1. La parroquia y las peregrinaciones
  2. Las misiones
  3. La salida de los Oblatos

Durante unos años ,Mons. Antonio Filiberto Dupanloup, obispo de Orleans de 1849 a 1878, pidió misioneros a Mons. de Mazenod. En 1853 le ofreció también la atención de la parroquia y del santuario mariano de Notre-Dame de Cléry, situado a unos quince kilómetros de Orléans. El 22 de febrero de ese año Mons. de Mazenod escribió al P. Ambrosio Vincens, provincial: “Orléans me sonríe mucho. Hay bien que hacer en esa diócesis a la que hay que darle vida, y luego ¡ese santuario abandonado de la Santísima Virgen! ¿No podríamos nosotros jactarnos de ser llamados a realzarlo, como Dios nos ha dado la gracia de obtenerlo en Laus, en l’Osier, en Lumières, en Lablachère?”.

A finales de enero de 1824 salían para Orléans los padres Jacques Brun y Juan Marchal, acompañados por el P. Santos Dassy, encargado de los “arreglos” con el obispo. La Congregación se comprometió a mantener en Cléry un párroco, un vicario, cuatro misioneros y algunos hermanos. El prelado ponía a disposición de ellos una casa parroquial, aseguraba un sueldo de 600 francos a cada padre y se obligaba a proveer el mobiliario y una biblioteca y a pagar los viajes y la pensión de los misioneros en las diversas parroquias.

La parroquia y las peregrinaciones
Cléry poseía uno de los más hermosos santuarios de Francia consagrados a la Santísima Virgen, una magnífica iglesia gótica del siglo XV. El santuario era ya célebre en el siglo VI. Saqueado durante la guerra de los Cien Años (siglos XIV y XV), fue reconstruido por Luis XI (1423-1483) que tiene su sepulcro en la basílica.

Los habitantes de Cléry eran indiferentes respecto a las prácticas religiosas e incluso hostiles a los misioneros. A su llegada, los Oblatos recibieron una acogida poco alentadora. Tres padres fueron párrocos: Santiago Brun en 1854-1855, Marcos de L’Hermite de 1856 a 1863 y Juan Marchal en 1864-1865. Este último era vicario desde 1854.

Los informes redactados por los oblatos son más bien lacónicos respecto a la parroquia y a las peregrinaciones. En las Notices historiques sur la Congrégation de 1854, 1855 y 1858, el P. Casimiro Aubert escribe: “Esta parroquia ya ha cambiado en forma muy consoladora”. “La obra de las peregrinaciones está progresando pero sin brillo”. El P. Vincens en su acta de visita de setiembre de 1854 constata que “todavía la obra de las peregrinaciones tiene que resucitar y la de las misiones tiene que crearse”.

El párroco y su vicario fundan varias obras: cursos de latín para los muchachos que se destinan al seminario, congregaciones para muchachas y muchachos, una sala de asilo, un obrador para damas, un círculo de hombres. La asistencia a la misa dominical aumenta poco a poco y se empiezan a ver allí algunos hombres. En 1862 el superior, P. de L’Hermite, dice que el bien que se hace en la parroquia “es considerable en un país donde no tenemos que alentar la fe sino que crearla”.

Los peregrinos, poco numerosos, acuden sobre todo en el mes de mayo y el 8 de setiembre. Desde que llegaron, los Oblatos celebraron esa fiesta de la Natividad de María con solemnidad. De año en año fue atrayendo más peregrinos , sobre todo en 1863 con ocasión de la coronación de la estatua de la Virgen. Hubo ese día varios obispos, un centenar de sacerdotes y más de 20.000 peregrinos. En el último informe sobre Cléry, publicado en 1865, se dice que los Oblatos han contribuido mucho a “la extensión y a la celebridad de la obra de peregrinaciones”.

Las misiones
Los tres o cuatro misioneros predicaron mucho: 134 misiones o retiros parroquiales de 1855 a 1863 y otros 16 en 1864 y 1865. Pero en la región de Orléans ese ministerio fue difícil. Mons. Dupanloup había hecho de las misiones uno de los principales elementos de renovación en su diócesis y había llamado para eso a cuatro congregaciones religiosas. Pero impuso las misiones a los párrocos, por lo que fue muy reservada la acogida de los misioneros, los cuales, además, la mayor parte del tiempo estaban solos. “Esta soledad, escribe el P. de L’Hermite en 1862, es a menudo penosa y se hace para nosotros la mayor prueba durante nuestros seis meses de trabajos exteriores”. Además los resultados obtenidos eran poco consoladores. El P. de L’Hermite le confía al P. Fabre en 1863: “Se diría, al ver la indiferencia religiosa de ciertas localidades, que estamos en pleno paganismo; así que los medios ordinarios y los sermones confeccionados son perfectamente inútiles frente a tales resistencias. Me pondría usted en gran embarazo si me preguntara qué método seguimos en estas lidias evangélicas. El plan de batalla se dispone frente al enemigo y más de un misionero, llegado con un simple breviario, se asombra entre sí al ver que unos éxitos consoladores son fruto de una estrategia que se modifica cada día y de la que se puede decir lo que Bossuet dice del cadáver, que es no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua. A veces no es pequeño el sacrificio de quedar solo un invierno entero en medio de poblaciones en las que la palabra sólo se infiltra lentamente como la gota que a la larga va horadando la roca, estar solo frente a fisionomías severas y a actitudes orgullosas que parecen reprocharos el haber venido a turbar la paz pública. Por eso, cuando el misionero ve asomar el campanario de la modesta aldea donde va a catequizar a almas que tal vez huirán de él y a las que desespera de alcanzar, sus ojos a veces se bañan en algunas lágrimas y su corazón, intimidado un momento, regresa al centro de aquella familia religiosa en la que se sentía amado y protegido […] Cléry es una buena y fuerte escuela donde el misionero aprende a trabajar solo por Dios, y donde aprende también el verdadero precio de las almas por el esfuerzo que le cuesta el conquistarlas. Lo digo para gloria de los numerosos misioneros que la Congregación nos ha mandado: han sembrado entre lágrimas con una voluntad de hierro y una valentía incansable que Dios ha bendecido…” (Missions OMI, 1863, p. 468s).

Uno de los oblatos más meritorios en la diócesis de Orléans fue el P. José Bonnard a quien Mons. Dupanloup llamaba el “rey de los misioneros”. De él decía también el P. de L’Hermite: “Este padre impresiona allí donde pasa: los párrocos le aman, y eso es mucho; es uno de los misioneros famosos de la diócesis”.

La salida de los Oblatos
Al enviar a los primeros padres, Mons. de Mazenod había escrito a Mons. Dupanloup: “Resérveles los pobres; tienen gracia para ese ministerio”. El obispo no solo les reservó los pobres sino que los dejó a ellos en la pobreza. Muy pronto se dieron cuenta de que no podían vivir convenientemente con los 600 francos que cada padre recibía. El 22 de noviembre de 1855 Mons. de Mazenod escribe al provincial, P. Bellon: “Estoy de acuerdo en que las condiciones pecuniarias de existencia no son aceptables y en que es preciso que se provea a ello”. En el siguiente mes de diciembre notifica a Mons. Dupanloup que es preciso aumentar el sueldo de los padres. Se había aceptado trabajar por solo 600 francos porque se pensaba que las peregrinaciones aportarían algunos ingresos, pero “durante el año no aportan absolutamente nada”. El obispo de Orléans parece haber rehusado ese aumento, pues el 10 de abril de 1856 Mons. de Mazenod le anuncia que se atendrán por el momento a las condiciones del convenio.

Otro inconveniente agravaba la situación de los oblatos. Vivían estrechamente en una casa parroquial deteriorada. El prelado les había hecho esperar que los colocaría en el antiguo claustro. Mons. de Mazenod comenta eso al P. Dassy el 11 de febrero de 1854: “¡Qué diferencia de estar encerrados en una estrecha casa rectoral a ocupar el espacioso local de antiguos religiosos!”. Tampoco en este punto hizo nada Mons. Dupanloup y ni siquiera reembolsó el dinero gastado en algunos trabajos indispensables. El P. Fabre hizo una visita a Cléry a fines de octubre de 1862 y escribió en el acta de visita: “Inmensa iglesia, verdadero monumento de la fe de nuestros padres. Con todo, uno se entristece viéndola despojada de todos sus ornamentos de antaño […] Si la iglesia es inmensa, la casa rectoral no lo es. Bajo su techo nuestros padres apenas encuentran el espacio que les es necesario para respirar y trabajar”.

El P. Melchor Burfin, nombrado provincial en diciembre de 1861, hizo una visita en 1864 y halló insostenible la posición de la comunidad. Con lenguaje más bien duro escribió al obispo que sus compañeros piden dos cosas: “pan y aire”, es decir un sueldo más alto y dinero para reparar la casa. El prelado promete entonces comprar para ellos una casa junto a la rectoral, pero no cumple su palabra y hasta declara luego que no hará nada.

Entonces el P. Fabre, superior general, interviene en una carta cortés pero firme, fechada el 28 de marzo de 1865: “No podemos y no queremos continuar pidiendo lo que su Excelencia mira como imposible. Estamos demasiado convencidos de que si usted no lo hace es porque no puede hacerlo […] Hacer instancias sería de nuestra parte ser importunos e indiscretos. No queremos ser ni lo uno ni lo otro”. Anuncia entonces que a fines de mayo va a retirar a los padres y a los hermanos.

Sigue entonces un abundante intercambio de cartas: Mons. Dupanloup continúa haciendo promesas en las que el P. Fabre ya no cree. Los misioneros salen en mayo; el P. Marchal, párroco, es reemplazado el 17 de setiembre de 1865 por los Oratorianos.

La Notice sur le départ des Oblats de M.I. de Cléry termina con testimonios encomiásticos; los de los marqueses de Tristan y de Poterat y el del vizconde Gabriel de Chaulnes. Este último escribió a Mons. Dupanloup: “Los Oblatos han hecho un bien inmenso. Se puede decir que han renovado este país; pero para eso se han impuesto un trabajo inaudito. Visitando sin cesar a estas gentes apáticas, triunfando de los corazones por la caridad, los Oblatos no eran solo los amigos de los castillos como ciertos hombres de Dios que conozco; eran, ante todo, los amigos del pueblo, los amigos de los obreros y de los buenos campesinos; y esto hace que yo los admire todavía más. Eran instruidos, laboriosos, celosos, muy celosos, al corriente de las cuestiones de orden más elevado con las personas del mundo, sencillos con la gente sencilla. Eran, en toda la fuerza de la expresión, hombres de Dios, y cada vez que mi corazón me llevaba a la rectoral, yo salía edificado…”

YVON BEAUDOIN, O.M.I.