Se designa como Monarquía de Julio el período de la historia de Francia que cubre el reinado de Luís Felipe, de la casa de Orleans, y que va de la revolución de 1830 a la de 1848.

Luís Felipe nunca resultó popular entre los católicos: había usurpado la corona a Carlos X en circunstancias que habían herido profundamente el sentimiento religioso, tales como la profanación de la iglesia de San Germán de Auxerre, el saqueo de París y la fractura de las cruces de misión casi en toda Francia, sin exceptuar las que no llevaban ningún símbolo legitimista. No es que el Gobierno quisiera llevar hasta ahí la persecución, pero recordaba que debía su origen a un movimiento anticlerical y se daba cuenta de que la Iglesia estaba mal dispuesta hacia él. Por consiguiente, no estaba muy propenso a colmarla de favores. Por su parte, el clero seguía apegado a Carlos X. El ideal de los “carlistas” y el de los católicos (a menudo ligado a una persona) se parecían mucho. Los carlistas políticos hacían de la religión un instrumento político y de otra parte muchos miembros del clero no podían escapar al reproche de ejercer una actividad legitimista.

Eugenio de Mazenod, como su tío Fortunato y como otros muchos obispos, no ocultó su hostilidad a la nueva monarquía. La decisión tomada por Pío VIII el 25 de diciembre de 1830 de reconocer al gobierno fue causa de desconcierto para todos. Las dificultades, los malentendidos y los conflictos entre la autoridad eclesiástica y las autoridades locales fueron innumerables al comienzo del reinado de Luís Felipe. Durante los primeros años de la Monarquía de Julio se omitió la oración por el Rey o el nombre de éste sólo figuraba en la oración y no en el versículo que la precede; la celebración de la fiesta del Rey se hacía sin ninguna solemnidad; ciertos sacerdotes llegaban incluso a predicar contra el nuevo estado de cosas.

Se acusó a Eugenio de Mazenod de estar implicado en una actividad antigubernamental, pero nunca se ha podido probar que haya tenido parte en reuniones legitimistas ni indicar hechos concretos que habrían podido permitir persecuciones judiciales contra él. Es innegable, con todo, que sentía una antipatía profunda por la Monarquía de Julio. Era porque ésta había nacido de una revolución que había echado abajo el orden legal de las cosas y se había mostrado hostil a la religión.

Hacia 1832 el gobierno inició una “política de apaciguamiento”. Se veía la necesidad de hacer algunas concesiones a la Iglesia para no volverla demasiado hostil, aunque conservando la posibilidad de controlarla.

El campo en que la nueva política se mostró más claramente fue el de los nombramientos episcopales. Los primeros obispos habían sido en verdad mal escogidos: el motivo determinante de su nombramiento había sido su adhesión al nuevo gobierno. Desde 1832 se tuvo más en cuenta la piedad y la conducta moral y, a falta de una simpatía explícita por el régimen, se aceptaba una cierta neutralidad en ese dominio. En 1834 el Sr. Persil, ministro del culto, dio un paso adelante. En una carta muy confidencial a los obispos les pedía que indicaran, en sus respectivas diócesis, tres candidatos que les “parecieran reunir en el más alto grado la piedad, la instrucción, el espíritu de prudente tolerancia y otras cualidades eminentes” que requería la dignidad episcopal. Era una señal de confianza a la cual ni Roma ni el episcopado fueron insensibles y que más tarde se reveló provechosa.

Sin embargo, para Eugenio de Mazenod la reconciliación con el gobierno iba a diferirse aún por varios años. En 1832 había sido consagrado obispo in partibus sin la autorización de París. Esa consagración había sido el resultado de una gestión de Mons. Fortunato ante la Santa Sede a fin de salvaguardar la existencia de la sede de Marsella, que el consejo municipal tenía intención de suprimir cuando él falleciera. Si el vicario general – el Fundador – tenía la dignidad episcopal, podría, en caso de que vacara la sede, administrar más fácilmente la diócesis como vicario capitular. Si estaba revestido del carácter episcopal, su administración de la diócesis no sufriría demasiado. Gregorio XVI decidió acceder a la propuesta y, el 3 de octubre, Eugenio de Mazenod tenía en sus manos los breves que lo nombraban obispo de Icosia in partibus infidelium y visitador apostólico de Túnez y Trípoli.

El gobierno sospechaba que este último nombramiento solo había sido hecho para evitar las objeciones que París habría podido hacer al informarse de que el P. de Mazenod había sido consagrado sin su previa autorización. En efecto, el Sr. Thomas, prefecto de Bouches-du-Rhône, acusó al nuevo obispo. En un informe de junio de 1833 se hace alusión, por primera vez, a reuniones carlistas que se habrían tenido por instigación de Mons. de Mazenod. A partir de ese momento, se apremió al Papa a alejar de Marsella un vicario general que había sido nombrado visitador apostólico de Túnez y de Trípoli. El encargado de negocios en Roma recibió la consigna de insistir ante la Santa Sede para que reclamara a Eugenio de Mazenod en Roma a fin de acabar con sus agitaciones políticas y de prevenir el escándalo que podrían causar algunas medidas políticas tomadas por la autoridad.

El Fundador fue llamado a Roma para consulta. Pudo explicarse ante el Papa y, por otra parte, se enteró en la embajada de Francia que el gobierno francés tenía contra él acusaciones de orden ante todo político. Así las cosas, con el consentimiento del Sumo Pontífice y de la curia romana, decidió regresar a Marsella para poder defenderse allí mismo. El gobierno, prestando oídos a rumores que emanaban de los medios anticlericales, lo consideraba como el jefe de los carlistas en Marsella. Le resultaría fácil defenderse pues, a pesar de toda la simpatía que sentía por los Borbones, no le sería difícil probar que las acusaciones de actividad legitimista no tenían base alguna. El 11 de diciembre volvió a Marsella.

El 12 de agosto de 1834 Eugenio de Mazenod supo oficialmente que, por un decreto del 10 del corriente, su nombre había sido borrado de la lista electoral. Ante ese hecho, el vicario general se vio puesto frente a una alternativa: no reaccionar y, en tal caso, correr el riesgo de verse expuesto continuamente a un decreto de expulsión, o bien presentar inmediatamente una acción judicial. Optó por recurrir al tribunal. Entonces le llegó un mensaje que lo aplastó. Por temor a que las relaciones entre la Santa Sede y el gobierno fueran a deteriorarse, Roma no apoyó ese recurso y Mons. de Mazenod hizo saber al ministro de cultos que desistía de la apelación que había interpuesto.

En ese momento crítico intervino un hombre que emprendió la difícil tarea de reconciliar al obispo de Icosia con el gobierno francés: el Padre Hipólito Guibert, un oblato que después iba a ser arzobispo de París y entonces era superior del seminario mayor de Ajaccio. En la segunda quincena de julio de 1835 se hallaba en París esperando obtener del gobierno subsidios para su seminario. Aprovechó su estancia en la capital para llevar la conversación, en forma muy diplomática, hacia la difícil situación en que se encontraba Eugenio de Mazenod.

La entrevista con el Sr. Schmitz, director de los cultos, fue atrevida pero coronada por el éxito. El director volvía constantemente sobre este punto: el gobierno no tenía ninguna seguridad de que Monseñor de Icosia no le fuera hostil. El P. Guibert le respondió que el gobierno tenía en sus manos un medio seguro para poner a prueba a Mons. de Mazenod: era nombrarlo obispo sufragáneo, lo que le obligaría a prestar juramento. El gobierno parecía ver en ello una ventaja: los legitimistas del Sur se sentirían traicionados.

Faltaba convencer al obispo de Icosia. No fue cosa fácil. Hubo que insistir en que el gobierno también se había librado de una buena y en que la posición del ministro era muy delicada. El P. Guibert y el P. Tempier tuvieron que insistir ante el Fundador para obtener de él una prueba de fidelidad a la Monarquía de Julio.

El gobierno reconoció primero el título de obispo de Icosia. Luego, le devolvió la nacionalidad francesa, pero después de vacilaciones rehusó nombrarlo coadjutor de Mons. Fortunato. Después que éste dio su dimisión, Eugenio le sucedió en la sede de Marsella.

A pesar del acercamiento entre el obispo y el poder civil, nunca hubo una armonía cordial. Casi cada año hubo fricciones, lo que muestra que las relaciones no fueron precisamente relaciones de amistad. De una y otra parte había susceptibilidades. El gobierno reprochaba al obispo de Marsella la negligencia con que desempeñaba sus deberes patrióticos. Mons. de Mazenod, por su parte, se quejó más de una vez de que la autoridad temporal se mezclaba en el dominio espiritual y parecía reducir a los obispos a simples empleados del gobierno. Estas relaciones siguieron sin cambiar hasta el momento en que estalló la revolución de 1848, que implicó la abdicación de Luís Felipe.

Nos falta aún inquirir cómo la Congregación como tal se desarrolló durante la Monarquía de Julio. Las peripecias que vivieron las casas oblatas durante la persecución de 1830 variaron según los lugares. Las casas de Aix y de Nuestra-Señora de Laus salieron de la tormenta sin graves daños. En Marsella hubo un poco de efervescencia en torno a la casa del Calvario. La administración municipal pidió al P. Tempier que los responsables diocesanos quitaran por sí mismos la cruz de la misión para ponerla en seguridad dentro de la iglesia. Algunas bandas de jóvenes intentaron destruirla, pero unos militantes católicos lograron guardarla intacta allí donde se encontraba. La casa de Nîmes fue víctima de la revolución. La agitación contra los misioneros fue tal que se vieron obligados a abandonarla.

Durante las semanas que duró la revolución, el apostolado de las misiones parroquiales se interrumpió. Cuando se reanudó, emergieron nuevamente cuestiones doctrinales que ya habían ocasionado divergencias bajo la Restauración y crearon conflictos más serios. Se trataba sobre todo del jansenismo y de sus implicaciones morales. El Fundador se había pronunciado a favor de las tesis ultramontanas de los probabilistas de san Alfonso de Ligorio. En la diócesis de Gap, donde se hallaba Nuestra-Señora de Laus, el obispo, Mons. Carlos Antonio Arbaud, era un galicano señalado y extremadamente rigorista. Prohibió a los Oblatos escuchar confesiones durante el tiempo pascual. Cuando el P. Guibert, superior de la casa, trató de hacerle comprender que la obligación de confesarse (por Pascua) iba en contra de las constituciones de Benedicto XIV y de otros papas, el obispo pidió a los Oblatos que se retiraran de Laus. El asunto siguió sin resolverse hasta 1841-1842.

Vino entonces el tiempo de nuevas fundaciones: Nuestra-Señora de l’Osier (1834), Ajaccio (1835), Vico (1836), Nuestra-Señora de Lumières (1837), Nuestra-Señora del Buen Socorro (1843), Nancy (1847). En 1841 los Oblatos habían abierto la primera casa en Gran Bretaña (Penzance). En 1841 partía el primer equipo para el este del Canadá, en 1847 partía otro para el Oregón y, durante el mismo año, los Oblatos llegaban a Ceilán. El principio de consagrarse a las misiones extranjeras se había aceptado en el Capítulo general de 1831. En 1844 la Congregación contaba 50 Padres, 17 escolásticos y 22 novicios. El número de los Hermanos no se conoce exactamente. Eran 9 en 1841.

La Regla aprobada por la Santa Sede en 1826 recibió una leve modificación en 1843. El Capítulo ya no se convocaría más que cada seis años. Esta modificación fue aprobada por Gregorio XVI el 20 de marzo de 1846.

Robrecht Boudens, O.M.I.