voz de Dios” [6], eso es la confirmación de la voluntad divina sobre él.

La sociedad fundada por Eugenio conoce varias pruebas, sobre todo en sus comienzos. Parece a veces que ella no va a tener nunca cimientos sólidos y que estará sujeta a los caprichos de los obispos diocesanos. La aprobación de Roma es esencial para su supervivencia. El Fundador se pregunta, con todo, si no es presuntuoso tomar tales medidas. Harán falta los poderosos argumentos de su santo compañero, el P. Carlos Domingo Albini para convencerle de que, al menos, debe intentar. Durante su estancia en Roma, varias veces siente la tentación de renunciar a la meta fijada porque le parece casi imposible de lograr. Finalmente deja de preocuparse y acepta el resultado de sus gestiones, sea el que sea: “Abandonándome con confianza en la divina Providencia, que me había protegido en forma tan sensible hasta entonces, dije al Sr. Arcipreste: “Dejo este asunto en sus manos; solo pido que se cumplan los designios de Dios” [7].

Buscar la voluntad de Dios significa ante todo que él “no descuida ninguno de los medios que la prudencia humana puede sugerir” [8], pero que finalmente acepta todo lo que Dios le envía: “Sabes que somos conducidos por la Providencia. Por eso, hay que marchar siempre en la dirección que ella parece indicar. Actuando en esta dependencia de la voluntad divina, uno no tiene ningún reproche que hacerse, incluso cuando no se alcanza aquello que era permitido desear […]” [9].

El P. de Mazenod resumió ese doble aspecto en una carta anterior a su primer compañero: “En los asuntos hay que actuar como si el resultado debiera depender de nuestra habilidad y poner en Dios toda la confianza como si todas nuestras gestiones no debieran producir nada” [10].

En 1832 el P. de Mazenod es nombrado obispo titular de Icosia. Es, entre otras cosas, una forma de afirmar los derechos de la Santa Sede a nombrar obispos titulares sin el consentimiento del gobierno francés. Las consecuencias de ese gesto son graves para Eugenio. Es probable que eso le ponga en una situación muy difícil con relación a las autoridades francesas, sin mencionar la sobrecarga que ese nombramiento le impone en su ministerio.

Sin embargo, es capaz de mirar más allá de los inconvenientes personales y de acoger todo lo que el Señor le reserva: “Todo lo que habéis hecho por mí en el curso de mi vida está demasiado presente en mi memoria, y siento todavía hoy demasiado vivamente sus efectos, para no contar con vuestra infinita bondad, para no arrojarme con total abandono en vuestro seno paternal, bien decidido a hacer ahora y para siempre todo lo que exijáis de mí, aunque me cueste la vida. Demasiado feliz de consagrar los pocos días que me quedan por pasar en la tierra a cumplir vuestra santa Voluntad en la adversidad como en la prosperidad, aprobado o censurado por el mundo, en medio de las consolaciones o abrumado por las penas. Pues no ignoro lo que me está preparado en el nuevo ministerio que voy a iniciar. Siempre es cierto que nada me acontecerá sin que vos lo queráis, y mi dicha y mi gozo será siempre cumplir vuestra voluntad” [11].

Descubrimos aquí el desasimiento o la “santa indiferencia” que a partir de este período va caracterizando cada vez más la vida de Mons. de Mazenod. Poco después de su regreso a Marsella fue rudamente puesto a prueba. El prefecto de Bouches-du-Rhône lanza una campaña en que denuncia al obispo como un individuo subversivo, describiéndolo como “carlista y ultramontano muy peligroso” [12]. Las acusaciones son bastante serias, pero lo que es mucho más grave es que la Santa Sede las toma en serio y convoca a Mons. de Mazenod a Roma. Este, con todo, no tiene dificultad para demostrar la falsedad de los informes que le conciernen. Es capaz de ver a Dios actuando incluso a través del error humano: “No hay que tener pesares cuando uno ha obrado lo mejor posible. Dios se sirve hasta del error de los hombres para alcanzar sus fines. Ignoro lo que quiere de mí; lo único que sé es que él gobierna con su sabiduría a quienes no se proponen otra cosa que trabajar por su gloria. Mi atractivo me lleva al descanso. Justamente fatigado de la injusticia de los hombres, actúo en consecuencia, porque veo en eso un bien para mi alma, por más que solo pueda obtenerlo por un tiempo. Si Dios ha decidido de otro modo, él guiará los acontecimientos e inclinará la voluntad de sus criaturas de forma que se alcancen sus fines […] Nosotros que invocamos al Señor debemos consolarnos de todo pensando que somos guiados invisiblemente por su Providencia” [13].

A su vuelta a Marsella, la calumnia no tarda en rebrotar, pero esta vez lleva al retiro radical del nombre de Eugenio de Mazenod de la lista electoral. Y lo peor es que, cuando él trata de defenderse en la corte, recibe una fuerte reprensión de Roma, que le obliga a retirar su causa. Unos meses antes había reafirmado el principio que siempre le guió : “Si el Santo Padre habla, me creeré siempre en la obligación de conformarme a su voluntad, cualquiera que sea el sacrificio que me imponga” [14]. En esta nueva situación en que las injusticias humanas le reducían a perder aquello que más a pecho tenía, incluido el favor del mismo Santo Padre ¿pudo vivir según sus convicciones? He aquí lo que respondía al Secretario de estado del Vaticano: “Sucederá lo que Dios quiera; todos los jurisconsultos a quienes había consultado me garantizaban un resultado feliz; al desistir me someto al juicio inicuo emitido contra mí y a las funestas consecuencias que puede tener, pero ni las ventajas que se me prometían, ni los inconvenientes que puedo temer lograrían hacerme vacilar cuando está en juego la voluntad o incluso un simple deseo del Jefe de la Iglesia” [15].

Toda consolación humana ha desaparecido. Está dispuesto a perderlo todo y a retirarse sencillamente al seminario de Marsella, pues nada tiene importancia fuera de la voluntad de Dios. Pero justo mientras él se adapta a la situación que se le ha impuesto, Dios tiene otros planes en curso que conducirán a la reconciliación. El P. Hipólito Guibert lo ha arreglado todo diplomáticamente con las autoridades francesas. Lo único que se espera de Mons. de Mazenod es que escriba una carta al Rey para manifestar su buena voluntad. Pero la única cosa a la que Eugenio sigue apegado aún es su dignidad. Por eso rehúsa cooperar [16]. Unos días después, el P. Tempier, a quien en 1816 hizo voto de obedecer, le reprende y le recuerda de nuevo que los caminos de Dios no son los nuestros: “¿Por qué no va a aceptar este camino que la Providencia parece abrirle ?” [17]. Eugenio tiene que tragarse sus palabras y ceder su último bastión de resistencia. La lucha es larga y ardua, pero acaba por rendirse totalmente a Dios, persuadido de que “la Providencia quiere que crezcamos en medio de las tribulaciones y que hacen falta contradicciones” [18]. Aunque asuma en adelante, como obispo de Marsella, responsabilidades más vastas, es ya un hombre nuevo, que conoce la libertad del Espíritu: “Este Espíritu divino es quien debe ser desde ahora dueño absoluto de mi alma, el único motor de mis pensamientos, de mis deseos, de mis afectos, de toda mi voluntad” [19].

Desde el principio el Fundador deseaba ardientemente extender la Congregación más allá de los confines del sudeste de Francia. La posibilidad de esa expansión se reconoce en las primeras Constituciones y Reglas [20]. Ha hecho ya varios intentos en ese sentido, pero sin éxito. El momento de Dios parece que todavía no ha llegado. Debe aguardar que la bestia impaciente sea domada para escuchar solo la voz de su Dueño. En las anteriores tentativas, el Fundador tomó la iniciativa y fracasó. En una ocasión, ante la posibilidad de fundar en Argelia, se retira por temor de carecer de hombres : “El Señor nos manifestará su voluntad cuando le plazca, nosotros intentaremos secundar sus designios, pero yo estoy espantado de nuestro escaso número cuando pienso en una colonia” [21].

Once años más tarde, otra posibilidad de expansión se le ofrece. Esta vez la iniciativa no es de él, sino más bien de Mons. Ignacio Bourget, obispo de Montreal, que tiene urgente necesidad de misioneros. El corazón de Eugenio se esponja ante este nuevo llamamiento: es el momento tan anhelado. Espontáneamente querría decir en seguida que sí, a pesar del escaso número de miembros, pero se retiene, sabiendo que debe rezar, reflexionar y consultar a la Congregación antes de tomar una determinación de tanta importancia. Este discernimiento implica algo más que su intuición personal, aun cuando era entonces innegablemente clara. Recurre a todos los medios a su alcance para comprobarla. Una vez convencido de encontrar ahí la voluntad de Dios, tarda poco en mandar a seis hombres activos a los nuevos campos de misión del Canadá. Seguirán pronto otras varias misiones nuevas, en Inglaterra, en Ceilán (Sri Lanka) y en Natal. Lo que ha echado de menos tanto tiempo, llega de golpe en abundancia, porque entonces es “el momento de Dios” [22].

A partir de ese momento, descubrimos a un hombre libre para seguir a la divina Providencia en todas las expresiones de su voluntad. En sus cartas a los misioneros, acude mucho a su experiencia personal. Les recuerda una y otra vez que deben poner entera confianza en la Providencia de Dios, por más que falten recursos humanos y financieros, y haya pruebas de todo género: “No tienes más que hacer que dejar actuar a la divina Providencia” [23]. “La Providencia nos proporcionará los medios para dar en adelante mayor extensión a esa misión” [24].

Hasta cuando el Señor viene a tomarle a algunos de sus hombres en la flor de la edad, no titubea en decir : “Que se cumpla vuestra santa voluntad sobre nosotros” [25]. Lo cual no quiere decir que no quede conturbado por los acontecimientos. La aceptación de la voluntad de Dios significa a menudo mucha pena, como podemos observar en una carta de 1829: “Por muy resignado que uno deba estar a los decretos de la divina Providencia, no por eso dejaría de sentirme desgraciado para el resto de mi triste vida tras haber perdido dos seres como éstos” [26].

El abandono en la divina Providencia no quiere decir un enfoque despreocupado y temerario de la vida. Significa más bien la cooperación con Dios en una justa prudencia. Mons. de Mazenod escribe al P. Robert Cooke: “Es preciso, sin duda, confiar en la Providencia, pero no hay que tentarla” [27]. Él sabe muy bien que el celo de los misioneros puede llevarlos a no hacer caso de la prudencia y a rebasar los límites: “No desconfiamos de la bondad de Dios; Él no dejará de proveernos socorros en proporción a las necesidades que ve en nosotros; pero su Providencia no va siempre tan de prisa como nuestros deseos ; nuestros deseos se adelantan siempre un poco más de la cuenta a la marcha de la divina Providencia” [28].

A veces es necesario renunciar a una obra por la salud de una persona : “Es inútil decir que el trabajo apremia; hay que rehusarlo sin vacilar cuando no puede hacerse según el orden de la Providencia” [29].

A uno de sus misioneros que se queja del nombramiento episcopal del P. Eugenio Guigues, le da el Fundador una de sus lecciones más extensas y más claras sobre la aceptación de la voluntad de Dios, sobre todo en una situación en que el juicio de una persona es contrario a lo que se le pide: “En este bajo mundo, querido amigo, no hay que ser tan exclusivo en las propias opiniones que uno no sepa resignarse cuando las cosas no marchan según nuestro querer. Hay que reconocer por encima de nuestras débiles concepciones, una Providencia sumamente sabia que todo lo conduce por vías insospechadas y a menudo incomprensibles a los fines que Ella se propone; y cuando los acontecimientos nos manifiestan su santísima voluntad, es nuestro deber someternos sin pena y abandonando del todo nuestras propias ideas que desde entonces dejan de ser legítimas y permitidas ¿ Qué hay que hacer entonces ? Creer que nos habíamos equivocado, y aplicarnos totalmente a sacar partido de la posición en que Dios nos coloca. Uno debe entonces arrepentirse de haberse pronunciado con demasiada fuerza en sentido contrario al que la divina Providencia ha preferido. En vez de murmurar, que cada cual se ocupe de sus deberes y se confíe a la bondad de Dios que nunca nos fallará, mientras nosotros seamos lo que tenemos que ser. Me gusta repetir que hay que conformarse con alegría, con dicha y con el más pleno abandono a la santísima voluntad de Dios y cooperar con toda nuestra fuerza al cumplimiento de sus designios que no pueden orientarse más que a la mayor gloria de su santo nombre y a nuestro propio bien, de nosotros que somos sus hijos sumisos y entregados. Que nadie se aparte de eso ; y dígalo bien a todos nuestros Padres, y que cesen ya por completo todas las quejas, todas las murmuraciones y todas las simples palabras contrarias a estos principios incontestables” [30].

No se trata de una simple teoría; es el fruto de una experiencia de largos años. Sólo a causa de la fidelidad de Eugenio a estos “principios incontestables”, los Oblatos de María Inmaculada han podido establecerse sólidamente en la Iglesia como cuerpo misionero. No es extraño que haya exigido las mismas disposiciones a sus hombres. De otro modo, éstos no habrían podido ser lo que tenían que ser. Toda su vida, hasta sus últimos instantes en la tierra, les ha exhortado a seguir esa línea de conducta. Entre sus momentos de inconsciencia y semiconsciencia se le oía murmurar a menudo: “¡Cómo querría verme morir para aceptar bien la voluntad del buen Dios !” [31].

2. LAS CONSTITUCIONES Y REGLAS

En las primeras ediciones de las Constituciones y Reglas no se encuentra como tal la expresión “voluntad de Dios” o su equivalente, sino más bien una referencia indirecta: en la obediencia religiosa hay que “conformar la propia voluntad personal a la de quien manda” [32]. Lo cual deja entender que la voluntad del superior representa la voluntad de Dios para sus súbditos.

En las Constituciones y Reglas provisionales de 1966 se nota un cambio considerable de estilo y una referencia más explícita a la voluntad de Dios como objeto de búsqueda común. Presentan la obediencia en primer lugar como una disposición para con el Padre de los cielos, donde Cristo es nuestro modelo : “Siguiendo a Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del que le había enviado, y quien para cumplirla se hizo obediente hasta la muerte, los misioneros intentarán permanecer en la escucha del Padre, a fin de cooperar a su voluntad de Salvación” [33].

Entonces el superior es mirado, no ya como alguien que está por encima de los otros miembros de la comunidad, sino más bien como quien los une en la búsqueda común de la voluntad de Dios: “[…]Agrupados en torno a su superior, ven en él el signo de su unidad en Cristo y aceptan con fe la autoridad que detenta. Juntos, se entregan a la búsqueda de la voluntad divina y se ayudan a responder a ella” [34].

Así, cada cual tiene su parte de responsabilidad en el discernimiento del dedo de Dios en los acontecimientos: “A la luz de la Palabra de Dios, contemplará la acción del Señor en el mundo, discernirá los signos de los tiempos y las llamadas de la gracia a través de los acontecimientos” [35].

Las Constituciones y Reglas de 1982 adoptan, profundizándola, esa nueva línea de pensamiento. Cristo sigue propuesto como modelo: “Llamados a seguirle, los oblatos permaneceremos como Él en escucha del Padre, para entregarnos sin reserva al cumplimiento de su designio de salva- ción”(C 24). La verdadera libertad se encuentra en el cumplimiento de lo que Cristo quiere de nosotros: “Si aceptamos juntos la voluntad de Dios, se con- vierte en realidad para nosotros la libertad evangélica (Cf. Ga 5, 13)”(C 25).

Discernir la voluntad de Dios se mira, no ya como prerrogativa del superior, sino como responsabilidad de cada miembro de la comunidad: “Como personas y como comunidad, tenemos la responsabilidad de buscar la voluntad de Dios. Nuestras decisiones reflejan mejor esta voluntad cuando se toman tras un discernimiento comunitario y en la oración”(C 26).

Finalmente, las Constituciones de 1982 tienen algo que decir al respecto en relación al Capítulo general. Lo describen como “un tiempo privilegiado de reflexión y de conversión comunitarias; juntos, en unión con la Iglesia, discernimos la voluntad de Dios en las urgencias de nuestro tiempo y le damos gracias por la obra de salvación que lleva a cabo por medio de nosotros”(C 105).

En resumen, podemos decir que hasta 1966 las Constituciones reflejaron el estado general de la teología y de la vida general de la Iglesia del tiempo. La voluntad de Dios se hallaba principalmente en los mandamientos y preceptos a los que se debía obedecer. Dentro de la vida religiosa, se hallaba en la Regla y en las decisiones de los superiores, vistos como representantes de Cristo. Las Constituciones y Reglas de 1966 y 1982 reflejan una visión de la vida cristiana y religiosa mucho más fundada en el Evangelio y centrada en Cristo. Partiendo de una comprensión renovada de la vida comunitaria, cada persona está llamada a escuchar la voz de Dios en su propio corazón y a ver su obra en los acontecimientos que la rodean. Puede ser que el superior deba finalmente tomar una decisión, pero eso será la última etapa de un proceso de discernimiento que implica a todos y a cada uno.

3. LOS SUPERIORES GENERALES

Partiendo de su experiencia, el P. Deschâtelets, con ocasión de una entrega de obediencias, presentó algunas notas características de la vida y la espiritualidad oblatas; una de ellas lleva el título: confianza absoluta en la divina Providencia. He aquí el texto completo: “Los oblatos no se dejan detener por las circunstancias exteriores; cuando ven que Dios, por su Iglesia, los llama a tal trabajo, a tal apostolado, se entregan a él totalmente. La prontitud en la obediencia los caracteriza, porque se saben ayudados por la Providencia en todas sus empresas. La Regla nos traza una hermosa consigna, que me gusta siempre recordar : “deinde divina superabundantes fiducia in agonem procedant decertaturi usque ad internecionem…“[luego, con firme confianza en Dios, entrar en la lid y luchar hasta la muerte] (Prefacio). ¡Cuántas veces hemos emprendido obras confiando únicamente en la ayuda de la Providencia ! Si miramos la historia, a menudo parece que era temerario aceptar tal o cual trabajo confiado por la Iglesia. Y, con todo, dejándonos guiar por nuestra confianza absoluta en Dios, hemos aceptado el apostolado que se nos ofrecía y con frecuencia, para sorpresa de las otras Congregaciones, hemos tenido éxito. El hecho de que la Congregación haya adquirido tan rápidamente la extensión que posee, no depende tanto de las circunstancias exteriores que la han favorecido, pero depende más bien de ese abandono total y confiado en la divina Providencia. Y todavía hoy, las obras que dirigimos, las llevamos a cabo del mejor modo posible, convencidos de que la gracia del Señor no nos faltará como no nos ha faltado nunca antes. Es propio de los oblatos, me parece, el ir siempre adelante, trabajar con desprendimiento por la gloria de Dios, la utilidad de la Iglesia y la salvación de las almas, sabiendo que si es Dios quien nos ha llamado a su servicio y nos ha confiado tal apostolado concreto, el mismo Dios sabrá darnos la ayuda necesaria. Si Dios no quiere que emprendamos tal apostolado, está bien; se lo dejaremos a otros. Pero si la Iglesia nos llama, nos lanzamos a la obra con todas las fuerzas ; vamos adelante, orgullosos de trabajar por la Iglesia y seguros de que Dios ayuda a quienes se ayudan” [36].

Los Capítulos generales tienen gran importancia en la vida de la Congregación. Son momentos privilegiados de reflexión sobre nuestro pasado y sobre nuestro porvenir, sobre nuestra fidelidad al carisma en la Iglesia y en el mundo de hoy. Nadie tuvo eso en la mente como el Padre Jetté en su homilía de la misa de apertura del Capítulo de 1986. Subraya dos disposiciones necesarias para el éxito de un Capítulo: “Buscar juntos la voluntad del Señor: es la primera disposición y la razón misma de nuestro encuentro. ¿Cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros hoy ? ¿Qué espera de nosotros, de la Congregación, como respuesta evangélica a las necesidades de salvación del mundo actual ? Desear conocer lo que es justo y verdadero, y pedir a Dios que nos mantenga en la luz : esa es la segunda disposición”.

El P. Jetté prosigue mostrando la conexión que existe entre ambas cosas: “Si verdaderamente queremos cumplir la voluntad de Dios, tenemos que buscar la luz, desear la verdad: la verdad, primero, sobre lo que somos, sobre nuestra vocación en la Iglesia, sobre el espíritu que nos ha legado nuestro fundador; y también la verdad sobre el mundo de hoy, sobre sus valores y sus límites, sobre la humanidad nueva modelada por ese mundo” [37].

Unas semanas después, en el curso del mismo Capítulo, el P. Marcello Zago era elegido nuevo superior general. La reflexión espontánea que hizo entonces traducía su aceptación de la voluntad de Dios: “Los votos emitidos por los capitulares son para mí la voluntad de Dios y acepto por amor a la Congregación, a la Misión y a la Iglesia” [38].

Las últimas palabras del general saliente y las primeras del nuevo subrayan, pues, este aspecto fundamental de la espiritualidad del fundador y de nuestro carisma.

LA VOLUNTAD DE DIOS EN LA HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD [39]

1. EL ANTIGUO TESTAMENTO

Dios creó al hombre y la mujer; como criaturas, son totalmente dependientes de Dios, quien, sin embargo, los creó “a su imagen y semejanza”, como personas capaces de establecer una relación personal de amor con su Creador. El Génesis nos muestra cómo Dios los amó rodeándoles de su benevolencia. Pero, en vez de conformarse a la voluntad de Dios y aceptar su condición de criaturas, quisieron afirmarse ellos mismos y hacerse como Dios e incluso oponerse a él. Así rehusaron la llamada de Dios a una relación auténtica. El pecado echó raíces en ellos. Dios los castigó, aunque sin abandonarlos. Más tarde, llamó a Abraham, que respondió positivamente a la invitación para ser el padre de un pueblo nuevo que siguiera los planes de Dios.

Al comunicar su nombre a Moisés, Dios mismo se reveló como persona; su voluntad era, pues, de naturaleza personal y no como una fuerza exterior que invade a la persona. Dios reveló su voluntad en la alianza del monte Sinaí, pero esto no bastó para hacer de Israel un pueblo totalmente sometido a la voluntad de Dios. La Ley, escrita en dos tablas de piedra, seguía siendo, en cierto sentido, una condición exterior, incapaz de suscitar una comunión perfecta entre Dios y el hombre. Pero Dios anunció una alianza nueva que se inscribiría en el corazón del hombre (cf. Jer 31, 31-34) y que haría posible la conformidad total de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios.

2. EL NUEVO TESTAMENTO

En el Nuevo Testamento, Dios envió a su Hijo Jesús a revelar en forma definitiva su voluntad y su amor libre y absoluto (cf. Jn 1, 18; He 1, 2), de suerte que el hombre pueda conformarse a la imagen de Dios siendo “conforme a la imagen de su Hijo”(Rom 8, 29). La voluntad del Padre está en el origen de la nueva criatura nacida “de Dios”(Jn 1, 12). El hombre ya no está ligado a la ley, pues va más allá de la ley. Para un cristiano, hacer la voluntad de Dios significa vivir como Jesús, lo que quiere decir una religión de amor como la de Jesús con su Padre. El cumplimiento de la voluntad del Padre crea lazos íntimos con Jesús (cf. Mt 12, 50) y, al estar unidos a él, los discípulos están también unidos entre sí. La Iglesia es el lugar privilegiado en que la voluntad del Padre es comunicada, discernida y cumplida.

¿ Cuál es precisamente la voluntad de Dios que Jesús manifestó ? Al anunciar que el Reino de Dios está cerca, Jesús dice que hay que convertirse para entrar en él. Esta conversión quiere decir dejarlo todo para poseer a Dios. Un cristiano debe amar a Dios más que a su padre, a su mujer o sus campos y hasta su propia vida (cf. Mt 19, 29; 6, 33). Jesús invita a la persona a hacer una opción total por Dios y muestra el camino haciendo él mismo el don de su vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). La voluntad de Dios es que nosotros amemos de la misma manera, pero la forma concreta de hacerlo debe descubrirse gradualmente. Hay que aprender a buscar y discernir la voluntad de Dios (cf. Rm 12, 2; Ef 5, 8-11, 17). El deseo de conocer la conducta más agradable al Padre en toda circunstancia se vuelve la motivación profunda del discípulo (cf. Fil 1, 9 s; Col 1, 9 s). La voluntad de Dios se descubre poco a poco escuchando la voz del Espíritu en nosotros, experimentándola y sometiéndose a ella (cf. Ga 5, 16 y 1 Tes 5, 21). Exige un refinamiento de la sensibilidad sobrenatural que es dada por el Espíritu y se desarrolla por una práctica constante de la oración y del amor (cf. Fil 1, 9-10; 1 Jn 5, 14).

3. ALGUNOS REPRESENTANTES DE LA HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD

Los santos son quienes han vivido de la voluntad de Dios en su propia vida; son también los más cualificados para hablar de ella. Veremos ahora la enseñanza de algunos grandes santos que han contribuido mucho a un mejor conocimiento del tema.

Teresa de Ávila dice muy claramente que “la suma perfección […]no es en regalos ni en grandes arrobamientos ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad […] conforme con la de Dios[…]” [40]. Hacer la voluntad de Dios es, para Teresa de Lisieux, “[…]ser lo que él quiere que seamos” [41]. Alfonso de Ligorio distingue entre conformidad y uniformidad: “La conformidad quiere decir que nosotros unimos nuestra voluntad a la de Dios, mientras que la uniformidad significa además que la voluntad de Dios y la nuestra no hacen más que una, de modo que no queremos más que lo que Dios quiere y que su voluntad sola pasa a ser la nuestra” [42]. Las prácticas ascéticas y los sacrificios son todos buenos, pero el sacrificio de la voluntad propia es lo que más agrada a Dios : “El que da sus bienes en limosna, su sangre en disciplinas, su alimento por el ayuno da a Dios una parte de lo que posee; pero el que le da su voluntad, se lo da todo” [43]. En otra parte, Alfonso tiene ideas muy firmes sobre las cosas ordinariamente buenas pero que no son queridas por Dios: “Es verdad que las mortificaciones, las meditaciones, las comuniones y las obras de caridad para con los otros agradan a Dios. Pero ¿cuándo ? Solamente cuando ellas son conformes a su voluntad. De otro modo, no se contenta con desaprobarlas, sino que las detesta y las castiga” [44]. Del mismo modo se expresa claramente Vicente de Paúl: “Este bien es mal cuando Dios no lo quiere” [45].

Sobre el modo de descubrir la voluntad de Dios, Ignacio de Loyola presenta un método de maestro en los Ejercicios espirituales. El principio fundamental es el fin para el que ha sido creado el hombre, es decir “para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma” [46]. Todo lo demás está sometido a ese fin. Ahí es donde se encuentra el fundamento de la indiferencia ignaciana en la cual no se debe desear “más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta”. [47] Los Ejercicios espirituales son un “modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima” [48].

Francisco de Sales distingue en Dios dos modos de manifestar su voluntad en la vida ordinaria: “la voluntad significada y la voluntad de beneplácito. A su vez, la significada [se distingue] en cuatro partes”: los mandamientos de Dios y de la Iglesia, los consejos, las inspiraciones y las Reglas [49]. En otras palabras, ella está ya revelada y escrita hasta cierto punto y sirve de guía constante para nuestra vida. La voluntad de beneplácito de Dios se manifiesta en cambio, “en todos los acontecimientos; en la enfermedad, en la muerte, en la aflicción, en el consuelo, en la prosperidad, en la adversidad ” [50]. Nosotros no podemos prever todo lo que nos acaecerá, debemos estar dispuestos a aceptar los acontecimientos como llegan, pues “nada se hace, fuera del pecado, sino por la voluntad de Dios” [51]. Hace falta una gran confianza y una gran libertad para creer, como Francisco de Asís, que “ninguna otra cosa hemos de hacer sino ser solícitos en seguir la voluntad del Señor y en agradarle en todas las cosas” [52].

Para los religiosos y religiosas se insiste en forma especial sobre la obediencia a la Regla y a los superiores como formando parte de la voluntad significada de Dios. Isabel de la Trinidad dice que “desde la mañana a la noche la Regla está presente para manifestarnos en cada momento la voluntad de Dios” [53]. Ignacio de Loyola dice: “el obediente para cualquier cosa en que le quiera el superior emplear en ayuda de todo el cuerpo de la Religión, debe alegremente emplearse con alegría en toda cosa en que el superior quiera emplearlo para ayudar a todo el cuerpo de la Congregación, teniendo por cierto que en ello se conforma en aquello con la divina voluntad más que en otra cosa de las que podría hacer siguiendo su propia voluntad y juicio diferente” [54].

En resumen, los santos nos enseñan que hacer en cada instante la voluntad de Dios, en las cosas menudas como en las grandes, está el único camino hacia la santidad; fuera de esa voluntad, nada cuenta, por bueno que parezca. Se encuentran en ellos los sentimientos que expresaba Juan XXIII: “Que vuestra voluntad sea la mía y que mi voluntad siga siempre la vuestra y esté completamente conforme con ella” [55].

4. SINTESIS TEOLOGICA

La disposición fundamental del cristiano es la de querer cumplir la voluntad de Dios imitando a Jesús que solo hizo la voluntad de su Padre (Jn 4, 34; Jn 6, 38; Lc 22, 42; He 10, 7). Es el único camino seguro hacia la perfección o la santidad (Mt 7, 21). No se trata de un plan de vida impersonal y predeterminado que Dios imponga, ni de una resignación fatalista a toda eventualidad, sino de una llamada a la libertad, al descubrimiento de lo que uno quiere de verdad y de lo que uno es de verdad [56]. Eso se descubre a cada instante en las cosas menudas como en las grandes, escuchando la voz del Espíritu en nosotros, en nuestra propia conciencia, que es el lugar privilegiado para conocer la voluntad de Dios [57].

En el pasado con frecuencia se consideró la obediencia a la voluntad de Dios en forma restringida; se la asociaba a una aceptación pasiva de las desgracias y de los sufrimientos de toda clase. Pero, de hecho, si se la comprende bien, se ve en ella una actitud activa tanto como pasiva. La conformidad a lo que se llama la voluntad significada de Dios se manifiesta en la fidelidad a observar sus mandatos, la docilidad a seguir los consejos evangélicos y las inspiraciones, y la obediencia a la Iglesia y a los superiores [58]. Nuestra unión a la voluntad de beneplácito de Dios se manifiesta por la aceptación de las tribulaciones que él permite. En ambos casos, no obstante, se debe tener una santa indiferencia o un desapego completo ante la opción que se presenta. El amor y la oración son condiciones esenciales para el descubrimiento de la voluntad de Dios y la comunión eclesial queda a menudo mejor expresada y asegurada si uno se confían a un acompañante espiritual. El discernimiento de la voluntad de Dios exige una sensibilidad sobrenatural que no se desarrolla más que con la práctica. El amor de la voluntad de Dios es, en definitiva, la misma cosa que el amor de Dios, porque, en realidad, su voluntad no se distingue de su esencia: “Dios y su voluntad coinciden: caminar en la voluntad divina es caminar con Dios” [59].

CONCLUSIÓN

El tema de la voluntad de Dios en la espiritualidad oblata ha sido objeto de pocos estudios específicos [60]. Puede ser que se deba al hecho de que se trata de un tema fundamental en todas las espiritualidades. Como escribió el P. León Balbeur, “todo lo que puede decirse del beato Eugenio de Mazenod […] en relación con la voluntad de Dios, se puede afirmar de cualquier otro fundador, de cualquier otro santo” [61]. Esto no disminuye en nada su importancia; al contrario, hemos visto cómo Eugenio de Mazenod se sitúa dentro de la gran tradición que va de Ignacio de Loyola a Francisco de Sales en la orientación de toda su vida a la búsqueda de la voluntad de Dios en todas las cosas. Su gran biógrafo, Juan Leflon, se refiere con frecuencia a este aspecto [62]. Bastantes años antes, el P. Eugenio Baffie hizo alusión a su notable confianza en Dios: “Apenas había comprendido, a la luz de la fe, que una obra era conforme a la voluntad divina, la abordaba inmediatamente […]” [63]. Lo vemos claramente en su correspondencia, Eugenio quería que sus hijos oblatos vivieran del mismo modo.

La reaparición de este tema durante los últimos años parece indicar que el mismo se sitúa verdaderamente en el mismo corazón de la espiritualidad oblata . Las Constituciones y Reglas de 1982 hacen varias referencias al tema. Lo presentan, en su sentido bíblico, como una disposición fundamental de Cristo cuyo “alimento […] era hacer la voluntad de aquel que le había enviado (Jn 4,34)”(C 24), y a quien nosotros debemos imitar. El lenguaje y la práctica han cambiado un poco desde el tiempo del Fundador, pero la realidad es la misma. En 1826, cuando la Congregación recibió el nuevo nombre de Oblatos de María Inmaculada, Eugenio de Mazenod exclamó proféticamente :”¡Ojalá comprendamos bien lo que somos !” [64]. En cualquier edad seguimos creciendo para llegar a ser lo que debemos ser en la medida en que cumplimos la voluntad de Dios, como María, nuestra patrona y modelo (cf. C 10). Como oblatos, estamos llamados a cierta identificación con María [65], unidos a ella por estas palabras: “Hágase en mí según tu palabra”(Lc 1, 38).

Anthony BISSET