Giuseppe Mauro Rubino omi
Comité general para la formación (representante de europa)

Gracias al largo recorrido de renovación inaugurado por el Concilio Vaticano II, hay sin duda hoy en la Iglesia una creciente conciencia de la real importancia de la formación permanente a todos los niveles. También y sobre todo la de aquellos a los que se confía el servicio de autoridad que además comporta la responsabilidad de promover la formación continua de los hermanos a ellos confiados (cf. C 70). A pesar de ser los receptores de “una gracia de estado” en virtud del mandato eclesial, los superiores, por el motivo de su crucial y delicada tarea al servicio de la comunión interna y de la misión de cada comunidad, ¿no son acaso ellos mismos los primeros candidatos de esta formación tan necesaria? Nos lo recuerda la R 83c: “La función de los superiores es tan importante que requiere una formación permanente adecuada”

La necesidad de una formación continua de los superiores y de los que en la Iglesia desempeñan el liderazgo es una invitación explícita del Espíritu que no se ha olvidado de llamar una y otra vez a la puerta, también a la nuestra. Seguramente no es por casualidad que en el último Capítulo de 2016, “Evangelizare pauperibus misit me, pauperes evangelizantur”, se recuerda la necesidad de la formación de los superiores: “Cada Unidad asegurará la formación de superiores y otros responsables, para la animación de la vida comunitaria” (n 51.2). Una frase breve, de pocas palabras, parece sintetizar la reiterada invitación que el Espíritu nos dirige muchas veces a lo largo de los últimos Capítulos generales.

Por ejemplo, en el documento final de Capítulo de 2010 (La conversión) se lee que la conversión en el gobierno y la autoridad pide que “formemos adecuadamente y animemos continuamente a los líderes presentes y futuros en los distintos aspectos del liderazgo y del gobierno de nuestra Congregación        “. En el n. 8 del documento del capítulo de 2004, “Testigos de la Esperanza”, se afirma que para el importante y delicado ministerio confiado a los superiores locales, entendido como ministerio de la esperanza, se necesita asegurar una formación necesaria. Y también el Capítulo de 1998, “Evangelizar a los pobres en el umbral del tercer milenio” en el n. 32 se lee: “La calidad de una comunidad depende mucho de la calidad de sus miembros y particularmente de los superiores llamados a animarla. Por eso el Capítulo considera la formación (de los superiores) como una prioridad y pide a la Provincias y a toda la congregación que se adopten las medidas adecuados para que esta sea efectiva“.

El Capítulo general de 1998 no hace otra cosa que confirmar “lo ya afirmado con fuerza” en el Capítulo de 1992, “Testigos en Comunidad Apostólica”. En su documento final (n 23 & 6) se lee: “El Capítulo reafirma con fuerza la importancia del superior local. Es el pastor de sus hermanos. Reúne a la comunidad para que ella evalúe su experiencia, adopte objetivos de vida y de misión comunes, garantizando él su puesta en práctica. La calidad de los superiores locales es determinante para la vida de la Congregación. Por eso, el Capítulo considera su formación como una prioridad y pide a las provincias y a toda la Congregación que se adopten las medidas adecuadas para que ésta sea efectiva.”.

Quisiera ir concluyendo citando el texto del P. Jetté que me parece profético si lo vemos a la luz de lo que el Magisterio eclesial no deja de repetir hoy sobre este tema: “Un cuerpo apostólico vale tanto cuanto valgan sus hombres. Si el superior no cuida de los hombres, si no se preocupa por su salud, por su crecimiento espiritual y humano, por su felicidad, por apoyarlos en su trabajo, el dinamismo de estos hombres se enfriará y el equipo apostólico acabará disgregándose” (P. Jetté, Los Misioneros OMI, p 266)

Este párrafo nos recuerda la pluralidad de las dimensiones de ese “cuidado” que los superiores locales están llamados a ejercer hacia los hermanos y también que la formación permanente (la de cada oblato y en primer lugar la de los superiores) es un “proceso integral que abarca toda la personalidad, (p. ej. las dimensiones humana, espiritual, intelectual y pastoral) y abre al oblato a una creatividad renovada. Su efecto no los experimenta sólo la persona misma, sino también la comunidad…”  (NGFO n 270).

Construir comunidades sólidas en la comunión afectiva y efectiva, fecundas desde el punto de vista misionero, es para nosotros de una importancia capital. Lo recordaba ya hace más de veinticinco años el documento capitular Testigos en comunidad apostólica: “la práctica comunitaria no se limita a crear un grupo que funcione bien; tiende a establecer una interdependencia, una comunión profunda de unos con otros. “. Y especifica las motivaciones: “Nuestra vida común no existe, pues, primero para sí misma, sino que es carne para la vida del mundo. La comunidad que formamos juntos en torno a Cristo es la mesa del banquete al que invitamos a la humanidad”. Por esto el servicio de los superiores locales es muy valioso y su formación continua pide una atención formativa constante por parte de los superiores mayores.

¿Misión (im)posible? Tarea sin duda comprometedora vista la complejidad de las situaciones internas y externas que hoy estamos llamados a afrontar y que a menudo nos hacen sentir realmente sin preparación. Pero quizás justamente por esto es importante tomar conciencia que necesitamos ayuda y que la formación continua es una necesidad real de la cual, hoy más que nunca, no podemos sustraernos, sobre todo si también somos “pastores de nuestros propios hermanos”. Nos anima saber que el Espíritu continúa también hoy precediendo y acompañando nuestro compromiso, no solo misionero sino también formativo. A nosotros queda la tarea de responder con generosidad a su cordial invitación revalorizando los recursos internos de la Congregación y los de nuestras Unidades así como la riqueza de tantas iniciativas eclesiales.