Nació en Montmirail (Drôme) el 21 de setiembre de 1821
Tomó el hábito en N.-D. de l’Osier el 5 de noviembre de 1846
Profesó en N.-D. de l’Osier el 7 de noviembre de 1847 (nº 179)
Fue ordenado sacerdote en Marsella el 20 de agosto de 1848
Murió en Nancy el 15 de marzo de 1855.

Eugenio Dorey nació en Montmirail, en la diócesis de Valence, el 21 de setiembre de 1821. El 5 de noviembre de 1846 entró en el noviciado de Notre-Dame de l’Osier, donde hizo la oblación el 7 de noviembre de 1847. Tras un año de teología en el seminario de Marsella, fue ordenado sacerdote por Mons. de Mazenod el 20 de agosto de 1848.

Al día siguiente de su ordenación fue nombrado maestro de novicios en el noviciado de Nancy, abierto el año anterior durante la gira de reclutamiento en Francia del padre Leonardo Baveux. El 22 de agosto Mons. de Mazenod lo presenta al padre Dassy ,superior en Nancy, con estas palabras: “Dirijo hacia Nancy al padre Dorey, hombre distinguido, para reemplazar al padre Santoni en las funciones de maestro de novicios. Ha hecho su aprendizaje en l’Osier y pasará algún tiempo con el padre Santoni que acabará de formarlo[…] El padre Dorey compensa la juventud de su sacerdocio con una gran madurez de espíritu, un juicio muy bueno y una piedad ejemplar”. El padre sigue como maestro de novicios hasta el cierre de ese noviciado a comienzos de 1850. El padre Dassy, que de ordinario solo ve los defectos de los oblatos de su comunidad, no cesa de alabar las cualidades y las virtudes del maestro de novicios.

El padre Dorey es enviado como profesor y director espiritual al seminario mayor de Ajaccio al comenzar el año escolar 1850; sigue en Ajaccio hasta el comienzo del verano de 1853. El padre Magnan, superior del seminario, reconoce inmediatamente su valor. Escribe al Fundador el 25 de noviembre de 1850: “El padre Dorey es excelente ya como director, ya como religioso y yo quisiera igualarle; este buen padre nos hará bien a todos, pienso”. El padre Magnan escribe a menudo a Mons. de Mazenod y no cesa de alabar al padre en todos los aspectos. Lamenta, sin embargo, que su salud no sea muy buena.

En agosto de 1853 el padre Dorey es nombrado superior en Nancy. En varias cartas el padre Magnan lamenta su salida de Ajaccio y el 26 de diciembre de 1853 escribe que “ese vacío no se colmará en mucho tiempo”. Durante el verano de 1854 estalla una epidemia de cólera en Nancy. Los padres se sacrifican junto a los enfermos. En una carta al superior el 1 de setiembre, el Fundador recomienda a los padres que sean prudentes. Durante la cuaresma de 1855, el padre Dorey remplaza al padre Jeanmaire como capellán de las cárceles donde se extiende una epidemia de fiebre tifoidea. El padre, cuya salud está deteriorada, no para de prestar socorro a los prisioneros enfermos en las tres cárceles de la ciudad y en el hospital. Es atacado a su vez por la enfermedad y muere el 15 de marzo de 1855. Al día siguiente, el padre Conrard escribe al Fundador. “Los ejemplos de virtud que nos dejó serán nuestra más preciosa herencia”.

Cuarenta sacerdotes, seminaristas y muchos laicos toman parte en el servicio fúnebre. “En menos de dos años, escribe el padre Jeanmaire, el R.P. Dorey había sabido, sin hacer mucho ruido, atraerse la estima, el afecto y el lamento del clero y del pueblo”. Mons. de Mazenod escribe al padre Conrard el 19 de marzo: “¡Qué noticia!… Estoy aplastado… ¡Qué golpe tras tantos otros! Es preciso que beba el cáliz hasta las heces. Que Dios me dé la fuerza de soportarlo. Si tuviera más virtud, me alegraría viendo a nuestra pequeña familia ofrecer al cielo un número tan grande de elegidos; pues todos los nuestros mueren en la paz del Señor, en medio del ejercicio del más santo ministerio, la mayoría víctimas de la caridad, verdaderos mártires de esa primera virtud…” Desde Ajaccio el padre Magnan escribe que al enterarse de esa noticia Mons. Casanelli d’Istria exclamó: ¡Cielos, qué pérdida para vuestra Congregación! Todos en este país esperaban volverlo a ver aquí”. El padre Magnan añade: “Para mí, que había estado en condición de conocerlo a fondo, me atreveré a decir que yo no conocí en él ningún defecto, y no sé si encontré nunca un sacerdote y un hermano del que pudiera decir tanto bien. Siempre en vilo para sus deberes y para Dios, era de una rara actividad, olvidándose constantemente, no haciendo caso alguno de su salud, de una modestia que ponía tan bien de relieve sus talentos, sus conocimientos adquiridos, su buena educación. ¡Oh, cuánto quería yo a ese padre! No recuerdo haber llorado tan intensamente a ninguno de mis hermanos…”

YVON BEAUDOIN, O.M.I.